Desde que me había olvidado de soñar, mi existencia había quedado desprovista de rimas. No tenía sobre qué escribir, no tenía por lo que vivir. Algo se había paralizado en mi interior. Mis pensamientos eran incapaces de abandonar la cama de la señora, lo mejor de mí dormía a pierna suelta y no había nadie que lo despertara. Elemér dejó de buscarme y junto con él desaparecieron —casi por completo— los remordimientos de conciencia. Cuando me surgían, en momentos de miedo y soledad, pensaba en ellos igual que un ciego que recuerda los días en que aún podían dolerle los ojos. A mí ya no me dolían; ya nada me dolía. Estaba ciego.
La conciencia solo se me removía muy de vez en cuando al encontrarme con mi madre y ver cómo se deterioraba. Entonces me planteaba una y otra vez hablar con el Sabueso, pero cuando se presentaba en el bar, el miedo volvía a vencerme y no me atrevía a pedirle nada. Ese hombre me provocaba una repulsa visceral. En la mayoría de las ocasiones me esfumaba para no encontrármelo, pero hacía tiempo que no podía hacerlo, porque me había dado cuenta de que me observaba.
—Últimamente te veo muy ocupado —me dijo un día con un tono irritado—. ¿Adónde vas ahora?
—Tengo cosas que hacer —le contesté desconcertado.
—¿Algo urgente?
—N… no —tartamudeé.
—Entonces ven. Vamos a charlar un poco.
Siempre empezaba del mismo modo. Con un gesto de la mano, como un general llama al soldado raso, me llevaba a un rincón apartado, hacía que me sentara, me ofrecía un cigarrillo y me decía «vamos a charlar un poco». No entendía por qué quería «charlar» precisamente conmigo, pero cuando me miraba con aquellos ojos amarillos que parpadeaban sin cesar siempre me daba la sensación de que él sí lo sabía. Tejía la conversación como una araña flaca y excitada; sentía que su objetivo era atraparme.
Una noche, cuando estaba solo en el bar, entró de improviso. Venía a toda prisa, como siempre, el eco de sus pasos nerviosos y precipitados resonaba en el recinto vacío, la prótesis emitía un extraño chirrido.
—¿Estás solo? —me preguntó en voz baja.
—Sí, señor —le dije desde lo alto de la escalera, porque estaba cambiando unas bombillas de la gran lámpara.
—Baja —musitó, y miró nervioso en dirección a la puerta.
Obedecí.
—¿Dónde está el maître? —inquirió.
—En la cocina —le contesté con creciente inquietud, porque se me acercó tanto que sentía hasta su aliento.
—Pídele permiso para irte —apuntó en un susurro—. Dile que te encuentras mal… —Hizo un ademán nervioso—. Dile lo que quieras.
Del susto se me cayó una bombilla de la mano y se hizo añicos en el suelo con gran estruendo.
—¿Por qué le tengo que decir que…?
—Ya lo sabrás —me interrumpió impaciente—. Ponte la ropa de calle y espérame delante del Vigadó. No les digas nada a los demás. ¿Entendido?
—Sí, señor —asentí preocupado—, pero…
—Nada de peros. Venga, andando.
—El maître no me creerá.
—No te preocupes por eso. El señor comandante está al tanto de todo el asunto.
—¿De qué asunto?
—No preguntes tanto. Dentro de diez minutos quiero verte delante del Vigadó.
Apenas me quedó tiempo para cavilar. El maître no hizo más que ponerme trabas, luego tuve que cambiarme de pies a cabeza y cuando llegué jadeando al Vigadó, el Sabueso ya me esperaba en su coche.
—Sube —me ordenó impaciente.
—Sí, señor.
En cuanto subí, puso en marcha el automóvil. Creía que por fin me aclararía lo que pretendía, pero no abrió la boca. Se inclinó mudo sobre el volante, miraba la calle con cara de pocos amigos y si otro coche se le ponía delante soltaba una ristra de palabrotas sin levantar la voz. Siempre el mismo aspecto furioso, la misma inquietud, incluso cuando negociaba el precio de fracs o calzoncillos. Sus ojos ardían sin cesar, como los de un enfermo febril. Apretaba sus finos y crueles labios con tanta fuerza que las mandíbulas le temblaban. Continuamente daba la sensación de que hervía por dentro, de ser una bomba a punto de estallar en cualquier instante.
