La detención de Elemér causó un peculiar efecto en mí. Ahora que lo relato, me vuelve a invadir la misma sensación de desamparo que debe de sentir el piloto cuando su avión atraviesa un bache de aire.
Me explico: no es que quisiera cometer algo por lo que más adelante me condenaran, sino que simplemente quería estar en la cárcel, igual que Elemér. Así empezó; por entonces no podía pensar en otra cosa. El plan de asesinato solo lo concebí días después.
Una mañana Antal me llamó a un rincón del vestuario y sacó una pistola del bolsillo.
—¿Me la compras?
No me sorprendió la pregunta. Los compañeros siempre trapicheaban y las pistolas eran mercancías muy solicitadas. Todos éramos leventes y nos inculcaban muy pronto la afición por las armas. Yo tampoco constituía ninguna excepción, pero ¿de dónde iba a sacar dinero para comprarme una pistola?
—No la quiero —respondí escuetamente, y pensé que con ello zanjaría el asunto.
—¿Tienes revólver? —me preguntó Antal.
—No.
—Pues entonces, cómpratela ya, porque nunca vas a poder tener una pistola a este precio. Le pagué diez a un señor que estaba en apuros, y ahora soy yo el que está en un aprieto. Te la dejo por ocho.
Entendía de armas y veía claramente que esta valía el doble. Era una pistola con tambor de cinco cartuchos, un arma seria y fiable. Me gustó, pero no se me pasaba por la cabeza comprármela.
—¿Para qué necesito un revólver?
—Siempre te puede venir bien. ¿Me la compras por siete?
—No tengo siete pengos.
Antal debía de llevar mucho tiempo tratando de deshacerse de la pistola y al parecer estaba entre la espada y la pared.
—Necesito la pasta —dijo—. Si me pagas al contado, te la dejo por cinco.
—¿Por cinco? —estaba asombrado.
—Sí, y también te doy veinte cartuchos.
No sabía qué hacer. Tenía cinco pengos, pero quería darle cuatro a mi madre.
—Antes me gustaría probarla —dije, en un último intento de evasiva.
Antal se quedó pensando.
—Si me prestas tres —declaró al fin—, te la puedes quedar hasta el lunes y mañana la pruebas en el campo de tiro. ¿Vale?
No pude rechazar la oferta. El domingo los leventes teníamos entrenamiento, y aquello sucedía un sábado por la mañana.
—De acuerdo —accedí, y saqué tres pengos—. El lunes te digo si la compro.
Me guardé la pistola y en ese instante se inició algo en mi interior. Lo tengo que decir de esta forma tan vaga: algo se inició en mí. Era como si hubiera ingerido un brebaje estimulante, no podía tranquilizarme. Mi excitación parecía totalmente infundada, pero crecía sin parar. Por la noche tardé mucho en dormirme; me tomé medio litro de pálinka y aun así me desperté sobresaltado una y otra vez.
Al día siguiente fui el primero en llegar al entrenamiento. Me dirigí directamente al campo de tiro y me planté en la línea de diez metros. Miré alrededor para comprobar que no me veía nadie y saqué la pistola. Hasta ese momento no había sido más que un objeto, pero de pronto cobró vida. Al cargarla y acariciar el gatillo, me invadió una sensación de seguridad inmensa, casi lujuriosa. Fue la primera vez en la vida en que no me sentí indefenso. Si se daba el caso, ahora yo también podría tomar la iniciativa y no limitarme a ser la víctima. Me defiendo, luego existo. Empecé a cantar.
«Mejor será que te andes con cuidado…»
La amenaza del Sabueso me tenía en vilo desde hacía semanas, pero ahora me acordaba de él y me entraba la risa.
—Lo mismo te digo —espeté en voz alta, y apunté a la diana, una silueta de hombre negra y alta.
Vi sus ojos amarillos parpadeando sin cesar y me prometí: le voy a meter un tiro entre ceja y ceja.
La bala dio en el centro de la diana con gran estruendo.
Fue entonces cuando tomé la decisión.
¿Quería vengar a Elemér o a mí mismo? ¿Quería expiar mis pecados? No lo sé. Seguramente eran las tres cosas a la vez. Pero aun así sigue abierta una pregunta: ¿por qué no quise matarla a ella? No hay respuesta.
No me paré a pensar en las causas ni me preocupé por las consecuencias. La sed de venganza tiene mucho en común con el sexo y, en efecto, pensaba en el momento de actuar como piensa un enamorado en la noche en que colmará sus deseos. Incluso debo reconocer que a veces me figuraba al hombre bajo, ancho de hombros y con sombrero de copa en el papel de marido despechado. De todos modos, tampoco es que yo estuviera mucho más lúcido que alguien a quien el amor quita el sentido. Lo mío era un delirio, me enamoré de mis planes. Tras días de impotencia sentí una especie de alivio perverso por poder hacer algo al fin y no morirme simplemente como un gusano al que aplastan por casualidad. Pediré un alto precio por mi vida, no me entregaré tan fácilmente. Luego ya me podrán detener y por mí como si el mundo se va al cuerno.
