De alguna forma ese primero de mes nos libramos, la verdad es que no sé cómo. Sospechaba que mi madre volvía a hacer la colada gratis a los «conocidos» del portero, pero no sabía nada a ciencia cierta. Mi madre no mencionó el asunto y yo no pregunté. Seguíamos callando.
No le daba dinero a mi madre, pero cada día llevaba comida a casa. La compraba en elegantes tiendas del centro, pero antes de llevarla a casa la envolvía en papel de periódico para que pensara que era parte de lo que me daban en el hotel, como al principio. Pero tampoco de eso hablamos. De madrugada, al llegar a casa, dejaba el paquete sobre la mesa sin decir nada, luego entraba en la habitación y me acostaba. Al despertarme, la comida ya no estaba en la mesa de la cocina. Solo eso me indicaba que mi madre se la había comido. Al llegar a casa, mi madre ya dormía o al menos fingía que lo hacía, y al levantarme ya había salido.
Parece que mis preguntas aún nos habían distanciado más: huía de mí, en el sentido literal. Por la tarde, al oír que me despertaba, salía subrepticiamente del apartamento para ir a casa de Mári. Solo estaba en casa cuando Árpád no salía, y entonces era Mári quien venía.
—No quiero estar con ese sinvergüenza —decía, porque en aquella época hablaba así de su marido, del que antaño había estado tan enamorada.
Con la desaparición de mi padre también su vida se había derrumbado. Hasta entonces se las arreglaban de una manera u otra. Mi «viejo» no era capaz de pasar junto a Mári sin deslizarle en la mano uno o dos pengos y sospecho que a veces le daba sumas más cuantiosas. Pero eso se acabó precisamente en el momento menos apropiado. La empresa de limpieza donde trabajaba Mári había quebrado, igual que había pasado con otras muchas empresas que se sustentaban en la clase media. La regia Hungría de Horthy, que ya había chupado toda la sangre de los obreros y de los campesinos, ahora —no teniendo otra alternativa— se mordía su propia cola: exprimía a la clase media, ya de por sí debilitada. Había ingenieros que conducían taxis, abogados que vivían del estraperlo y funcionarios que iban de casa en casa vendiendo aspiradoras, incluso había ilustrísimas señoras que tras enviudar cayeron tan bajo que llegaron al extremo de tener que abrir una tienda.
Pero estos eran casos excepcionales. Los demás preferían dedicarse a sisar el dinero de la empresa donde trabajaban u optaban por el suicidio, para evitar tal humillación. Los señores de clase media despreciaban todo trabajo que no fuera de oficina. Si se daba el caso de que una ilustrísima señora abría un estanco, los periódicos se referían al hecho con gran asombro en artículos de una columna, y los señoritos que los leían negaban con la cabeza horrorizados por lo mal que andaba el mundo.
No renunciaban a sus prejuicios engreídos, ni cuando las deudas y la miseria moral les llegaban hasta el cuello. En sus casas el búho de la necesidad ululaba en cada rincón, pero fuera seguían con su ostentoso modo de vida. «Uno tiene obligaciones sociales —decían—. No se puede renunciar al rango.» Pero al zapatero muerto de hambre no le pagaban y si al desgraciado se le ocurría quejarse enseguida lo tachaban de comunista y lo amenazaban.
La mitad de la clientela del bar del hotel seguía siendo de clase media, a pesar de que era de los bares más caros de la ciudad. Cierto que se mostraban muy recatados a la hora de consumir y siempre que podían se olvidaban de la propina, no obstante, nosotros hubiéramos podido vivir holgadamente una semana entera con lo que ellos gastaban una noche de sábado. La procedencia del dinero para permitirse estos lujos solo se revelaba en los juicios o tras el suicidio de algún caballero ampliamente respetado. Porque entonces la epidemia del suicidio ya se había propagado por los barrios señoriales; la clase media recurría a pastillas como el Veronal o el Luminal, lo que sin duda resultaba más agradable que la lejía, aunque al fin y al cabo el resultado fuese el mismo.
Ahora ya he aprendido que, como todo en la vida, también el mal es relativo; pero entonces siempre me daba la risa cuando se hablaba de la miseria de la clase media. Lo que ellos consideraban miseria, en Újpest era un lujo inalcanzable incluso en los mejores tiempos. En los periódicos se leía a diario que tal o cual matrimonio de la clase media «se había quitado la vida por lo desesperado de su situación económica», y sus cuerpos inertes —y esta frase se repetía como el estribillo de una canción— «habían sido encontrados en el dormitorio por la criada». ¡Pero si podían permitirse el lujo de tener criada!, me decía, y no entendía nada de nada.
En esas ocasiones pensaba en la familia del tío Mátyás. Dormían siete en una sola habitación, porque tenían que alquilar la cocina, que hacía las veces de dormitorio, a un tipo que les pagaba cuatro pengos al mes, los cuales constituían el único ingreso fijo de la familia. Comían —si podían— lo que los niños lograban robar, porque el tío Mátyás no sabía de esas cosas; de hecho solo sabía trabajar, pero no encontraba empleo pese a ser un hombre grandote, fuerte como un buey y de buen corazón, como el oso de los cuentos infantiles. Cuando llegué a Budapest, aún era de las personas que más ganaban en la casa; vivían suntuosamente en un piso —cocina y una habitación— que daba a la calle, en la primera planta.
El tío Mátyás era tornero, un obrero experto y fiable. No bebía, no jugaba a las cartas, no era mujeriego, los sábados por la tarde llevaba a casa todo lo que había ganado durante la semana y los domingos por la mañana nunca faltaba a misa. Pero año y medio atrás habían hecho ajustes de plantilla en la fábrica donde trabajaba, y en ese año y medio el cabello negro azabache del tío Mátyás encaneció. No encontraba trabajo, su esposa tampoco, y sus hijos aún estaban en edad escolar. Del primer piso se trasladaron al sótano y ya no solo iba a misa los domingos, sino que también tenía tiempo para hacerlo los días laborables. Pero las autoridades celestiales no estaban por la labor de escuchar sus oraciones diarias. Seguían sin proporcionarle trabajo al padre de familia, no caía maná por la ventana del sótano y —al contrario de lo que sucede con los lirios del campo— la divina providencia tampoco se ocupaba de sus vestimentas. El tío Mátyás sabía que su joven esposa se acostaba con el portero por el alquiler; al parecer, la mujer siempre se lo advertía de antemano, porque en aquellas ocasiones el tío Mátyás salía de casa, y la mayoría de las veces se llevaba a sus cinco hijos a la iglesia. En la finca todos sabían lo que sucedía en aquel piso durante la misa; los niños, siguiendo su costumbre, espiaban al portero y comprobaban con el despertador «cuánto tardaba». Al final los hijos del tío Mátyás le tenían tanto miedo a los comentarios de los otros niños que no se atrevían a asomarse, vivían escondidos en el sótano, como ratas perseguidas. ¿Cómo se sentiría el tío Mátyás?