Se dirigía a Buda. La carraca cruzó el puente resoplando. Era una noche hermosa. De los montes llegaba una brisa cálida y perfumada, la luna esparcía escamas plateadas sobre la superficie del río. «¿Adónde me llevará?», pensé angustiado. ¿Qué significa todo esto? Tenía la garganta seca, el corazón me palpitaba con fuerza. Ya no aguantaba más el silencio.
—¿Adónde me lleva? —le pregunté.
El Sabueso ni siquiera se tomó la molestia de mirarme.
—A cenar —dijo seca y escuetamente, luego siguió callado.
Aquella respuesta me agitó aún más. A cenar… así que no quiere decirme adónde me lleva. ¿Por qué? ¿Adónde vamos?
El automóvil subía por una cuesta. Íbamos por una zona donde nunca había estado. Ante el coche se ensortijaban callejuelas oscuras y tortuosas mal pavimentadas, el viento ululaba en las curvas. Había pocas farolas y muchos gatos, las casas de planta baja parecían perder pie en la ladera. El coche se dolía por los baches en medio de la oscuridad, los gatos maullaban, el Sabueso blasfemaba. Por allí no pasaban vehículos ni peatones, en las calles reinaban el silencio y la oscuridad, tampoco se veía a ningún policía. Era una zona deshabitada, habían empezado a demoler las viviendas. Entre las casas amarillas y abandonadas aparecían solares negros, el viento zarandeaba aquellas puertas huérfanas de dueño y pasaba silbando por las ventanas con los cristales rotos. Me acordé de las historias de terror y se me pusieron los pelos de punta. Al tomar el coche una curva, un objeto duro me golpeó el pie. Lo palpé, era un destornillador de gran tamaño. «Tal vez lo necesite», pensé atemorizado, y me lo coloqué entre los muslos. Sin embargo parecía una medida de precaución excesiva, al menos de momento.
Nos detuvimos, en efecto, ante un restaurante. Los señores solían denominar pequeñas tabernas a estos restaurantes escondidos y pintorescos de Buda, pese a no ser pequeños ni mucho menos tabernas. Estaban amueblados con cierto gusto campesino, pero cobraban tanto por una cena que un campesino —apretándose el cinturón— podría haberse sustentado con eso durante un mes entero. Era un edificio de planta baja, pintado de blanco, de pequeñas ventanas adornadas con geranios. Aparentaba ser una humilde casa de campo, pero a la entrada se erguía un portero de guantes blancos que abría la portezuela de los automóviles, hablaba en un alemán fluido con un señor prusiano con monóculo que acababa de llegar y saludaba con un sonoro bonsoir a un grupo de franceses. Había una larga cola de coches esperando a la entrada, se notaba un fuerte olor a perfume y del interior salía música cíngara.
Entramos. Por dentro la casa tenía también un ambiente rústico; pero era una rusticidad muy pomposa; debía de haber costado una fortuna amueblarlo de una forma tan pobre. Era una austeridad muy rica, formidablemente rica; me acordé de las casas de mi pueblo y me sentí como si se estuvieran burlando de mí. El maître d’hôtel lucía frac, preparaba una crêpe suzette con enigmáticos movimientos de alquimista, sobre las mesas había champán francés y caviar ruso, de las vigas colgaban mazorcas de maíz y todo tenía un aire rural. Junto a la lumbre, que ardía en una especie de chimenea, un tabernero panzudo y bigotudo en cuyos gruesos dedos brillaban los anillos daba vueltas a un asador. Ponía una cara tan seria y devota como solo puede tenerla quien rinde culto al único dios redentor y está seguro de que sus huéspedes tampoco adoran a otras deidades. Esta sala principal se abría en recintos más pequeños, en cuyos rincones semioscuros se abrazaban parejas de enamorados que susurraban como conspiradores.
