Al filo de las ocho, una fría mañana del mes de marzo de 1944, durante la ocupación militar de Roma por los alemanes, un gran automóvil negro se deslizaba suavemente por la Via della Conciliazione hacia la Plaza de San Pedro. No llegó a entrar en ella; se detuvo junto a una raya blanca, pintada sobre el pavimento, que se extendía de uno a otro lado de los dos extremos de la columnata de Bernini. Al borde de esa línea, se veían cuatro paracaidistas alemanes, armados con metralletas. El automóvil se paró allí mismo y de él descendió el Coronel Herbert Kappler, Comandante en Jefe de las SS[1] en Roma, seguido de dos hombres vestidos de paisano, pero con el inconfundible sello de la Gestapo[2]. El Coronel Kappler señaló con el dedo al extremo izquierdo de la plaza, en lo alto de la escalinata de 22 gradas que conducía a las puertas de la Basílica. Erguida en el último escalón se perfilaba la silueta de un monseñor de la Iglesia Católica, vestido con traje talar ribeteado de rojo y cubierto con la redonda teja romana. A casi trescientos metros de distancia no se podía distinguir su rostro, pero los rayos del sol naciente espejearon en sus gafas cuando alzó la cabeza y dejó de leer el Breviario para observar a los recién llegados. Algunos romanos subían y bajaban por las gradas, con aire pacífico, sosegado, ajenos por completo al crimen que se planeaba; porque el Coronel Kappler no estaba allí para inspeccionar la guardia, sino para ordenar un asesinato…
Señaló una vez más hacia la figura que se perfilaba en lo, alto de las gradas y dijo a los dos miembros de la Gestapo, vestidos de paisano, que le acompañaban:
—Ese es Monseñor O’Flaherty, un cura irlandés que está loco de remate… Es peligroso, muy peligroso, y no debe vivir… Nos está dando más quebraderos de cabeza que cien romanos juntos, y tal situación tiene que terminar. Sabe que le cazaremos si sale del Vaticano. Hasta ahora no hemos conseguido hacerle traspasar esta línea ni atraparle cuando se traslada subrepticiamente a la ciudad. Por eso, ya que no hemos sido capaces de liquidarle frontalmente, lo haremos por la espalda. Escuchadme: A vosotros no os conoce, ¿no es así?… Bien, mañana oiréis Misa en San Pedro. Celebran no sé qué fiesta y estará lleno a rebosar. Cuando la gente empiece a salir, salís vosotros también, pero por la puerta que está detrás de donde ahora se encuentra ese cura. Seguramente estará también ahí. Lo agarráis disimuladamente, lo empujáis escaleras abajo y le hacéis traspasar esta línea. Lo conducís hacia esa calle lateral y luego lo soltáis. No quiero volver a verle vivo, ¿está claro?… Nada de juicios. Lo mataréis en cuanto emprenda la huida.
Los dos hombres de la Gestapo asintieron en silencio. Habían comprendido perfectamente: era algo que habían hecho muchas veces. El plan de Kappler no brillaba por su sutileza, pero estaba tan furioso, tan harto, que no se le ocurría nada mejor.
A última hora de la tarde de aquel mismo día, un hombrecillo vivaracho, con chaqueta negra y pantalones grises a rayas, corbata también negra y cuello duro blanco irrumpió en el despacho de O’Flaherty:
—Monseñor —exclamó casi sin aliento—, tenemos problemas. ¿Se acuerda de Giuseppe, nuestro «contacto» en la Questura?[3] Bueno, pues me acaba de decir que Kappler planea raptarle mañana por la mañana. No me ha dicho cómo, pero creo que será mejor que permanezca escondido un par de días.
O’Flaherty se puso en pie, al otro lado de su mesa de trabajo, y pudo apreciarse el enorme tamaño de aquel hombre de 46 años, ex-boxeador y atleta aficionado, que pesaba más de noventa kilos y medía cerca de dos metros.