«Esa gente lo tiene fácil», decía la clase media al referirse a «las capas sociales más bajas», y lo decían mucho. «Tampoco tienen tantas necesidades.»
Así pensaban sobre «las capas más bajas» y así las trataban. Los jueces, la mayoría de extracción social media, se mostraban despiadados con los pobres. No perdonaban ni a los niños que robaban pan por hambre. «Hay que escarmentarlos» era su principio. Tales ideas eran las que los ilustres jueces escogían de la montaña de basura que era el sistema judicial húngaro.
No obstante, los señores se olvidaban rápidamente de su honra si en su propia casa faltaba el pan. Entonces esgrimían el argumento de que su sueldo era escaso. Y claro, era cierto, pero aun así era mucho más alto que el de las clases bajas; tres o cuatro familias proletarias podrían vivir perfectamente con uno solo de esos sueldos.
La «clase media señorial», que en nombre de la moral cristiana trataba a los pobres con tan poca piedad, se pervirtió con mayor rapidez que «las capas sociales más bajas» tan denostadas en cuanto también se vio en problemas. Los periódicos estaban llenos de noticias sobre abusos, fraudes y desfalcos, y eso que, tratándose de señores, los periódicos preferían ocultar tales asuntos mientras fuera posible. Por aquella época, en Hungría casi todo el mundo estaba en venta; si no se podía comprar a alguien con dinero, entonces era con un buen cargo, un puesto en una junta directiva, un título, un rango o con promesas políticas. Ante tales ofertas, ya nadie se comportaba como un caballero.
Cerca del hotel había un local muy elegante cuya propietaria, atendiendo las demandas de los nuevos tiempos, se había especializado en la compraventa de mujeres. Solo mercadeaba con damas de alta cuna. De las otras no se ocupaba, a no ser que fueran actrices, y de renombre; en cualquier caso, las actrices eran otra historia. Nosotros, los botones, teníamos relaciones comerciales —por decirlo de alguna manera— con ella. Si un extranjero rico, con discreción, se mostraba interesado, lo mandábamos al distinguido local, de donde salía, por lo general, sumamente satisfecho. Me acuerdo de que, en una ocasión, un caballero inglés dijo chasqueando la lengua:
—It’s unique!
Sin duda lo era. Las formas se mantenían de un modo impecable; una parte de los clientes ni siquiera estaba al tanto de lo que se cocía en el local. Fanny, la propietaria, a la que todo el mundo llamaba por su nombre de pila, conducía de vez en cuando a una dama que llegaba con retraso a la mesa de un caballero que la aguardaba, tal como era costumbre hacer con las señoras que no habían podido acudir con puntualidad a la cita. Eso y nada más. ¿Qué había de reprochable en ello? Los modales eran exquisitos y reservados, las parejas conversaban sobre teatro y literatura, intercambiaban informaciones sobre la vida de sociedad, se tomaban unos cócteles y luego se iban.
En el local nunca sucedía nada extraordinario. Fanny velaba celosamente por la reputación de su negocio, no toleraba ningún tipo de exceso. Además, tampoco tenía género almacenado, solo trabajaba por encargo, como los sastres de renombre. La clientela consistía sobre todo de aristócratas, banqueros, políticos y magnates, que al saborear un cóctel le preguntaban si tal o cual señorita ya estaba disponible. Lo preguntaban así, si ya estaba disponible, porque siendo hombres de gran experiencia sabían que la moral era como la fruta: había que darle tiempo. Entonces Fanny hacía sus pesquisas. Conocía a fondo los frutales de la ciudad, tenía excelentes contactos. Las damas más distinguidas acudían en automóvil, como los bomberos, y luego, por la noche y ya en casa, no tenían reparos en tildar a la criada de ramera si volvía después de las diez en su día libre, porque seguían teniendo criadas y seguían sin considerarlas seres humanos.
Sí, seguía habiendo criadas y perros en las casas, y el perro vivía mejor. La criada no podía comer de lo que ella misma preparaba para los señores, se le daba comida de criada, y mejor será no hablar de cómo era. En la mayoría de las casas tenía que levantarse a las seis de la madrugada, y si había invitados hasta las seis de la mañana del día siguiente, entonces debía estar al pie del cañón hasta esa hora. No tenía día de descanso, solo podía salir los domingos por la tarde, y se le exigía que volviera antes de que cerraran el portal. Tenía que besarle las manos al ama, y al amo también en otros sitios. Los hijos más creciditos la visitaban por las noches, lo que en la mayoría de las casas se toleraba tácitamente, y en los tiempos más difíciles incluso se llegaba a exigir que sirviera a la familia en ese aspecto. A sus superiores les gustaba llamarlas enemigas a sueldo y aún después de veinte años de servicio estaban convencidos de que si la doméstica no había robado era por no haber tenido la oportunidad. Los armarios se cerraban con llave, incluida la alacena, y si surgía cualquier sospecha, se la cacheaba, porque en virtud de la ley sobre criadas —incluso había una ley expresa para ellas— tenían derecho a hacerlo. Por si fuera poco, muchas veces no le pagaban el sueldo, y si la muchacha se atrevía a abrir la boca venía la bronca, la llamaban bestia y comunista, y si con ello no bastaba le pegaban. La clase media, que tan orgullosa se sentía de su moral cristiana, lo consideraba un trato normal; es más, estaba sólidamente convencida de que era la criada la que debía estarles agradecida.
Seguían considerando a los campesinos y obreros como animales domésticos creados por Dios para su servicio. Pensaban en los días del comunismo como en la época previa a la doma de un potrillo y ni se les pasaba por la cabeza preguntarse si había sido casualidad o no que la revolución comunista triunfara precisamente en su país. Seguían sin ocuparse de los problemas de los pobres y seguían sin aprender de sus propios errores. Era un tiempo en que el gran capital ya los había desplumado por completo, y aun así lo seguían apoyando políticamente, además de votar solo a quienes destacaran por desollar al pueblo con más fiabilidad. Siempre habían sido abiertamente reaccionarios, y ahora que veían agravarse su situación, optaron por desplazarse aún más a la derecha. Esperaban que la salvación llegara de la mano de una variante húngara y señorial del fascismo; recelaron de Hitler por algún tiempo, pero solo debido a que su partido incluía la denominación de Arbeiterpartei, o sea, Partido Obrero. Más adelante, cuando se fundó el Partido Nazi húngaro, eliminaron la palabreja, ya que —según decían— algún límite había que trazar. Los tiempos pueden cambiar, pero la ley de Dios es eterna: el obrero sigue siendo un perro bajo Hitler, pero los señores mantienen su condición de señores incluso en el infierno.
