6

Vivía sumergido en la penumbra del aturdimiento, como los enfermos febriles y los locos inofensivos. Por las tardes me despertaba con resaca, me dormía borracho por las mañanas, durante la noche bajaba una y otra vez a la cocina para echar un trago, nunca estaba del todo sobrio. Me negaba a pensar. Me sentía atado con una correa, de la que solo podía escapar de una manera y sabía con cada una de las gotas de mi sangre que eso era lo único que nunca haría, bajo ninguna circunstancia. Y también sabía, naturalmente, que todo saldría a la luz un día u otro y que entonces me echarían del hotel, me pondrían en la lista negra y nunca más encontraría trabajo. Nos desalojarían, mi madre terminaría por beberse la lejía y al cabo de un tiempo me echaría a perder como el resto de la gente sin hogar. ¿En qué podría haber pensado si no? ¿En ser chivato o delincuente? Eran las dos únicas salidas que quedaban en mi patria, donde —según dice el poema— se debe vivir y morir.

Cada latido de mi corazón decía que no, no y no, pero ¿quién se preocupaba en Hungría del corazón de un muchacho campesino? ¿Qué podía hacer? Mi destino estaba en manos de otros. Alguien había puesto en marcha una bomba de relojería, había ajustado la hora y el minuto en que explotaría, yo sabía que podía estallar en cualquier instante y que no estaba en mi mano el impedirlo. Oía las amenazas del Sabueso incluso en sueños y aguardaba mi porvenir paralizado por el miedo y la impotencia.

Sucedió poco antes del primer día del mes. Por entonces nuestro desolado apartamento parecía una cripta a la espera del difunto. En ocasiones me parecía sentir incluso el olor a incienso y flores y el tufillo a humanidad que había en los entierros de mi pueblo, cuando hacía de monaguillo. También tenía la impresión de que la botella de lejía, con la humedad del lavadero, había crecido.

Una noche mi madre volvió a trastear a mi alrededor mientras me lavaba y supe perfectamente lo que se proponía. No esperé a que me lo dijera.

—Tengo un poco de dinero —informé en un tono de forzada indiferencia, y empecé a rebuscar en los bolsillos.

Le di todo lo que llevaba encima, pero solo eran seis o siete pengos. Mi madre no dijo nada, se quedó parada mirándose los zapatos.

—¿Nos libramos del desalojo este mes? —pregunté vacilante.

—Hijo, eso solo lo saben Dios y el portero.

Eso fue todo. Mi mirada se deslizó involuntariamente hacia la botella de lejía y me estremecí.

Iba desgranando los días como las manos temblorosas de las ancianas pasan las cuentas del rosario. Camino de casa, en el tranvía me daban palpitaciones, siempre temía encontrarla muerta. En todos los rincones me acechaban los invisibles bandoleros del miedo, el mundo estaba lleno de ellos. El Sabueso. Mi padre. Elemér. Y ella, ¡ella! Heridas abiertas que me dolían atrozmente en cuanto mis pensamientos las rozaban. Y no tenía con quién hablar.

Llevaba ya tres semanas sin ver a la señora. Nunca me había hecho esperar tanto, y no podría haber elegido un momento menos oportuno. Ella constituía el único punto firme en la nebulosa ciénaga de aquellos días de pesadilla; ella era el pecado y la absolución, ya que todo había sucedido por ella, solo por ella. Por ella había llegado al infierno y sentía que solo con su ayuda podría escapar. «Si pudiera hablarle —pensé—. Ojalá pudiera.» No sé qué esperaba de aquella conversación, aunque sospecho que entonces tampoco habría sabido definirlo con claridad. Pero cuanto más esperaba, más decisiva y crucial la consideraba, y finalmente me convencí de que todo se solucionaría si pudiera hablar con ella. En vano. No me llamó.

Una madrugada, al salir del hotel, al otro lado de la calle vi a un hombre bajo, de hombros anchos y con sombrero de copa. Estaba apoyado sobre su bastón, parecía esperar a alguien. Solo le eché una mirada fugaz, ni siquiera me di cuenta de que mi retina lo había fotografiado. Mi mente solo reveló la imagen unos días más tarde, una noche de angustia, inesperadamente. Tenía el día libre y volvía a casa en tranvía. De pronto tuve la sensación de que alguien me observaba. Y entonces me pareció ver al mismo hombre.

¿Era él? En un primer instante lo hubiera jurado, pero luego me surgieron dudas. «Ya tengo alucinaciones», me dije nervioso, y traté de disipar la sospecha. Pero cuando bajé, él también lo hizo.

«Me están siguiendo», pensé horrorizado y eché a correr entre jadeos por los solares oscuros y desiertos. Durante varios minutos no me atreví a volver la cabeza. Corría, el sudor me chorreaba por el rostro. Finalmente me volví. Lo había perdido de vista.

A partir de entonces siempre tuve la sensación de que me seguían. Me estremecía al oír rumor de pasos a mi espalda, me paraba con frecuencia ante los escaparates o fingía que me ataba el cordón de los zapatos y de reojo miraba hacia atrás. Si al otro extremo de la calle divisaba a un hombre bajo, de hombros anchos y sombrero de copa, me metía por la primera bocacalle y huía despavorido. O todo lo contrario, lo seguía para comprobar si en efecto era él. Despejada la duda, al cabo de diez minutos volvía a aparecer otro tipo igual y empezaban a temblarme las rodillas.

