Un buen día mi padre desapareció.
Fue un día fuera de lo común, desconcertante desde el inicio; me acuerdo de que iba camino de casa canturreando. Venía de estar con la excelentísima señora, la luna del sábado aún trasnochaba sobre el Danubio, pero más allá de la cima de las montañas se había encendido la hoguera del alba y el domingo navegaba sobre nubes rosadas por encima de la ciudad. Las calles, como siempre a esa hora, estaban tomadas por los enamorados. En el crepúsculo añil se mecían sombras abrazadas, como arrastradas por el viento, un viento extraño, de otro mundo. De los parques brotaban nerviosas risas de mujer, por las calzadas desiertas pasaban automóviles sigilosos con las cortinas corridas, bajo los soportales se bamboleaban parejas fundidas en un beso y bajo el amanecer rosa todo parecía pura poesía.
En nuestro portal también había una pareja besándose. Los venía observando desde lejos, al cruzar los solares abandonados, y de repente me di cuenta de que eran mi madre y mi padre. Los dos estaban algo achispados, pero de una forma tan tierna, tan pícara, que tras los primeros instantes de desconcierto se me contagió su felicidad. Aguardaban al portero, porque evidentemente el portal estaba aún cerrado con llave y aquel no era amigo de andarse con prisas. Mi padre daba golpecitos en la puerta y los acompañaba cantando:
Abre, muñeca, la puerta de tu casa.
Mi madre, que no quería aguar la fiesta, lo secundaba cantando:
No la abro, que se enteran los vecinos.
Entonces mi «viejo» dejaba ir su hermosa y sonora voz de barítono:
Si se enteran que se enteren.
Ya sabe el mundo entero
que te amo, que te quiero,
y que nunca te olvidaré.
El viento del amanecer brincaba por los descampados, levantaba la basura, la removía en el aire, y bajo aquellas nubes rojas hasta la basura parecía hermosa, el mundo era tan joven que todo le quedaba bien.
—¿Por qué será —reflexionó mi padre— que uno no puede evitar ponerse a cantar en una mañana como esta? Me acuerdo de que cuando era marinero siempre estaba de pésimo humor cuando me tocaba la guardia de noche, pero al despuntar el alba, quién sabe por qué, siempre me entraban ganas de cantar.
Entretanto, cada cierto tiempo tocaba el timbre con travesura, sin olvidarse de la serenata:
Abre, muñeca, la puerta de tu casa.
Por fin apareció el portero arrastrando los pies. Sus zapatillas gastadas resonaban soñolientas en las baldosas agrietadas, de debajo de la chaqueta que se había echado sobre los hombros asomaban la camisa de dormir y los largos calzones. Mi padre le tiró, generoso, una moneda de un pengo.
—¡Viva la Vida! ¡No moriremos nunca! —gritó muy convencido, y dio una palmada amistosa en las posaderas del portero medio dormido.
Ya en el piso, descorchó una botella de vino tinto, nos sentamos alrededor de la mesa y nos pusimos a cantar mientras bebíamos. Su alegría crecía copa a copa, pero yo —no sabría decir por qué—, cada vez me ponía más triste. Me sentía tan viejo al lado de mis padres y la juventud me parecía tan insoportable… Me hubiera gustado despojarme de ella como hacen con la ropa en llamas los que huyen de un incendio, pero yo sabía que me había encerrado con llave y que no tenía forma de escapar. «Moriré entre las llamas», pensé, y seguí bebiendo.
Mis «viejos» estaban tan ocupados el uno con el otro que no se percataron de mi decaimiento. Mi padre canturreaba ahora:
En el bosque donde entré,
un pajarillo me encontré
y un nido construía
y mi amor por ti crecía…
—¿Sabes cuándo aprendí esta canción? —preguntó, y enseguida contestó suspirando con nostalgia—: Pues… cuando vi por vez primera a tu madre.
—Eso ya lo has contado unas cuantas veces —murmuró mi madre, avergonzada, pero aun así miraba a mi padre dejando entrever que no le importaba oírlo de nuevo.
Mi padre se echó a reír.
—Mírala —dijo en tono jocoso—. Con lo vieja que es seguro que no te puedes figurar que un día fue joven y bella. Pues sí, lo era, muy bella por cierto. Lo creas o no, no me costó nada enamorarme de ella.
—Tú no te enamoraste —contestó mi madre con el valor que le infundía el vino, porque siempre se envalentonaba cuando bebía un poco—. En verdad tú no me querías.
—¿Acaso tú sí me querías?
—Yo he preguntado primero. Responde tú.