El cajista y su esposa no eran señores. Formaban parte de aquellas capas sociales más bajas que no tenían necesidades pero curiosamente necesitaban comer. Todas las mañanas se iban a la ciudad en bicicleta y peregrinaban de una agencia de empleo a otra, pero su situación no mejoraba: tan solo les sirvió para desgastar los neumáticos. Llegó el día en que ya no los pudieron arreglar y, como no tenían dinero para comprarse unos nuevos y tampoco soportaban el hambre, se vieron obligados a venderla. Se comieron el precio de la bicicleta en cuestión de días y ahí se quedaron: hambrientos, sin dinero para el tranvía y a tres horas del centro de Budapest. Si con el estómago vacío tampoco es que se pase muy bien sentado en casa, mucho peor es caminar seis horas al día para ir a la ciudad y volver. El cajista se iba andando cada día, ya que las autoridades del cielo también habían dado alma a los cajistas, y esta, al parecer, era incapaz de resignarse a que fueran los señores en vez del Señor los que pusieran punto final a su vida terrenal. El alma se empeñaba en vivir, en perpetuarse en pequeños Árpáds, pero los dioses, lamentablemente, lo habían encerrado en un cuerpo humano que no soportaba caminar seis horas al día con el estómago vacío. Al parecer, para ello hacía falta tener a un progenitor como Miguelindo y no a un minero de Salgótarján que le había dejado en herencia la tisis como si de un título de conde se tratara.
Una mañana Árpád no pudo levantarse de la cama. Mári vendió los pocos muebles que les quedaban pero solo le alcanzó para alimentar a su marido durante una semana. Entonces tuvo que vender la cama y claro, donde no hay cama, no puede haber enfermo postrado en ella: Árpád se levantó y se vistió, pero no volvió a ir a la ciudad. Hasta entonces había ido en vano, pero al menos por la noche podía decirle a su esposa:
—Tal vez mañana.
Ahora ni eso. Se pasaba el día callado, sentado junto a la ventana donde tiempo atrás habían colocado el cochecito del niño, contemplando a los transeúntes con la mirada perdida de los ciegos.
La primera vez que escupió sangre, Mári fue corriendo a contárselo entre lloros a mi madre. Debía de tener terribles remordimientos de conciencia, pues oí a través de la puerta cómo se culpaba. Estuvo dos semanas enteras sin comer nada, todo se lo daba a su marido enfermo. Mári era buena persona, pero los dioses, lamentablemente, también habían encerrado su alma en un cuerpo humano, que reacciona de manera sorprendente si no prueba bocado en dos semanas. La tercera semana le dijo a Árpád que era un cochino holgazán, y luego se echó a llorar, reconoció su error y le pidió perdón, pero al cabo de unos días le estaba diciendo cosas aún peores. Como no podía acusarse a sí misma de su desgracia ni, siendo una católica devota, tampoco podía culpar a la Santísima Trinidad, no le quedaba otra salida que cargar las tintas sobre el pobre Árpád, porque el ser humano siempre necesita un chivo expiatorio.
Me acuerdo de una de sus discusiones. Un día en que libré fui a visitar a Árpád y lo que vi me chocó tanto que me quedé mudo durante minutos. En realidad no fue Árpád quien me descolocó, ya que a él lo veía todos los días sentado junto a la ventana, sino la habitación, que hacía meses que no pisaba. Estaba completamente vacía. Solo había dos maletas y una caja de madera tosca que hacía las veces de mesa. En las paredes solo se veían manchas claras, señal de que allí había habido cuadros, muebles y vida. Se veía dónde habían estado el espejo de marco dorado, las camas, el armario, el sofá. Aquellos claros en las paredes destacaban como lápidas en una cripta desolada.
Mári se percató de mi conmoción y echó a llorar.
—Si al menos tuviéramos un hijo —sollozó—. Si al menos tuviéramos un hijo.
—Sí —dijo Árpád—. Ahora podría morirse de hambre igual que nosotros.
Yo era del mismo parecer, pero Mári no. Lo fulminó con la mirada.
—Entonces sabría al menos por qué paso hambre —gritó, y en sus ojos ardió un odio irracional.
Árpád no respondió. ¿Qué podía contestarle? Parpadeaba pálido tras sus gruesas lentes que aumentaban pavorosamente sus ojos enrojecidos. Empezó a toser, se tapó la boca con el pañuelo y antes de guardarlo en el bolsillo le echó una breve mirada. Nadie dijo nada, en la habitación pesaba el silencio.
Mári volvió a llorar. Entonces Árpád se le acercó torpemente, le acarició la cabeza con timidez y, como si contestara a las disculpas reprimidas por su esposa, dijo en voz baja:
—Es que tienes hambre. Eso es todo.
No, no resultaba fácil odiar a Árpád, pero, como dicen los campesinos, Dios pone el conejo, pero también el matorral, y al final surgieron motivos para el odio. Árpád empezó a salir de noche. Primero salía muy de vez en cuando, luego cada vez con mayor frecuencia, y finalmente cada noche. Entonces ya no se dirigían la palabra, a lo sumo se insultaban. Cuando Mári le preguntaba entre taco y taco dónde había estado por la noche, Árpád se limitaba a contestarle:
—Tenía cosas que hacer.
—Y no dice nada más —se quejaba Mári a mi madre—. Se queda ahí, junto a la ventana, y no vuelve a abrir la boca.
En el edificio, donde todos sabían lo que hacían los demás, las misteriosas andanzas nocturnas de Árpád se convirtieron en tema de conversación. Hasta entonces había sido un hombre de conducta impecable, el ejemplo a seguir, las esposas infelices lo consideraban el marido modélico. De Mári se habían distanciado hacía tiempo porque se había vuelto una mujer malhablada, había partido peras con la mitad del edificio, pero a Árpád lo seguían queriendo, se compadecían de él y no entendían qué culpa tenía. ¿Bebía? No, nunca le habían visto volver borracho y además sabían que no le gustaba la bebida. ¿Jugaba a las cartas? Qué va. ¿De dónde iba a sacar dinero para jugar? ¿Tenía una amante? Eso parecía lo más viable, pero nadie se lo quería creer. ¿Árpád y las mujeres? No, qué va. Nadie se lo podía imaginar. Pero ¿dónde iría entonces todas las noches?
—Tal vez trabaje —dije una vez en un grupo que se había congregado para chismorrear un poco, porque quería evitar que hablaran mal de él.