Donde más animación había era en el patio. Bajo viejos nogales había mesas decoradas con flores y a su alrededor, en una penumbra sospechosa, cenadores cubiertos de parra virgen. En la mayoría de ellos había parejas, a todas luces no unidas en matrimonio. El primer violín tocaba de manera muy sentida una canción al oído de una mujer, y la orquesta lo acompañaba suavemente desde un podio. Sobre las mesas ardían velas amparadas por pantallas, la luna vertía un líquido plateado sobre los nogales; los extranjeros seguramente regresarían a sus respectivos países describiendo lo feliz y pintoresco que era el país que habían visitado. Cuando el primer violín terminó de tocar, pasó con un platillo por las mesas; a los extranjeros también eso les debía de parecer pintoresco, y por la cara que ponían seguramente no habían reparado en por qué tenían que vivir de las limosnas unas personas que trabajaban en un restaurante tan próspero.
Al Sabueso lo conocía todo el mundo. Los empleados le agasajaron, pero me pareció advertir cierta inquietud tras sus empalagosas sonrisas de lacayo. «Estos también le tienen miedo», pensé.
Conocía a muchos de los comensales. Saludaba a derecha e izquierda, se detuvo en alguna de las mesas. Se tuteaba con los señores, y sin embargo los llamaba por su título.
—¿Cómo te va, señor consejero…? ¿Qué tal estás, ilustrísimo señor…? ¿Cómo andas, señor general…?
No saludaba a todos de la misma forma. Dosificaba su sonrisa con la misma precisión con que el boticario pesa un tóxico. Al señor consejero le correspondía menos que al ilustrísimo señor, pero al señor general incluso más que al ilustrísimo señor. Y de pronto empezó a arder como las velas de las mesas y a rezumar devoción:
—Su seguro servidor, excelencia —dijo derritiéndose, e hizo una solemne reverencia; una sonrisa más amplia solo habría correspondido al jefe de Estado—. Es el ex ministro de Defensa —me susurró, y me di cuenta de que observaba de reojo el efecto que ejercía sobre mí aquella revelación.
«¿Por qué me habrá traído aquí? —me pregunté—. ¿Qué querrá?»
Los camareros brincaban a su alrededor como perros meneando el rabo.
—¿Le agrada esta mesa o prefiere una más alejada de los músicos?
Pero ya se le habían acabado las sonrisas y ni siquiera se molestó en contestarles. Apuntó a un cenador y a él se dirigió como una bala de cañón.
Nos sentamos. Había tres personas haciendo reverencias a nuestro alrededor, el maître, un camarero y el sumiller, pero el Sabueso seguía sin percatarse de su presencia. De repente se olvidó de las prisas. Se repantigó en la silla, sacó el monóculo con aparente desdén, lo frotó lenta y minuciosamente con el pañuelo y acto seguido se lo colocó en el ojo derecho; en vez de ocuparse de la carta empezó a espiar a los comensales. El maître, el camarero y el sumiller esperaba en posición de firmes; yo ni me atrevía a levantar la vista, tan avergonzado me sentía.
De súbito el Sabueso fijó la mirada en una de las mesas y se le torció el gesto. No vi nada extraordinario en el grupo que lo había indignado: eran unas personas elegantes y evidentemente ricas, su aspecto y sus modales en nada los diferenciaban del resto de la concurrencia. El Sabueso, sin embargo, era de otra opinión.
—¿Qué es esto? —le espetó al maître—. ¿Una sinagoga?
Los de la mesa en cuestión hicieron como si no hubieran oído el comentario, pero unos minutos más tarde pagaron y se levantaron.
—¡Por fin! —dijo el Sabueso en voz alta, sin lugar a dudas para que lo oyeran, lanzando luego una risotada sarcástica.
Me puse rojo de indignación. Era como si me hubiera denigrado a mí; como si hubiera vuelto a oír el terrible coro infantil desde detrás de la valla: «Hijo de la tía Rozika, ¿dónde está tu padre?».
Aquellas señoras y caballeros judíos seguramente hubieran prohibido que sus hijos jugaran conmigo, al igual que habían hecho los padres de Sárika, pero ahora me identificaba con ellos. Apreté los puños, de lo sublevado que estaba el corazón me daba martillazos.