—¿Qué te voy a contestar? —Mi padre le daba vueltas a la copa de vino, vi que su cabeza estaba en otra parte—. Por entonces las mujeres solo me dejaban atontado. Aún no sabía nada del amor.
—¿Y ahora sí?
—¡Ojalá no la hubiera conocido nunca!
—¿Por qué?
—Porque cuando te agarras a una sola falda significa que te has hecho viejo.
Mi madre soltó una risa irónica.
—¿Quién se agarra a una sola falda?
—Este de aquí —dijo mi padre golpeándose el pecho—. ¡Maldita sea!
—¡Menudo donjuán estás hecho! —dijo mi madre, pero no pudo reprimir una sonrisa ni ocultar el deseo, que asomaba con la obstinación de los enseres que, media hora antes de la salida del tren, se resisten a dejarse embutir en una maleta llena.
—Y tú, ¿por qué estás tan callado? —preguntó mi padre—. ¿No tendrás mal de amores?
—¿Yo? ¡Qué va!
—Menos mal —condescendió—. Porque eso no me gustaría nada. Hay que disfrutar de la vida. Anda, acércame la billetera —dijo señalando con brillo en los ojos la chaqueta que había tirado sobre la cama al llegar a casa—. ¿Cuánto dinero hay?
—Treinta pengos.
—Gástatelos —dijo—, que ya no volverás a ser joven.
—¿Estás loco? —le reprendió mi madre, con el rostro serio—. Vaya cosas le enseñas al niño.
—Ya no es ningún crío. Acabo de hacer cálculos y resulta que tiene la misma edad que tú cuando te conocí.
Mi madre puso cara de no creérselo. Se notaba que estaba calculando mentalmente.
—Pues es verdad —dijo en voz baja, y se le nublaron los ojos—. Qué extraño, Dios mío. Yo entonces tenía a mis amos por unos viejos, aunque no eran mayores que nosotros ahora.
—¿Qué más da? —Se rio mi padre—. El que no quiera hacerse viejo, que se cuelgue de una viga. Andando, ancianita mía, a dormir. —Y pellizcó a mi madre en el costado—. Más vale no ponerse triste. Nos hemos ajado, es cierto, la piel se desgasta, sea del hombre o de la bota. Pero los que han traído al mundo a un mozo como este, no se han desgastado en vano, te lo digo yo, que me lo ha dicho el mismísimo san Pedro.
Estaba tan jovial, tan tranquilo y tan seguro de sí mismo como si de veras hubiera despachado con el portero del cielo.
—Buenas noches —dijo sonriendo, tomó a mi madre por la cintura, como siempre, y antes de salir de la habitación me guiñó el ojo.
Esto ocurrió de madrugada, sobre las cinco. A las siete de la tarde se fue de casa y no volvió.
Nunca supe por qué. Mi madre no habló de ello y yo no le pregunté. Callamos como callan los campesinos.
Más tarde reviví en numerosas ocasiones aquella última madrugada. ¿Sabía él que no volvería? ¿Acaso sucedió algo entre las cinco de la madrugada y las siete de la tarde? ¿Qué pudo pasar? ¿Qué ocurrió en la cocina mientras yo dormía en la habitación? Puede que mi padre no supiera nada al irse de casa y que más tarde todo se precipitase. Pero ¿qué fue? ¿Otro asunto de faldas? ¿O…?
Hasta ahí llegaba. No me atrevía a seguir hilvanando pensamientos. «¡Qué más me da!», me conformaba. «Es asunto suyo. ¿Qué pinto yo en todo esto?» Ellos tampoco se rompían los cuernos pensando en mí. Trataba de ahuyentar la idea, pero volvía con insistencia al igual que los fantasmas en los cuentos de miedo de las viejas, y me tenía siempre en vilo. Me temblaban las manos al abrir los periódicos; buscaba en ellos el nombre de mi padre. Solo entonces me percaté de que desde el momento en que lo conocí lo creí capaz de cualquier cosa, desde lo más horrible hasta lo más sublime; pero está claro que no era lo más sublime lo que me llenaba de preocupación. Pensaba en sus negocios turbios y enigmáticos, en la enorme cantidad de dinero que se le escurría entre los dedos y… no, no me atrevía a ir más lejos. Me daban escalofríos. ¿Por eso estaba tan callada mi madre? ¿O ella tampoco sabía nada de nada?