—Su mujer lo sabría —respondió Rózsi, y no encontré argumentos para refutarla.
Entonces un carretero tuerto se sacó la pipa de la boca y dijo:
—Tal vez sea un trabajo que…
De pronto se calló. El carretero era una buena persona, no quería comprometer a Árpád; me di cuenta de que se arrepentía de haber empezado a hablar. Pero Rózsi, dispuesta a vender el alma por un buen chisme, se lanzó sobre el comentario como un ave de rapiña.
—Bien puede ser —dijo con entusiasmo—. Al fin y al cabo es cajista.
Y nos miró como diciendo: ya me entendéis.
—¡Imposible! —opuse con rabia, pero debo admitir que la sospecha también había echado sus raíces en mi alma.
«Algo de dinero sí que deben de tener —pensé—, porque aunque pasen hambre van pagando el alquiler.» Pero pronto me enteré de que Árpád no se dedicaba a imprimir fotografías prohibidas o dinero falso, y que en general no hacía nada para llegar a fin de mes.
Una tarde, a eso de las seis, me despertó el ruido de la puerta abriéndose, y acto seguido oí la voz de Mári en la cocina.
—Ya sé qué hace ese sinvergüenza.
—Chitón —le advirtió mi madre—, que Béla sigue durmiendo.
Mári bajó la voz, pero lo que contó dejó a mi madre tan nerviosa que fue ella quien se olvidó de moderar el volumen.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó casi en un grito.
Mári se quedó un rato callada y luego salió con un:
—Lo he oído.
Mi madre ya no preguntó a quién se lo había oído; en nuestra casa no se hacían interrogatorios. Si alguien quería contar algo, nada se lo impedía, y si no quería, ¿para qué preguntárselo? Agucé el oído.
—¿Qué te parece? —volví a oír la voz de Mári.
—No me lo creo —dijo mi madre.
—¿Cómo que no? —protestó Mári.
—Pues no, no me lo creo —repitió mi madre—. Árpád siempre ha sido socialdemócrata.
—Lo era. —Mári enfatizó la forma del pasado—. Ahora los critica. Dice que han vendido al proletariado a Horthy.
—Pero eso lo dicen también otros —contestó mi madre—. Los hombres dicen muchas cosas si les sobra tiempo. ¿Qué significa eso? Nada. No son más que chismes, tonterías que cuentan las viejas. ¿Cómo que hace trabajo clandestino?
—Que es camionista. Que se ha metido a camionista.
—En Hungría no hay partido camionista.
—Por eso precisamente están en la clandestinidad.
—Entonces, ¿cómo pudieron verle?
—Lo vieron y punto.
—Habrán visto que trabaja para el partido; seguro que el rumor ha surgido de ahí. Lo que ocurre es que colabora con el Partido Socialdemócrata, siempre lo ha hecho. Antes pasaba mucho tiempo en la asociación, seguro que ahora también va allí.
—¿Toda la noche?
—Antes, cuando había reunión, volvía después de que cerraran abajo. Ahora no tiene dinero para pagarle al portero, ¿cómo va venir a casa? Seguro que duerme en el portal.
—¡Y un diablo que duerme! —gruñó Mári—. Se ha juntado con los rojos. Me lo dijo uno que lo sabe seguro.
—Pues qué bien —refunfuñó mi madre—. Yo también sé unas cuantas cosas. Sé por ejemplo que Árpád siempre había sido una persona decente, ¿cómo iba a ser camionista?
—Ahora ya no es una persona decente.
—No hables mal de él —la reprendió mi madre—. Es pecado hablar así del hombre tan bueno que te dio el Señor. Antes no parabas de alabarlo y ahora no haces más que echar pestes de él. ¿Por qué? Tú duermes con la misma persona que antes. Árpád no ha cambiado, eres tú quien ha cambiado.
—¿Solo yo? —estalló Mári—. Yo soy la única culpable, ¿verdad? ¿Que yo echo pestes y hago caso a los chismes de las viejas? ¿No te creerás que todo me lo he sacado de la manga? Por si lo quieres saber, me lo ha dicho el portero.
—¿El portero…?
Mi madre pronunció la palabra con extraño énfasis. De pronto se hizo un silencio en la cocina.
—¿Cómo lo puede saber ese maldito alemán? —le espetó mi madre al cabo de un tiempo.
—Lo sabe —aseguró Mári—. Se entera de todo. Si sucede algo en Újpest, la pasma le pregunta a él. Tuvo el gesto de decírmelo cuando la pasma le hubiera pagado por la información. Es absurdo que le insultes, él me quiere bien.
—¡Claro! —dijo mi madre con retintín—. Quiere bien a cualquiera que lleve faldas y le dé lo que él pide. Pobres desgraciadas. —La voz de mi madre cambió súbitamente—. Dime, Mári, ¿es verdad que has ido al cine con él?
—¿Yo? —estalló—. ¿Quién te lo ha dicho?
—Lo dicen por ahí.
—¿Tú también me vienes con eso? —La voz de Mári se cortó, oí que lloraba—. ¿Solo porque una vez me fui al cine con él?
Mi madre no contestó. Mári dijo entre sollozos:
—¡Malditos sean todos los judíos!
Al parecer mi madre entendía tan poco como yo la relación entre los judíos, el portero y el cine.
—¿Qué tienes contra ellos? —preguntó.
—Tienen la culpa de todo —sollozó Mári—. Ellos son los que llenan de pájaros la cabeza de los pobres parados. Fíjate en lo que hacen con ellos: los convierten en delincuentes o camionistas. Y a los muy asquerosos les pagan por ello desde Rusia. ¡Que se vayan al cuerno! —gritó y siguió echando pestes de los judíos.
El poder del portero aumentaba a la par que la miseria de los inquilinos. En la periferia seguía habiendo escasez de vivienda, la gente vivía hacinada en horribles casas de vecindad y, si quedaba algún apartamento libre, desde luego no se lo alquilaban a los parados. Estos se quedaban sin más en la calle cuando los desalojaban y tenían que buscarse la vida. Los mayores se dedicaban a mendigar, los más jóvenes, a hurtar, y a todos les llegaba el momento en que el hambre les obligaba a caer aún más bajo. A cambio de una cena, chicas de catorce años de edad se iban al Mauthner y chicos de dieciséis agredían al primer transeúnte bien vestido que encontraban. El gobierno pensaba de los desempleados lo que piensa la gente del campo de los lobos hambrientos que en el frío invierno rondan alrededor de los pueblos. El subsidio del paro brillaba por su ausencia, el número de policías no hacía más que incrementarían y advertían a la población que evitara a los mendigos. Finalmente nadie se atrevía abrirles la puerta, se les tenía miedo, los echaban de todos los sitios. Se convirtieron en los leprosos de la ciudad, a los que todos rehuían horrorizados. Su siguiente morada era la cárcel, el burdel, el hospital o el cementerio, y los que querían llegar al hoyo saltándose las estaciones intermedias recurrían a la lejía cuando recibían la comunicación de desahucio.
