Capítulo II. El correo de Dios

Si la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe necesitaba sangre fresca, hombres nuevos y una nueva orientación, lo mismo sucedía con la Sagrada Congregación del Santo Oficio, sucesora del Santo Tribunal de la Inquisición y definidora, bajo la suprema dirección de los Papas, de la fe y de la moral de la Iglesia Católica.

En aquellos años, el Santo Oficio tenía que hacer frente a los mayores desafíos de su historia. El enorme auge de la radio y la edición masiva de libros, folletos, revistas y diarios estaba difundiendo, como nunca hasta entonces, las ideas del «pensamiento moderno» sobre el sexo, la familia, el divorcio, etc., así como las nuevas ideologías materialistas, ateas y totalitarias. Todo ello chocaba frontalmente con el pensamiento católico, cuyo guardián supremo era el Santo Oficio (que en 1966 cambió su nombre por el de Congregación para la Doctrina de la Fe).

La Inquisición romana había sido establecida por la Santa Sede en 1542; estaba integrada por seis cardenales y era una especie de Corte de Apelación o Tribunal Supremo para todos aquellos juicios concernientes a la fe; dictaminaba además en aquellos asuntos que requerían una intervención personal del Papa. Su sucesor, el Santo Oficio, tenía también, entre otras funciones, actuar como Tribunal Supremo de la Iglesia Católica para causas matrimoniales y otros problemas de fe y de costumbres; todos los católicos estaban bajo su jurisdicción, excepto los cardenales, que sólo podían ser juzgados por el Papa.

Los consultores y otros funcionarios del Santo Oficio, ayudados por los notarios, examinaban cuestiones de fe y de costumbres, problemas de moral y de otros aspectos relacionados con los dogmas y la doctrina de la Iglesia. Estudiaban la veracidad o falsedad de milagros, visiones y revelaciones, analizaban libros de dudosa doctrina, dictaminaban en causas matrimoniales, etc. Realizaban su trabajo en el más estricto secreto (el famoso «secreto del Santo Oficio»), y su violación, incluso accidental o indirecta, era castigada con pena de excomunión. Los funcionarios tenían sus oficinas en el Palacio del Santo Oficio, justo frente a los muros del Vaticano, fuera, a mano izquierda de la columnata de Bernini, mirando hacia la Basílica de San Pedro. Los lunes celebraban una conferencia en la que exponían los problemas que tenían que ser referidos al Cardenal Secretario de Estado y a los Cardenales que vivían en Roma, los cuales se reunían los miércoles.

Allí, en las oficinas del Santo Oficio, el organismo más estricto y poderoso de la Santa Sede, iba a pasar Hugh O’Flaherty, a partir de 1938, casi un cuarto de siglo, primero como simple Notario y, luego, cuando Monseñor Jorio fue nombrado Cardenal por el Papa, como Primo Notario o Notario Mayor.

El Primo Notario era quien daba forma definitiva a todas las decisiones del Santo Oficio y las avalaba con su firma. De esta forma, el hombre que algunos podían ver como un «inquisidor» iba a convertirse, paradójicamente, en el más firme opositor de fascistas y nazis, auténticos inquisidores, torturadores y verdugos.

Al frente de la Congregación del Santo Oficio, como Prefecto, se encontraba el Cardenal Alfredo Ottaviani, dos años más joven que Hugh O’Flaherty, décimo hijo de un panadero romano que había tenido once. Él fue quien anunció la elección de Pablo VI y le coronó luego. Considerado por algunos como «ultraconservador», estricto y severo, tuvo siempre una gran admiración y cariño hacia al anticonvencional, bullicioso y abierto irlandés, a quien honró con su amistad y mantuvo en el Santo Oficio hasta su muerte.

Aunque pocos se dieron cuenta, gracias a su firme posición en el Santo Oficio, O’Flaherty pudo desarrollar aquellos aspectos de su actividad social que algunos, en el Vaticano, miraban con recelo. Porque el gigantesco «Monsignor» irlandés no tardó en convertirse en uno de los ídolos de la alta sociedad romana. Aunque era un mediocre jugador de bridge, no le importaba pasar una noche jugando con tal de comprometer una partida de golf para el día siguiente, deporte en el que sí destacaba. Aunque era muy sobrio en las comidas —lo indispensable para mantenerse—, frecuentaba las fiestas de sociedad —«cocktails», «parties»— a las que asistía la crema de la nobleza romana, y las princesas y duquesas eran muy aficionadas a conversar con aquel clérigo tan poco convencional, que tenía un marcado acento irlandés, una sonrisa burlona y un original sentido del humor. Fue él quien enseñó al Conde Ciano, yerno de Mussolini, a jugar al golf. Le había conocido en el Club Británico, donde O’Flaherty solía jugar con Alfonso XIII, el ex Rey de España. Todas estas relaciones con gente importante iban a ser utilísima, años más tarde, para la causa de los aliados.