Tenía miedo. Tenía un miedo tremendo, alarmante. Me hubiera gustado aullar de miedo como un animal caído en una trampa. Cada día bebía más, a pesar de que ya no soportaba el olor a alcohol. Lo odiaba, me daba asco, y sin embargo lo necesitaba, como necesitan una inyección los enfermos que se retuercen de dolor.

Tal era mi estado de ánimo cuando una noche la mujer entró en el bar. Otras veces no me atrevía a mirarla, pero en esa ocasión no le quité los ojos de encima. Quería que me viera, que sintiera lo que se debatía en mi interior, que leyera la súplica en mi mirada. Seguro que notó algo, porque apartó la vista más rápido de lo normal.

Venía con un grupo muy numeroso, reían mucho. Los observaba desde el flanco de la cabina de teléfono y, en mi desesperación, hice algo que en otras circunstancias ni se me habría pasado por la cabeza. Le escribí una nota. Si no recuerdo mal, decía así: «Necesito hablar con usted sin falta. Le suplico que me llame por teléfono».

Doblé el papel y a eso de medianoche, al ponerle la capa, lo deslicé en su mano. La señora no hizo el más mínimo gesto. Siguió hablando y riéndose, luego salió con los demás sin mirarme. La vi entrar en el ascensor.

Esperé. Fue una noche larga, muy larga, y la siguió una madrugada aún peor.

No llamó. Después de cerrar, fui al paseo de la orilla del río y desde el otro lado de la calle miré las ventanas de su apartamento. En el salón las luces aún estaban encendidas. «Tal vez tenga invitados», pensé esperanzado, y volví a la cocina. Pasé varias horas acurrucado en la oscuridad, porque no me atrevía a darle al interruptor y llamar la atención del vigilante nocturno. No sirvió de nada. El teléfono no sonó.

Hacia las cuatro de la madrugada volví a salir, miré las ventanas. Ya estaban a oscuras. Me tumbé en un banco y me ahogué en lágrimas de impotencia.

El paseo estaba desierto, los tranvías ya no circulaban, en el viento de madrugada solo se oía el furioso rugido del Danubio. Era una noche muy negra. Abajo, en el agua, se balanceaba un bote de salvamento, sus luces echaban chispas verdes sobre las blancas crestas de las olas. Últimamente estas embarcaciones se utilizaban para ir a la caza de suicidas; habían inventado eso en vez del seguro del desempleo. En la lancha motora había un policía, y desde donde estaba yo parecía un muñeco grande y oscuro. Apoyaba la cabeza lánguidamente sobre el pecho y se mecía con la lancha. Dormía. La muerte había quedado sin vigilancia.

«Tal vez ni se entere hasta semanas más tarde», pensé al volver a mirar las oscuras ventanas. Y luego pensé: «Además, aún quiero ir a la escuela».

El viento perseguía grises nubes de humo, sobre mi cabeza galopaba la luna manchada de hollín. De pronto, como si hubiera perdido la razón, bramé:

—¡No quiero morir! ¡No quiero morir!

Luego me eché sobre el banco y lloré de nuevo.

La noche siguiente, cuando bajé a cenar a la cocina, Iluci me llevó a un rincón y me dijo, muy nerviosa:

—¿Qué ha pasado? —susurró—. Cuéntame. ¿Qué ha sucedido?

La miré con asombro.

—¿Qué iba a pasar? —balbucí—. No ha pasado nada.

Iluci meneó la cabeza, incrédula.

—Vamos, dime. —Y me dio un codazo—. ¿No querrás engañarme a mí? Entonces, ¿por qué han puesto a Franciska en tu lugar?

—¿Qué? —pregunté petrificado—. ¿Cómo dice?

—¿Es que aún no lo sabes?

—No. ¿Qué?

—Que te han pasado al turno de día.

—¿Y han puesto a Franciska en mi lugar?

—Sí, y…

—¿Y qué? —inquirí impaciente, pero Iluci no contestó.

Me escrutó con la mirada. Daba la impresión de que se compadecía de mí.

—Dime —pero ahora hablaba con un tono extraño—, ¿de verdad que no sabes nada?

—Ya le he dicho que no. ¿Por qué? ¿Ha oído algo?

—No —dijo titubeante—, solo pensaba que… —La frase quedó en el aire—. Es extraño —añadió negando con la cabeza—. Es extraño.

—¿Qué es extraño? —pregunté cada vez más inquieto.

—No sé —se encogió de hombros y luego volvió a decir—: es extraño.

Subí al bar. Era temprano, una mujer sacaba brillo al parquet, los camareros ponían las mesas. Cuando entré, interrumpieron la conversación; en el repentino silencio solo se oía el tintineo de copas y cubiertos. «Así que es verdad —pensé—, ahora tendré que salvaguardar mi “reputación”.»

El maître me llamó. Nunca le había caído bien, pero desde que era yo quien subía el champán a la 205 se tragaba la hiel sin ser capaz de digerirla. Se había solidificado en su interior como los cálculos en la vesícula, y a todas luces ahora pretendía darme con ella en la cabeza. Su rostro amarillento irradiaba jactancia, sonreía tanto que casi se le caía la dentadura postiza.