Del portero dependía la entrega de dicha notificación, y los inquilinos lo sabían. Le tenían un miedo mortal y, para poder seguir en su miserable apartamento, que mal que bien mantenía unida a la familia, renunciaban incluso a los últimos restos de dignidad humana. Sospecho que por aquel entonces el tío Mátyás no era ya el único que se marchaba de casa cuando el portero se disponía a negociar el alquiler, y sé —al igual que lo sabía todo el mundo— que mi madre no era la única persona que le hacía trabajos gratis.
Él no obligaba a nadie. Dios le librase. Se limitaba a pedir favores de amigo. Al relojero que estaba sin trabajo le decía:
—Jóska, como no tiene nada mejor que hacer, podría arreglarme este reloj. Es de un conocido mío que anda mal de dinero, se trata de un favor de amigo.
Evidentemente, nadie se atrevía a negar estos «pequeños favores de amigo». El viejo relojero le arreglaba el reloj, el mecánico le arreglaba la radio, el hojalatero le arreglaba la tina, el tapicero le tapizaba el sofá, y el carpintero le hacía cunas o ataúdes, según lo que hiciera falta. El portero tenía infinidad de amigos y conocidos; al final, la mitad del vecindario trabajaba para él. Sabían, cómo no, que el portero se quedaba con las ganancias, pero también sabían que había notificaciones de desahucio y nadie en su sano juicio habría declinado un «pequeño favor de amigo».
Solo el tío Gábor se atrevió a decirle que no, pero tampoco andaba muy bien de la cabeza. La miseria creciente acabó volviendo loco al singular profeta de los féretros alegres. Siempre había sido un chiflado, según decían en casa, pero antes apenas se le notaba mientras no hablara de sus féretros. Cierto es que sus desatinos antisemitas y militaristas también eran bastante locos, pero no llamaban la atención de nadie, pues en realidad no resultaban más descabelladas que los editoriales de los periódicos de la derecha, que supuestamente escribían personas en pleno poder de sus facultades mentales. Además, a todos les complacía su manía por el orden. Admiraban las escrupulosas simetrías con que se rodeaba y ni se les ocurría pensar que se tratase de una manifestación de delirio. Estaban encantados con su casa, la más ordenada de todas las casas habidas y por haber. Siempre la estaba limpiando, siempre la estaba reparando. En cuanto descubría un arañazo en un mueble, iba en busca del cepillo, se ponía nervioso si encontraba una motita de polvo y regañaba a sus inquilinas si movían las sillas de aquellos cuatro círculos con los colores nacionales que indicaban la posición de las mismas sobre el suelo. Cuidaba con gran esmero de su aspecto, he visto pocos ancianos más limpios, ordenados y atractivos que él.
—Está un poco tocado del ala —decían los vecinos del edificio, pero en el fondo lo tomaban en serio, y solo descubrieron que estaba loco cuando su manía por el orden pasó al extremo opuesto.
Un día anunció que se jubilaba y a partir de entonces dejó de lavarse. Tampoco siguió limpiando la casa, que fue invadida por arañas, chinches y cucarachas. Él también iba mugriento y andrajoso. Dejó de afeitarse, su barba blanca de profeta le llegó al pecho, el pelo le cubrió los hombros y los bigotes llenos de baba le taparon los labios. Su mirada se perdió, empezó a babear como los bebés. Encerró su ataúd en una enorme caja negra, «no sea que la competencia lo copie», y con ello puso punto final a su actividad creadora. Nunca más cogió el cepillo ni el martillo. Se pasaba el día sentado ante la puerta de su piso, sin hacer nada, observando la puerta del edificio como a la espera de alguien. Las pocas veces que bajaba a dar un paseo por el patio les dejaba dicho a los vecinos dónde estaría, y preguntaba varias veces desde abajo si no le había ido a ver nadie. Siempre caminaba junto al muro, lenta y cautelosamente, casi pegado a él, y ponía muchísimo cuidado en pisar siempre uno de cada tres adoquines. Si se equivocaba, retrocedía en el acto y, para regocijo de los niños, volvía a ejecutar la operación.
Sári, Böske y Borcsa seguían viviendo en su casa, y le pagaban lo suficiente para cubrir el alquiler. Dejó de ocuparse de lo demás. Áron, el sabatario, le suministraba la comida; aparecía dos veces al día en su piso y le llevaba algo para comer. No es que ganara un sueldo fabuloso, solo cobraba diez pengos al mes como vigilante nocturno, pero a su amigo le parecía lo más natural del mundo que lo alimentara. Ni siquiera se mostraba agradecido, todo lo contrario. Trataba al sabatario como a un criado, lo regañaba, sentía envidia por lo que él comía, le quitaba su parte. Comía muchísimo. Tragaba la comida con ansia, sin masticarla, el rostro se le ponía morado al tragar, su frente sudaba. Fue el único inquilino que ganó peso. Engordó de una forma extraña, parecía una esponja llena de agua: se había hinchado y, sin embargo, estaba flácido. No hablaba con nadie, apenas le decía algo a Áron y si el portero pasaba a su lado, le gritaba:
—Debería saludarme porque soy mayor que usted, maldito alemán.
Creo que el portero no lo echó porque tampoco se atrevía a meterse con el sabatario. Una persona que se enfrenta a una gran empresa y logra obstaculizar la demolición de un edificio podía ser capaz de muchas otras cosas. Ese debía de ser su razonamiento. Además, el comportamiento del tío Gábor no mermaba su prestigio; más bien demostraba que solo se atrevía a llevarle la contraria un loco.
No, el portero no era tonto. Se enriquecía a ojos vistas y cuanto más se enriquecía, tanto más tacaño se volvía. Se resistía a comprarle leche a su esposa, y eso que por entonces aquella tísica ya se estaba muriendo. Comía bien poco, pero al portero hasta eso le parecía demasiado; sin duda alguna temía que la leche le diera fuerzas. Antes había esperado la muerte de su esposa como el premio de la lotería, pero ahora que el final parecía inminente se impacientaba como los viajeros en el último tramo del camino.
Una vez que no estaba en casa, su mujer se puso mala y uno de los inquilinos llamó al médico. Este le dijo que tenía que alimentarse mejor, que todos los días se tomara al menos un litro de leche y le prescribió una larga lista de medicamentos. El portero pagó al galeno a regañadientes, pero no accedió a comprar los medicamentos. El asunto desembocó en una terrible riña que congregó a la mitad de los vecinos.