El hecho de que jugara al golf (llegó a ser campeón amateur de Italia) y de que además boxeara (era un excelente «peso pesado») no contribuía en absoluto a que estuviera bien visto por el establishment del Vaticano, tanto más cuanto que la diócesis de Roma no tenía previsto que los Monseñores —y menos del Santo Oficio— jugaran al golf. Pero el Cardenal Ottaviani hacía la vista gorda, pues se daba cuenta de que su colaborador estaba llevando a cabo una excelente labor diplomática, casi casi de «agente especial».

Aunque su categoría, hasta 1946, sólo era la de Scrittore —escribiente—, fue designado para entablar largas conversaciones confidenciales con miembros de la jerarquía católica de los Estados Unidos cuando iban a Roma con problemas que sólo el Santo Oficio podía resolver. Eran conversaciones informales, en hoteles o en fiestas, y el Santo Oficio consideraba extremadamente valioso aquel original «embajador», que conocía a tanta gente importante.

El mismo O’Flaherty se asombraba a veces de su papel en el Santo Oficio. Aunque no carecía de agudeza ni de seguridad en sus decisiones, era un hombre humilde, que no se aferraba a sus propios criterios. A uno de los oficiales británicos que había escondido en el Vaticano le dijo en cierta ocasión: «Me imagino lo monótona que debe de ser su vida aquí. No deje de venir a verme siempre que lo desee. Le contaré algunas cosas, aunque la verdad es que ignoro muchas otras que para ustedes, las gentes de mundo, son habituales. Es curioso; en el Santo Oficio, como usted sabe, tenemos que resolver infinidad de problemas matrimoniales y, sin embargo, mi conocimiento de los vericuetos del amor humano es muy limitado. Algo he aprendido. ¡Pero no sabe lo que me ha costado!»

* * *

El Cardenal Pacelli fue coronado Papa el 12 de marzo de 1939, con el nombre de Pío XII. En los meses que siguieron, no se cansó de prevenir al mundo sobre el peligro de una guerra, y una vez que ésta estalló, en el mes de septiembre, no escatimó esfuerzos para evitar que se extendiera. Sin embargo, cuando Italia declaró la guerra a Francia el 10 de junio de 1940, el pequeño Estado Vaticano, con su escaso medio kilómetro cuadrado de extensión, quedó prácticamente aislado de Roma y del mundo. Pío XII estaba decidido a conservar a toda costa la neutralidad del Vaticano, haciendo de él un lugar de asilo para cuantas personas pudiese. Mandó construir refugios antiaéreos, así como cámaras acorazadas para albergar los manuscritos y obras de arte más valiosos; se decretó un estricto blackout[4] y los representantes diplomáticos acreditados ante la Santa Sede fueron concentrados en el Hospicio de Santa Marta, dentro de las murallas del Vaticano, así como en la parte posterior del Santo Oficio y en el Colegio Teutónico, el cual le sería luego muy útil a Monseñor O’Flaherty.

Una de las primeras medidas de Pío XII fue establecer una cadena de agentes extendida por toda Europa, los cuales se encargaban de recabar noticias de prisioneros de guerra, refugiados y evadidos, así como de los miles y miles de desplazados y sin hogar. Decidió también que el Santo Oficio, que a causa de la guerra no podía desarrollar normalmente sus funciones habituales, centralizase toda la información y se ocupase de los POW[5] y de los refugiados en general. El vigoroso Monseñor O’Flaherty fue escogido para desempeñar una misión muy especial. En los comienzos del año 1941, decenas de miles de prisioneros de guerra aliados habían ido a parar a diversos campos repartidos por el norte de Italia, y el Papa Pío XII nombró Nuncio especial en esos campos de prisioneros a Monseñor Bergoncini Duca, y a Monseñor O’Flaherty intérprete y secretario. Comenzaron a visitarles en la Pascua de Resurrección de ese mismo año. Monseñor Duca se lo tomó con calma, visitando sólo un campo al día, pero al dinámico O’Flaherty, que se pasaba el día charlando con soldados capturados en Grecia, en Creta y en el desierto africano (hombres cuyas familias no sabían si estaban vivos o muertos), eso le sabía a poco. Así, pues, mientras el Nuncio pasaba la noche como huésped de los comandantes de los campos o en hoteles próximos, O’Flaherty se dirigía a la estación de ferrocarril más próxima y regresaba a Roma, viajando de noche, para que las familias de los prisioneros con quienes había hablado tuviesen noticias suyas cuanto antes enviando los correspondientes mensajes a través de Radio Vaticano. A la mañana siguiente viajaba de nuevo para reunirse con el Nuncio en otro campo, y así proseguía, incansable, su misión de Corriere di Dio, de Correo de Dios.

