En cuanto se marchó el Sabueso, me metí en el lavabo y me puse la camisa y los calzoncillos desechados por los señores. Hay que ver, sonreí, solo hay que ser listo. Ya me puede llamar. Podría desnudarme incluso en presencia de una archiduquesa.
Me contemplaba en el espejo henchido de satisfacción. Me gustaba la camisa, me gustaban los calzoncillos, me gustaba el curso que había tomado mi vida, me gustaba la vida desechada por los señores. Pero en lo más hondo de mi ser, en algún rincón de mi conciencia, los agentes secretos del remordimiento iban tras mis ideas con pasos sigilosos. Rompí y tiré al inodoro la vieja camisa, que tan fielmente me había servido en los años de miseria, y al desaparecer en el remolino del agua, me quedé mirándola como el asesino que se deshace de las pruebas del crimen y se cree que jamás podrán imputarle ningún delito. Me invadió un buen humor salvaje y temblón. Volví al bar silbando; desde entonces silbé todo el rato.
El bar seguía desierto. Entré en la cocina, me tomé una copa de champán, luego pasé por recepción para ver si estaba en el hotel. No estaba, la llave colgaba debajo del número de su suite. Volví a la cocina y me tomé otra copa de champán. ¿Qué pasa? ¿Acaso Marx no llevaba calzoncillos?
—¡Viva la vida! ¡Nunca moriremos! —le solté a Iluci riéndome, como quien no sabe qué rayos hacer con su buen humor, y le conté un chiste verde.
Al fin llegaron los primeros clientes. Poco a poco el aire se llenó de humo de tabaco, la orquesta de jazz empezó a tocar y el champán comenzaba a subírseme a la cabeza. Me tranquilicé. El champán, el jazz, el humo y la noche: todo me traía su recuerdo. Mi imaginación, ese pintor chiflado, daba pinceladas de colores inverosímiles a las imágenes torcidas y desquiciadas del deseo. En mis fantasías ya me había metido en su cama; me hablaban y apenas me enteraba. Cada cuarto de hora salía a comprobar si su llave aún colgaba bajo el número de la suite, y hacia medianoche, al ver que ya no estaba, me mareé tanto que el jefe de turno me preguntó:
—¿Te pasa algo, hijo?
—El aire está muy cargado —dije secándome el sudor de la frente.
Mi corazón se agitaba como las campanas de la aldea que doblan para anunciar un incendio. ¡Está en la suite! ¡Está en la suite! Volví corriendo al bar y no hice más que aguardar su llamada. No paraba de asomarme a la puerta de la cocina y me quedaba sin aliento cada vez que sonaba el teléfono. Mi fantasía se desbordaba, como diría un escritor refinado, pero en mi cabeza —debo admitirlo— se agolpaban inquietudes menos poéticas. Ya sé que tratándose de amor no es de buen gusto hablar de cosas tan prosaicas, pero qué le vamos a hacer si a mí lo que me preocupaba de verdad era tener la camisa sudada. Cada dos por tres entraba en los servicios para lavarme, pero era en vano: al poco volvía a estar sudando. Tampoco paraba de enjuagarme la boca, porque los dioses hicieron la boca humana de tal forma que se amarga al sentir incluso la más divina de las emociones. Esperaba el milagro con hiel en la boca y transpirando, no podía dejar de pensar en lo que pasaría si apestaba a sudor o me olía el aliento, pero al mismo tiempo resonaban en mi interior los versos de un nuevo poema, porque los poemas y los prodigios nacen sin afeites y sin comadronas, entre penas solitarias, como un niño campesino pobre.
Ya era la una y aún no me había llamado. En la cocina el teléfono sonaba cada vez más a menudo, como sucedía siempre entre la una y las dos de la madrugada. Era la «hora del coñac», como lo llamaban en broma los camareros, porque a esa hora los señores preguntaban en el taxi, camino de casa, o en el último baile de una sala de fiestas aquello de «¿No le apetece, querida, subir a tomar una copa de coñac?». Aquella noche pidieron una cantidad extraordinaria de coñac, pero no hubo ninguna llamada de la 205 pidiendo champán.
Hacia las dos ya estaba literalmente enfermo de emoción. La gente iba saliendo del bar, el ambiente presagiaba el cierre inminente. Solo quedaba un grupo de personas en una mesa, y los camareros ya les ponían mala cara. No sabía explicarme el silencio de la mujer. ¿No se habría enfadado por ponerme violento al final? No, eso es imposible, discutía conmigo mismo. Si de veras no hubiera querido que «eso» ocurriese, ¿a santo de qué me dijo que me bañara y me metiera en la cama?
Hasta ese momento no le había prestado mucha atención. Me tranquilizaba diciéndome que al principio las mujeres siempre se hacen de rogar. Pero ahora, al recordar la noche anterior, me di cuenta de que había algo más. Volví a ver en su rostro la repulsa, volví a sentir en mis carnes sus patadas, sus mordiscos y arañazos… ¿Por qué, por qué, por qué?, me preguntaba desorientado. Pero si al final hizo cosas a las que ni siquiera Manci accedería, ¿por qué entonces esa expresión de asco?
