7

Nada más llegar al pasillo vi que estaba encendida la luz del cuarto. Serían las ocho. El lucero de la tarde titilaba adormecido sobre el patio y por el pasillo se difuminaba una penumbra azulada. El tío Gábor babeaba sentado a la puerta de su piso. En la segunda planta alguien tocaba la armónica.

Estaba nervioso. Traté de adivinar quién estaría en nuestro piso. ¿Manci? ¿Mi madre? En la cocina no había nadie. Cuando entré en la habitación me quedé parado en el umbral sin poder decir nada.

Vi a mi padre. La lámpara de petróleo arrojaba una luz vacilante, su sombra se movía en la pared. Estaba sentado a la mesa junto a mi madre. Me quedé boquiabierto. Había echado canas. En la cabellera azabache se destacaban mechas plateadas, y no solo había encanecido. Estaba pálido, descarnado. La nuez de Adán le sobresalía del cuello delgado, la ropa raída le quedaba ancha. Miguelindo se había convertido en un hombre deslucido, había envejecido, al igual que mi madre. La última vez que los había visto juntos se besaban en el portal, bajo las nubes rosas, estaban achispados, locos, jóvenes, cantaban con el viento de la madrugada y mi padre le arrojó un pengo al portero. Ahora todo aquello parecía difícil de creer. Junto a la mesa se veía a dos personas marchitas y viejas; la lámpara humeaba, apenas tenía petróleo.

Mi padre me sonrió, y yo traté de corresponderle.

—Buenas noches —dije con voz ronca.

—Buenas noches —contestó mi madre.

Mi padre no dijo nada. Se puso en pie, se me acercó e hizo algo que nunca había hecho: me abrazó y me besó. Vi sus ojos llenarse de lágrimas y no pude dominar mis nervios destemplados. Rompí a llorar. Mi madre también sollozó, calladamente.

—Estamos apañados —gruñó mi padre, e hizo un esfuerzo por reírse.

Mi madre también se rio, y yo. Al final nos reímos los tres.

Luego se produjo un silencio incomprensible a mi alrededor. Se me quedaron mirando sobresaltados y solo entonces me percaté de que yo seguía con las carcajadas. Me salían unos sonidos broncos e inarticulados, me sacudía una risa enfermiza. No podía dejar de reírme. Apreté las mandíbulas con fuerza pero aun así tardé varios minutos en serenarme. Dije algo entre dientes, traté de zanjar el asunto con una broma, no sabía qué hacer. Seguía allí parado, tal como había llegado, con el sombrero en la cabeza y la botella de pálinka en la mano.

—¿Qué es esto? —preguntó mi madre, sin duda para romper el silencio.

Pálinka —dije algo turbado—. Es que… me lo dio un huésped. ¿Quieres probarla? —le ofrecí a mi padre.

—Gracias —contestó—, pero ya no bebo.

Los dos lo miramos estupefactos. Menudo problema debía de tener Miguelindo si ya no le apetecía la pálinka.

—¿Estás enfermo? —se interesó mi madre muy asustada.

Mi padre se echó a reír, pero ahora de todo corazón.

—¡Qué voy a estar enfermo! —exclamó—. Pero he dejado de beber y no quiero volver a empezar.

—Podrías beber solo un poco —lo animó mi madre, pero Miguelindo era un hombre de principios.

—No, cariño, ni un poco. No puedo hacer nada a medias. Así soy yo. Lo creas o no, también he dejado de fumar.

—¿En serio? —preguntó mi madre, incrédula; noté la preocupación en sus ojos—. ¿Qué te ha pasado, cariño?

—¿A mí? —Volvió a reír—. Simplemente que quiero ser una persona honrada y tampoco eso lo puedo hacer a medias. Desde que salí… —Se interrumpió, porque mi madre lo avisó con la mirada—, bueno, desde hace dos meses…

El resto lo oí a medias: aquella palabra me seguía dando martillazos en el oído. «Salí…» O sea, que había estado en prisión.