Continuó realizando esta labor hasta las navidades de 1942. Durante ese tiempo, O’Flaherty logró reunir personalmente y distribuir entre los prisioneros de los distintos campos más de diez mil libros. Lo hizo, como luego se supo, ignorando por completo los «canales oficiales», que, por supuesto, incluían la censura. Se valió para ello de los curas rurales de los alrededores, que entregaban esos libros a escondidas a los prisioneros, así como un devocionario especialmente redactado para ellos que él mismo había preparado y hecho imprimir. También logró acelerar considerablemente la entrega de paquetes de la Cruz Roja, frenada por la lentitud de la burocracia italiana; pero su mayor hazaña fue conseguir, de una manera misteriosa, gran cantidad de ropa de abrigo, tan necesaria para los prisioneros en los crudos inviernos del norte de Italia.

Como O’Flaherty se saltaba a la torera todas las normas legales cuando se trataba de ejercitar la caridad y desafiaba abiertamente a las autoridades italianas, el Gobierno fascista decidió apartarle de los campos de prisioneros. Elevó una protesta ante el Vaticano, por lo que la Santa Sede retiró al Nuncio y a su secretario, no sin que éste lograse antes que fuesen destituidos los Comandantes de los campos de Modena y Piacenza, que se distinguían por su dureza.

De nuevo en su puesto del Santo Oficio, pronto encontró nuevas ocupaciones, esta vez más absorbentes que nunca. En el mes de noviembre de 1942, los aliados habían invadido el norte de África y el Santo Oficio estaba recibiendo miles de peticiones de italianos que querían saber la suerte que habían corrido sus hijos o sus esposos. Luego, cuando los aliados desembarcaron en el sur de Italia y se fueron acercando a Roma, los nazis y los fascistas activaron la busca y captura de personas que consideraban peligrosas, sobre todo judíos y aristócratas italianos de tendencia antifascista. Muchos de ellos conocían a O’Flaherty, por lo que, cuando se vieron perseguidos y tuvieron que huir, buscaron refugio en el Santo Oficio. Al principio, solía enviar algunos a casas de amigos de confianza que vivían en la ciudad, así como a diversos conventos y monasterios, pero cuando la persecución arreció y menudearon los registros, tuvo que buscar otros escondites, al menos para los más amenazados. Con la audacia que le caracterizaba, O’Flaherty escogió como refugio su propia residencia, el Colegio Teutónico, situado detrás del Santo Oficio, el cual, aunque se hallaba fuera de los muros del Vaticano, gozaba del privilegio de extraterritorialidad. A diferencia de otros Colegios —como el americano, el inglés o el irlandés—, el Teutónico no estaba destinado a jóvenes estudiantes para el sacerdocio, sino a destacados intelectuales alemanes, clérigos y laicos, que acudían a Roma para ampliar estudios o realizar investigaciones. El Rector era alemán y estaba atendido por monjas también alemanas. Varios funcionarios del Vaticano vivían allí, entre ellos O’Flaherty. En aquella época también se alojaban en el Colegio Teutónico personalidades tales como Cari Testa y el historiador Hubert Jeding, así como unos cuantos judíos, rusos y austríacos… y una esplendorosa princesa italiana.

Durante toda la era mussoliniana, numerosas familias de la nobleza romana se habían negado a colaborar con el fascismo. Entre ellas estaba la joven princesa Niní Pallavacini, cuyo marido, piloto de la RAF, había muerto abatido en el cielo de Sicilia. A raíz de dos incursiones aéreas de los aliados sobre Roma, en el mes de julio de 1943, los fascistas redoblaron la búsqueda de «traidores». Cuando unos milicianos se presentaron en su palacio —el Palacio Rospigliosi, próximo al Quirinal—, la princesa escapó saltando por una ventana de la fachada posterior y corrió hasta la Plaza de San Pedro, en donde hizo llegar un mensaje a O’Flaherty, como luego harían muchos otros. A partir de ese momento se convirtió en una eficaz colaboradora del audaz sacerdote irlandés, facilitando a los refugiados documentos de identidad italianos y escoltando a muchos de ellos hasta el Vaticano.