—Eso —dijo sonriendo—; y permitir que piensen que tengo miedo. Con tal de que no usen armas de fuego, no me será difícil desembarazarme de dos o tres de ellos. Aunque dejarlos hechos una piltrafa en las mismas gradas de San Pedro tal vez sea un tanto… indecoroso. ¿No te parece?
El hombrecillo, cuyo nombre era John May, tosió delicadamente.
—Monseñor, verá usted —insinuó—; si los nazis no lo intentan mañana, lo intentarán otro día y entonces tal vez no nos llegue el soplo. Giuseppe no puede enterarse de todo. Creo que Kappler necesita que le demos una lección. Déjelo en mis manos.
—Haz lo que quieras, John —repuso O’Flaherty, sonriendo de nuevo—. Pero mañana yo estaré donde siempre.
May no dejó ningún cabo suelto. Hizo llegar un mensaje a Giuseppe y, a la mañana siguiente, el joven informante se reunía con John May —que no era católico— en la Basílica de San Pedro.
A la entrada, a mano derecha, en una capilla lateral, puede verse el primero de los 44 altares de la enorme Basílica, capaz de albergar 100 000 fieles. Allí se encuentra la famosa Pietà de Miguel Ángel, la única escultura firmada con su nombre, y allí estaban los dos miembros de las SS, de paisano, en pie, con las cabezas inclinadas hipócritamente y las manos entrelazadas. Giuseppe hizo una significativa señal y John May miró de reojo a cuatro guardias suizos que acababan de situarse junto a las puertas. En la Basílica resonaban los susurros de una veintena o más de sacerdotes que celebraban Misa simultáneamente, el taconeo de los zapatos femeninos sobre las losas de mármol, el etéreo repiqueteo de las campanillas de plata. Los guardias suizos fueron avanzando lentamente; dos se colocaron a derecha e izquierda de los miembros de las SS y otros dos detrás; luego, golpearon suavemente en el hombro de cada uno de ellos y les invitaron a abandonar el templo.
Salieron por la puerta frente a la cual solía colocarse Monseñor O’Flaherty, tal como ellos habían planeado, pero iban cabizbajos, como mansos corderos, flanqueados por los robustos guardias suizos y seguidos por un eufórico John May, sonriente. O’Flaherty se hizo a un lado, para darles paso; sus ojos brillaron pícaramente tras las gafas de montura metálica que solía usar siempre.
Descendieron las gradas, y los guardias suizos les condujeron hacia la raya blanca, pero, a mitad de camino, May susurró algo al que mandaba el grupo, y los alemanes, ahora desconcertados, fueron conducidos amable y firmemente a un punto de la columnata que daba acceso a la calle donde se encontraban las dependencias del Santo Oficio. Estaban todavía en territorio del Estado Vaticano y los paracaidistas que montaban la guardia al otro lado de la raya blanca, aunque hubiesen reconocido a los hombres de Kappler, nada podrían haber hecho.
May había preparado su propio «comité de recepción» (formado por yugoslavos, cuyo odio a los alemanes era imperecedero) y los dos miembros de las SS, en un callejón apartado, tuvieron su merecido. Esa misma mañana, poco más tarde, magullados y maltrechos, informaban a Kappler de lo sucedido.