En prisión. Imposible. Entonces no le hubiera escrito a mi madre que… O mejor dicho… Sí.

«Es posible que cuando te llegue esta carta yo ya esté en casa, pero también es posible que nunca os vuelva a ver.»

No, esa carta no la pudo escribir desde la cárcel. En la cárcel se sabe con toda certeza cuándo se sale. ¿Y por qué pensaría que nunca nos volvería a ver?

¿Qué había pasado con ese hombre? ¿Dónde había estado? ¿Qué delito había cometido? ¿Por qué había echado canas?

—¿He entendido bien? ¿Llevas ya dos meses…? —preguntó mi madre.

—Sí —asintió mi padre—. Ayer hizo dos meses.

—Entonces, ¿por qué no has vuelto a casa?

—¿Por qué? —Mi padre se encogió de hombros con la mirada clavada en el suelo—. No quería volver como un mendigo.

—¿Dónde has estado?

—Por ahí… buscando trabajo. Pero en provincias no hay trabajo y no quería volver a Budapest con las manos vacías.

—¡Qué tontería! —dijo mi madre—. Trajiste bastante mientras tenías.

—Es fácil cuando te sobra. Cuando no hay es cuando se nota si uno es un caballero o no. Yo no he nacido para ser mendigo, reina. Preferí dormir en el bosque.

—¿Has encontrado algo?

—Sí, pero poca cosa.

—Por lo que veo has hecho trabajos duros. Se te nota en la ropa.

—Sí —sonrió mi padre—. A la ropa le sentó mal, pero a mí de poco me ha servido.

—Una vida de perros —añadió mi madre con resignación—; eso no hay cristiano que lo aguante.

Suspiró hondo, pero mi padre no la secundó. Se sentó alegremente a su lado, le guiñó el ojo y le dijo con la antigua voz de Miska el Guapo:

—Pero te he traído algo.

—¿De verdad?

—Vaya que sí. Se acabó el Miska cantamañanas. No tenía dinero para sedas, pero he traído un papel.

—¿Cómo?

—Un papel. Aquí lo tienes.

Extrajo del bolsillo un hoja doblada.

—¿Qué es esto?

—Una declaración. ¿No lo ves?

—¿Qué declaración?

—Una declaración oficial.

Había que arrancarle las palabras: se notaba que disfrutaba mucho con la comedia.

—¿Y qué dice la declaración oficial? —le pidió mi madre.

—Vaya, ¿qué dice? Veamos. —Desplegó el papel con lentitud premeditada—. Pues dice que… —adoptó un tono solemne—, que Mihály T., de cuarenta y tres años de edad, de religión católica, con domicilio en Budapest, declara que contraerá matrimonio… Aquí tienes, léelo.

Mi madre empalideció hasta en los labios. La hoja le temblaba en la mano y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Vamos, no llores —se burló mi padre—. Tú aún no lo has firmado. Estás a tiempo de echarte atrás.

Mi madre se rio, pero no dejó de llorar.

—Miska —tartamudeó—, eres un verdadero… un verdadero… —No encontraba la palabra adecuada por mucho que la buscara—. Un verdadero marinero —fue todo lo que logró decir.

El quinqué parpadeaba, nos quedamos casi a oscuras.

—¿Has oído? —preguntó mi madre lloriqueando—, ¿has oído, Béla?

—Sí —murmuré—. No estoy sordo.

—Anda, acércate —me animó—. Léelo tú también.

Me puso el papel en la mano y esperó mi reacción. En vano, porque yo seguí a callado.

—¿Es que no lo ves? —dijo emocionada—. Este documento dice… dice que… dejarás de ser un bastardo.

—Sí —susurré—. Es eso lo que dice.

Traté de hacer como si la cosa no fuera conmigo, pero tuve que contenerme para no volver a llorar o a reír. Me acordé de aquella tarde en casa de la tía Rozika, cuando «Piroska de mi alma» y su marido se llevaron a Istvány y los observé mientras avanzaban por la calle principal, a la izquierda la media ración de mamaíta, a la derecha el corpulento papá y en medio Istvány, cogido de las manos de ambos. Y unos días después llegó la postal en la que en lugar de István Cs. había firmado István K., y los bastardos la leímos durante el desayuno y nos quedamos callados, sin atrever a mirarnos el uno al otro.