En aquella época había en Italia por lo menos 74 000 prisioneros de guerra británicos; durante los meses de aquel verano, un número creciente de ellos consiguió escapar de los campos de confinamiento o saltar de los trenes que los conducían a Alemania. La mayoría solía dirigirse a Roma y buscar refugio en la antigua Embajada inglesa, parcialmente ocupada por la Sección de Intereses Extranjeros de la Legación Suiza, que estaba a cargo de un suizo extraordinariamente servicial y eficaz, llamado Secundo Constantini, pero no eran pocos los que trataban de llegar hasta la Basílica de San Pedro, con objeto de acogerse al antiguo privilegio de asilo eclesiástico.

Del millar de habitaciones con que cuenta el Vaticano, sólo unas doscientas suelen estar ocupadas de ordinario; en aquellos años, sin embargo, un número desconocido, pero bastante elevado, de personas (judíos sobre todo) encontró refugio en ellas. Un puñado de prisioneros de guerra aliados logró también burlar la vigilancia de la Guardia Suiza, quedando internados en el Vaticano hasta el final de la guerra. Pronto, sin embargo, la Secretaría de Estado, para garantizar la neutralidad, se vio obligada a extremar las medidas de seguridad, ordenando a la Guardia Suiza que rehusara admitir a todo aquel que intentara refugiarse, o le expulsara del territorio vaticano en caso necesario.

La Guardia Suiza, que iba a desempeñar un considerable papel en las actividades de Monseñor O’Flaherty, es una institución sumamente interesante. Se trata de un cuerpo especial, al servicio del Papado, formado exclusivamente por jóvenes suizos, que han de ser católicos, hijos legítimos, solteros y de menos de 25 años de edad en el momento de solicitar plaza. Deben tener una talla no inferior a 1,75 metros y todos entran con el grado de sargento. Después de 18 años de servicio pueden retirarse con media paga, y con paga completa si lo hacen a los 30 años. Vigilan y controlan todas las entradas y salidas de la Ciudad del Vaticano y montan guardia ante las habitaciones del Papa. En tiempos de paz, su vistoso uniforme es azul, amarillo y rojo, pero en tiempos de guerra visten uniforme de campaña, ya que son los que garantizan la seguridad del Vaticano. La Guardia Palatina y la Guardia Noble, por su parte, desempeñan otros deberes de Estado. En cuanto a las tareas policíacas propiamente dichas, corren a cargo de la Gendarmería del Vaticano, integrada por italianos.

Puede decirse que los primeros catorce prisioneros de guerra ingleses que la Guardia Suiza no dejó traspasar las puertas del Vaticano fueron quienes convirtieron a Monseñor O’Flaherty en un nuevo «Pimpinela Escarlata». Desamparados y desorientados en medio de la gigantesca Plaza de San Pedro, vestidos con extrañas prendas adquiridas a salto de mata, su aspecto no sólo era lamentable, sino también peligroso, pues difícilmente podían pasar por turistas o por devotos católicos que iban a ver al Papa. Uno de los sacerdotes irlandeses que vivía en el Monasterio de Santa Mónica, al verlos, se acercó a ellos y, cuando le dijeron quiénes eran, los condujo al Monasterio, que estaba justo al otro lado de la columnata de Bernini, enfrente del Santo Oficio. Luego, fue a consultar el caso con Monseñor O’Flaherty, que tardó menos de una hora en decidir lo que iba a hacer. Convencido de que el enemigo no suele mirar lo que tiene ante sus propias narices, escondió a todos en un cuartel de la policía italiana, donde tenía un carabinero amigo que se encargó de su custodia. Allí permanecieron a salvo hasta que los alemanes, tras la rendición de Italia, ocuparon Roma, el 14 de septiembre de ese mismo año; el carabinero huyó y todos los prisioneros ingleses, menos uno, volvieron a ser capturados.

La rendición de Italia y la tregua militar iniciada el 11 de septiembre, desencadenó una auténtica riada de prisioneros de guerra escapados de los campos de confinamiento, pues los italianos se negaban a seguir vigilándolos; unidos a los que habían logrado escapar antes y habían buscado refugio en las montañas entre los campesinos o los partisanos, cayeron sobre Roma como una plaga. Algunos de ellos habían conocido a O’Flaherty en la época en que visitaba los campos, y acudieron directamente a él; otros se los envió Constantini, el Encargado de Negocios suizo, y otros, finalmente, los Guardias Suizos.

Al principio, distribuyó a muchos entre amigos personales y amigos de sus amigos, pero ni eran suficientes ni lo bastante ricos para alimentarlos, en una época en que la comida era cara y estaba racionada. Era preciso, pues, encontrar alojamientos seguros, comida y dinero para comprarla. Lo cual suponía tener que montar toda una organización en un momento en que los alemanes se hacían cargo de Roma, establecían un duro gobierno militar y daban rienda suelta a la Gestapo.