9

Una de aquellas noches en que jugábamos a cartas sin hablar, llamaron a la puerta. Era muy tarde, alrededor de las once.

—¿Quién será? —preguntó mi madre, y en su rostro se dibujó un mohín nervioso.

Había estado inquieta todo el rato. Apenas crucé el umbral, me dijo que jugáramos y desde entonces no había abierto la boca.

—Voy a ver —dije, y salí.

Era la tía Máli, una anciana de pecho plano, barriguda, mugrienta y remilgada al hablar.

—Alabado sea el Señor —dijo con una sonrisa empalagosa, porque era de los alrededores de Szeged y allí, en vez de desear buenas noches, alababan al Señor.

Era muy beata, chismosa y además apestaba, ninguno de nosotros la soportaba. Nunca habíamos estado en su casa ni ella tampoco en la nuestra, aunque vivíamos en el mismo edificio desde tiempos inmemoriales. No entendía qué la traía a esas horas de la noche. Debí de poner una cara muy extraña, porque justo después del «alabado sea el Señor» preguntó:

—¿He venido en mal momento?

—No. Pase, pase.

—¿Está tu madre?

—Sí.

La tía Mali entró en la casa escoltada por su pestilencia. Volvió a alabar al Señor y luego le dijo a mi madre:

—Me han dicho que ha venido a verme. Acabo de llegar a casa.

Mi padre miró a mi madre cariacontecido y esta se ruborizó.

—La… la buscaba por… la colada —balbuceó, y sonrió forzadamente a la anciana—. Ya sabe, tía Máli.

No, la tía Máli no sabía. Era una mujer espabilada, no tenía en absoluto problemas de oído, pero era evidente que no sabía.

—¿La colada? —repitió pensativa; como era bizca, miraba en dos direcciones.

—¿Ya no se acuerda? —preguntó mi madre en un tono inusualmente persuasivo—. El otro día me dijo que necesitaba una lavandera.

La tía Máli, de pronto, entendió de qué iba todo.

—¡Ah, claro! Qué memoria la mía —dijo, y se rio con una voz gutural—. Sí, la colada, claro.

Mi padre miraba alternativamente a una y otra mujer. Parecía insólitamente nervioso y de súbito yo también sentí un gran desasosiego. Sabía muy bien de qué vivía la anciana, lo sabían todos los niños de la casa. ¿No sería que…?

—Si quiere —propuso mi madre—, ahora mismo bajo para ver de qué se trata. También podemos fijar el precio, si le parece.

—Está bien —asintió la vieja con ademán astuto—. Abajo nos pondremos de acuerdo, querida. Alabado sea el Señor.

Salió sin más y mi madre la siguió.

—Enseguida vuelvo —masculló azorada, y desapareció.

Mi padre no dijo nada y yo tampoco. La vieja ya estaba en la galería, pero su olor seguía presente en el cuarto. Mi padre mezclaba los naipes distraído, luego los tiró sobre la mesa, como si hubiera descubierto una trampa. Se puso en pie furioso y salió a toda prisa tras mi madre.

Me di cuenta de que se avecinaba tormenta y me refugié en la oscuridad. Apagué el quinqué, me desnudé y me acosté.

Minutos después se abrió la puerta. Silencio. No hablaban. Mi madre entró en el cuarto, se acercó a la mesa de puntillas y salió con la lámpara. Se detuvo un instante en la puerta, luego la cerró lenta y cuidadosamente.

—Ya duerme —susurró.

Mi padre no contestó.

Se oyó el roce de una cerilla y por la rendija de la puerta se filtró la luz del quinqué. Abrieron la cama plegable; se oían pasos sobre las losas, trasteaban y se desvestían. Poco después chirrió la cama, uno de ellos se había acostado. El otro lo hizo al cabo de un rato. Después se apagó la luz y todo quedó en silencio.

El silencio era tan profundo que a través de la puerta oía el goteo del grifo. Plif plaf… plif plaf. Dos gotas seguidas, nada y luego otra vez: plif plaf… plif plaf.

—Miska —dijo mi madre al fin.

—¿Sí?

—¿Estás enfadado?

Mi padre no contestó.

—¿Habrías sido capaz de hacerlo? —preguntó mucho después, con una voz tan oscura como el cuarto—. ¿Lo habrías hecho a mis espaldas?

—Te juro que no —susurró mi madre—. Te lo juro por la Virgen María.

—Entonces, ¿por qué has ido a verla?