«Hijo de la tía Rozika, ¿dónde está tu padre…?»

Oía las burlas que me seguían despertando de noche, y me imaginé parándome en medio de la calle para decirle a todo el pueblo:

—Decid lo que queráis, ya me da igual.

Mihály T., de cuarenta y tres años de edad, de religión católica, con domicilio en Budapest, pasó dos meses durmiendo en el bosque, pero no volvió con las manos vacías. Era un caballero de pies a cabeza. Trajo un regalo.

Queda por ver cómo se lo agradecí yo.

Sigo sin poder hablar del tema sin avergonzarme, así que seré breve. Sucedió a la tarde siguiente. Estaba cenando cuando un camarero me llamó desde la puerta:

—András, sube a recepción.

Nada más llegar al vestíbulo, vi que allí estaba la señora. Se me hizo un nudo en la garganta y se me cortó la respiración.

Serían las siete y media. Los empleados de recepción habían bajado a cenar y Elemér sustituía a uno de ellos. Estaba ante el casillero de las cartas cuando llegué al mostrador, de espaldas, así que tardó en verme.

—A sus pies, excelencia —atiné a decir preso de la emoción.

La mujer hizo un leve gesto, pero no abrió la boca. Elemér sacó un montón de cartas del casillero de la 205, se dio la vuelta y se acercó al mostrador.

—Han venido a verte —me informó—. Creo que es tu padre.

Señaló en dirección a la entrada. Allí estaba mi padre, bajo las pomposas columnas de mármol, los estucos dorados y las arañas de cristal, y en aquel ostentoso resplandor parecía aún más deslucido y miserable. Aparté la vista y dije en voz alta, para que ella también lo oyera:

—¡Qué va a ser mi padre!

Así sucedió. Nada puedo añadir como atenuante.

—Ven, rápido —le susurré a mi padre antes de que pudiera abrir la boca, y salí con él a la calle.

El pobre hombre me escrutó con la mirada.

—¿No armarán jaleo por haberte llamado?

—Pues, a decir verdad —refunfuñé—, no lo ven con buenos ojos. ¿A qué has venido?

—Tenía pensado hablar con el primer conserje. Tal vez pueda darme algún trabajo en el hotel.

El corazón me dio un vuelco.

—El primer conserje no está —dije con la garganta reseca y, aunque sabía que solo había bajado a cenar, añadí—: No creo que vuelva hoy.

—¿Podrías decirle tú algo? —me preguntó sin sospechar nada.

—Claro.

—Dile —carraspeó nervioso— que estoy dispuesto a aceptar cualquier trabajo… hasta lo más degradante. —Sonrió torpemente y no me miró a la cara—. Te sorprende, ¿verdad?

—¿Por qué iba a sorprenderme?

—Pues por haber caído tan bajo. Bueno da lo mismo, maldita sea. Con el orgullo de tu madre no se puede comprar pan. —Miró por encima de mi cabeza, como si examinara el cielo—. ¿Te has dado cuenta de lo mal que está?

—Sí —asentí, y me dio un retortijón.

—Su tos no me gusta nada. Tose mucho.

—Sí —asentí de nuevo.

Luego nos quedamos allí parados sin decir nada.

—Bueno, hasta luego —dijo por fin turbado y nervioso, y se fue rápido, como quien huye de algo.

Me quedé mirando cómo se alejaba en la oscuridad con la espalda encorvada y pensé: «Tal vez ha matado a alguien». Y en ese momento lo quise más que nunca, y me sentí tan culpable como si fuera yo quien hubiese cometido un crimen.

Me invadió un miedo enfermizo. No me atreví a volver al hotel, pues temía no poder mirar a Elemér a la cara. Deambulé por las calles como un asesino que huye de su juez.

