Capítulo IV. «Me gustaría recuperar mis pantalones»

A comienzos de otoño de 1943, varios centenares de romanos estaban al tanto de las andanzas de Monseñor O’Flaherty. Diplomáticos franceses, polacos, norteamericanos y yugoslavos recababan su ayuda; estos últimos eran los más activos, pues numerosos partisanos luchaban en las montañas próximas a la frontera con Italia y estaban en contacto con campesinos italianos que ayudaban a esconder a militares evadidos procedentes de los campos de prisioneros. Uno de ellos era el teniente Colin Lesslie, perteneciente a la Guardia Irlandesa.

Capturado en Túnez el 31 de marzo de ese mismo año, Lesslie había sido conducido a un campo de prisioneros próximo a Parma, donde la herida de una pierna se le infectó, por lo que, el 4 de septiembre, los italianos decidieron trasladarle a un hospital. Logró escapar durante este traslado, saltando del automóvil, y pudo internarse en los Apeninos, donde encontró una alquería abandonada en la que permaneció escondido hasta que sus propietarios —unos agricultores— la visitaron; éstos, como otros muchos campesinos italianos que arriesgaron su vida con su actitud, le dijeron a Lesslie que se quedara, prometiendo ayudarle si podían.

Lesslie estuvo en aquel refugio de montaña, en cuyos alrededores había muchos partisani, hasta el 15 de octubre, fecha en que empezó a nevar copiosamente, por lo que comprendió que tendría que abandonarlo si quería sobrevivir. A muchos otros evadidos les sucedió lo mismo, y empezaron a afluir hacia Roma y sus alrededores, por lo que la organización de O’Flaherty tuvo que desplegar todos sus recursos y extremar sus esfuerzos.

Los dueños de la alquería condujeron a Lesslie —barbudo y harapiento— a la taberna de un pueblo cercano que rebosaba de partisanos armados hasta los dientes. Estaba claro que esperaban a alguien, y no hicieron el menor caso a Lesslie, que permanecía en un rincón solo y asustado. De pronto, un Mercedes se detuvo frente a la taberna, y el conductor, un hombre alto, bien vestido y de buena presencia, entró en el establecimiento con una abultada cartera de mano. Su afeitado impecable contrastaba vivamente con las barbas de los partisanos, que se arracimaron a su alrededor para recibir cada uno un fajo de billetes que el conductor extrajo de la cartera. Luego, inmediatamente, se dispersaron.

Lesslie y el conductor quedaron solos en la taberna, acompañados únicamente por los dueños de la alquería.

—Me han dicho —habló el hombre de la cartera— que usted es un oficial británico. ¿Puedo ayudarle en algo? Mi nombre es Cedo Ristic.

Lesslie le explicó que necesitaba ropa y dinero para tomar un tren hasta Roma y, desde allí, tratar de llegar al frente y unirse a las tropas aliadas que avanzaban hacia la Ciudad Eterna.

Ristic lanzó una imperiosa mirada al tabernero, que acababa de hacer acto de presencia y, desde el otro lado del mostrador, trataba de oír lo que se decía. No tardó en desaparecer y Ristic tomó la palabra de nuevo.

—Hay un problema. Me queda algo de dinero, pero es para unos partisanos. Sin embargo, me han dicho que han muerto, que los fascistas los han matado. Así que esta noche trataré de averiguar si es verdad. Si están vivos, no hay nada que hacer, pero si los han matado, cuente con el dinero. Le veré mañana.

A la mañana siguiente, Ristic se presentó de nuevo en el establecimiento, sin que esta vez el tabernero osara aparecer.

—Han muerto —murmuró Ristic—, así es que tome usted el dinero. Y no piense en devolverlo. Son todas liras falsas. Dicen que las imprimen dentro del Vaticano. No lo sé, ni me importa, porque no soy católico. ¡Allá ellos!