Entretanto el Sabueso encargó la comida; sin molestarse en consultarme. Pidió una cena opípara; lo malo era que no la saboreé. Parece que mi estómago se había rebelado contra la cena del «señor doctor», no segregaba los jugos necesarios para digerirla, tenía la boca seca y solo me apetecía tomar cerveza. Bebía con avidez, apuré una jarra enorme casi de un solo trago. El Sabueso enseguida me pidió otra y luego otra más, pero me puse en alerta. En el bar del hotel había observado que casi todos los señores trataban de emborrachar al interlocutor con quien sostenían negociaciones, y sospeché que él también pretendía negociar conmigo.
De momento, no obstante, no daba indicios de ello. Estuvo durante toda la cena mirando a las mujeres, haciendo apartes insolentes, contando anécdotas burdas y groseras.
De pronto dijo:
—Tengo entendido que te va bien con las mujeres.
—¿A mí? —balbucí torpemente, y sentí que me sonrojaba.
—¡Tole! —dijo imitando el acento de los judíos, porque le gustaba ridiculizarlos, y luego me guiñó el ojo—: Te envidio, hijo.
Aquello me hizo pensar que la singular cena tenía que ver con la suite 205, pero pronto supe que no. Fue mucho después cuando comprendí el porqué de aquel comentario.
Al acabar de comer llamó al camarero.
—Muchacho, ¿tienen una buena pálinka de albaricoque?
—Sí, señor —dijo el otro dando un taconazo—. Tenemos una añeja, de veinticinco años, de primerísima calidad. Hecha en Kecskemét con métodos artesanales, se la recomiendo de todo corazón.
—Está bien —asintió.
—¿Sirvo dos? —preguntó el camarero.
—Traiga la botella —dispuso el Sabueso—. Y luego déjenos en paz.
Estaba más claro que el agua que pretendía emborracharme. Me llenaba el vaso una y otra vez, bromeaba, relataba obscenidades, hacía de todo para distraerme. Yo bebía con cautela y solo lo hacía cuando no podía evitarlo, pero pese a todas las precauciones se me estaba nublando la cabeza. Me asusté. ¿Qué sucedería si me emborrachaba? Hice de tripas corazón.
—¿Podría pedir un café, por favor, señor doctor?
—Más tarde —dijo, yo sabía muy bien por qué.
Eso me aclaró la mente por un tiempo. Lo observaba como a un jugador de cartas tramposo, presentía que el juego iba en serio.
—Bueno, hijo —declaró de pronto y acercó su silla—, ¿cómo te sientes entre los señores?
—Pues… bien —musité.
—¿Te gustaría llegar a estar entre ellos?
—¿A quién no?
—Pues entonces aquí se te presenta una oportunidad —afirmó enigmáticamente—. Solo de ti depende si la aprovechas o no. —Me miró con gravedad, se calló, sin duda quería ver el efecto que ejercía sobre mí—. ¿Qué te parece? Podrías llegar muy alto.
—¿A qué se refiere, señor doctor? —pregunté tímidamente.
Se produjo un breve silencio. El Sabueso tardó en contestar. Se quitó el monóculo, lo frotó con el pañuelo y me lanzó una mirada escudriñadora.
—En realidad, ¿qué sabes de mí?
«¡Si te lo dijera!», pensé, y le dije titubeante:
—Pues… que el señor doctor fue un gran héroe en la guerra.
—¿Cómo que en la guerra? —estalló—. ¿Te crees, hijo, que ahora no hay guerra? En el dieciocho solo concluyó un acto, la obra no ha terminado, ni mucho menos. Ahora estamos en el intermedio, eso es todo. El público está tomando algo en la cafetería, pero tras el telón siguen los preparativos. ¿Entiendes lo que te digo?
—Sí, señor.
«Curioso —pensé—, Elemér suele decir lo mismo.»
—Las guerras —explicó— no empiezan cuando suenan los cañones y tampoco terminan cuando estos callan. Lo que ocurre entremedias es lo más importante. Los ensayos, ¿me explico? Es entonces cuando se decide si la pieza será un éxito o un fracaso. Los judíos ya lo saben desde hace tiempo. Cuando en el catorce fuimos a los campos de batalla, ellos ya habían socavado tanto el país en secreto que el colapso solo era cuestión de tiempo. Ahora se preparan para lo mismo. Estos topos rojos trabajan bajo tierra. Confían el trabajo sucio a los tontos goyim[4] mientras ellos viven de fábula con dinero soviético y colman de diamantes a sus amantes. Puedes tutearme. ¡A tu salud!