Hacía mucho calor y todo estaba muy oscuro. En el cielo encapotado, sin estrellas, se concentraban nubes negras, en el aire pesaba un vaho agobiante. Me resistía a pensar. «Solo una copita», me dije, y entré en la primera tasca que encontré.

Era un local de mala muerte. Lo iluminaba una sola bombilla, que colgaba de una lámpara de gas llena de telarañas. Tras el mostrador había un anciano jorobado, por toda clientela tenía un gato mugriento que ronroneaba a sus pies. Me tomé un vasito de pálinka sin sentarme y pagué. Me disponía a salir cuando cambié de opinión.

—Póngame otra.

En la pared había un reloj de hojalata abollado, en la manilla se rascaba una mosca. Marcaba las ocho menos cuarto. «¿Qué puede pasar? —me dije—. A las ocho me relevan. Elemér pensará que estoy hablando con mi padre, y cuando regrese el primer conserje ya estarán los del turno de noche.»

—Otra más —dije.

Me metí en un rincón y bebí sin parar hasta las ocho y media. Entonces me dije: «A estas horas seguro que ya se ha ido a casa». Pagué, me puse en pie y salí; el mundo me daba vueltas.

Fuera lloviznaba, pero el calor seguía apretando. Caían gruesas gotas tibias, como de vapor condensado. Iba exhausto, el corazón me latía inquieto. En el hotel teníamos que presentarnos antes de irnos, pero afortunadamente el primer conserje estaba ocupado con un cliente y ni me miró. Llegué sin sobresaltos al vestuario y empecé a cambiarme.

Al verme en el espejo, sentí un odio irracional. Ningún rostro humano me había dado tanto asco como entonces el mío.

—¡Puaj! —exclamé, y escupí al espejo.

Salí dando tumbos. El sótano estaba desierto, no me crucé con nadie. Pero al salir por la puerta de servicio alguien me tocó el hombro en la penumbra.

Me estremecí. Era Elemér. Estaba en la puerta y me miró cariacontecido.

—¿Has bebido?

—Sí, he bebido. ¿Y qué?

Elemér volvió la cabeza. Estuvo un rato sin hablar, luego dijo sin mirarme:

—Con eso no se arregla nada.

—¿Se te ocurre algo mejor? —le pregunté con hostilidad.

No me contestó. Estábamos bajo la llovizna en silencio.

—¿Vas para casa? —soltó al fin.

—Sí.

—¿Te puedo acompañar hasta la estación de Nyugati?

—¿Para qué?

No me contestó. Caminamos en silencio. De pronto me cogió del brazo.

—Béla —dijo en voz baja—, espabila. ¿Es que no te das cuenta de hasta dónde has llegado?

—Digamos que me doy cuenta. ¿Y qué? —Le miré desafiante—. ¿Por qué te andas con rodeos? Dilo y santas pascuas.

—¿Qué tengo que decirte?

—Lo que piensas. Que estoy podrido.

Elemér me miró. Sus ojos de perro viejo eran inusualmente mansos, pero —resulta difícil de explicar— también reflejaban rigor.

—Pienso —dijo con tranquilidad y sencillez— que lo que está podrido es la sociedad que hace que un chico honrado de diecisiete años caiga tan bajo. Y tú te sientes mal por haber querido entrar en esa sociedad a pesar de que sabes cómo es. Sin convicción ni siquiera se puede ser burgués. O una cosa u otra. No se puede chapotear en las aguas del diluvio y estar al mismo tiempo en el arca de Noé. Nosotros somos el Noé de esta época. No podemos mezclarnos con ellos. ¿Me entiendes? No podemos mezclarnos con ellos. Debemos encerrarnos en el arca de nuestra convicción y solo podemos ver su mundo a través de la ventanilla. ¿Te acuerdas de lo que dice la Biblia sobre Noé? «Y tras él cerró Yahvé la puerta.»