Una vez más, el individuo más buscado de la Ciudad Eterna, la pesadilla de los alemanes en Roma, su presa más esquiva, había ganado. Un hombre cordial, un sacerdote inocente, se había convertido en la Pimpinela Escarlata del Vaticano, una Pimpinela con traje talar, púrpura y negro. ¡Qué paradoja! Quien en su juventud había odiado a los ingleses estaba salvando más soldados británicos que nadie en la Ciudad Eterna. Al frente de una asombrosa red de salvamento, que tenía su centro en el Colegio Alemán y extendía sus «hilos» secretos hasta el mismísimo cuartel general de las SS, vigilaba noche y día, exasperando a los nazis con su sola presencia, mientras se mantenía erguido en las gradas de San Pedro, a la espera de que llegase alguien a quien librar de la cárcel, de la tortura y tal vez de la muerte. En una sola noche del invierno de 1943-1944, por ejemplo, llegó a tener escondidas cerca de doscientas personas, entre civiles y militares —desde soldados hasta generales—, escapados de campos de prisioneros. Los tenía ocultos en hogares de romanos antifascistas, en conventos, en monasterios, y les había ayudado a huir, unas veces disfrazados con sus propias ropas sacerdotales y otras a cara descubierta…
* * *
Hugh Joseph O’Flaherty había nacido en Killarney, Condado de Kerry (Irlanda), el 28 de febrero de 1898. Era el primogénito de Margaret y James O’Flaherty, que tuvieron dos hijos más y una hija. Los tres varones se educaron en el Monasterio de los Hermanos de la Presentación, en Killarney. Parece ser que Hugh decidió hacerse sacerdote siendo todavía muy joven, pero cuando tenía sólo quince años le ofrecieron un puesto como maestro de los más jóvenes en el Monasterio y allí permaneció otros tres años, enseñando. Luego obtuvo una beca para cursar dos años de estudios en el Waterford College, regentado por los Hermanos de San Juan Bautista de La Salle, pero en el verano de 1918 cayó enfermo con pleuresía, por lo que no pudo hacer el examen final y obtener el correspondiente diploma. Como seguía pensando en hacerse sacerdote, solicitó la admisión en la Escuela Apostólica del Sagrado Corazón, conocida también como Mungret College, la cual estaba situada en la ciudad de Limerick y formaba a los seminaristas para las misiones. La dirigía la Compañía de Jesús y otorgaba bolsas de estudio a jóvenes comprendidos entre los 14 y los 18 años.
Aunque el joven Hugh tenía ya veinte años, fue admitido el 30 de agosto de 1918. Sabía mucha gramática inglesa y temas comerciales —sus notas en estas materias eran excelentes—, pero no había estudiado latín, por lo que cuando llegó a Mungret, convertido ya en un robusto mozo de elevada estatura, se sintió un tanto cohibido al tener que sentarse con chavales de primer grado en clase de latín. Sin embargo, un año más tarde, en las navidades de 1919, ocupaba ya uno de los primeros puestos en la clase de los mayores. Con todo, brillaba más como deportista y atleta que como buen estudiante. En Killarney y en Waterford había aprendido a jugar al golf, deporte que se convirtió para él en una verdadera pasión. También sabía boxear estupendamente, jugaba bien al balonmano y pasablemente a los bolos. Era además un nacionalista furibundo, cosa bastante corriente en una época en la que Irlanda luchaba por conseguir su independencia.
Sus compañeros de estudios recuerdan perfectamente algo que sucedió en el mes de diciembre de 1920. Era un día gris y triste, con densas nubes procedentes del Atlántico que oscurecían el refectorio. Sin embargo, nada era capaz de oscurecer la euforia de los 45 jóvenes que estaban acabando de desayunar antes de partir de vacaciones. Normalmente, un cierto decoro solía reinar en Mungret durante las comidas, pero en ocasiones como ésta, los prefectos hacían caso omiso de las conversaciones a voces, de las bromas, e incluso de las ruidosas carcajadas procedentes de una mesa en la que una docena de muchachos celebraban un chiste que acababa de contar el macizo, espigado y huesudo O’Flaherty. Estaba a punto de empalmar con otro, cuando el encargado de distribuir el correo le entregó una carta. O’Flaherty empezó a leerla, y la sonrisa, al instante, se desvaneció en su rostro; palideció de rabia, y los demás, al advertirlo, quedaron mudos.
—Los Tans han matado a Chris Lucy —dijo por fin; y los rostros alegres se ensombrecieron—. Es el cuarto camarada de Mungret que matan este año.