—Si no muero es porque no quiero —chillaba la mujer—. Te sobreviviré, asqueroso alemán.
—No sobrevivirás ni a los piojos que tienes en la cabeza —respondió amablemente el portero, que a partir de ese día renunció al café con leche para que su esposa no pudiera beber leche.
Sin embargo, ella lograba engañarlo. Tampoco era un ángel, llevaba años robándole dinero a su marido. Tenía quinientos pengos o más, si no me equivoco; los encontramos escondidos en el colchón después de su muerte. Con este dinero empezó a alimentarse. Cuando su marido salía de casa, se arrastraba hasta la puerta de entrada y le pedía a alguna vecina que pasaba por allí que le hiciera la compra. Mári fue la primera a quien cogió confianza. Mári cumplía sus encargos, pero el único problema era que a la hora de saldar las cuentas siempre le restaba el precio de dos litros de leche en vez de uno.
—¿Dónde está el segundo litro? —preguntaba entonces la portera.
—En el estómago del pequeño Mózes —respondía Mári, y miraba fijamente a los ojos de la mujer.
El pequeño en cuestión era, en lo que a su ocupación se refiere, un niño de pecho. Tendría entonces unos tres o cuatro meses y, pese a pertenecer a las «capas sociales más bajas», insistía en alimentarse con leche. Era el hijo del cerrajero, de aquel cerrajero joven que según la leyenda había jugado a las cartas con el vigilante del aserradero mientras su esposa se llevaba a casa toda la madera necesaria para que el tío Gábor les hiciera el mobiliario. De no ser tan precavidos sus padres, el pequeño Mózes hubiera nacido en el suelo en vez de la cama, porque la familia no había prosperado. El suntuoso nombre de Mózes lo había heredado de su padre, que se llamaba Mózes y que a su vez también lo había heredado del suyo, porque eran Székely[3] de Transilvania, donde era muy común. No obstante, al pequeño Mózes de poco le sirvió el nombre bíblico. Pese al nombre, su padre, el Mózes grande, no estaba dotado para hacer manar agua de las rocas, lo que de todas formas al pequeño de poco le hubiera servido. Lo que él quería era leche y le daban ataques de ira si no se la daban. No podía alimentarse con la leche de su madre, cuyos pechos se habían secado de tanto pasar hambre, y la leche de vaca costaba dinero; claro, si la cerrajera no comía era precisamente por no tener dinero. En una ocasión el pequeño Mózes pasó nada menos que veinticuatro horas chillando sin parar y su madre estuvo a punto de estrangularlo. Si no lo hizo fue por pura casualidad. Su marido había salido corriendo de casa porque no podía soportar más los chillidos de su hijo, pero en la calle de pronto se acordó de que se había dejado la llave en casa y volvió a por ella. Gracias a eso, el pequeño Mózes pudo seguir pasando hambre.
Por muy raro que suene, la cerrajera era una madraza, se desvivía por su hijo. Lo malo era que el niño chillaba día y noche, y la madre era consciente de que no era cerveza lo que exigía con tanta insistencia. Quien no puede dar de comer a su hijo es capaz de muchas cosas, de casi todo. El que no se lo crea que haga la prueba.
El caso del pequeño Mózes enterneció sobremanera a las mujeres del edificio, sobre todo a las más jóvenes. Hacía mucho tiempo que no había nacido ningún niño en la casa y había muchas mujeres que llevaban años deseando tener hijos. Era una desgracia quedarse embarazada, y a quien a pesar de todo le sucedía iba a toda prisa a ver a la tía Máli, que vivía en la primera planta; la tía Máli mataba niños a crédito. Sabían muy bien que no se lo podían permitir y parece que ello confería una belleza adicional a la maternidad. La tía Máli les vaciaba el útero, pero parecía como si sus almas siguieran encinta. El instinto, imposible de abortar, las hinchaba y les dolía, como los senos de una mujer cuya leche el bebé no mama. Necesitaban sentirse madres, y el único bebé de la casa era el pequeño Mózes. En él convergían todo el amor y toda la ternura que la naturaleza habría proporcionado a sus vecinos nonatos. Si su madre lo sacaba a la galería a tomar el aire, las jóvenes salían de sus oscuras viviendas como el oso cuando siente el aliento de la primavera. Se congregaban alrededor de la vieja caja de jabón —que en casa del cerrajero hacía de cuna—, y parecían esperar algo. La cerrajera, al parecer, sabía qué pensaban, porque de vez en cuando le decía a alguna:
—¿Por qué no lo mece? ¿Es que no se da cuenta con qué ojos la está mirando? ¿A qué espera?
¡Qué cambios operaban en ellas esas palabras! Sus rostros demacrados se llenaban de belleza, sus rasgos duros se alisaban, sus miradas se volvían dulces y cálidas como la leche materna.
Duérmete niño,
tu madre te mece,
cencerrea el corderito
de camino al pesebre.
Les cambiaba hasta la voz. Piaban como pajaritos, y con sus ávidos picos picoteaban las migajas de la dura maternidad de la cerrajera. Si tenían leche, preferían reservarla para el pequeño Mózes. Era solo leche desnatada, pero ellas le llevaban aquel aguachirle grisáceo como si fuera agua bendita. Caminaban por el pasillo presumidas, para que todos los vecinos vieran que el pequeño Mózes se tomaría la leche que ellas llevaban. Se arrodillaban ante la caja de jabón y miraban cómo el bebé se bebía resoplando la leche aguada; parecía que estuvieran ante un altar.
La portera no tenía pensamientos tan tiernos. Era tacaña, igual que su marido, solo pensaba en su propia panza. Echaba pestes del pequeño Mózes, lo maldecía, pero eso al niño no le hacía el menor efecto, ni siquiera le causaba diarrea. Se tragaba la leche con ganas y Mári se reía de las protestas de la mujer con cara de rábano.
—Si no le gusta —decía con sorna—, preséntele las quejas a su marido.
La portera no la delató, pero al día siguiente probó suerte con Rózsi. No le dio mejor resultado. Rózsi también le restó el precio de dos litros de leche en vez de uno y, cuando la portera le preguntó dónde estaba el segundo litro, contestó lo mismo que Mári:
—En el estómago del pequeño Mózes.