—Solo quería hablar con ella.

—¿No te he dicho que mientras yo viva esa vieja asquerosa no te pondrá la mano encima? Entonces, ¿de qué diablos has ido a hablar con ella?

—No sé. A preguntarle. Al fin y al cabo es comadrona. Claro que un médico lo haría mejor, pero si no hay dinero para…

—Ya sabes que habrá dinero. ¿No lo prometió Rudi en tu presencia?

—Sí, pero… fue hace tanto tiempo y… tú no has vuelto a sacar el tema.

—¿Qué otra cosa podía hacer? No soy una vieja cotorra.

—¿Cuándo hablaste con él por última vez?

—Ayer.

—¿Y qué dijo? ¿Nos dará el dinero?

—Sí.

—¿Cuándo?

—¿Cuándo, cuándo? —refunfuñó mi padre, irritado—. La semana que viene.

—¿La semana que viene? —La voz de mi madre cambió—. Entonces no hay problema. Anda, Miska —dijo aliviada—, no te enfades.

—¿Cómo no me voy a enfadar? —rezongó mi padre—. Es que te he mentido; sí, señora, parece que no puedo parar de decir mentiras.

Se produjo un silencio tétrico.

—O sea, ¿que no tendrás el dinero la semana que viene? —preguntó mi madre con un hilo de voz.

—Ya lo tenía ayer —gruñó con furia—. El muy cerdo lo iba enseñando como una puta los pechos.

—¿Y no te lo dio?

—Me lo hubiera dado. Pero no lo acepté.

—¿Por qué no?

—No quise.

—¿Por qué no quisiste?

—¡No preguntes tanto! —le gritó mi padre—. No preguntes tanto, por el amor de Dios, porque te juro que ahora mismo salto de la cama y esta misma noche voy a buscar el dinero y que todo el mundo se vaya al carajo.

Mi madre no se atrevió a preguntar más. Callaron los dos, solo hablaba el grifo. Plif plaf… plif plaf…

Pasaron al menos diez minutos hasta que mi padre volvió a hablar. Entonces ya estaba tranquilo, angustiosamente tranquilo.

—No sé qué hacer —se quejó—. No sé qué hacer.

—¿Por qué? —susurró mi madre—. ¿Qué pasó ayer?

—Es que no pasó ayer, o mejor dicho… es difícil de explicar. Ayer también pasó algo, solo que… cómo decirlo… lo que ocurrió ayer empezó hace tiempo. En América.

—¿Rudi también estuvo en América?

—¿Ese canalla? ¡Qué va! Entonces ni siquiera sabía que estaba en este mundo. Fue hace ya mucho tiempo, aún era marinero. Un día desembarcamos en Nueva York, ya sabes, la ciudad más grande de Estados Unidos.

—Sí.

—Ese mismo día voy paseando por Nueva York, por la calle, y de pronto frena un coche a mi lado. Era un vehículo muy elegante, con un señor también elegante en su interior. El tipo me mira, casi se le saltan los ojos de tanto observarme. Luego detiene el coche y allí, en plena calle neoyorquina, me grita en húngaro: «¿Miguelindo?». «Sí, soy yo», le dije. «¿No me reconoces?», preguntó. Lo miré, y entonces caí en la cuenta: ¿Miguelelo?

—¿Cómo? —Mi madre se echó a reír.

—Espera, que esa es otra historia. Estudiamos en la misma escuela, y él se llamaba igual que yo, así que para distinguirnos los compañeros le apodaron Miguelelo. Porque era tan lelo, ya sabes, tan zoquete, que todos le tomaban el pelo.

—¿No sería el hijo del porquero?

—Sí. ¿Lo conoces?

—No, pero en el pueblo se hablaba mucho de él. Se decía que en navidades siempre les mandaba diez dólares a los viejos. Corría el rumor de que se había hecho millonario. ¿Allí se gana tanto siendo chófer?

—No era chófer. Iba en su propio coche. Tenía una farm.

—¿Una qué?

—Una farm. Una granja. Así las llaman los americanos. Me la enseñó y todo. Me llevó enseguida a la granja. Tendrías que haberla visto.

—¿De verdad se hizo millonario?

—No se hizo millonario, Anna, ni siquiera se hizo rico. Pero vivía mejor que aquí los señores. Tenía de todo: buenas tierras, cultivos diversos, vacas, cerdos, aves de corral, lo que quieras. En la granja había una casita blanca, con tres habitaciones. Vivía como un obispo. Y la gente… ¡Cómo le hablaba! Como a un conde. Que si míster por aquí, míster por allá…

—¿Qué es eso de míster?