Lesslie adquirió un traje de paisano, sacó un billete en la estación más próxima y se dirigió a Roma en el primer tren. Haciéndose pasar por un viajante de comercio, mostró tanta sangre fría como el hombre con el que pronto se iba a encontrar. Sabía que los italianos le buscaban, pero los alemanes no, por lo que se metió en el departamento de un vagón en el que viajaban cinco miembros de las SS. Los italianos —pensó— no imaginarían jamás que un evadido iba a viajar sentado junto a ellos, y en cuanto a los alemanes, no mostrarían más que desprecio hacia uno de esos cobardes italianos que acababan de rendirse.

Los nazis, en efecto, dieron por supuesto que Lesslie era un italiano y no cruzaron una sola palabra con él. Llegó a Roma a primeras horas de la mañana del 20 de octubre y pensó que una iglesia, cualquier iglesia, era el lugar más seguro para tomar aliento y reflexionar un poco antes de decidir qué hacer.

Estuvo todo el día yendo de una iglesia a otra, hasta que, a la caída de la tarde, decidió dirigirse a las oficinas de la Cruz Roja Internacional, en Via Sardinia, donde según le habían dicho sus amigos campesinos, trabajaba Ristic.

Éste no se extrañó al verle.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Lo ha conseguido! Bien, ¿y qué piensa hacer ahora?

Tranquilizado por la amistosa acogida, Lesslie, bromeando, dijo:

—Bueno, iré a la Embajada británica. Seguro que allí hay sitio.

Cedo, asombrado, estalló en carcajadas.

—No es tan absurdo como parece. ¡Ha acertado usted! No, no es una mala idea. Está clausurada, pero los suizos se han encargado de ella y han encomendado su cuidado a un tal Constantini, buen amigo mío, que, por supuesto, de neutral no tiene nada. Esos suizos están resultando tan útiles como los irlandeses. ¡Neutrales! Qué risa…

Y poniéndose en pie, añadió:

—¡Vamos! Le acompañaré. ¡No perdamos tiempo!

Uno de los misterios de la odisea de los evadidos en Roma es que, por alguna razón incomprensible, los alemanes no vigilaron apenas el edificio de la Embajada británica hasta las últimas semanas de la ocupación. Quizá fuera porque no eran capaces de imaginar que los evadidos se refugiaran allí, aunque algunos lo hicieron; en cualquier caso, el hecho es que no estaba debidamente custodiado, por lo que a Ristic no le fue difícil introducir en ella al teniente Lesslie. Constantini lo acogió, le dio algo de comer y lo alojó en el vacío y polvoriento dormitorio del Embajador, donde el prófugo pudo dormir por fin a pierna suelta.

Lesslie permaneció alrededor de una semana en la Embajada, y habría podido seguir allí indefinidamente si Constantini no se hubiese puesto nervioso. Pero como su inquietud aumentaba, llamó a O’Flaherty, el cual se presentó una noche en la Embajada.

—En la sala le espera un sacerdote —le dijo Constantini a Lesslie sin previo aviso—. Pero no se preocupe, es hombre de confianza.

Así fue como conoció a Monseñor O’Flaherty, que le aguardaba en pie en medio de la sala de espera, con el mobiliario envuelto en sábanas blancas, para preservarlo del polvo.

—Bien, muchacho —exclamó el sacerdote, sonriéndole benévolamente mientras le miraba con simpatía a través de las gafas—. He venido para tratar de ayudarle. A ver qué podemos hacer por el primer irlandés…

O’Flaherty le hizo algunas preguntas y, al final, añadió: —El Ministro plenipotenciario inglés ante la Santa Sede se ha interesado por usted, lo mismo que Mr. Tittman, el Encargado de Negocios estadounidense. Trataré de sacarle de aquí, pero no de día. Volveré mañana a eso de las ocho de la noche.

Aunque la puntualidad no es una virtud irlandesa, O’Flaherty era una excepción, y a las ocho en punto se presentó con un voluminoso paquete en las manos y vestido con una sencilla sotana negra, sin los ribetes púrpura y demás distintivos de un Monseñor.