Así sobrevivió el pequeño Mózes y así malvivían los vecinos de la casa. Lo maravilloso era que estos parias miserables, que vivían como animales, que a veces no tenían ni para comprarse pan, la mayoría de las veces se las ingeniaban de alguna forma para pagar el alquiler. En ocasiones acumulaban deudas durante meses, pero —si entretanto no los habían echado— al final conseguían reunir el dinero. ¿De dónde? ¿Cómo? No tengo ni idea. Lo único que sé es que cada vez más a menudo me despertaban unos golpes en la puerta y un niño advirtiéndole a mi madre:
—Oiga, que viene el ¡Eh!
Sabían que aquello no iba con mi madre, o al menos que hasta entonces había quedado al margen, pero por si las moscas también llamaban a su puerta. ¿Quién sabe? Con los tiempos que corren…
En el edificio no vivían rateros ni ladrones profesionales. Los vecinos eran obreros, casi todos personas honradas, lo que sucede es que hasta el más honesto se harta de la honra al ver a sus hijos pasar hambre durante meses. El llanto de los niños es más potente que la voz de la conciencia: tan fuerte que instiga a huir, y se huye donde se puede. Si hacía falta hurtar, lo hacían con humildad y escasa maestría. Eran ladrones poco hábiles, pero no era eso lo único que les planteaba dificultades. Los aficionados de mala gana a tales actividades solo salían a robar de noche, pero como el portal se cerraba a las diez y no se abría hasta las cinco, el portero se enteraba de quién salía y quién entraba a aquellas horas, y de todo ello daba parte a la policía. Si sucedía algo por los alrededores, la policía se lanzaba primero sobre esas personas, lo que hacía bastante arriesgadas las excursiones nocturnas.
Fue así como se puso de moda la ventana del sótano. En la casa vivía una anciana a la que todo el mundo llamaba tía Samu porque el nombre de su marido era tío Samu. Era una mujer muy pícara. Se inclinaba sobre el bastón como si buscara el último clavo de su ataúd, pero en realidad lo que le interesaba era la felicidad terrenal y no paraba de idear argucias. En invierno asaba castañas ante la estación de Nyugati, en verano vendía fruta con un carrito de dos ruedas y, entretanto, siempre inventaba nuevos negocios de los que la gente de la casa solo hablaba en susurros. Un día le pidió a Árpád que le escribiera una carta a la Caja de Ahorros y por eso supimos que tenía ahorrados doscientos pengos. Aun así mandaba a mendigar a su marido ciego y solo se atrevía a guisar de noche, cuando ya todos dormían, porque temía que los vecinos la reprendieran por su riqueza.
Vivía en el sótano, y a través de su ventana resultaba fácil salir a la calle, por lo que un día le confió este detalle a los interesados. A partir de entonces, si alguien quería salir del edificio por la noche, llamaba a la puerta de la tía Samu y al día siguiente la pasma ya podía romperse la cabeza. Ella era una mujer muy creyente, pero no sacrificaba sus horas de sueño por amor al prójimo: cobraba el cincuenta por ciento, o sea que a la vuelta había que entregarle la mitad de lo robado. Los de la casa sí sabían quién salía y entraba a través de la ventana de la tía Samu, pero no había policía que pudiera sonsacárselo. Los vecinos reñían entre ellos, pero cerraban filas en cuanto había que enfrentarse al mundo de los señores. La empresa de la tía Samu crecía y florecía, y con el paso del tiempo apenas hubo vecinos que no figuraran entre sus clientes.
Sí, Mári estaba en lo cierto, al final todos terminaban siendo o delincuentes o camionistas, y en Hungría ambos tenían prácticamente el mismo destino. Unos y otros terminaban dando con sus huesos en la cárcel, con la única diferencia de que al ladrón solo lo apresaban si robaba, mientras que a los camionistas también los metían en prisión si no lo eran. Si a alguien, estando borracho, se le ocurría cantar «La Internacional», lo procesaban inmediatamente por realizar actividades subversivas y hubo muchos inocentes que acabaron entre rejas porque algún malintencionado les acusó de ser comunistas. Aunque también hubo personas en nuestro edificio que sacaron provecho de lo del camionismo. Fue, por ejemplo, el caso del tío Mátyás.
Una noche, los cinco hijos del tío Mátyás se fueron a robar carbón. Un muchacho de la vecindad les había dicho que a medianoche llevarían carbón a la planta metalúrgica, lo que era bastante disparatado, pero los chiquillos se lo creyeron. No pudieron resistir la tentación, ya que la tía Samu daba medio kilo de pan a cambio de un cubo de carbón, y ellos llevaban el día entero sin probar bocado. Además, era invierno, hacía un frío que pelaba, y también tenían ganas de calentarse un poco junto a la estufa. Lo malo es que para robar carbón primero había que encontrarlo, y no aparecía por ninguna parte. Hambrientos, con los miembros entumecidos y completamente desalentados esperaron hasta las dos de la madrugada y luego volvieron a casa. Pero entonces sucedió algo prodigioso.
La puerta de la panadería de la esquina estaba abierta y no había nadie dentro. El viento abría y cerraba la puerta, y desde el oscuro interior les llegaba el olor del pan recién sacado del horno. Serían las dos y media, los chiquillos ya estaban aturdidos por el hambre y el cansancio. Quizá fue por eso, o por la educación piadosa que les había dado el tío Mátyás, por lo que Andris, el menor de los hermanos, declararía entre lágrimas ante el tribunal de menores que pensaban que había ocurrido un milagro. Sin embargo, lo que realmente había sucedido era bastante más prosaico. El panadero había ido a la taberna y se le había olvidado echar la llave. La panadería daba al patio, pero también se podía llegar a la calle a través del establecimiento y el panadero había salido por allí para ahorrarse el dinero que debía pagarle al portero.
Los chiquillos no lo sabían. Era una noche blanca de Adviento, como las de los cuentos de Navidad. Nevaba, por la calle no pasaba nadie, la puerta de la panadería estaba abierta de par en par y dentro el pan recién horneado soltaba un aroma irresistible. Los chiquillos entraron y cada uno agarró un pan de dos kilos; se disponían a salir a toda prisa cuando se abrió la puerta y entró el panadero, que les quitó el pan y les dio a cambio una sonora bofetada a cada uno. Luego los encerró en el almacén donde guardaba la harina y volvió a la taberna a llamar a la policía.
El almacén se encontraba junto a los hornos donde se cocía el pan. A los niños hacía dos días que nadie les había dado absolutamente nada, con la salvedad de la bofetada del panadero y en ese estado un niño es capaz de muchas cosas, de casi todo. Yo no estuve allí, no sé cómo sucedió, pero el caso es que cuando el panadero volvió con el policía los hijos del muy devoto tío Mátyás estaban cantando «La Internacional» a voz en cuello:
¡Arriba, parias de la Tierra!
¡En pie, famélica legión…!