—Señor. Missis es señora.

—¿A su esposa la llamaban señora?

—Así llaman a todo el mundo.

—¿También a las lavanderas?

—Sí.

—Qué país más extraño —suspiró mi madre—. Y qué hermoso.

—Bueno, no es tan fabuloso como lo pintan algunos, porque por mucho míster que haya, el rico no deja de ser rico y sigue pisoteando al pobre. La única diferencia es que allí los ricos tienen más dinero y dejan algo más para los de abajo. Pero entonces aún no lo sabía, y me quedé con la boca abierta al ver la granja de Miguelelo. Le pregunté: «¿Cómo lo has hecho?». «Pues como todos los demás. Trabajando.» «¿Trabajando de qué?» «Pues de lo mismo que hacía en casa: faenas del campo.» «¿Te has hecho tan rico con eso?» «Qué va, no me he hecho rico», me dice, «sigo pagando la granja, porque la compré a plazos. No rinde mucho, pero lo suficiente para mantener a la familia.» Porque también tenía familia, pero aún no me lo había contado. Se había casado con una húngara americana de muy buen ver. En el jardín había tres chiquillos gritando, me pasé todo el día jugando a policías y ladrones con ellos. Luego, cuando cayó la noche, sacamos un caldero al campo, igual que solíamos hacer de pequeños, y preparamos un gulyás para chuparse los dedos. Fue una noche preciosa, maravillosa. En el cielo brillaba la luna, no se me olvida, porque allí el cuarto creciente no tiene los cuernos como aquí, sino al revés. Sucedió allí, debajo de esa luna al revés. Comimos mucho, bebimos mucho, nos pusimos de muy buen humor. Y de pronto rompí a llorar.

—¿Por qué?

—No lo sé. Tal vez por culpa del viento. Soplaba un viento tibio, de final de verano, que de noche arrastra un olor a tierra y heno. Es difícil de expresar. Ya sabes que yo me escapé de la pobreza que había en casa antes de que me asomara la barba. Entonces ya llevaba unos diez años surcando los mares del mundo, había vagabundeado por todos los lugares, iba en busca de algo, pero ni yo mismo sabía qué. Pues allí, debajo de esa luna al revés, con el viento que traía el olor a tierra y heno, de súbito supe lo que buscaba. Tierra. Y todo lo que la acompaña: una mujer, hijos, trabajo con la guadaña… una sana vida de campesino. Lo creas o no, al meterme en la cama, de pronto sentí el sabor del agua salada en la boca. ¿Te hace gracia?

—¿Por qué iba a reírme? Ni mucho menos. ¿Qué sucedió después?

—Nada. El barco me llevó a otros lugares. A otras ciudades, a otros mares, a otros mundos. Estalló la guerra, estalló la paz, estalló la revolución, estalló la contrarrevolución, estalló la miseria. Siempre había tantos problemas que no me daba tiempo a pensar, hasta que di con los huesos en la cárcel. Allí no tenía otra cosa que hacer. Metido en la celda, caminaba de un lado a otro y pensaba en la granja. Una noche en que no podía dormirme, me incorporé en el catre y me dije: Miguelindo, ¿no podrías hacer tú lo mismo que Miguelelo? Pues sí, sin ir más lejos, aquella noche decidí que, pase lo que pase, os llevaré a América. Haré de ti una missis y de nuestro hijo un míster. Mandaremos al muchacho a estudiar, y después a la universidad, para que escriba poemas tan bellos como los de Sándor Petöfi. Y nosotros no haremos más que trabajar por él. Mientras podamos, nos ocuparemos de la tierra, de los animales; y cuando nos hagamos viejos, nos sentaremos delante de la casa para mirar la luna al revés, así hasta que nuestro hijo nos dé el último adiós. Ese es el plan.

La cama chirrió. Mi padre se había sentado.

—Aquella noche me juré que no volvería a hacer nada que me causara problemas. Fue una noche extraña, apenas dormí, y sin embargo por la mañana me desperté como solía hacerlo de niño el día que me tocaba comulgar, cuando ya me había confesado el día anterior. ¿Me entiendes?

—Cómo no. Te arrepentiste de tus pecados.

