A medida que se acercaban las Navidades, los evadidos procuraban estar más animados. Los oficiales, cuando tenían dinero —procedente de las «pagas» de Derry o de los pagarés que May aceptaba— empezaron a frecuentar algunos bares de Roma, a comer en buenos restaurantes y a salir con chicas de vida más o menos «alegre».
La prensa fascista comenzó a quejarse de este abierto desafío y Maeltzer ordenó el cierre de varios establecimientos, lo cual le hizo más impopular todavía incluso entre sus propios subordinados, que vieron clausurados muchos de los lugares de diversión y esparcimiento que frecuentaban.
La audacia —o la temeridad— de algunos evadidos ingleses, sudafricanos y australianos iba a causar muchos problemas a Derry y a contribuir a endurecer la postura del Vaticano respecto a las actividades de O’Flaherty. Éste, sin embargo, dada su natural bondad e inquebrantable optimismo, no reparaba en ello. «Los muchachos están contentos —comentó una noche con Derry— y eso irrita a los alemanes».
Derry, por su parte, estaba seriamente preocupado, no tanto por el peligro que corrían los evadidos como por el temor a que, llevados por la euforia o tal vez bebidos, cometieran alguna indiscreción. El riesgo era constante, y aunque todos habían recibido órdenes severas de no hablar de dónde vivían y de no regresar a sus escondites si sospechaban que alguien les seguía, no siempre las respetaban. Eso hizo que la Gestapo estuviese a punto de descubrir el apartamento de los Lucidi por culpa de un joven oficial inglés llamado Peter.
Había ido con una joven condesa al Casino della Rosa, en el Parque Umberto, muy frecuentado por italianos proaliados y oficiales evadidos, y, al salir, después de recoger su abrigo en el guardarropa, su gentil acompañante, que le esperaba a la puerta, vio que venía riéndose a carcajadas.
—¿Qué te divierte tanto? —preguntó la condesita.
—No te lo imaginas —repuso Peter, ya camino de la parada del tranvía—… Kappler estaba en el Casino, viene mucho, y, naturalmente, deja el abrigo en el guardarropa… Cuando fui a recoger el mío, la chica que lo atiende no estaba, pero pude ver perfectamente la pistola de Kappler en su funda, colgada de una percha… ¡Estuve a punto de trincarla!
El joven oficial volvió a estallar en carcajadas, lo mismo que la condesita, y así estaban cuando vieron acercarse el tranvía. Sólo entonces repararon en que en una esquina próxima estaban apostados dos matones fascistas de la Gestapo italiana, que no cesaban de mirarles. Rápido como un rayo, Peter asió a la condesita por un brazo y la condujo hacia un bar cercano.
—No te muevas de aquí hasta dentro de un rato —dijo—. Yo voy a procurar darles esquinazo.
Salió de nuevo a la calle, con los ojos bajos, pero pudo ver a los dos matones al pasar a su lado. No había recorrido ni veinte metros, cuando oyó las temidas palabras:
—¡Alto! ¡Documenti!
Se detuvo, dio media vuelta y mostró sus papeles, pero algo en éstos —o quizá su aspecto, muy poco italiano— despertó sospechas en los matones, que sacaron su pistola y empezaron a encañonarle…
Peter sabía perfectamente lo que sucedería si le «interrogaban», por lo que, girando con rapidez, golpeó a uno en la mano, obligándole a soltar su pistola, y zancadilleó al otro, que cayó al suelo, derribado. Luego echó a correr y enseguida oyó varios disparos que no dieron en el blanco, pero obligaron a los transeúntes a tirarse al suelo o refugiarse en los portales.
Dando mil rodeos, y volviendo a veces sobre sus propios pasos, logró llegar hasta Via Sciaiola, donde vivían los Lucidi, convencido de que había logrado despistar a sus perseguidores. Entró en el portal del inmueble y, por suerte para él, pues no recordaba en qué piso vivían, pudo ver a Adrienne, charlando con el portero. Ésta le reconoció enseguida y sospechó lo que pasaba, así que salió a su encuentro, lo agarró por un brazo y lo metió en el ascensor apresuradamente. Luego pulsó el botón del último piso y empujó a Peter hasta la terraza del edificio, donde había un montón de arena en el que «enterró» al inglés.