«Habla como un catequista», pensé irritado, y no pude prestar atención a lo que decía. Las imágenes se entremezclaban en la neblina de mi mente. La señora en el hotel, saludándome con un gesto breve e indiferente, y Franciska en el monte Gellért diciéndome con su sonrisa de pervertido: «¿Y por qué no lo voy a hacer si me conviene?». Y mi padre tal vez había matado a alguien, y mi madre tosía mucho, y ¿qué pasaría si el Sabueso se las arreglaba para que me echasen del hotel?

—En la sociedad del futuro… —explicó Elemér con su voz docta y seca. Estallé:

—¡Déjame en paz con lo de la sociedad del futuro! —grité—. Estamos en mil novecientos treinta, con Miklós Horthy en el palacio real. El campesino no puede comprar pan aunque trabaje catorce horas al día, y si me muero de hambre no me resucitará la sociedad del futuro. ¡A ver, dime qué hay que hacer en esta sociedad! ¿O es que crees que el enfermo de cáncer sufre menos si le demuestran que dentro de cien años su enfermedad ya se podrá curar? A ti siempre te duelen los problemas de la sociedad. Dime, sabihondo, ¿qué pasará con mis problemas?

—Desaparecerán junto con esta sociedad —contestó Elemér tan tranquilo—. Todo cambiará cuando cambie la sociedad.

—¡Ah, carajo! —gruñí—. La naturaleza humana no cambiará. Entonces tampoco castigarán a una mujer por no corresponder el amor de un hombre y el hombre seguirá sufriendo igual. ¿O es que en la sociedad del futuro no habrá amor?

Elemér no contestó.

—Ahora callas, ¿verdad? —gruñí con sorna—. A eso no sabes responder.

Elemér me miró

—Quizá no quiera contestar.

—¿Por qué no?

—Porque no me gusta personalizar. Tú hablas del Amor con mayúscula, pero yo sé que te refieres a una persona en concreto.

—¿Y qué? —le dije con hostilidad.

Le contagié la irritación.

—Por el amor de Dios —dijo con una vehemencia poco común en él—, ¿sigues sin comprender que estás confundiendo los conceptos? ¡Amor! Ridículo. Una burguesa se aprovechó de ti, eso es todo. Hiciste de András. Ni siquiera se tomó la molestia de aprender tu nombre. Anteayer, András había sido un Dezsö, ayer un Béla, hoy un Franciska y mañana, ¿quién sabe? ¿Qué tiene que ver eso con el amor? No es más que un síntoma. Una minúscula parte de la Überbau, la superestructura de la que Karl Marx dice…

—¡Me cago en Karl Marx!

Elemér se detuvo. En su rostro gris e impasible nunca había visto tanto arrebato.

—¿No te da vergüenza? —me reprendió, sin por ello levantar la voz—. Tal vez en este preciso momento estén torturando a muerte a un camarada por haber sido fiel a los ideales marxistas. Muere por nosotros, ¿entiendes? También por ti. ¿Y tú dices que te cagas en Marx, y reniegas de tu padre para quedar bien ante una ramera forrada de dinero? ¿Sabes cómo llama Marx a la gente como tú? Lumpenproletariado. Te comportas como un lumpenproletario.

—Y tú como un viejo rabino judío —le espeté—. Pretendes explicar la vida con el Talmud kosher de Marx. Tercer tomo, página cuatrocientos sesenta y ocho, párrafo doce: Amor. ¿Qué sabes tú del amor? Pareces hecho de madera, de madera y papel, estás relleno de teorías. Lo que tienes en la cabeza es tinta, y en lugar de corazón tienes un gramófono marxista. Te odio, ¿me entiendes? Siempre te he odiado. Me cago en ti y en tu marxismo judío. ¡Adiós!

Un tranvía se detuvo ante nosotros; me subí a él y me largué.

Así sucedió. Nada puedo añadir como atenuante.

Por la mañana, al llegar al hotel, presentí que algo había pasado. Me vino a la mente aquella siniestra noche de primavera en que todos callaban y yo no me enteré hasta horas más tarde de que Gyula se había suicidado. Entonces sentí la misma angustia imposible de explicar, el mismo desasosiego extraño y sin causa aparente que me invadía ahora.