—¿Arrepentirme yo? ¿Por qué iba a hacerlo? No me entiendes, Anna. Yo digo lo mismo que Menyhért, mi compañero de armas, que en un mundo como el nuestro solo quedan dos alternativas: hacerse revolucionario o sinvergüenza. Yo no he nacido para ser revolucionario, pero, puedes creerme, tampoco para sinvergüenza. Fui una persona honrada mientras me dejaron. Si no nos hubieran quitado el mar, seguiría siendo marinero. Si no me hubieran quitado la tierra, seguiría siendo campesino hasta el último aliento. Es cierto que las fábricas no me gustan, pero aun así habría aceptado un puesto en alguna. Pero no había trabajo. ¿Qué salida me quedaba? ¿Morirme de hambre? Que se muera Horthy. ¿Quién es el culpable, el que tira a uno al agua o el que ahogándose se agarra a otro? A todos esos desempleados los han lanzado al mar, Anna. Los pobres se están ahogando, apenas pueden respirar. No hacen más que sufrir, aguantar, pasar hambre, y cuando no pueden más, le roban el pan al vecino. Y después los meten en la cárcel. Pues bien, al ver cómo estaban las cosas, me dije: Miguelindo, si los desfavorecidos acaban de todas formas a la sombra, entonces que sepan al menos por qué. Yo lo hice a mayor escala que los demás, por eso tardaron en pillarme. Si lo hubiera hecho a una escala aún mayor, tal vez nunca hubiera pasado por la cárcel. Habría llegado a ministro, porque nadie monta unos chanchullos como los suyos. Te lo digo para que veas que no me he arrepentido de nada. He decidido ser una persona honrada por amor a la tierra. Para poder llevaros a América. No quería más problemas y eso precisamente es lo que me ha metido en un lío.

—¿Cómo?

—Cuando me detuvieron, sabía muy bien que no tenían pruebas contra mí. Estaba de buen humor, el proceso me daba risa. Me complacía que no pudieran ser más listos que yo. Jugaba al gato y el ratón con ellos. Pero cuando me planteé lo de América, de repente se me pasó el buen humor. Empecé a tener miedo. Temía por esa vida nuestra tan digna y decente. ¿Qué pasará si a pesar de todo encuentran algo en mi contra? A decir verdad, me asusté mucho. Luego, para colmo de males, en la celda contigua colocaron un día a un abogado y, tonto de mí, empecé a conversar a golpecitos con él.

—¿Cómo?

—Con golpecitos. Así es como hablan los presos.

—¿Y el señor abogado también lo estaba?

—Claro. Por tráfico de divisas.

—¿Eso qué es?

—Sacar dinero al extranjero.

—¿Dinero robado?

—¡Qué va! Dinero propio.

—¿Eso también es delito?

—El delito es lo que el señor declara como tal. No me refiero al Señor que está en los cielos sino al que está en el palacio real. Al que asesina a gente inocente siguiendo sus decretos, lo nombra diputado para que el pueblo lo mantenga. Al que no quiere tener su dinero en un país donde manda un asesino, lo meten en la cárcel. Así están las cosas, cariño. Te iba diciendo que trabé conversación con ese abogado y eso fue lo peor de todo.

—¿Por qué?

—Porque me empezó a picar la curiosidad. Le consulté cuánto le cae a uno por lo que había hecho yo. Claro, no le dije que lo había hecho yo, lo pregunté en general.

—¿Y qué dijo? ¿Cuánto cae?

—Uno o dos años.

—¿Uno o dos años? —repitió mi madre, horrorizada.

—Ojalá solo fuera eso. Pero entonces le hablé de mis delitos anteriores, porque en las noches de insomnio me iba acordando de todo lo que había cometido antes. El abogado no hacía más que añadir años y años. Yo los iba grabando en la pared y al final los sumé. ¿Sabes cuánto salió? Dieciocho años.

—Dios mío.

—Pues sí. Ahora tengo cuarenta y tres, me decía. Cuarenta y tres más dieciocho son sesenta y uno. ¿Qué hace uno a esa edad? Se acabó América. Se acabó la vida. Los demás prisioneros al menos sabían lo que les esperaba. Podían ir contando los días. Podían decir: un día menos. Pero yo cada noche me dormía sin saber si al día siguiente dormiría en tu cama o seguiría en aquel jergón hasta los sesenta años.

—Jesús —suspiró mi madre, y yo enseguida comprendí aquella carta incomprensible y unas cuantas cosas más.