Mientras tanto, los dos matones fascistas ya habían hecho irrupción en el inmueble. Al verlos llegar, el portero fingió estar muy excitado y, ante el desconcierto de los perseguidores, exclamó acaloradamente: «¡Acaba de largarse! Entró por la puerta principal, como ustedes, y salió por la de servicio… ¡Cosa de segundos!» Y, por un largo corredor, condujo a los dos hombres a un estrecho pasadizo lateral, contiguo al edificio. El portero los vio alejarse calle abajo, profundamente complacido…
Incidentes como éste mantenían a Derry, Simpson y Furman en tensión, y también la falta de dinero. Tenían que atender a unos 160 evadidos que, lo mismo que sus padrone, no cesaban de solicitar «pasta». Además, cuando los evadidos se encontraban en algún bar, en la calle o en otros sitios, cambiaban impresiones sobre sus respectivos escondites y sobre el trato que recibían de sus «patronos» o «pa-tronas», por lo que no tardaba en surgir el «agravio comparativo». De ordinario, los que estaban en casas de familias acomodadas —o generosas— se jactaban de vivir como reyes. Los «chicos» de Madame Chevalier, por ejemplo, se hacían lenguas del trato que recibían, hasta el punto de que las hijas de la señora se quejaban a veces, medio en broma, medio en serio, de que su madre sólo tenía ojos para sus «boys» y que siempre había comida para ellos. A lo cual replicaba la señora: «Hijas, vosotras sois mujeres y necesitáis menos… Además, así conserváis la línea…»
En vísperas de la Navidad, Derry distribuyó veinte liras extra por cabeza entre los evadidos, exceptuando los que vivían en casa de Madame Chevalier, que no estaban faltos de nada. Gemma llevaba las cuentas de la familia en un cuaderno de ejercicios que ha conservado hasta el día de hoy. También solía hacer la compra, lo cual era una tarea complicada y agotadora. Salía de casa de madrugada, envuelta en una manta para protegerse del frío, y se ponía a la cola del carnicero o del panadero. Las tiendas que frecuentaba estaban todas en la Via dell’Impero y aunque nunca les delataron, los tenderos sospechaban, con todo fundamento, que los Chevalier escondían en su casa evadidos o perseguidos. El carnicero, Giovanni Ceccarelli, estaba al tanto de todo y solía reservar a los Chevalier piezas enteras de carne que, a veces, llevaba personalmente al piso. Ellos se quedaban con lo que necesitaban y Simpson y Furman distribuían el resto entre otros refugiados.
Las sumas de dinero que manejaba Madame Chevalier y las cantidades de provisiones que pasaban por sus manos eran bastante considerables. Entre el 7 de noviembre de 1943 y el 3 de enero de 1944, gastó más de 500 libras esterlinas (unas 50 000 liras de aquella época) y almacenó unos 50 kilos de provisiones en la despensa.
La mayor parte de los refugiados, al menos en Roma, pudieron celebrar la Navidad de 1943 con cierta dignidad. La cuenta de gastos de Gemma, la víspera de la Nochebuena, es ésta:
Pan |
16 kilos |
405 liras |
Huevos |
50 |
700 liras |
Carne |
14 kilos |
1820 liras |
Pavo |
16½ kilos |
1485 liras |
Propina portero |
500 liras |
|
Sal |
13 kilos |
1495 liras |
Salsa tomate |
10 kilos |
850 liras |
Y el día de Navidad apuntó en su cuaderno la compra de ocho litros de vino por valor de 192 liras.
No quedó registrado el número de personas que celebraron la Navidad en casa de los Chevalier, pero es indudable que estuvo abarrotada durante todo el día y que varios sacerdotes acudieron a felicitar las Pascuas a la familia y a los evadidos.