—A la tuya, señor doctor.
Me ofreció cigarrillos. Fumamos.
—Hubo un tiempo —prosiguió— en que estas cosas no se podían hacer. Después del comunismo también espabilaron los goyim y tuvimos que dejar malparados a los que no lo hicieron. Los viejos obreros no han olvidado la lección, pero los que tienen tu edad entonces ni siquiera iban a la escuela. Los judíos lo tienen muy fácil con los jóvenes de hoy. Las condiciones de vida son malas, la juventud está desesperada y estos mesías judíos kosher prometen un Canaán rojo. Se infiltran en las organizaciones juveniles de obreros y… —Clavó los ojos en mí—. Bueno, de esto tú sabrás más que yo.
—¿Yo? —le miré asustado—. Qué va.
—Vamos, no me engañes —me ladró desconfiado—. No querrás decirme que nunca has oído hablar de la organización obrera juvenil…
—Sí, he oído… pero nada más. Ni siquiera sabía que estaba prohibida.
—Precisamente ahí está el problema, en que no está prohibida —contestó—. A los comunistas los pillan enseguida, pero los otros no confiesan que lo son. Están en el Partido Socialdemócrata y de momento es un partido que funciona con plena libertad, por desgracia. Se esparcen en la masa como agujas en un pajar. ¿Sabes a cuántos obreros jóvenes han embaucado ya?
—No, señor.
—¡A miles! —susurró con indignación—. ¡Decenas de miles! ¡Tal vez centenares de miles! ¿Tú qué opinas de todo esto?
«Ni se te ocurra soltárselo», pensé, y dije:
—Pues que menuda desfachatez.
—Es mucho más que eso —secundó—. Es una hecatombe, una matanza ideológica. ¿Entiendes por qué te he dicho que también ahora estamos en guerra? Toda persona honrada debe luchar contra ellos, ¿no te parece?
—Sí… claro…
Parecía que eso era justamente lo que esperaba el Sabueso. De repente se inclinó hacia mí y me puso la mano en el hombro.
—¿Quieres luchar con nosotros?
—Pues —tartamudeé— yo… no sé…
—¿Cómo que no sabes?
—¿Cómo… cómo podría luchar?
—Te lo explicaré, hijo. —Oteó alrededor para comprobar que nadie lo oía—. Atiende —bisbiseó luego y lanzó una mirada fulgurante como si se hubiera encendido tras sus ojos un fuego en señal de peligro—, si revelas una sola palabra de lo que ahora te diré, aunque sea a tu madre, te romperé la crisma con estas dos manos. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Bueno. Eso no lo olvides nunca. —Sonrió—. Vayamos al grano. —Volvió a mirar alrededor, luego continuó bajando la voz—. Tienes que saber que los líderes socialdemócratas también le tienen miedo a ese movimiento. No son héroes, temen por su vida. La mayoría, creo yo, con gusto delataría a los comunistas, pero tampoco saben quiénes son. Los comunistas trabajan con mucha astucia, ni la policía ha logrado dar con ellos. Ahora yo he asumido esta tarea. Bueno. —Me miró—. ¿Quieres ayudarme?
—Sí… pero…
—No hay peros que valgan.
—Yo… no soy nada… solo un botones… un mozo…
—Precisamente por eso puedes ayudarme. Yo no puedo meterme entre ellos, pero tú sí. ¿Me entiendes?
—Sí, señor.
—Entonces, ¿trato hecho? Estréchame la mano.
Su mano tenía textura de sapo, estaba fría y húmeda. Me estremecí. «¿Qué pasará ahora? —La pregunta repicaba en mi cabeza—. ¿Cómo voy a salir de este atolladero?»
El Sabueso me dio unas palmaditas en el hombro.
—Espero que te sientas orgulloso por haber sido elegido para esta misión.
¿Qué podía hacer? Me vi obligado a asentir.
—Ya puedes estarlo —me aseguró—. Es una gran cosa, muy grande. Si trabajas bien se te abrirán todas las puertas. Podrás llegar muy alto. —Levantó la copa—. A tu salud. Viva la patria.