Me di cuenta de que me rehuía. De madrugada, cuando llegaba a casa, siempre se hacía la dormida, pero más tarde, al acostarme, a menudo la oía llorar en la cocina. Cuando me despertaba por la tarde, la mayoría de las veces no estaba en casa, y de lo contrario se las ingeniaba para estar acompañada. Cuchicheaba con Mári en la cocina, como tramando algo, y al abrirse la puerta callaban desconcertadas.
Fueron unos días agobiantes. Las palabras no pronunciadas parecían haberse escondido en cada recoveco del piso y cuando no podía conciliar el sueño echaban a volar como murciélagos en medio de la oscuridad.
Una tarde sucedió algo extraño. A las seis y media me despertaron unos golpes en la puerta de la cocina. Llevarían un buen rato aporreando la puerta, daban unos golpes que hacían vibrar los cristales de la ventana. Me puse los pantalones a toda prisa y fui a abrir.
Entró un desconocido hecho una furia. Era un armario de hombre: una cicatriz le decoraba el cabezón calvo y una incipiente barba pelirroja le cubría el rostro tosco y huesudo. Cerró la puerta de una patada y con sus diminutos ojos de cerdo me miró de arriba abajo; en vez de saludarme, me chilló:
—¿Por qué no abrías?
—Estaba durmiendo —contesté desconcertado.
—¿Eres hijo de Miguelindo?
—Sí.
—¿Tú madre no está?
—No.
Me apartó y entró en la habitación sin abrir la boca. Se detuvo, echó un vistazo al cuarto y dijo bajando la voz:
—He traído una carta de tu padre.
—¿Sí? —inquirí presa de los nervios.
El hombre sacó una carta.
—Entrégasela a tu madre —dijo, y sin más giró sobre sus talones y desapareció sin despedirse.
Solo entonces me sobrepuse a la sorpresa. Abrí la puerta de entrada a toda prisa y le grité:
—¿Qué le digo? ¿Quién es usted?
El hombre se volvió, pero no me contestó. Desapareció rápidamente por las escaleras sin decir nada.
Miré el sobre arrugado con el corazón en un puño. «Ahora me enteraré de todo», pensé, y eché la llave a la puerta. Entré en la habitación y con sumo cuidado abrí el sobre sin romperlo. La carta consistía en cinco o seis líneas nerviosas, garabateadas con precipitación, se notaba que las habían escrito a toda prisa, las letras saltaban inquietas por los renglones torcidos. No llevaba fecha y en el texto no había indicios de dónde y cuándo había sido escrita. En realidad no revelaba mucho más, pero tenía dos frases que me causaron un gran sobresalto. Decían algo así como: «Sigo sin saber nada. Es posible que cuando te llegue esta carta yo ya esté en casa, pero también es posible que nunca os vuelva a ver».
La leí y la releí, pero no saqué nada en claro. Aún era todo más confuso que antes. O sea, que le gustaría venir a casa, lo que es más, tal vez llegue pronto, pero… «también es posible que nunca os vuelva a ver». ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Qué significa todo esto?
Debí de pasar un buen rato cavilando, porque al mirar el reloj vi con espanto que eran las siete y media pasadas. Me vestí apresuradamente, cerré el sobre y antes de salir lo coloqué en el suelo junto al umbral de la cocina para que mi madre pensara que alguien lo había pasado por debajo de la puerta mientras no había nadie en casa.
No podía quitarme esas dos frases de la cabeza. Cuando llegué a casa por la mañana pensé que tal vez ya habría vuelto. A partir de entonces empecé a esperarle. Me despertaba cada vez que alguien pasaba junto a la ventana y, en la calle, me volvía sobresaltado cuando alguien silbaba a mis espaldas.
No quería pensar en él, pero no podía evitarlo. Tenía sueños absurdos. Coches armados con metralletas le perseguían por oscuras callejuelas, subía trepando como un gato a los campanarios de las iglesias o saltaba con elegancia, liviano, desde un sexto piso para luego seguir su camino. Parece que ni siquiera en sueños se me ocurría pensar que pudiera pasarle algo malo. Lo atacaban hordas de esbirros, destellaban navajas, sonaban disparos, pero él siempre terminaba ganando. Siempre salía airoso, siempre reía el último. Sus dientes fuertes y hermosos brillaban, bebía vino tinto, cortejaba a mi madre, oía su hermosa y sonora voz de barítono cantando a la belleza de la vida. O bien era por la mañana, se le oía silbar desde la cocina mientras se afeitaba con el torso desnudo ante el espejo de un palmo y en sueños no me enfadaba con él por llevar en el pecho a una mujer tatuada, con cabello real en la cabeza y otros sitios.