El 6 de enero, festividad de la Epifanía, se compró comida para veintiuna personas y el 8 de enero para dieciséis, pero es posible que estas cifras incluyeran a los refugiados de Via Firenze y de Via Domenico Cellini.
Aunque todos, incluidos O’Flaherty y Molly Stanley, hicieron todo lo que estuvo en su mano para hacer las fiestas agradables a los evadidos, fue imposible evitar un soplo de amargura y de nostalgia, pues muchos de ellos habían pensado que pasarían las navidades en su casa. Molly, con ayuda de otras señoras, había preparado un pequeño regalo para cada uno de los refugiados a cargo de la organización (180 en Roma y sus alrededores), así como una tarjeta de felicitación con frases ingeniosas.
El más ocupado de todos en esos días fue, sin duda, Monseñor O’Flaherty (el sacerdote, no el «Pimpinela escarlata»). En primer lugar, celebró la Misa del Gallo en el Colegio Teutónico, a la cual asistieron todos los que allí residían, incluso los no católicos, muchos de los cuales no habían presenciado jamás una Misa. Luego subió a la colina en que está ubicado el Colegio Americano, para celebrar otra Misa en el viejo granero (el pastor sudafricano, por su parte, presidió un servicio religioso para los no católicos). A continuación, cenaron todos juntos: spaghetti, manzanas y chocolatinas, todo ello regado con un buen vino italiano. Después, O’Flaherty visitó todos los escondites que pudo para felicitar las Pascuas a los evadidos. Volvió al Colegio Teutónico de madrugada y, tras descansar unas horas, él y Derry comieron juntos —cordero— en una esquina de la mesa de su despacho-dormitorio, servidos, como de costumbre, por las monjas alemanas. Por la tarde, por la noche y a lo largo de todo el día siguiente a la Navidad, la habitación estuvo llena de visitantes: personas a quienes O’Flaherty había facilitado un refugio en el Colegio; sacerdotes de distintas nacionalidades; el Dr. Kiernan, Ministro Plenipotenciario irlandés, su esposa, Delia, y sus hijas Blon y Orla; los amigos yugoslavos; Sir D’Arcy Osborne; y, por supuesto, el imprescindible y servicial May.
Sobrio y austero consigo mismo, O’Flaherty se mostraba siempre espléndido y jovial con sus huéspedes, por lo que, durante unas horas, todos olvidaron sus responsabilidades, angustias y problemas, con la colaboración de Mrs. Kiernan, que cantó varias baladas populares irlandesas, entre ellas «La Rueca», tan melodiosa y suave; el Padre «Spike» Buckley, por su parte, interpretó una robusta versión de «Madre Macree», otra conocida balada.
Fueron, en realidad, las últimas horas libres de graves preocupaciones para todos aquellos relacionados con la organización, porque, a partir del 27 de diciembre, vivieron unos meses angustiosos.
Kappler y Koch habían ido apretando el cerco poco a poco. El adelanto del toque de queda a las siete de la tarde había hecho más difíciles los contactos con los pisos-refugio y, por otra parte, había obligado a conducir hasta ellos, a plena luz del día, a los evadidos que llegaban a Roma. Siempre había sido peligroso, pero mucho más ahora, tanto más en cuanto que muchos de ellos eran norteamericanos rubios y altos —o negros como el carbón—, escoceses pelirrojos y galeses pecosos, todos los cuales difícilmente podían hacerse pasar por italianos. Además, las autoridades del Vaticano, siempre preocupadas con las actividades de O’Flaherty, habían decidido cerrar la puerta de entrada a un patio adyacente al Santo Oficio que, desde la calle, daba acceso al mismo, y, a través de él, al Colegio Teutónico, lo cual significaba que los que visitaban a O’Flaherty no tenían más remedio que atravesar el muy vigilado Arco delle Camparte. Verdad es que May había resuelto el problema a su manera, «camelando» a los guardias suizos para que le permitieran utilizar como lugar de encuentro una pequeña sala de guardia que había en el interior del Arco, pero eso no evitó el que Simpson, Furman y los sacerdotes colaboradores tuviesen que reducir al mínimo sus visitas a O’Flaherty en el Colegio Teutónico.