—Aquí tiene —dijo abriendo el paquete— unos pantalones, una camisa con alzacuello y todo lo que suelo llevar encima. Póngaselo. Creo que le sentará bien.

En un periquete, Lesslie quedó convertido en un Monseñor de la Curia —teja incluida—, con tanta prestancia como el mismo O’Flaherty.

(Cuándo terminó la guerra y Colin Lesslie se encontraba ya a salvo en Londres, O’Flaherty le escribió para reclamarle los pantalones. «Son —decía— con los que solía jugar al golf y no acierto a darle a la pelota sin ellos». Desgraciadamente, Lesslie ya los había tirado, pero le envió otros exactamente iguales, completamente nuevos, «con la esperanza de que le ayuden a ganar»).

Un pequeño coche negro esperaba a espaldas del edificio. Montaron en él y, una vez en la Plaza de San Pedro, descendieron y se dirigieron a pie hacia el Arco delle Compone.

—Ahora, muchacho —susurró O’Flaherty—, vamos a dar un paseo. Tranquilo. Seré yo quien hable. No se extrañe si gesticulo un poco. Usted no conteste. Asienta sin palabras, como si se mostrara de acuerdo con lo que digo. Y rece lo que sepa.

Funcionó a la perfección. A la Guardia Suiza, que ya desconfiaba de los acompañantes nocturnos de Monseñor O’Flaherty, no le extrañó la presencia de los dos «clérigos», que pasaron el Arco sin ser molestados. Y como si fuese un simple cicerone del joven y apuesto «Monseñor», O’Flaherty prosiguió:

—Aquí estaba el Circo de Nerón, muy cerca de la actual Basílica, como ve. A la izquierda está el Cementerio alemán y, en frente, la sacristía, ya en territorio vaticano. Éste es el Hospicio de Santa Marta, donde ahora se alojan unos extraños «peregrinos».

Una vez en el Hospicio, sentado frente a Sir D’Arcy, con un vaso de whisky en la mano, como si la vida hubiera vuelto repentinamente a la normalidad, Lesslie charló animadamente con el Ministro inglés hasta que llegó Mr. Tittman y los dos diplomáticos empezaron a hacerle preguntas sobre las condiciones de vida en los campos de prisioneros del norte de Italia y la actitud de las fuerzas alemanas de ocupación.

Cuando Lesslie terminó su relato, Sir D’Arcy comentó: —La verdad es que no sé si sería mejor que todos los evadidos de los campos de prisioneros se entregaran a las autoridades alemanas. El invierno se acerca —mejor dicho, ya está aquí— y me temo que no podrán sobrevivir en las montañas. Además —añadió, lamentándose—, la actitud de esos evadidos es muy embarazosa para el Gobierno de Su Majestad.

O’Flaherty, que había permanecido arrellanado en su sillón, mirando al techo y escuchando con aire distraído, se puso en pie abruptamente y exclamó:

—Sir D’Arcy, ¿se da usted cuenta de las penalidades de esos hombres? ¿Lo que han tenido que pasar antes de evadirse, y después? ¿Olvida que ahora sueñan con retornar a sus puestos de combate, hasta la victoria final? ¡Son seres humanos, señor Ministro! ¿Cómo puede usted pensar que estén dispuestos a entregarse ahora?

Tittman fingió una tosecilla nerviosa y murmuró:

—Por supuesto, lo ideal sería poder recuperar a los evadidos, pero, oficialmente, nada podemos hacer.

Sir D’Arcy miró a sus interlocutores y asintió:

—Así es. Pero, en este caso, tal vez…

Y dirigiéndose a Lesslie, añadió:

—Teniente, si conseguimos que el Vaticano acepte que quede usted internado aquí, ¿estaría dispuesto a ayudarnos en nuestra misión diplomática?