—Querido hijo mío —dijo relamiéndose a cada palabra—, a partir de pasado mañana…

—… estaré en el turno de día —terminé la frase sonriendo.

El hombrecito iracundo no fue capaz de ocultar su furia. Seguramente se había preparado para interpretar el papel del Destino y yo había echado a perder la función. Su cara de enfermo de bilis adquirió un tono verdoso; me miró como un siluro podrido.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó atropelladamente.

—Lo sé —espeté sin dejar de sonreír.

—¿También sabes quién se quedará en tu lugar?

—Claro —asentí—. Ferenc.

—Y —dijo en una salmodia asquerosa—, ¿qué te parece?

—¿Qué me iba a parecer? Espero que esté satisfecho con él.

—Pues dicen que trabaja bien. —Volvió a sonreír y echó una rápida mirada a los demás—. Tengo entendido que, en primer lugar, son las mujeres las que hablan bien de él.

«Idiota —pensé—. ¿No pretenderás despertar mis celos con un maricón?»

—Más bien los hombres —corregí con la superioridad de quien anda en lo cierto, pero mi buena información no me sosegó del todo.

Sentí que todos ellos sabían algo que yo ignoraba.

Aquella noche me puse ciego de alcohol; no sé cómo llegué a casa. Solo recuerdo que llovía y que tras la hora del cierre me quedé un buen rato ante el hotel, mirando las ventanas sin luz de la segunda planta. La puerta del balcón estaba abierta y de vez en cuando el viento levantaba la cortina que tan bien conocía, como si en la oscuridad alguien agitara un pañuelo, pero no a mí. Lloré a moco tendido. De repente un policía se plantó ante mí, me dijo algo, le contesté y desaparecí a toda prisa por la primera esquina. No recuerdo nada más.

Dormí un día entero, con su noche. Me desperté sobre las siete de la tarde, como de costumbre, pero me acordé de que no tenía que ir al bar y como no fue eso lo único que me vino a la cabeza, volví a beber. Luego ya era lunes por la mañana.

Los muchachos se incomodaron cuando entré en el lavabo. «Ya estarán enterados», pensé con angustia, y traté de aparentar indiferencia. Los saludé y pregunté cómo estaban, me devolvieron las formalidades y conversamos. Charlábamos entre risas nerviosas y todos sabíamos que no se debían precisamente al tema de conversación.

Había pasado un año desde que los había dejado, mucho tiempo a esa edad. Habían crecido, se habían puesto más fuertes, les había salido más vello, sus largos brazos de chimpancé sobresalían de las cortas mangas de los uniformes. A algunos les había cambiado hasta la voz, se había hecho tan grave e irreconocible como la de los ventrílocuos cuando presentan al pachá Alí a los niños. Por lo demás, seguían con lo mismo de siempre, hacían contrabando de mujeres, espiaban por el ojo de la cerradura y por las noches se llevaban a las chicas al Mauthner, donde: «Fijaos, chicos…».

Sí, todo era como antes y, sin embargo, las cosas habían cambiado. Mis compañeros más bien parecían los gemelos de quienes había conocido: como dos gotas de agua pero distintos. Muchos de los antiguos mozos se habían ido y habían llegado otros, pero estos habían adoptado nuestra forma de hablar y nuestras costumbres, y pese a ser unos extraños resultaban exasperantemente familiares. «Nos imitan como loros», pensé con hostilidad al ver cómo se habían apropiado de nuestra jerga privada, creada con tanto esmero, en la que cada expresión, cada alusión y cada giro tenía su propia historia. Nosotros, los veteranos, habíamos estado presentes en su nacimiento, pero estos nuevos compañeros las habían adoptado y convertido en lugar común manido y anquilosado. Los consideraba unos intrusos y unos usurpadores, al igual que tres años atrás me vieron a mí los chicos de entonces.

Había entre ellos un muchacho de tez gitana, pestañas largas y muy hablador, al que me presentaron como Gyula.

—Este es Gyula.

Pues sí, incluso teníamos a otro Gyula. Si alguien decía «Gyula», ya nadie pensaba en el adolescente patilargo y pecoso a quien consideramos durante años un irresistible donjuán, la perdición de las chicas, cuando en realidad soñaba en secreto con una quinceañera virgen para acabar dejando tanto a esta como a las alegres musas y clavarse un cuchillo de matar cerdos. Su hermoso cuerpo joven seguramente se habría descompuesto bajo tierra, se habría convertido en una masa informe y pestilente, aquel cuerpo que hacía apenas un año tanto habían admirado las féminas. Ahora, para colmo de males, el nuevo Gyula había matado hasta su recuerdo. No quedaba nada de él. Yo había ocupado su lugar y mi tiempo también había pasado. ¿Me esperaba a mí su destino?… Empecé a silbar porque temía echarme a llorar.

Los nuevos me inspeccionaron con curiosidad. Por sus rostros vi que lo sabían todo de mí, al igual que yo sobre el otro András. Me miraban con una taimada mezcla de repulsa y de admiración: yo era la leyenda que había nacido sobre la paja de los rumores en un establo mugriento y de aire viciado, bajo la siniestra constelación de la pubertad. Cuando veían a la señora, seguramente me recordaban, como antaño había hecho yo con el otro András, y pensaban que yo no tenía nada de extraordinario para que su excelencia hubiese reparado en mí. En ese caso, ¿por qué no les correspondía a ellos el honor de ser el nuevo András? Y seguirían dándole vueltas a eso durante un buen tiempo, estarían malhumorados, distraídos e irritables, por las mañanas llegarían al hotel con ojeras y, si la señora llegara a desfilar ante sus ojos, los invadiría el ardor, como si desde debajo de su falda soplara un viento ardiente.