«A estas horas —pensé—, ya se habrá enterado de que no tenía intención de delatar a Elemér, y solo es cuestión de horas o días que cumpla con sus amenazas. Pues que venga. El día en que me echen del hotel, le pegaré un tiro como si fuera un perro.»
Esta decisión casi me tranquilizó del todo. El lunes compré la pistola y esperé.
En un principio no sucedió nada. Cuando el Sabueso venía al hotel pasaba a mi lado como si nunca me hubiera visto. No me acosaba, no me amenazaba como antes. Callaba de forma incomprensible y aterradora.
Nunca olvidaré aquellos encuentros mudos. Normalmente dejaba la pistola en mi armario del vestuario, porque temía que abultara bajo el uniforme ajustado, pero los días en que solía venir siempre la llevaba conmigo. Al ver que su coche se detenía ante el hotel, metía la mano en el bolsillo, quitaba el seguro y me secaba la humedad de la palma de la mano en la tela de los pantalones, como solía hacer en los entrenamientos de levente antes de disparar. Le voy a meter un tiro entre ceja y ceja.
La pistola se calentaba con el calor de mi cuerpo, tenía fiebre, deliraba. Sabía que podía suceder en cualquier instante y por ello cada momento adquiría un peso especial. En mi interior reinaba un silencio alarmante. Mis ideas caminaban de puntillas, la niebla me envolvía el corazón y el mundo se llenó de misteriosos indicios. Recuerdo que una vez leí la palabra «Inicio» en un cartel y me estremecí. Otra vez alguien dijo «Infinito» y las rodillas me empezaron a temblar. Imágenes que antes no me habían llamado la atención ahora me conmovían hasta hacerme llorar. Mi madre inclinada sobre la artesa, o saliendo a trabajar con la bolsa en la mano y ajustándose el pañuelo en la cabeza. Mi padre agachándose para coger algo y luego echándose hacia atrás su cabello sedoso y plateado con ese gesto tan característico. Una nube en el cielo. Un barco en el Danubio. El carretero tocando la armónica en el segundo piso. Me guardaba estas imágenes como quien se despide de una ciudad y de camino a la estación fija en su retina alguna instantánea. Eso era, nada más. Tanto. Tan poco.
Me despedía. Nunca fui tan manso como en los días en que me preparaba para matar. Dejé de beber. Daba a mi madre hasta el último florín que ganaba y llevaba a casa gran parte de mi comida. Pasaba hambre, pero no como antes. Entonces estaba hambriento porque no tenía qué llevarme a la boca. Ahora era otra cosa: ayunaba, como hacía de niño antes de comulgar.
Me gustaba estar en casa. Me sentaba con mis padres en la galería o en la habitación, junto a la mesa destartalada. Sonreía si ellos lo hacían, asentía cuando ellos hablaban, que no era muy a menudo. Teníamos bastante que callar. Luego, cuando ya no soportábamos el silencio, alguno de nosotros proponía:
—¿Por qué no jugamos al siete y medio?
Había sido imposible empeñar la baraja. A veces jugábamos durante horas, sin que nadie dijera ni pío.
Últimamente, cuando mi madre traía a casa algo para lavar, mi padre se ponía junto a la artesa para ayudarla, y yo también le echaba una mano. En esas noches de canícula lavábamos entre los tres, el vapor nos ahogaba, el bochorno nos mareaba. A veces no nos alcanzaba para comprar petróleo y el quinqué se apagaba en pleno trabajo. Nos reíamos y seguíamos lavando. Nuestras manos se tocaban bajo el agua y en la oscuridad a veces me echaba a llorar. «Mis padres», pensé, y la palabra sonaba tan nueva y emocionante como si nunca la hubiera pronunciado nadie en el mundo. Mis padres, y yo soy su hijo.
Una noche, estando solo en casa, me topé con la solicitud de legitimación. Estaba encima del mueble de la cocina y faltaba pegarle una póliza, pero costaba dinero. La boda también suponía gastos, no muchos, pero no teníamos tanto. «Es una pena —pensé—, en la comisaría preguntarán por mis datos.»
Me senté junto a la ventana para mirar la noche. Qué pena. Me lamentaba por muchas cosas. Si hubiera asistido a la escuela, al año siguiente haría el examen de bachillerato. Aún no habría ocurrido nada, tendría toda la vida por delante. Estudiaría, me prepararía para la vida. Había sido un buen alumno y hubiera seguido siéndolo. El señor maestro siempre me animaba diciendo que si sacaba todo sobresaliente durante doce años, después del examen de bachillerato me darían una beca para hacer la carrera. Qué pena. Hubiera sido precioso. El mundo estaba lleno de prodigios y yo tenía unas ganas locas de buscarlos y encontrarlos. Qué lástima. No por mí, sino por lo que podría haber sido.
Lo que podría haber sido…