El año 1920 fue, en efecto, el peor de la historia irlandesa desde hacía siglos. Los ingleses estaban empleando en la lucha contra los irlandeses rebeldes, no sólo tropas regulares y auxiliares, sino también «Blacks and Tans» (Negros y Morenos), así llamados por sus uniformes. Estas odiadas tropas estaban formadas por ex prisioneros, muchos de ellos criminales y asesinos de la peor calaña; ello había hecho que muchos oficiales británicos, avergonzados de las atrocidades que cometían, hubiesen renunciado a mandarles.
Los jóvenes que se sentaban a la mesa con O’Flaherty eran todos ardientes republicanos —su mesa era conocida como «La mesa del IRA»—, por lo que reaccionaron gritando, como tantas otras veces en el pasado:
—¡Terminaremos hundiendo toda la Armada británica!
Una docena de puños empezó a aporrear la mesa, haciendo saltar platos y tazas. Los rostros de los demás estudiantes se endurecieron; algunos sonreían forzadamente, otros lanzaban tontas risotadas y los pocos de origen inglés hacían la vista gorda o los contemplaban embarazados.
O’Flaherty, volviéndose hacia el que estaba a su lado, murmuró con rabia:
—¡Y los ingleses llamaban «hunos» a los alemanes durante la guerra! ¡Ojalá hubiesen ganado y hubiesen colgado a Lloyd George y a todo el Gabinete de las lámparas de Whitehall!
Duras, despiadadas palabras en labios de un joven seminarista, sólo comprensibles dadas las horas amargas que atravesaba Irlanda. El Mungret Journal, ese año, no sólo había dado noticia de la muerte de los cuatro jóvenes a quienes Hugh se había referido (uno de ellos asesinado en presencia de su madre), sino también de otros sucesos relacionados con la vida en Mungret College, cuya redacción, a veces, corría a cargo del mismo O’Flaherty. Una de las noticias decía así:
«1.° de noviembre. Festividad de Todos los Santos. La alegría de la jornada se ha visto ensombrecida por el telegrama que ha enviado al Padre Rector la madre de Kevin Barry para comunicarle que su hijo había sido ejecutado al alba. Era uno de los nuestros, un bravo luchador. Su heroica muerte será ejemplo y acicate para la juventud irlandesa».
Kevin Barry, estudiante universitario, había sido ahorcado, en efecto, en la Prisión de Mountjoy. Sólo tenía 18 años y su muerte endureció considerablemente la resistencia irlandesa, haciendo que afluyeran al IRA (Ejército Republicano Irlandés) infinidad de jóvenes voluntarios.
El mismo día que Barry era ignominiosamente ejecutado, miembros del Royal Irish Constabulary (policía municipal irlandesa al servicio de la Corona Británica) disparaban sobre Ellen Quin, matándola. Estaba sentada en la tapia de su jardín, con su hijo en los brazos, cuando, desde un camión, dispararon sobre ella. Hubo una investigación, pero no tuvo resultados; Ellen Quin había sido víctima de unas «medidas de precaución necesarias».
Día tras día, a lo largo de los meses de noviembre y diciembre de 1920, se producían verdaderas carnicerías entre hombres, mujeres y niños. Una niña de ocho años, Annie O’Neil, fue abatida por los disparos que se hicieron desde otro furgón policial sobre un grupo de personas que conversaban pacíficamente en un portal. En Galway, el cuerpo sin vida del Padre Griffin apareció en una ciénaga. Las tropas auxiliares dieron el alto a Canon Maguer en una carretera, cerca de Bandon, en el Condado de Cork; estaba hablando con Timothy Crowley y con un motorista que se había detenido por alguna razón; los Auxiliares empezaron a insultar a los tres, y un tal Cadet Harte, de repente, disparó sobre Timothy Crowley y lo mató; cuando Canon Maguer empezó a protestar airadamente, hizo lo mismo con él; el motorista resultó ser un Magistrado y logró que se abriera una investigación; Harte fue declarado culpable, pero fue puesto en libertad por «locura transitoria»; nadie más fue acusado y todo terminó así.