Sin embargo, cuando estaba despierto no era tan tolerante. Echaba pestes de él y del Todopoderoso, que había tenido la gentileza de darme un padre así. Pensaba en él con desprecio, con un odio implacable y al mismo tiempo lo echaba de menos, y su falta me causaba un dolor insoportable. Desde que no vivía con nosotros la casa parecía desangelada. Mi madre volvía a mantener un orden impecable, todo estaba limpio y reluciente, ya no había nadie que rompiera la armonía. Parecía un cementerio. En ocasiones, al entrar en el piso vacío, me daba la sensación de que allí no vivía nadie. La casa estaba muerta, la araña gris de la pena había tejido sus telas por los rincones y nuestros días estaban prendidos en ellas como moscas muertas.
Los recuerdos de nuestra efímera opulencia desaparecieron con rapidez. Los armarios se vaciaron, la casa quedó desnuda, hasta el espejo de marco dorado desapareció de encima del aguamanil. Una madrugada, al llegar a casa muerto de cansancio, busqué en vano mi ropa de cama. También se había volatilizado y no osé preguntar adónde había ido a parar. Tuve que volver a dormir sobre el suelo desnudo, porque Manci le tenía miedo a mi «enfermedad» y me pidió que no me metiera en su cama.
En el armario solo quedaba la ropa de mi padre. Mi madre no la vendió, la dejó tal como él la había dejado. Pero, curiosamente, su cenicero sí que desapareció. Era un cachivache sin valor. No entendía qué se habría hecho de él. Una noche, sin embargo, al abrir uno de los cajones de mi madre, lo encontré allí. Con una colilla. ¿Sería el último cigarrillo de Miguelindo? No lo sé, nunca lo llegué a saber. Mi madre, que por lo demás era tan limpia y ordenada, guardaba la colilla en un cajón. Yacía allí, entre cajitas perfectamente colocadas, como un muerto al que no dejan enterrar.
Un día desapareció también la ropa de mi padre. La casa parecía ya un árbol desnudo en invierno; Cara de Pez, el hombre de la casa de empeños, no hubiera pagado ni diez pengos por todo lo que quedaba.
Mi madre estaba en un estado lamentable. Se marchitaba a ojos vistas, como una planta de raíces enfermas. Adelgazó, le salieron arrugas, empezó a echar canas. Se deterioró en cuestión de días. Ya nada tenía que ver con la mujer joven y atractiva que había cantado con Miguelindo bajo las nubes rojas, pocas semanas atrás. Se abandonó, volvió a parecer una campesina, envejeció prematuramente y perdió las ganas de vivir. Cambió repentinamente, sin transición alguna, como la tierra tras el granizo. Su vida volvía a estar en barbecho, la maleza le cubrió el alma. Solo los ojos recordaban su antigua personalidad, sus hundidos ojos negros de campesina, que ahora siempre estaban rojos e hinchados por el llanto.
Yo sospechaba, mejor dicho, tenía la certeza de que volvía a pasar hambre. No podía ignorarlo, veía que no había ni una corteza de pan duro en la cocina. Sin embargo, no le daba dinero.
Y eso que lo tenía. En aquella época siempre llevaba unos pengos en el bolsillo, y se los podría haber dado sin problemas. Temía que si pasaba una vez, tendría que seguir dándole cada vez más, y al final las cosas volverían a ser como antes. Eso estaba fuera de cuestión. La excelentísima señora me mandaba salir a comprar cada dos por tres y en las tiendas había que pagar. Bueno, siempre me decía que tomara el dinero de su bolso, el único problema era que… es peliagudo explicarlo… también me lo ordenaba cuando no había recados que hacer fuera…
Empezó ya la primera mañana. Entonces estaba tan borracho que no entendí a qué se refería y más tarde, al recobrar la serenidad, creí que lo había dicho porque estaba bebida. Pero pronto me di cuenta de que no. Esa misma frase sonaba a menudo.
—Ahí está mi bolso —solía decir con indiferencia, en el tono más natural del mundo—. Coge dinero.
Cada vez que lo decía me invadía una furia salvaje; siempre temía pegarle por ello. Pero no me atrevía a comentárselo. Hacía como si no lo hubiera oído y me mantenía a una distancia prudencial del bolso. Nunca hablamos de ello, sigo sin saber si alguna vez llegó a darse cuenta de que jamás había tocado el bolso. Pero por eso mismo tenía que pagar sus antojos de mi bolsillo.
Esa era la razón de que no le diera dinero a mi madre. La idea de que por su culpa algún día tuviera que tocar el bolso de su excelencia me parecía más horrible que verla pasar hambre.