Estos ya no sabían que me llamaba Béla.

—András —así me presentaron.

En el bar ese nombre me sonaba bastante natural. Allí había sido András desde el primer momento, el András de los excelentísimos señores, el que de madrugada subía champán a la suite 205. Pero los compañeros de antes me habían conocido como Béla, y me entraron ganas de llorar al oír que me llamaban András.

Me cambiaba aturdido, me dolía la cabeza. Otras veces, a esa hora me había tocado desvestirme. Llevaba un año durmiendo durante el día y ahora —tras ese período que me pareció infinito— que había vuelto al alboroto del vestuario, todo lo que había sucedido en el intermedio me parecía tan caótico e ilusorio como si hubiera dormido o estado borracho durante un año entero, como si acabara de recobrar el conocimiento y de ver que… Sí que había perdido mi nombre. Que me había perdido.

Fueron unos minutos de pesadilla. Llevaba un año sin mirarme en el espejo a la luz del día, y ahora, al peinarme ante él, me percaté de que no solo había muerto mi nombre. No, aquel no era Béla. Me miraba un petimetre pálido y ojeroso, un lechuguino peripuesto de ciudad sin nada en la cabeza. András. El András de los excelentísimos señores.

¿Adónde había ido a parar Béla? Hacía un año aún soñaba con irse a América, tenía fe, trabajaba con tesón, estudiaba y —por no tener otra alternativa— robaba palabras del diccionario del primer conserje. Tenía la maleta llena de planes redentores, en su corazón repicaban las campanas de Pascua de Resurrección y se pasaba el día entero escribiendo poemas. Había dejado de existir. Lo había enterrado vivo. Se había podrido, igual que Gyula.

Miraba la puerta nervioso. Elemér aún no había llegado y lo esperaba tan angustiado como si fuera mi juez, como si le tuviera que rendir cuentas de todo lo cometido en el curso del último año. Llevaba meses sin verlo, lo rehuía como al mal de ojo, descartaba la idea de que fuera él quien removía en el caldero de mi mente aquella mezcla sucia, asquerosa y maravillosa que es la conciencia de un muchacho de diecisiete años. Cuanto menos pensaba en él, más me preocupaba. Había crecido en mi interior, se había desarrollado como una elefantiasis psíquica de la que poco a poco había nacido un monstruo simbólico que, montado en una escoba, como los fantasmas que me asediaban de niño, pero con la apariencia real de un mozo de hotel, pasaba lista a todos mis pecados.

—Ah de la casa, ¿cómo andas, amigo?

Era Antal, que se había acercado al espejo; era el experto en amores desgraciados al que hacía un año había considerado tan ridículo cuando, entre susurros y con los ojos perdidos, hablaba maravillas de Flóra, la camarera de la tercera planta. Ahora él era el único a quien tomaba en serio. «Con él tal vez se pueda hablar —pensé—, seguramente me entenderá.» Me acerqué y le puse la mano en el hombro.

—¿Cómo está Flóra? —le pregunté en voz baja.

Me miró sorprendido.

—¿Esa zorra asquerosa? Amiguito —hizo un ademán de desprecio—, eso es agua pasada. ¿Tienes un pitillo?

—Sí.

Fumamos. En un rincón estallaron risas estridentes. Los dos miramos en esa dirección. Gyula, el nuevo Gyula de pestañas largas, enseñaba unas bragas de color rosa a los compañeros.

—Son unos inmaduros —gruñó Antal con desprecio—. Te juro que los nuevos no valen nada. —Dio una chupada al pitillo y añadió—: En nuestros tiempos los muchachos eran muy distintos.

—Sí —concedí, y le di una calada al cigarrillo—. ¿Te acuerdas de nuestro Gyula?

Así lo dije, «nuestro Gyula», y Antal asintió, dando a entender que compartíamos un código.

—¿Sabes que su sustituto está aquí de fogonero?

No le comprendí.

—¿Cómo que su sustituto?

—El que se casó con su novia.

—¿Con Katica? —pregunté en voz más alta de lo que hubiera querido—. ¿Katica se ha casado?

—Sí, ¿por qué te sorprende tanto?

—No es eso, sino que…

De pronto me pareció ver a Katica, sacudida por el llanto, en lo profundo del parque, diciendo —oía incluso su voz fina y ahogada—: «Dios mío, me volveré loca por todo esto».

Pero no había enloquecido. Se había casado con el fogonero. La novia de Gyula se había casado con otro, al igual que le habían dado a otro su armario, su uniforme, incluso su nombre. No tenía nada de extraño.

—¿Qué hay de Elemér? —me interesé.

—¿Tú qué crees? —Y se encogió de hombros—. Sigue igual. Ahora trata de introducir a los nuevos en los secretos del socialismo.

«Sí, debe de estar paseando con algún colega nuevo por Buda», pensé, y me invadieron unos celos feroces y pueriles, aunque hubiera preferido irme al infierno antes que pasear con él por la ciudad.

—¿El señor comandante lo sigue odiando?