El primer golpe se produjo cuando, por la imprudencia de unos cuantos evadidos, la policía detuvo, el 27 de diciembre, a dieciocho italianos que los habían ayudado. Los fascistas y las SS, en los interrogatorios, trataron de descubrir de dónde procedía el dinero que los evadidos habían recibido, pues sus sospechas iban dirigidas hacia el Vaticano. Derry decidió evacuar los pisos de Via Firenze y Via Domenico Cellini antes del 31 de diciembre, pero fue imposible, porque no se encontraron otros escondites.
El desastre sobrevino el 5 de enero, aunque O’Flaherty, Derry y sus ayudantes no se enteraron hasta el día siguiente. El 6 de enero, Simpson, Furman y Pollack se presentaron en el Arco delle Camparte sin previo aviso. Tuvieron suerte, pues O’Flaherty estaba a punto de retirarse de su puesto de observación en las gradas de San Pedro cuando descubrió a sus colaboradores. Los condujo a toda prisa a la sala de guardia y, tras asegurarse de que no había moros en la costa, los fue haciendo pasar, uno a uno, al Colegio Teutónico, a través del patio. Derry, que se encontraba en la habitación de Monseñor, los vio llegar consternado, pues enseguida sospechó que algo malo había sucedido, aunque nunca pensó que fuese tan malo. Porque, al parecer, Irida, una de las chicas italianas que había facilitado la fuga de Simpson, Furman y Pollack del campo de Sulmona y los había ayudado a llegar a Roma, había traicionado a todos o estaba a punto de traicionarlos… Algo tanto más grave en cuanto que Irida era uno de los pocos peones de la organización que estaba al tanto del papel que desempeñaba «Patrick» —Derry— y el mismo Monseñor O’Flaherty.
Derry y sus colaboradores siempre habían tenido un cierto recelo respecto a Irida, aunque había trabajado muy bien, viajando de Sulmona a Roma y regresando al campo con dinero y suministros facilitados por la organización. Parecía moverse a sus anchas entre los alemanes, y cuando un día Monseñor O’Flaherty, aludiendo a este hecho, había mostrado su asombro respecto a la facilidad con que Irida camelaba a los conductores de los camiones militares alemanes y les convencía para que la llevaran, Derry, un tanto embarazado, había comentado:
—Bueno, Monseñor, es una chica muy guapa y… ¿cómo diría?… un tanto alegre. Se entiende muy bien con los camioneros, y… bueno, les facilita ciertos favores que sólo una mujer puede prestar…
O’Flaherty había lanzado una penetrante mirada a Derry, quien había enrojecido, preguntándose cómo reaccionaría el sacerdote ante tal revelación. Pero no había dicho nada. Se había limitado a mirarle y a murmurar: «¡Qué pena!». Luego, inmediatamente, había cambiado de tema.
Lo que Derry no se había atrevido a decirle al sacerdote irlandés era que en su primera visita a Roma, ya al servicio de la organización, Irida había vivido —y ocultado a varios evadidos— en uno de los lugares más seguros de la ciudad, un burdel, pues la entrada o salida de hombres de un lugar como ése no podía llamar la atención de los nazis…
El día 5 de enero, por la tarde, Furman y Renzo Lucidi se encontraron en la calle, por pura casualidad, con un oficial francés, Henry Payonne, que acababa de llegar a Roma con Irida, procedente de Sulmona. Apenas pudieron cruzar algunas palabras, porque estaban a punto de dar las siete y empezaba el toque de queda, pero Furman le dio a Payonne el número de teléfono de Lucidi y le dijo que le llamara esa misma noche; le advirtió también que no facilitara el número a Irida ni a nadie, para evitar posibles «escapes».