Lo primero que hizo el policía fue propinarle un bofetón a cada uno, luego agarró a los dos mayores por el cuello y a los menores les mandó que avanzaran delante de ellos. Los niños se pusieron en marcha muy obedientes y sin crear problemas. Hasta la tercera esquina. Allí, durante el día, se hacían obras en la calzada y los adoquines estaban amontonados junto a la acera. Los tres hermanos menores agarraron un adoquín con cada mano y antes de que el policía pudiera reaccionar, un trozo de piedra cuadrada le dio en la frente. Del susto soltó a los dos mayores y los cinco pusieron pies en polvorosa. Corrieron como alma que lleva el diablo y llegaron a casa, pero ello no les sirvió de nada. El panadero los conocía, porque mientras habían podido pagar habían comprado el pan en su tienda, así que aquella misma noche apresaron a los chiquillos. Los metieron en el reformatorio de Aszód por «comportamiento comunista» y por «agredir a la autoridad», pese a que su edad —sumando la de todos— no llegaba a la del juez que los había condenado.
Para un burgués hubiera sido una enorme vergüenza; sin embargo, el tío Mátyás iba y venía por la casa como si le hubiera tocado la lotería.
—¿No les pegan? —le preguntó en una ocasión mi madre, porque todo el mundo sabía que en Aszód se maltrataba a los niños.
—Sí, les pegan —contestó el tío Mátyás—, pero también les dan de comer.
—Eso sí que es una suerte —reconoció mi madre—. ¿Están satisfechos los chiquillos?
—¡Qué va! —gruñó el tío Mátyás—. Estos críos aún no saben lo que es bueno. El otro día lograron mandarme a hurtadillas una carta tan llena de quejas que me da pena hasta leerla.
—¿Por las palizas?
—También —dijo el tío Mátyás—, pero eso solo lo mencionan de paso. Lo que echan en falta es la libertad.
—Claro —asintió mi madre—. Al fin y al cabo la libertad es lo más importante.
El tío Mátyás se sacó la pipa de la boca y lanzó un escupitajo.
—Libertad —gruñó entre dientes—. Lo primero que tiene que hacer uno es comer. Todo lo demás viene a continuación.
Aquel edificio hambriento se agazapaba en los confines de la ciudad como un perro apaleado. Servía al portero con el rabo entre las patas y se cuadraba ante los señores. No se le oía, no soltaba palabra, no delataba a nadie. Solo rechinaba los dientes en la oscuridad de los miserables apartamentos; fuera, en las galerías, reinaba el silencio y el orden. La casa callaba; callaba tanto que a veces incluso se me ponía la piel de gallina.
Tengo un terrible recuerdo de aquella época. Una noche, poco antes de las elecciones, el portero habló a los inquilinos. Era un discurso electoral, violentamente patriótico y nacionalista, porque pese a ser de origen alemán el portero fue salvajemente húngaro hasta que Hitler le recordó que era alemán. Su salvaje nacionalismo húngaro consistía en hacer proselitismo a cambio de una suma razonable. Demostró, sin dejar un resquicio de duda, que los socialdemócratas eran judíos; los judíos, comunistas; y los comunistas, asesinos. Como consecuencia de ello, todo cristiano honrado y húngaro debía votar por el candidato del partido en el gobierno, un gran patriota húngaro con apellido alemán de quien hasta los niños sabían que era un gran desollador de obreros.
Nadie lo hubiera dicho, a tenor del aspecto de los inquilinos. La multitud congregada en el patio se asemejaba más a un conjunto escultórico mudo. Callaban y escuchaban con rostro inescrutable. Seguramente pensarían en nimiedades, como por ejemplo la manera de conseguir medio kilo de pan. En cambio, el portero hablaba de cosas grandiosas. En su discurso se refería a los horrores del dominio rojo, a los sangrientos ladrones judíos que habían encarcelado a los mejores hijos de la nación, entre ellos al candidato del gobierno. Aquel ilustre varón había pasado tres semanas sufriendo en la cárcel de los rojos y solo le habían dado de comer pan.
Algunos entonces esbozaron una sonrisa. Lo hicieron con cuidado, escondiéndose tras los que se encontraban delante de ellos; el portero no se percató de nada. Concluyó la arenga y volvió a su vivienda satisfecho con el resultado.
—¡Pobres ricos! —suspiró entonces Mózes, el cerrajero, y aquella fue la primera y la última vez que vi al edificio entero reírse.
Empezó con precaución. Apenas les salía sonido alguno por la garganta, reprimían aquel impulso que les hacía cosquillas. Pero en las escaleras una mujer ya no pudo más y rompió a reír. Nadie consiguió contenerse. La risa creció como un torrente, en las plantas superiores se desbordó de su lecho y la estridencia inundó las galerías. La casa no manifestaba su opinión, se limitaba a reírse, sin poder remediarlo. Los de extrema izquierda se habían ido para no tener que tomar parte en el encuentro, de manera que no eran ellos quienes reían y eso precisamente era lo más alarmante de aquella risa. No se trataba de una risa política, ni de una risa irónica. Surgía de las profundidades y llegaba hasta las mismísimas profundidades. Era una risa que daba miedo.
—¡Pobres ricos! —volvió a susurrar alguien, y la casa, que ya estaba a punto de apaciguarse, volvió a estallar en carcajadas.
Eran incapaces de parar. La risa, que se había iniciado con tanta precaución, degeneró a la media hora en una histeria colectiva. Nunca he visto nada parecido y nunca he oído nada similar. A la casa le dio un ataque de risa, en el sentido literal de la palabra. La gente se tambaleaba, chillaba, se golpeaba los muslos, extendía las manos hacia el prójimo, todos, enrojecidos y sudorosos como si les acechara un derrame cerebral. Los rostros se contorsionaron, adquirieron una expresión animal, en los cuellos se hincharon las arterias, se enrojecieron los ojos.
Esa risa me produjo escalofríos. Me acordé de las antiguas clases de historia, cuando estudiábamos la Revolución francesa y el señor maestro hablaba de los actos violentos cometidos por gentuza. Entonces no sentí más que desprecio por «la chusma francesa», pero ahora me imaginaba esas caras conocidas coronadas con gorros jacobinos y pensé: ¿cómo serían las casas de aquella gente? ¿Les podían dar leche a sus hijos? Y me pregunté si el tío Mátyás, el devoto tío Mátyás, también sería capaz de cometer tales atrocidades. ¿Y Árpád, el reservado Árpád? ¿Y Mózes, ese padre tan tierno? Y los demás padres y madres, ¿serían capaces de matar, de robar y de prenderle fuego al mundo? Miraba aquellas caras conocidas como si las viera por primera vez, y de repente supe con toda certeza que sí serían capaces.