—Pues claro —asintió Antal un poco irritado—. Desde hace cuatro años no oigo otra cosa que a Cara de Palo lo odian sus superiores y sin embargo —apenas logró disimular su envidia—, lo creas o no, la semana pasada fue a él a quien eligieron para suplir al primer conserje. ¿Te entra en la cabeza?

—No —dije, ya que en efecto no lo entendía—. ¿De modo que sigue en el vestíbulo?

—Sí —soltó Antal con aire resignado, y bostezando empezó a peinarse—. Me han dicho que a ti también te colocarán allí.

—¿En el vestíbulo? —pregunté estupefacto.

—Sí —asintió con indiferencia, porque estaba muy ocupado con su peinado y no se percató de mi susto—. Oye, ¿ni siquiera sabías que lo de Flóra había terminado? Pues amiguito —y dejó ir un silbido—, un día te contaré unas cuantas cosas más de aquella zorra asquerosa.

El resto no lo oí. Solo podía pensar en que a partir de entonces tendría que estar con Elemér todo el día, y la idea me parecía insoportable. Subí a toda prisa a los despachos, porque aún tenía la esperanza de que la noticia no fuera más que un rumor, pero allí me enteré de que no lo era. Me habían colocado en la conserjería y en escasa media hora estaría al lado de Elemér, sin la menor esperanza de escapar de él.

Estábamos junto a la columna más próxima a la salida, la que el señor comandante solía llamar, en sus órdenes y disposiciones, la número uno. El entusiasta militar había designado con números las columnas de mármol del vestíbulo, como suele hacerse con las cimas en los mapas estratégicos. Cada una de ellas tenía su propio cometido. Junto a la número uno debía «formar fila la reserva», o sea, los botones que en el momento no tuvieran nada particular que hacer. Teníamos que colocarnos en línea recta, a exactamente un paso del otro, con guantes blancos, independientemente de si era verano o invierno, uniforme reglamentario, en posición de descansen y con la sonrisa de rigor. Cuando llegaban huéspedes y superiores siempre nos poníamos en posición de firmes, inclinábamos la cabeza, sonreíamos más y dábamos un taconazo. Estaba prohibido sentarse y también hablar, pero esta última regla la solíamos burlar. Con la boca cerrada hablábamos con tal maestría que quien estuviera a diez metros no se percataba de nada.

Cuando me coloqué a su lado, Elemér estaba solo junto a la columna número uno.

—Hola —le susurré sin mover la mandíbula.

—Hola —me devolvió el saludo del mismo modo.

No nos miramos, también estaba prohibido. También solíamos burlar aquella norma, pero ahora los dos nos aferramos a ella. Siguió un silencio más bien largo. En la pared de enfrente había una chimenea con un reloj sobre la repisa. Yo miraba el vaivén soñoliento del péndulo e iba contando en voz baja, como hacía antes de dormirme en noches de insomnio. Ya me había adentrado en la selva de las centenas cuando Elemér me dio un codazo.

—Que viene Mussolini —bisbiseó.

Me cuadré, incliné la cabeza, sonreí y di un taconazo. El comandante pasó a nuestro lado.

—¿Desde cuándo lo llamáis Mussolini? —inquirí.

—Hace tiempo —dijo—. Muy acertado, ¿no?

—Genial.

Entonces la conversación volvió a encallar. En el vestíbulo hacía un fresco agradable y sin embargo yo sudaba sin parar. Serían las nueve de la mañana, los madrugadores ya habían salido y los que se levantaban tarde aún no habían aparecido. Por la sala solo vagaban cuatro o cinco huéspedes, las alfombras mullidas amortiguaban el ruido de sus pasos. De vez en cuando sonaba el teléfono y luego otra vez silencio. El péndulo del reloj se movía con una monotonía exasperante. Me sentía como si un ejército de hormigas caminara por mis nervios.

Miré a Elemér con el rabillo del ojo. Estaba tranquilo. Siempre me había irritado su tranquilidad inquebrantable, pero ahora directamente lo odiaba. «Parece estar tallado en madera —pensé—, de madera y de papel, relleno de ideales. Lo que tiene en la cabeza es tinta de imprenta, y por sus arterias también fluye tinta. No llora, no se ríe. Tiene el corazón de madera. Es invulnerable. Otros sufren, se emocionan, se dejan el alma, pero él no hace más que estar ahí con cara de palo, como si hubiera dado con la piedra filosofal, como si no le pudiera suceder nada malo en esta vida. El comandante lo odia, todos sus superiores lo odian, pero a él eso le trae sin cuidado. Como si le pareciera lo más natural del mundo. No se hace el ofendido, pero tampoco busca los favores de nadie. Sin embargo, es a él a quien llaman si surge algo difícil de solucionar; es el primer botones que ha llegado a suplir al primer conserje.»

No, a nadie le entra en la cabeza, Antal tiene razón. Los demás ya pueden matarse trabajando para que los peces gordos los aprecien, él se comporta ante los jefes como si fuera una máquina. Echan la moneda y sale el trabajo. No tiene ni una palabra amable, ni una sonrisa. Recibe las órdenes con un silencio gélido, casi hostil, y las lleva a cabo con la misma frialdad. Resuelve hasta los problemas más imposibles, lo sabe todo, entiende de todo, pese a que le importa un comino lo que hace. ¿Cómo se lo monta? ¿Qué es lo que le proporciona ese tesón, ese aguante repugnante e insoportable? Lo odiaba por su tranquilidad, tanto que hubiera sido capaz de estrangularlo.