Echaba en falta algo, no puedo expresarlo de otra forma. Presté atención a mi alrededor, pero no noté nada. La actividad del personal seguía su silenciosa órbita, como una estrella distante a la que no afectan las vulgares leyes de la tierra. Por el sótano no pasaba nadie. Reinaban el silencio y el olor a moho, en alguna parte zumbaba monótonamente una dinamo, las paredes temblaban en la penumbra amarillenta.

De pronto me detuve. Ya sabía de qué se trataba: faltaba el alboroto de los compañeros, ese barullo alegre y familiar que se oía cada mañana en el sótano entre las siete y media y las ocho. Ahora todo estaba en silencio, en un silencio incomprensible, tanto que mis pasos creaban un eco extraordinario bajo las desnudas bóvedas de cemento.

Primero pensé que había llegado tarde. Tal vez se nos había parado el reloj. Eché a correr, pero al entrar en el vestuario me di cuenta de que el problema no era la hora. Allí estaban todos sin falta. Se desvestían, se ponían el uniforme, se lavaban como otras veces; pero ahora lo hacían como sordomudos.

Los miré estupefacto y se me cortó el aliento. En un rincón había un hombre bajo, ancho de hombros y con un sombrero de copa; leía el periódico apoyado contra la pared. Pasaba las hojas con aparente indiferencia e interrumpía el insondable silencio al hacerlo.

—Es un polizonte —murmuró Lajos sin mover los labios. Paseó la mirada por el recinto y luego añadió con nerviosismo—: Ha venido a por Cara de Palo.

Estábamos a unos diez pasos del tipo. Lajos se encontraba ante su armario, la puerta lo ocultaba. Mi armario estaba al lado del suyo, lo abrí con un movimiento automático. Lajos dio un paso atrás y echó una rápida ojeada al agente, luego volvió a esconderse y me hizo una seña para que me acercara.

—Ten cuidado —susurró—. A Antal quiere sonsacarle con quién se lleva bien Cara de Palo.

—Vale —le respondí en voz baja, y me asomé desde detrás de la puerta.

El armario de Elemér estaba en el otro extremo del cuarto. Se cambiaba sentado en un banco. No se le notaba preocupación alguna. Se quitaba el uniforme como si hubiera llegado la noche y se fuera a casa pensando en la cena.

Vi que el hombre del sombrero de copa lo observaba desde detrás del periódico. Era un hombre corpulento, de tez colorada y bigotes negros; en la nuca, mullida y rapada, traía un esparadrapo de color rosa. Ahora también llevaba el traje azul cruzado con el que lo había visto en el tranvía, del brazo le colgaba el grueso bastón de paseo. «En su interior lleva un puñal —pensé—, sin duda ahí tiene un puñal.» Y entonces sucedió algo en mi interior.

Era lo mismo que había sentido de niño al enfrentarme a la clase o al arrojarle el tintero al gendarme. Y más adelante, al apretar la mano del señor diputado o colocarme ante el revólver cargado de Franciska. Son instantes de la vida que no tienen explicación. Al ver al hombre bajo, ancho de hombros y con sombrero de copa en la calle, a cien metros de mí, enseguida desaparecía por una esquina y huía despavorido. Ahora que estaba a tan solo diez pasos de mí, no sentí miedo en absoluto. Solo sentía rabia, una indignación tremenda, una ira indescriptible.

—No lo mires así —me advirtió Lajos.

No contesté. De súbito supe qué debía hacer. Cerré la puerta del armario y giré sobre mis talones.

—¿Adónde vas?

—A donde está Elemér.

Lajos me agarró de la manga.

—¿Te has vuelto loco? También te detendrá a ti.

—¡Qué más da! —le dije alzando tanto la voz que todos me miraron, y me acerqué a Elemér.

En tales ocasiones resurgía mi alma de campesino. Caminaba como si calzara unas toscas botas y en ellas escondiera un cuchillo. Vi que el hombre del sombrero de copa me seguía con la mirada, lo que me causó un extraño placer.