—Pero me salí con la mía —continuó mi padre, no sin orgullo—. No pudieron probar nada. Aunque fue muy extraño, Anna, fue tremendo volver a mirarme en el espejo después de tanto tiempo. Creía que tenía el pelo negro, pero de pronto vi que lo tenía blanco. Me habían salido canas. Bueno, no importa, me dije. Miguelindo, te has puesto canoso, pero también eres más listo. De ahora en adelante ya no te meterás en problemas. Te llevarás a la familia a América y viviréis como seres humanos. Dejé de beber, dejé de fumar, no volví a jugar a las cartas y también me olvidé de las mujeres. No hay empleo que no hubiera aceptado. Si hubiera hecho falta me habría puesto a limpiar letrinas. Pero incluso los trabajos así escasean. Luego me enteré de que estabas en estado. En ese caso, pensé, no puedo evitar ir a ver a Rudi. No te he dicho que cuando me pillaron estaba de compinche de Rudi y el muy sinvergüenza se libró gracias a mí. No me debe lo que le he pedido, sino diez o veinte veces más. Tras el cambio de mentalidad no quería verle, pero a la vista de los hechos pensé que también me dejaría en paz si le pedía tan poco.

—Pero ¿no te dejó en paz?

—Claro que no. En tu presencia me prometió el dinero, pero cuando fui a su casa para preguntarle cuándo me lo daría, dijo: «Cuando vuelvas a trabajar conmigo».

—¿Intentó escabullirse?

—Ni siquiera eso. Se rio, nada más. Soltó: «Si no te gusta el trato, Miguelindo, ve y denúnciame». Eso dijo. Nunca se había atrevido a hablarme así. Sabía muy bien que soy mucho más fuerte que él. Pero esta gentuza se da cuenta de cuando no quieres pelea. Porque no quería pegarle. Temía por nuestro viaje. Ahora no sé qué hacer. Si le quito el dinero, todo volverá a empezar; y si no, tú tendrás que recurrir a esa vieja. Te juro por Dios que me gustaría ser honrado. Pero si te pierdo, ¿de qué me sirve? Ahora no sé qué hacer, Anna. No sé qué hacer.

Mi padre calló. Se hizo un silencio tenso y oscuro. El grifo parecía gotear con más fuerza, como si el silencio se estuviera desaguando en la oscuridad.

Mi madre fue quien habló.

—Pues me quedo el niño —dijo.

No hubo respuesta.

—¿Por qué no dices nada? —preguntó ella.

A mi padre le vino una carraspera muy extraña.

—No soy yo quien debe decidir.

—¿Por qué no? Eres el padre.

—Es fácil ser padre. Nuestro hijo no me da más que satisfacciones. Fuiste tú quien sufrió por él.

—Por eso mismo lo digo.

—¿Cómo?

—Que vale la pena. Que vale la pena sufrir. Ya ves, si hace dieciocho años la criada del farmacéutico no se hubiera desangrado y las aborteras no se hubieran asustado de los gendarmes, ahora Béla no estaría con nosotros.

—Sí —dijo mi padre con voz solemne—. Y vaya muchacho. Sándor Petöfi se queda corto a su lado. No hablo por hablar. Por él me puse a analizar a Sándor Petöfi.

—¿Qué hiciste?

—Analizarlo. Ya sabes, en la cárcel, por buen comportamiento, te permiten leer y yo me leí los poemas de Sándor Petöfi, del primero al último. Pues bien, el sabihondo que escribió el prefacio estaba encantado con la cuna tan baja que había tenido Petöfi: era hijo de un matarife. Maldita sea, un matarife tiene al menos carne para darle a su hijo. ¿Qué tuvo el nuestro? Y a pesar de todo, qué poemas más bonitos escribió con quince años.

—Pues sí —secundó mi madre—. Y sin ir a la escuela, sin pan; hasta el papel lo tuvo que robar del hotel. Dime, Miska, ¿de dónde saca el chico el talento?

—Yo no sé de dónde le viene, pero seguro que no de los señores.

—Tal vez del Señor. ¿Sigues sin creer?

—¿Quién demonios va a saberlo? Al ver al muchacho, a veces es casi como si creyera.

—¿Y no quieres otro?

—No puedo entrometerme en eso —repitió con terquedad, en voz baja, pero de pronto la voz se le llenó de alegría—. Seremos cuatro los que vayamos a América.

—Ojalá —suspiró mi madre.

Ojalá, suspiré yo también.

El grifo siguió goteando.