Entonces, inesperadamente, me dirigió la palabra.

—He pensado mucho en ti.

Lo dijo con una voz sin matices, sin énfasis, tal como otros dirían: está lloviendo o hace sol. Era una afirmación impasible, objetiva, pero yo sabía que el sol brillaba realmente si era él quien lo afirmaba, y en mi corazón levantó el vuelo una tímida alegría.

—Yo también —le dije con tanta avidez que luego me avergoncé.

Otra vez adoptamos la posición de firmes, inclinamos la cabeza, sonreímos, dimos un taconazo. Casi todos eran huéspedes nuevos. Apenas había rostros conocidos.

—¿Qué tal los compañeros de ahora? —pregunté con un nudo en la garganta.

—Oh —dijo—, igual que los de antes. Entre ellos hay uno que tiene las ideas bastante claras. Un proletario. Tiene quince años y ganas de aprender, es muy entusiasta. Bueno —añadió luego y se le oscureció la voz—, con el tiempo también a él lo echarán a perder.

«A él también —repetí en mi interior—. A él también.»

—¿Cómo se llama?

—¿Ese chico?

—Sí.

—Laci.

—¿Se interesa —tragué saliva— por el movimiento?

—Sí.

—Entonces —volvía a tragar saliva—, entonces, ¿te has hecho amigo de él?

—No —dijo—, a mí me cuesta mucho. ¿Tú has trabado amistad con alguien?

—No. Yo no.

Me miró; fue la primera vez que me miró. Sentí que me ponía rojo.

—Tengo mal aspecto, ¿verdad? —le pregunté turbado—. Es por trabajar de noche… bueno… no me siento muy bien.

Del rostro de Elemér desapareció la sonrisa reglamentaria.

—Te recuperarás, Béla —dijo muy serio, con sencillez y supe que no se refería a mi estado de salud.

De repente renació la relación de antes, de cuando íbamos a pasear por las tortuosas callejuelas de Buda y hablábamos de las grandes cosas de la vida. Era la vieja emoción de cuando paseábamos bajo las ventanas con geranios, cuando nuestros pasos resonaban alegres por los adoquines y alguien tocaba el piano en una pequeña casa de planta baja: «Para Elisa»… «Tal vez algún día volvamos a pasear por aquellas calles —pensé—, y entonces todo se arreglará.»

Seguimos hablando en voz baja. Durante media hora todo pareció sencillo. Y entonces se detuvo ante la entrada el coche del Sabueso.

Todos mis nervios se tensaron. «¿Qué sucederá —pensé—, si me llama a un rincón, como solía hacer en el bar? Elemér enseguida se dará cuenta de que…»

Me cuadré, incliné la cabeza, sonreí, di un taconazo.

No, el Sabueso no me reclamó. Venía con prisas, como siempre, miró alrededor con precipitación, parecía un médico extremadamente ocupado. Al pasar a mi lado me extendió un maletín y me indicó que lo siguiera. Avanzaba delante de mí con pasos rápidos y renqueantes, su prótesis chirriaba. Sentí la mirada de Elemér clavada en la espalda.

El ordenanza venía detrás de nosotros, cargando dos pesadas maletas.

—Pasa tú primero —le dijo el Sabueso al llegar al pasillo de servicio.

El joven con cara de mastín cumplió la orden sin hablar. Nunca preguntaba, nunca abría la boca, y siempre me daba la impresión de que estaba al tanto de todo.

Avanzamos por la zona de cocinas. Por el aire húmedo se esparcía un fuerte olor a comida, las paredes grasientas parecían sudar, el vapor dejaba su aliento sobre las desnudas bombillas envueltas en alambre. El Sabueso se paró en seco.

—¿Por qué no has llamado? —disparó, sin levantar la voz.

—Es que… aún no me he enterado de nada.

—¿Así estamos? —Y no dijo nada más, pero sus ojos amarillos, que parpadeaban sin cesar, hablaban por sí solos. Me miraba con desconfianza, su mandíbula temblaba nerviosa bajo su piel tensa—. ¿Así estamos? —repitió—. Y entretanto, ¿qué has hecho?

Me encogí de hombros con timidez.

—Necesito más tiempo.

—Te he preguntado qué has hecho.

—Pues… tener los ojos bien abiertos.

—¿Y qué más?

—No me he enterado de nada —le repetí avergonzado.

—¿Así estamos? —volvió a decir, levantando la voz—. Pues ten mucho cuidado, no vaya a ser que me entere yo de algo.

Las rodillas me empezaron a temblar. Ya veía ante mí al hombre bajo, de hombros anchos, con sombrero de copa, aguardando apoyado en su bastón… ¿a quién esperará? ¿Qué querrán de mí? ¿Con qué derecho me amenaza este hombre? ¿Por qué les tengo miedo? Elemér seguramente diría: yo no soy ningún chivato. ¿Por qué no lo digo también yo? Tarde o temprano lo averiguará.

—Señor doctor… le llamaré en cuanto sepa algo.

No respondió. Se quedó mirándome y de pronto me quitó bruscamente el maletín.

—Mejor será que te andes con cuidado —susurró. Se dio la vuelta y me dejó solo.