Lesslie se mantuvo unos instantes en silencio y luego habló:

—Perdone, señor, pero ¿podría usted, o incluso Monseñor, decirme lo que sucederá cuando Roma caiga en poder de los aliados? ¿Saben cuál será entonces la actitud del Papa? Porque, si no me equivoco, según la Convención de Ginebra, si yo permanezco en el Vaticano como internado, tendré que seguir aquí mientras dure la guerra con cualquier otro país —incluido Japón—, ya que el Vaticano es un Estado neutral. ¡Y sólo Dios sabe cuánto puede durar!

Sir D’Arcy miró a O’Flaherty, como preguntándole qué opinaba, y Monseñor habló:

—No puedo responder a eso —dijo—. Desconozco cuál será la actitud de Su Santidad.

—Ni yo tampoco —confirmó D’Arcy.

—En ese caso —intervino Lesslie apurando su whisky y poniéndose en pie—, trataré de hacer algo. Mi deber es procurar reincorporarme cuanto antes a mi Regimiento.

—Comprendo su postura —dijo Mr. Tittman.

—Yo también —ratificó D’Arcy.

O’Flaherty se levantó a su vez.

—Vamos, muchacho —dijo—. Es hora de cenar.

Y Lesslie marchó con él.

Salieron a la calle, atravesaron la línea divisoria del Estado Vaticano y, por la Vía Teutónica, se dirigieron al Colegio.

Les sirvieron una ligera colación en la pequeña y austera habitación del sacerdote irlandés, situada en el segundo piso. Una monja alemana, que no se sorprendió en absoluto al ver al joven irlandés, les trajo la comida y la colocó en la mesa de trabajo de Monseñor, que, con un lavabo, un sofá, dos sillas y un aparato de radio era el único mobiliario de la habitación; una cortina, al fondo, no permitía ver lo que había al otro lado.

Al terminar de cenar, Lesslie reparó en una bolsa y unos palos de golf colocados en un rincón.

—¿Sabe jugar, Monseñor? —preguntó el teniente.

O’Flaherty no necesitaba más. Cogieron dos palos de golf y durante horas, hasta bien entrada la noche, estuvieron ensayando golpes con la papelera como agujero. Rendidos, fueron a dormir: Lesslie, en el sofá, y O’Flaherty, en una cama metálica que había al otro lado de la cortina, al fondo de la habitación.

A la mañana siguiente, O’Flaherty condujo a Lesslie al apartamento de Via Domenico Cellini, donde el único refugiado, en ese momento, era Bruno Buchner, el comunista yugoslavo, que se había trasladado desde Via Firenze. Bruno se mostró tan agresivo y bravucón como siempre, y a Lesslie no le sentaron bien sus bravatas.

Días más tarde, llegaron unos cuantos evadidos ingleses de los campos de prisioneros, y la comida empezó a escasear, por lo que Bruno se lanzó a la calle a buscar alimentos. La única fuente posible de suministros era la Cruz Roja Internacional, que tenía instalados sus almacenes en la antigua Embajada de los Estados Unidos, y aunque justo enfrente, al otro lado de la calle, había un cuartel lleno de alemanes, Bruno iba y venía cargado de paquetes.

Para Lesslie, eso era una temeridad que podía costarles muy caro; se lo dijo a O’Flaherty y éste, tan pronto como pudo, condujo al irlandés a un nuevo refugio que acababa de poner a su disposición una de las muchas señoras que colaboraban con él: Miss Molly Stanley.