—Viva.
Si ahora le pidiera aplazar los pagos, se me ocurrió, seguro que accedería. Sin embargo, en ese instante se dirigió a mí.
—Dime —preguntó—, ¿cómo reclutan a los jóvenes?
—No lo sé, señor doctor.
—¿Cómo que no lo sabes? A ti también te habrán querido reclutar, ¿no?
—Nunca.
El Sabueso frunció el entrecejo.
—¿Y cómo es eso? Vives en Újpest, en una finca de proletarios, y sé —le cambió la voz—, sé muy bien —repitió incisivamente— que también hay agitación dentro del hotel. Tienes que conocerlos. Son tus amigos.
«Elemér —pensé asustado—. Hay que avisar a Elemér.» Le dije rápido:
—No tengo amigos, señor.
—¿Cómo que no?
—No los tengo.
—¿Tampoco los tuviste?
—Los tuve, pero…
—Pero no quieres delatarlos, ¿verdad? —me interrumpió, y emitió una breve risotada—, vamos, ¿por qué me miras con esa cara de susto? Haces muy bien. No se delata a los amigos. Yo no te pido eso. Somos caballeros, ¿no es así? A tu salud.
—A su salud, señor doctor.
Ya tenía la cabeza aturdida y el estómago revuelto.
—Enciende un pitillo —me animó, y me extendió la pitillera—. Te explico de qué se trata. Eres un muchacho listo, me vas a entender enseguida. Estoy buscando al que lleva la voz cantante, pero para poder localizarlo necesito saber quiénes son los miembros del grupo. A estos, evidentemente, no voy a hacerles nada. Son simplemente muchachos desorientados. A mí me interesa la caza mayor. Donde hay porquería, hay que buscar al judío. A los chicos no les pasará nada en absoluto. ¿Me entiendes?
—Sí, señor.
—Entonces ve dictándome los nombres —soltó tan tranquilamente, y sacó una agenda.
—¿Qué nombres?
—¡La madre que te parió! —Se sulfuró—. No te hagas el idiota, porque tan listo no eres. Sabes muy bien de quién estoy hablando. Díctame los nombres de los comunistas.
—No conozco a comunistas.
—¿Ah, no? —preguntó con una risa siniestra—. No bromees, muchacho, que te voy a quitar las ganas de hacerte el gracioso.
—Hablo en serio.
El Sabueso se echó a reír.
—Claro, ya entiendo —dijo de repente más amistoso—. ¿Temes que los muchachos se enteren? Por eso no tienes que preocuparte. Es bien sencillo: un día detendremos a los judíos y con eso el asunto estará solucionado. Tus compañeros ni se enterarán de que los han espiado. Espero que no dudes de mi palabra.
—No, señor.
—Entonces a ver esos nombres.
—No conozco a ningún comunista.
El Sabueso arrojó la agenda sobre la mesa. Estaba rojo como un tomate.
—Dime, chico, ¿estás buscando un empleo nuevo?
—Pues no. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque te quiero advertir de que si pierdes este trabajo, nunca más encontrarás otro en este país. ¿O es que no has oído hablar de la lista negra?
—Sí, claro que sí.
—Entonces, recapacita y habla.
El susto me hizo recobrar la sensatez.
—Señor doctor —le dije al fin con firmeza y decisión—, yo tengo mucha necesidad del dinero que gano, pero no conozco a ningún comunista. En mi vida he conocido a ninguno. Otra cosa no puedo decirle.
Se hizo un largo silencio. El Sabueso volvió a quitarse el monóculo y a frotarlo con el pañuelo. Entretanto no dejó de mirarme fijamente.
—Escúchame —dijo al cabo con una tranquilidad que no auguraba nada bueno—. No sé qué sabes y qué no. No puedo ver qué tienes dentro de la cabeza, pero te juro que te la rompo si me mientes. —Sacó la cartera y extrajo una tarjeta—. Aquí tienes mi dirección y mi número de teléfono. Si no sabes lo que me interesa, entonces te recomiendo que lo averigües. Y hazlo pronto porque si no habrá problemas. Graves problemas. ¿Me explico?
—Sí, señor.