No sé cuánto rato me quedé en el pasillo; creo que bastante tiempo. De repente oí rumor de pasos. Solo entonces me di cuenta de que estaba fumando, no recordaba haber encendido un cigarrillo. Lo escondí en la mano y me metí rápido en los servicios.

Tragué el humo con avidez. «Mejor será que te andes con cuidado. Mejor será que te andes con cuidado. Mejor será que te andes con cuidado…» Aquellas palabras se repetían en mi interior con insistencia, como un disco rayado. Era incapaz de pensar. Terminé de fumar y volví a la columna número uno.

—Se ha olvidado de la propina, ¿no es así? —apuntó Elemér.

—Claro —repuse—, como siempre.

El rostro de Elemér reveló que estaba furioso.

—Asqueroso chivato —rezongó—. Me gustaría saber con qué derecho te hace llevarle la maleta.

Hablaba sin sospechar nada, estaba claro, pero en lugar de alivio sentí un enorme peso en el corazón. Estaba tremendamente avergonzado. «¡Soy un gusano!», pensé asqueado, y de súbito me di cuenta de que no podía continuar callando, que pasara lo que pasase se lo tenía que contar todo.

—Elemér —musité, atenazado por los nervios.

Me miró.

—Dime.

—Quiero contarte algo.

Estaba temblando. Creo que Elemér enseguida se dio cuenta de qué me pasaba. El péndulo del reloj parecía moverse con mayor rapidez y el aire se caldeó a nuestro alrededor.

—Sí —dijo, y también él pareció nervioso—. Dime, Béla.

Entonces en la conserjería sonó el timbre de los botones.

—¡Elemér! —gritó el primer conserje, y Elemér tuvo que acudir a la llamada.

Lo mandaron a las oficinas de aduana. Regresó por la tarde y hasta la noche no nos volvimos a encontrar.

—¿Qué querías decirme? —preguntó en cuanto nos quedamos a solas.

Pero el hechizo se había roto y yo había recobrado la serenidad.

—Vaya —dije esforzándome por parecer despreocupado—, lo he olvidado. No debía de ser tan importante.

Elemér me lanzó una mirada extraña pero no dijo nada. Calló como solo él sabía hacerlo y nunca más mencionó el asunto.

Los días se alejaron arrastrándose lenta y penosamente. Martes, miércoles, jueves… Había transcurrido una semana desde que logré deslizar el papel de la desesperación en la mano de la señora y seguía sin suceder nada. Ella pasaba varias veces al día por delante de la columna número uno y yo no podía decirle nada, ni siquiera sabía si me habría visto.

Un día intercambié unas palabras con ella, gracias a César. Al verme, el perro tiró de la correa hasta soltarse y se me echó encima. Se apoyó con las patas delanteras sobre mis hombros y me lamió por doquier, gañendo y dando sacudidas.

Me contagió la emoción. «Si volviera a sacarlo a pasear —pensé—, entonces podría subir cuatro veces al día a la doscientos cinco y…»

—¡César! —gritó la mujer, pero el perro no le hizo caso.

Finalmente fui yo quien lo arrastró hacia la dueña. Era mediodía, había mucho ajetreo a nuestro alrededor. Allí estaba, ante ella, desesperado y necesitado, pero ¿qué podía decirle?

—¿Puedo sacarlo a pasear? —aventuré tímidamente.

—No —contestó—. César se viene conmigo.

No fue hostil, tampoco simpática; fue la excelentísima señora. Sencillamente había hablado con un botones, y en ese instante me pareció increíble que hubiera habido entre nosotros algo distinto a lo que suele haber entre dos seres tan diferentes.

A partir de entonces no hubo ni conversaciones breves. Un compañero subía dos veces al día a por César y lo sacaba a pasear. El primer conserje siempre mandaba al que no tenía otra cosa que hacer, pero se olvidaba de mí a propósito. César, al verme, se me acercaba corriendo, y cuando lo alejaban a rastras ladraba y mordía. En fin, él tampoco pudo hacer nada. Los dos éramos unos perros desgraciados, por mucho que nos rebeláramos contra nuestro destino.

Los días pasaban y nada se movía. Mi vida consistía en esperar y a veces ni siquiera sabía a qué. Me emborrachaba cada noche, pero aun así era incapaz de dormir más de tres o cuatro horas.

Tenía los nervios destrozados. Los campesinos no aguantan estos males. Del mismo modo que ciertas tribus primitivas fuertes habían perecido de enfermedades venéreas que no hacían el menor daño a los pueblos más débiles y pervertidos, un campesino fuerte como un buey sucumbe a veces a causa de males psíquicos que un señorito enclenque supera en dos semanas. Casi se me va la vida en ello. Estaba perdido, me consumía. Pretendía entender a toda costa lo que no se podía comprender con mente campesina, entreveía enigmas allí donde otros solo veían hechos, y tardé varias semanas en enterarme de lo que —salvo yo— todo el mundo sabía.

Todo empezó con una cajetilla de Amneris. Una noche de finales de junio, el primer conserje me dijo:

—Sube una cajetilla de Amneris a la trescientos dos.

Era la habitación donde se hospedaba el alemán de Franciska. Cuando yo llegué al hotel, ya vivía allí; desde tiempos inmemoriales él era para nosotros el número 302.