Al terminar la Primera Guerra Mundial, cuando sólo tenía veinte años, los padres de Molly la habían enviado a Roma para que aprendiese italiano. Y allí se había quedado, ganándose la vida: primero, como secretaria, luego como gobernanta y, finalmente, como profesora de italiano. Su papel en la red de evasiones —que llegaría a ser importantísimo— había comenzado, como tantos otros, con una llamada telefónica a finales de septiembre, poco después de la ocupación de Roma por los alemanes. Una mujer que no había querido identificarse le había comunicado que dos soldados ingleses seriamente heridos se encontraban en un hospital controlado por los nazis, careciendo de la comida y de la atención médica necesarias. Ni corta ni perezosa, la pequeña Molly —medía poco más de metro y medio— se había dirigido resueltamente al hospital y se había puesto en contacto con la vigilante, una monja maltesa. Si los nazis hubieran llegado a descubrir que era inglesa, la habrían detenido enseguida, pero no fue así, por lo que, informada por la monja de que los alemanes admitían paquetes, había empezado a llevar a diario alimentos y medicinas para los soldados ingleses; pero pronto se la había terminado el dinero de que disponía, y había acudido a O’Flaherty en busca de ayuda. Éste, durante dos meses, había estado suministrando a Molly ambas cosas, no sólo para sus «muchachos», sino también para algunos prisioneros de Regina Coeli, pues la simpática inglesa no había tardado en ganarse a los carceleros. («Nadie reparaba en mí, porque soy insignificante», comentaría años más tarde). De esta manera, había hecho llegar a los prisioneros ropa, alimentos, cigarrillos y tartas de cumpleaños confeccionadas por la Duquesa de Simonetta, con la cual trabajaba por entonces, informando a Monseñor O’Flaherty cuando llegaban nuevos «huéspedes» a la cárcel. Era todo un poema verla sonreír ingenuamente mientras los carceleros partían las tartas en pedazos, para comprobar que dentro no había nada. («¡Cómo si yo fuera a hacer una cosa tan tonta!»).

Un día, la monja maltesa la había llamado por teléfono desde el hospital y le había dicho:

—Por favor, Miss Stanley, venga a ver si puede calmar a sus dos soldados. Deben de estar mucho mejor, porque las enfermeras se han quejado de que no hay forma de que no se metan con ellas.

Molly, que como institutriz había educado a varias generaciones de traviesos italianos, no tardó en aparecer, logrando convencer a los dos soldados, aunque a regañadientes, de que fueran más comedidos.

Uno o dos días después de que Lesslie se trasladara al refugio que le habían facilitado por mediación de Molly, O’Flaherty fue a verle para decirle que debía trasladarse de nuevo.

—Las cosas se están poniendo feas. No sólo peligra su vida, sino la de quienes le esconden. Es usted demasiado alto y demasiado rubio para pasar por italiano. He pensado, por eso, que debe trasladarse al Colegio Americano.

A diferencia del Colegio Teutónico, el Americano era —y sigue siendo— un centro de formación de sacerdotes de distintas nacionalidades. Por aquellas fechas estaba medio vacío, ya que sólo se alojaban en él un puñado de sacerdotes japoneses y alemanes.

Lesslie, lo mismo que quienes encontrarían refugio en él poco más tarde, tuvo que prometer que, una vez en los sótanos, tendría que permanecer encerrado allí y no acercarse nunca, bajo ningún pretexto, a las dependencias colegiales, ni establecer contacto con los residentes, excepción hecha de Monseñor McGeogh, que actuaría de «enlace».

En un granero situado en un rincón apartado de los sótanos, desde el cual se divisaba la Cúpula de San Pedro, Lesslie se encontró con un puñado de hombres del más variado pelaje: unos quince norteamericanos de origen italiano (estudiantes en su mayor parte), que no habían podido regresar a los Estados Unidos después de Pearl Harbour; ocho soldados británicos; tres militares norteamericanos (dos de ellos de las Fuerzas Aéreas); un piloto italiano, que había tenido que ocultarse porque había llevado al Mariscal Graziani a su entrevista secreta con el General Alexander (Jefe Supremo de las tropas aliadas en Italia) y en la cual negoció la rendición italiana; unos cuantos refugiados políticos entrados en años y el Reverendo Gordon Wiles, pastor protestante sudafricano.

Al ver aquel grupo tan variopinto de refugiados, Lesslie comprendió por qué Monseñor O’Flaherty, mientras le explicaba las reglas por el camino, le había dicho:

—Tendrá usted que tomar el mando. En lugares y situaciones así es indispensable un poco de disciplina. Espero que usted será capaz de imponerla. ¡Quién mejor que un oficial de la Guardia Irlandesa!