—Y ahora, vámonos. Camarero —gritó—, la cuenta.
Creí que por fin me dejaría, pero no.
—Sube —dijo a la puerta del restaurante.
Volvió a Pest y me asusté al ver que se dirigía hacia los suburbios. No entendía lo que significaba aquello, porque no me imaginaba que viviera en una zona pobre.
—¿Adónde vamos?
—Te llevo a casa —gruñó, sin mirarme a la cara—. Los tranvías ya no circulan.
—¿Cómo sabe usted dónde vivo?
—¿Que cómo lo sé? —Se volvió hacia mí y en sus labios se dibujó una sonrisa torva y maliciosa—. Sé mucho más sobre ti de lo que te imaginas. Bueno será que no lo olvides.
Volvió a inclinarse sobre el volante y no dijo nada más.
Detuvo el coche ante la chatarrería.
—Baja aquí —ordenó—. No conviene que los proletarios vean que te he traído a casa.
—Sí, señor. Buenas noches.
—Espero que sea buena —dijo con sorna, y arrancó.
Mi madre ya dormía cuando llegué a casa, pero Manci aún estaba despierta.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—¿Qué me iba a pasar? —rezongué—. Nada.
—Traes mala cara. —Tras negar con la cabeza me preguntó en voz baja—: ¿La gonorrea se te ha pasado?
—No.
—Qué pena —se rio—. Me vendría bien un somnífero.
Pero sin él también cayó redonda. Unos minutos más tarde ya roncaba.
Me desnudé, me tumbé en el suelo y mi mirada se perdió en la oscuridad. «Me van a echar —pensé—, me van a echar justo ahora, cuando mi madre también tiene problemas. Ni trabajo, ni casa, ni nada. Moriremos de hambre en medio de la calle, si es que el Sabueso no me retuerce antes el pescuezo.» Veía la situación con mucha claridad. Era una lucidez extraña, aturdida, como un enfermo anestesiado debe de ver la operación a la que se va a someter. Me invadió un profundo sopor, un vacío tremendo y pavoroso.
—Es lo que me merezco —gruñí, y al oír mi propia voz me estremecí como cuando le leen la sentencia a un condenado.
Me acordé de Elemér. Él sí, él es todo un hombre, pero ¿yo? ¿He hecho alguna cosa buena o hermosa en la vida? No. Solo me han tirado de un lugar a otro, como un trapo y me lo merezco porque no valgo más que un trapo. El mundo no perderá nada conmigo. Mañana avisaré a Elemér, y luego… que pase lo que tenga que pasar.
Caí, mareado, en un sueño confuso, pero a las cinco de la madrugada ya estaba otra vez despierto. ¿Qué dirá Elemér?, fue mi primera pregunta y sentí un escalofrío. Se enterará de que he violado el boicot y… Estuve a punto de echarme a llorar. Me fulminó una idea terrible. Elemér me preguntará: «¿Y por qué te eligió el Sabueso precisamente a ti?». ¿Qué le puedo contestar? Acabará pensando que… Carajo. Faltaría más. Ya tengo bastantes problemas. ¿Por qué tengo que hablar con Elemér? En realidad, ¿de qué le quiero advertir? ¿Acaso el Sabueso dijo algo sobre él? No. Tampoco insinuó nada. ¿Qué quiero entonces? El Sabueso solo va a la caza de comunistas. Elemér es socialdemócrata. ¿No es lo que dice siempre? Pues ya está. Así que, ¿para qué revolver la mierda? Sería ridículo.
Pero ya no fui capaz de dormirme. Me levanté para sacar un cigarrillo del bolsillo de la chaqueta; en medio de la oscuridad tropecé con una silla y Manci se despertó.
—¿Qué pasa? —murmuró—. ¿No puedes dormir?
—No. ¿Puedes darme un poco de pálinka?
—Ahí la tienes, junto al aguamanil —dijo—. Pero no uses mi vaso.
—De acuerdo —gruñí—. Ya te la pegará otro.
Bebí hasta emborracharme por completo y entonces me dije muy valiente: «Ya veremos qué pasa, de peores he salido». Pero desde ese día no pude dormirme sin la pálinka de rigor.
Me aficioné a la bebida.