Pues sí, así era yo entonces. Si un día uno llega a romper el fino dique que levanta la conciencia, no hay vuelta atrás, lo arrastra la riada. Solo el primer asesinato es un crimen. El segundo, el tercero y el enésimo son meras consecuencias.
Una noche mi madre se decidió a hablar. Estábamos solos, serían las siete de la tarde, me estaba lavando bajo el grifo. Mi madre iba de arriba abajo, inquieta, y de repente soltó:
—¿Podrías darme algo de dinero?
El corazón se me subió a la garganta.
—¿Cuánto quieres?
Suspiró.
—Mucho. No tengo para pagar el alquiler.
Yo, nervioso, seguía echándome agua en la cara.
—Ya sabes que tengo que ir pagando los plazos.
—Sí —volvió a suspirar—, pero ahora estoy metida en un buen lío, hijo. El portero nos quiere echar.
Cuántas veces había oído lo mismo y sin embargo aquellas palabras amenazantes no habían perdido su fuerza. Mis ojos se posaron involuntariamente en la botella de lejía y sentí escalofríos.
—¿Nos quiere echar?
—Sí —asintió—. Le debemos tres meses.
—¿Cómo es posible? —se me escapó—. Hace tres meses mi padre aún no se había ido. Siempre tenía tanto dinero que…
De pronto me callé. Tan solo entonces advertí de quién estábamos hablando. Se hizo un silencio. Mi madre se miró la punta de los zapatos y palideció.
—Ya sabes lo olvidadizo que es —balbuceó luego—. Se le olvidó pagar y el portero no le llamó la atención. Sabía que teníamos dinero y además le tenía miedo… —De repente rompió a llorar—. Ahora ya no le tiene miedo a nadie. Dios mío, ¿qué será de nosotros?
Se desplomó sobre el taburete, ocultó el rostro en el delantal, todo su cuerpo se agitaba con el llanto. Al verla así tuve ganas de escupirme en la cara.
—¿No se lo podrías pedir a mi padre? —le pregunté paralizado por la impotencia.
Mi madre se sonrojó.
—Tu padre no está en Budapest —dijo con un hilo de voz.
—¿Dónde está? —pregunté a bote pronto.
Mi madre desvió la mirada, tragó saliva y luego dijo:
—En provincias.
—¿No le podrías escribir?
—No.
Le podría haber preguntado que por qué no y aún un montón de cosas más, pero tenía miedo de que me contestara. Metí la cabeza bajo el grifo y permanecí en silencio.
—Dime —me preguntó entonces mi madre—, ¿no le podrías pedir a ese hombre que tuviera un poco de paciencia con los plazos?
—¿Cómo se te ocurre? —Estallé con un tono que hasta a mí me asustó—. Ese hombre es amigo del comandante. No hace ni dos semanas que echaron a un camarero por no pagarle.
Aunque era cierto, no fui del todo sincero. Lo podría haber intentado, no parecía tan descabellado. Últimamente el Sabueso me había cogido cariño, simpatizaba conmigo de una forma incomprensible e inquietante. Charlaba conmigo, lo que no hacía con los demás, se interesaba por mis asuntos, quería saberlo todo sobre mí. En una ocasión le dijo al maître:
—Este muchacho sabe más que tres adultos juntos.
Esas cosas, claro, halagan a un muchacho de dieciséis años; yo no era una excepción. A pesar de todo, recelaba de él desde el primer momento. Me invadía un miedo vago, inconcreto, que no sabía explicarme. Por entonces todo era muy confuso: le tenía miedo a la luz, me refugiaba en la penumbra, me resistía a razonar. Vivía como un cachorrillo, me guiaba solo por el instinto. Y al estar junto a él, mi instinto me advertía: ten cuidado, mucho cuidado.
—Se lo podrías pedir de todas formas —dijo mi madre poco convencida—. ¿Qué te puede pasar? En el peor de los casos te dirá que no, eso no te hará daño.
No, eso no; yo lo que temía era todo lo contrario. Que me dijera que sí y entonces…
—¡No he caído tan bajo! —grité histérico—. ¡No todavía!
Mi madre me miró petrificada.
—¿Qué cosas dices? No te entiendo.
Yo tampoco me entendía del todo. Asistía estupefacto a lo que sucedía en mi interior. El corazón me temblaba lleno de pavor, la ira me cegaba.
—¡Ni hablar! —grité, y enseguida supe que el grito no solo iba dirigido a mi madre.
No, todavía no había caído tan bajo, tan bajo no.