Me acerqué a Elemér y le miré a los ojos.

—Tenías razón —dije bien alto, para que me oyeran—. Elemér, tenías razón en todo.

Nunca olvidaré la cara que puso Elemér en aquel instante. Cuando la recuerdo, me vienen siempre a la mente las pinturas primitivas de las iglesias de los pueblos que representan a rústicos ascetas. Su rostro flaco y demacrado palideció más de lo normal, y en sus ojos prematuramente envejecidos se reflejó una conmoción algo torpe. Duró dos o tres segundos, tras los que, para mi sorpresa, me soltó:

—A ver, ¿dónde está el pengo?

No entendí a qué se refería.

—Ya te dije que perderías la apuesta —añadió, casi con alegría, y entonces lo comprendí.

Así era él, así era Cara de Palo. Hasta en aquella situación se preocupó por mí. Por mí, que el día anterior le había dicho que en vez de corazón tenía un gramófono marxista.

Me ruboricé. Con dedos nerviosos saqué una moneda de un pengo del bolsillo y se la di. A Elemér se le cayó y me di cuenta de que lo había hecho adrede. Me arrodillé, él también se inclinó y cuando nuestras cabezas se encontraron, me susurró al oído:

—Sal de aquí.

Lo dijo en un tono imperativo y cumplí su orden. Al segundo me encontraba fuera del vestuario sin saber qué hacer. Enfrente estaba el servicio del personal. Entré, me encerré y encendí un pitillo. Las ideas se me enmarañaban en la cabeza y ninguna era capaz de salir entera. Chocaban unas con otras, se pisoteaban. «¿Por qué estoy aquí sentado? —me pregunté—. ¿A qué espero? ¿Por qué no hago algo?»

Me puse en pie de un salto. Ahora volveré y… Ignoraba lo que quería hacer. Deseaba que el policía me llevara con él y que todo el mundo se fuera al carajo.

Entré corriendo en el vestuario, pero Elemér y el polizonte ya no estaban.

—¿Dónde están?

—Se han ido.

—¿Cuándo?

—Hace un momento.

Salí corriendo. Iba lo más rápido que podía, galopé por los largos y tortuosos pasillos del sótano, pero no los vi en ninguna parte.

De pronto me quedé petrificado. Por la primera ventana que daba a la calle, a través del polvoriento cristal, vi a Elemér: el policía lo conducía esposado. El coche celular, la Berta Verde, como se lo llamaba en Újpest, estaba aparcado justo delante de la ventana y a su alrededor se había formado un corrillo de curiosos. Debían de ser empleados y funcionarios que se dirigían a sus oficinas, caballeros y señoras madrugadoras que iban en dirección al picadero o las pistas de tenis. Se notaba que habían desayunado abundantemente, que habían leído el periódico con calma, que sus criadas los habían despedido con un besamanos al salir de casa; es decir, que era gente «de bien» que tenía poco que ver con su compatriota esposado, tan poco como con un negro zulú o un cazador de cabezas de las Indias Orientales cuya imagen habían visto por casualidad entre un noticiario documental y una película. Observaban el espectáculo gratuito con moderado interés, sonreían, hacían preguntas. Un caballero con monóculo negaba con la cabeza en señal de reprobación, una señora vestida para jugar al tenis se reía como una idiota.

Elemér reaccionaba a sus miradas curiosas con tanta indiferencia como un árbol al que observan los turistas. Era un árbol pequeño, feo, deshojado, pero resistía la tempestad con singular tesón. Se le notaba que creía en el resurgir de la primavera. Subió al coche celular como un funcionario que entra en su despacho, un funcionario humilde y honesto en extremo que sabe que cumple con su deber y no espera elogios por ello.

El policía cerró la puerta del coche y la Berta Verde se puso en marcha. Entonces me di cuenta de que me había quitado el sombrero y estaba en posición de firmes, como teníamos que hacer en presencia de un superior.