Tales barbaridades, y muchas otras, ejercieron una profunda influencia sobre los jóvenes estudiantes irlandeses, y también en los mayores. El padre de O’Flaherty, que había sido sargento en el Royal Irish Constabulary, renunció a su cargo, lo mismo que cientos y cientos de irlandeses, para no ser cómplices de la matanza de tantos compatriotas suyos (en sólo dos meses, 556 miembros del RIC y 313 Magistrados se retiraron para no seguir sirviendo a la Corona inglesa). No es de extrañar, pues, que el joven O’Flaherty, con sus 22 años, abrigase una implacable hostilidad hacia todo lo inglés, actitud que, en cierta medida, mantuvo siempre. Él mismo había tenido un serio encontronazo con las tropas británicas el 7 de marzo de 1921, festividad de Santo Tomás de Aquino. Con dos amigos fue dando un paseo hasta Limerick para rezar en la catedral y visitar los hogares del alcalde de la ciudad, George Clancy y de su predecesor en la alcaldía, Michael O’Callaghan, los cuales habían sido asesinados en su propia casa la noche anterior. Todos los que se acercaban a los respectivos domicilios eran vigilados y seguidos, por lo que tan pronto como los tres jóvenes rebasaron los cuarteles de la policía, situados en William Street, se vieron rodeados por cinco Black and Tans. «¡Vamos al cuartel!», ordenó el que los mandaba. Una vez allí, los Tans les interrogaron severamente y se negaron a creer que eran seminaristas. Ante su altivo silencio, los Tans empezaron a perder los nervios y probablemente la cosa habría terminado muy mal si un inspector de policía no se hubiera presentado de repente: el Rector de Mungret College, advertido por un viandante de que tres de sus seminaristas habían sido detenidos, había telefoneado exigiendo su inmediata puesta en libertad. De mala gana, los Tans los dejaron marchar.
Algo sobre la actitud de O’Flaherty ante la vida, así como sobre sus sentimientos nacionalistas, se desprende del contenido de un ensayo que escribió en 1921 para el Mungret Journal, con el cual ganó un premio establecido por el P. John Nicholson en Laramie, Wyoming (Estados Unidos). El Padre Nicholson había permanecido en Europa durante casi toda la Primera Guerra Mundial, recuperándose de una grave enfermedad. En Alemania, había conocido a Sir Roger Casement y le había ayudado en sus intentos de constituir una «Brigada irlandesa» con los prisioneros de guerra del campo de Limburg. Casement pensaba que podría utilizar esa Brigada para realizar una invasión de Irlanda con el apoyo de las tropas alemanas. Sin embargo, sólo 52 irlandeses se apuntaron, por lo que el proyecto fracasó. De vuelta a los Estados Unidos, el P. Nicholson estableció un premio anual para recompensar el mejor ensayo que se escribiera sobre «la reconstrucción económica de Irlanda».
El ensayo de O’Flaherty se titulaba «La mejor manera de impulsar la cultura irlandesa». Definía la cultura como «la elevación del nivel intelectual de cada persona, inculcándole el amor a la patria, de tal forma que la nación, en su conjunto, se beneficie mental, moral, física y materialmente». Propugnaba el fomento de la cultura y de la lengua irlandesas (no inglesas) y hacía votos por el éxito de un teatro, una música y un baile típicamente irlandeses. «La música moderna carece de espíritu, de alma —decía—. Su incapacidad para perdurar muestra lo inútil que es. Hoy agrada, pero mañana nadie la recuerda. Y si esa música es una degeneración, más aún el baile moderno. En algunas salas inglesas ya ha dejado de ser un medio para divertirse y se ha convertido en instrumento de corrupción. Por eso, debemos procurar que nuestro pueblo destierre esos bailes, que son un producto del África salvaje y, además, anticristianos».