Pero me abrió la puerta una mujer joven. No me dejó entrar, solo extendió la mano por el resquicio de la puerta. Era una mujer hermosa, de muy buen ver, y me di cuenta de que estaba medio desnuda. No entendí nada. ¿Se habría pasado el alemán a las mujeres?

—¿Qué ha pasado con el novio de Franciska? —le pregunté a Antal cuando bajé al vestíbulo.

Se quedó perplejo y no me pudo aguantar la mirada.

—Se ha trasladado —apuntó.

—¿Ha vuelto a Alemania?

—No. Se aloja en el Hungária.

—¿En el Hungária? —pregunté con asombro—. ¿Qué me dices? ¿No habrá roto con el muchacho?

—¿No lo sabías? —preguntó en un tono extraño.

—No —dije, y de pronto me invadió el desasosiego—. ¿Por qué? —le interrogué—. ¿Qué ha pasado?

Antal se ruborizó.

—Pues… no lo sé.

Tartamudeaba, se balanceaba al hablar, estaba confuso. Por mucho que le preguntaba, una y otra vez terminaba diciendo que no sabía nada más.

Con aquella mentira me enteré de la verdad. No lo comprendí paso a paso, a base de deducciones lógicas, sino más bien con un fogonazo, de manera instintiva. Me pareció oír la voz de Franciska cuando en el monte Gellért me dijo con arrogancia, encogiéndose de hombros:

«Unos nacen así y otros solo lo hacen. Yo solo lo hago.»

Veía hasta los gestos con los que acompañaba lo dicho y aquella sonrisa perversa que se le había dibujado en los labios.

«¿Y por qué no lo voy a hacer si me conviene? Terminaré casándome y…»

Aquella noche no pude dormirme ni siquiera con pálinka. Veía a la señora desnuda en la cama, pero el que estaba a su lado era Franciska. Lo más suave que se me pasó por la mente fue estrangularlos en cuanto llegara al hotel, pero curiosamente a la mañana siguiente caí en el extremo opuesto. La idea me parecía absurda. ¿Ella y Franciska…? ridículo. «Estoy loco —pensé—, todo eso no es más que una monstruosa creación de mi fantasía.» Pero por la noche volví a imaginarlos en la cama; los veía desde tan cerca, con una nitidez de la que solo es capaz la lente de los celos por la que se mira cuando se está solo por la noche y se piensa en una mujer que no está sola.

Un día me cansé de tanta duda. Sucedió de una forma inesperada. Estaba llamando por teléfono por encargo de un huésped cuando a través del cristal de la cabina la vi entrar en el ascensor. Era por la tarde, todavía hoy recuerdo que eran las siete menos cuarto. Miré el reloj. «Dentro de dos minutos estará en su habitación —pensé—, en tres minutos, a lo sumo. Añado dos más: cinco. Cinco por sesenta, trescientos.» Empecé a contar.

De repente no comprendí por qué no la había llamado hasta entonces. Cierto es que me había prohibido llamarla, pero ahora se trataba de otra cosa, era cuestión de vida o muerte, ella también lo sabía, se lo había escrito en aquel papel. Doscientos cincuenta y dos, doscientos cincuenta y tres, doscientos cincuenta y cuatro… Sí, lo entenderá.

¿Lo entenderá? ¿O será mejor dejarlo y consultarlo con la almohada?

El teléfono sonó, nadie lo cogía. Ya me disponía a colgar cuando contestaron:

—¿Diga? ¿Quién habla?

—Béla —dije muy nervioso.

—¿Quién? —preguntó.

—Béla —repetí, y solo entonces me acordé de que ni siquiera sabía mi nombre real—. András —me corregí rápidamente.

La voz de la mujer experimentó un cambio repentino.

—¿Cómo? —me reprendió gritando—. ¿Me vienes con nombres falsos?

—Es que —tartamudeé—, yo… me…

No pude acabar la frase.

—¿No te había prohibido llamarme? —gritó—. Si vuelves a molestarme, sea por teléfono o de cualquier otra forma, entonces…

—Por favor… haga el favor de…

—…entonces tú tendrás la culpa de las consecuencias. ¿Has entendido?

—Por favor —le rogué—, escúcheme, por favor… yo…

—¿Has entendido? —repitió ruda y amenazante, y luego oí un chasquido.

Se acabó. Se cortó. El aparato estaba mudo y en mi interior se produjo un silencio pavoroso.

¿Se acabó?

Colgué el auricular lentamente, con mucho cuidado. Ahora subo y…

No vas a subir, decía el campesino sereno. Vas al primer conserje y le pides que te deje ir a casa. Por el camino te compras una botella de pálinka. Dormirás. Pondrás punto final a este día. Porque si no, acabarás subiendo y entonces…

Y entonces, ¿qué?

Y entonces, nada. Dormirás. Este día se ha acabado.

Salí de la cabina. Me encontraba a unos veinte pasos del primer conserje, pero esos veinte pasos no los olvidaré. Tenía los sentidos inusualmente afilados y sin embargo parecía estar soñando. Avancé por la mullida alfombra como por una ciénaga en la que uno teme hundirse en cualquier instante.

—¿Qué te pasa? —me preguntó el primer conserje.

—No lo sé.

Me miró extrañado, me pareció que demasiado rato. Hasta que dijo:

—Puedes irte.

Me fui a casa. Por el camino me compré una botella de pálinka.

Pero el día aún no se había acabado.