Payonne no llamó aquella noche, pero, a la mañana siguiente el teléfono sonó muy temprano, y cuando Renzo preguntó quién llamaba, escuchó, consternado, la voz de Irida:
—Necesito hablar urgentemente con «Giuseppe» —dijo muy agitada—. Tengo que verle enseguida…
Simpson, Furman y Renzo Lucidi se pusieron en contacto con «Giuseppe» —es decir, Pollack— y examinaron el caso. Mientras tanto, Irida volvió a llamar otras dos veces, implorando la presencia de Pollack en su casa. Luego, cuando el teléfono sonó por cuarta vez, se puso Adrienne, que colgó enseguida y entró en la habitación donde los cuatro hombres seguían deliberando.
—Acaba de llamar Payonne —murmuró, muy pálida—. Dice que estáis todos en peligro…
En cosa de segundos, Simpson, Furman y Pollack se esfumaron. Corrieron a Via Domenico Cellini, donde dejaron su equipaje, y se dirigieron a la Plaza de San Pedro, al encuentro de O’Flaherty…
Sentado a la mesa de su despacho-dormitorio, el sacerdote irlandés escuchó el relato de lo sucedido sin mover un músculo de la cara. Había que tomar una decisión, pero ¿cuál sería la más acertada?…
Pollack insistía en que debía ir a ver a Irida y enterarse de lo que había pasado, pero Derry y Monseñor O’Flaherty estaban convencidos de que se trataba de una trampa. Tras mucho discutir, se decidió, a eso del mediodía, que Pollack fuera, pero sin documentación alguna, y que si a las tres de la tarde no habían tenido noticias suyas, darían por supuesto que lo habían atrapado. Como precaución suplementaria, se decidió también que una joven yugoslava llamada Graziella seguiría el rastro de Pollack para informar de lo que había sucedido, si éste no podía hacerlo.
Pollack se fue y May vino a unirse al grupo en la habitación de Monseñor, que pospuso algo que tenía que hacer en el Santo Oficio y permaneció silencioso y apesadumbrado en un rincón, sin duda rezando.
Eran ya casi las cuatro de la tarde cuando sonó el teléfono. O’Flaherty dio un salto, descolgó el auricular y escuchó unos instantes, en medio de la general ansiedad. Luego volvió a colgar.
—Era Aldo, el portero del Colegio —susurró—. Un joven italiano tiene algo que comunicar a «Patrick» y quiere hacerlo personalmente… Suena a otra trampa.
O’Flaherty propuso bajar él a la portería, ya que Derry no sabía hablar en italiano, pero, al final, se decidió que bajase Furman y se hiciese pasar por «Patrick».
Regresó al cabo de unos minutos con una nota, escrita por Irida. Furman, lentamente, la fue traduciendo del italiano al inglés:
«Queridísimo Patrick: Ayer, a mediodía, me detuvieron. Me han dicho que a mi madre, a mi hermana y a mi hijito los han detenido también, lo mismo que a Flora, a su familia y al famoso “Diño”, que conoce a Giuseppe. Todos están en manos del Alto Mando alemán… Me ha traicionado el Capitán Dick, que no es capitán, sino un ayudante sanitario. Ha cantado de plano… Buscan a Giuseppe por toda partes… Le he rogado que venga a verme porque, si lo cogen, ya no seguirán buscando… Yo no hablaré, a menos que vea que peligra la vida de mi hijito, pero si no hay más remedio, me envenenaré. Te ruego que hagas todo lo que esté en tu mano para salvar a mi hijo y a mi pobre madre. No debes creer que si detienen a Giuseppe es porque os he traicionado. Quieren saber quién da el dinero, pero no lo sabrán por mí. Antes me mataré. Lo que temo es que Giuseppe hable si se cree traicionado…
Irida.»
A Joe Pollack lo detuvieron los miembros de las SS en cuanto entró en la habitación de la pensión en que Irida solía vivir en Roma. Se lo llevaron a Sulmona, con ella. Ni Derry ni O’Flaherty podían hacer nada por ellos, de momento, así que concentraron todos sus esfuerzos en salvar la situación en Roma. La primera medida que adoptaron fue trasladar los doce evadidos que estaban escondidos en Via Domenico Cellini y utilizar el piso como refugio para Simpson y Furman durante unos días, hasta que encontraran un lugar más seguro. Pero un nuevo desastre se produjo casi inmediatamente, el 8 de enero…