En la Navidad de 1921, comunicaron a O’Flaherty que había sido «adoptado» por el Vicario Apostólico de la Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, y que debía ir a Roma para iniciar sus estudios de Teología. Llegó a la Ciudad Eterna días después de la muerte del Papa Benedicto XV, en enero de 1922, pero su vida se vio afectada por una de las más importantes medidas tomadas por este Pontífice. Una de las principales preocupaciones de Benedicto XV había consistido en preservar el catolicismo en aquellos lugares donde las ideologías revolucionarias surgidas en la posguerra, siguiendo el modelo soviético, estaban creando vastas «bolsas» de materialismo y de ateísmo. Hasta entonces, la tarea de convertir a los paganos había correspondido a la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe, pero Benedicto XV pensaba que para llevar a cabo una auténtica reconversión (algo parecido a lo que hizo Propaganda Fide cuando la Reforma protestante), era preciso contar con sangre joven, con hombres decididos y luchadores. Así, pues, emprendió una profunda reorganización de la Congregación y, para animar a los pusilánimes y a los ancianos, puso al frente de la misma al joven Monseñor Angelo Roncalli, el futuro Papa Juan XXIII. Al mismo tiempo, inyectó sangre nueva en el centro de formación de los futuros miembros de Propaganda Fide, el Colegio Urbano, creado por el Papa Urbano VIII en 1627 para luchar contra las apostasías y las herejías de la época. Y a ese Colegio fue enviado Hugh O’Flaherty, para compartir un mismo techo con seminaristas de 36 nacionalidades, futuros misioneros que se distribuirían por todo el mundo.
Durante tres años, O’Flaherty se aplicó al estudio, mientras Monseñor Roncalli recorría Europa para dar ánimos a los cristianos que ayudaban a la Congregación y recabar de todos dinero y oraciones.
Si se tiene en cuenta que O’Flaherty no había sido un estudiante brillante, el que terminara sus estudios en poco más de un año supuso un triunfo que no dejó de asombrar a sus profesores de Mungret. Fue ordenado sacerdote el 20 de diciembre de 1925. Como había ido a Roma por mediación del Vicario Apostólico de Ciudad del Cabo, pensaba que pronto le enviarían allí, pero el Rector del Colegio Urbano, Monseñor Dini, se había fijado en él y Hugh O’Flaherty quedó tan asombrado como sus 120 condiscípulos cuando le propuso ser Vice-Rector, inmenso honor y gran responsabilidad para un joven sacerdote de 28 años. Tenía la misma edad que algunos alumnos, y ningún irlandés, hasta la fecha, había desempeñado un cargo tan importante en Roma.
Durante los dos años que siguieron, O’Flaherty, al mismo tiempo que ejercía como Vice-Rector, se doctoró en Teología, en Derecho Canónico y en Filosofía. Luego, en 1934, Monseñor Dini fue nombrado Nuncio Apostólico en Egipto y se llevó a su protegido como secretario, convertido ya en Monseñor. Pero Dini murió repentinamente, a poco de llegar y O’Flaherty quedó al frente de la Nunciatura como Encargado de Negocios, desempeñando su tarea con gran eficacia. Había pasado a formar parte del Servicio Diplomático del Vaticano, y cuando regresó a Roma a comienzos de 1935, el Cardenal Pacelli (futuro Pío XII) le envió, como secretario del Nuncio, a las Repúblicas de Haití y de Santo Domingo. Pasó un año en el Caribe y en tan corto tiempo fue condecorado por los Presidentes de esos dos países; por el de Haití, como recompensa a su labor de asistencia social después de unas desastrosas inundaciones, y por el de Santo Domingo para premiar su labor de arbitraje en una disputa fronteriza con la vecina República.
Por entonces se comentó que gracias a lo bien que jugaba al golf había conseguido que cierto almirante norteamericano le hiciera concesiones diplomáticas de gran importancia.
En 1936 se encontraba otra vez en Roma, y desde allí fue enviado a Checoslovaquia, país sobre el que planeaba ya la anexión de la Alemania nazi. Nunca se supo exactamente cuál había sido su misión allí; O’Flaherty no comentó jamás con nadie lo que había hecho hasta el mes de enero de 1938, cuando fue reclamado por el Vaticano para ocupar un nuevo cargo, esta vez en el Santo Oficio.