Cuanto más pensaba en el asunto, menos lo entendía. ¿Sería un caso de lo que los compañeros llamaban «perversión»? Ya me habían hablado bastante de «perversiones» aquí en el hotel, y también había visto bastantes cosas por el ojo de las cerraduras, pero nunca me había topado con nada similar. Ahora comprendía a los muchachos que se preguntaban unos a otros con esa sonrisa particularmente asustada lo de: «Oye, dime, ¿no te ha pasado nunca que…?».
Cómo me hubiera gustado preguntárselo a alguien. Pero ¿a quién, a quién, a quién? Mi único amigo era Elemér, y con él no se podía hablar de eso.
—¿Estás dormido? —me gritó el maître, porque los huéspedes ya iban saliendo hacia el guardarropa y yo no me movía—. Haz el favor de ponerte en marcha de una vez.
Era la hora del cierre. Cumplí con mis tareas de una forma automática, luego fui cabizbajo a la cocina a esperar la llamada, hasta que Iluci cerró también. Me quedé esperando hasta el último instante, pero todo fue en balde. El teléfono no sonó.
Me sentí desconcertado. Quizá había llegado Doni.
Pero no, Doni no había llegado; lo constaté al día siguiente. Se encontraba en Ginebra, en calidad de experto enviado por el gobierno ante la Sociedad de Naciones.
La mujer no dio señales de vida. Cada día me presentaba en el hotel con camisa y calzoncillos limpios, pero esperaba su llamada en vano. Entretanto, el Sabueso me entregó el nuevo traje; ya tenía corbata, pañuelos, calcetines, vamos, de todo; lo único que me faltaba era la persona por la cual había adquirido todo eso. Apenas comía, apenas dormía, apenas vivía. Me despertaba al cabo de una o dos horas de sueño y a veces pasaba horas llorando como un niño de pecho hambriento.
Luego, una noche, más o menos una semana después de lo sucedido, ella entró en el bar. Los proletarios como yo prestamos más atención a un chucho de la que ella me prestó al pasar a mi lado. Solo son capaces de mostrar tal indiferencia personas cuyos antepasados dejaron de considerar seres humanos a la «servidumbre» trescientos o cuatrocientos años atrás, y que no se dispondrían a hacerlo aunque los molieran a palos. Ni siquiera volvió la cabeza, ¡si al menos la hubiera vuelto! Ahí hubiera habido algo, algo dirigido a mí, algo que me recordara que yo también era un ser humano, al que otro ser humano ignoraba por algún motivo. Llegó con mucha gente, podría haberlo hecho sin llamar la atención, pero no. ¿Para qué? Me miró y, al saludarla, hasta hizo un leve gesto con la cabeza. No tenía la mirada «fría» ni «hostil», como suele decirse, qué va, nada de eso. Sonreía. Sonreía como sonríen las reinas a la muchedumbre que las aclama, y su sonrisa ni siquiera revelaba si me había reconocido o no. Fue tan impersonal como un faro que proyecta su luz automáticamente sobre todo lo que se encuentra en su radio de acción y luego continúa girando, a gran altura sobre las olas, esbelto e inalcanzable, sin importarle que la humanidad perezca en la oscuridad, ¡qué más da!
No se quedaron mucho tiempo en el bar. Los seguí cuando salieron, vi que entraba sola en el ascensor y me invadió la remota esperanza de que quizá la imaginación me había jugado una mala pasada y aquella noche por fin me llamaría. Ni siquiera después del cierre del bar llegué a darlo todo por perdido. Cuando todos se habían ido, volví a hurtadillas a la cocina, y me quedé esperando su llamada hasta las seis de la madrugada. Entonces me di cuenta de que todo había terminado.
Sin embargo, la noche siguiente el maître me llamó:
—Bueno —dijo carraspeando, algo turbado—. Han llamado de la doscientos cinco. Que subas una botella de champán.
No justificó su silencio y cuando se lo pregunté, me miró como si fuera la botella de champán la que inquiría por qué no la habían encargado antes.
—No lo sé —dijo con aire ausente y, como quien no quiere distraerse de lo esencial, señaló la copa vacía—. Sírveme, por favor.
Bebimos y todo se desarrolló como la vez anterior. Ahora también se encontraba en el salón cuando entré, estaba recostada en el sofá, fumando. La luz estaba apagada, solo la luna entraba por la puerta abierta del balcón. Era luna llena, una plácida y calurosa noche de julio con el cielo tachonado de estrellas. Haría poco que había llegado, su capa de armiño estaba tirada sobre el brazo de la butaca, medio caída en el suelo, tal y como la había dejado. Llevaba un traje de noche con lentejuelas de plata, sin nada debajo. Más tarde me cercioré de ello, aunque solo con la vista. No me permitió tocarla, aunque estaba borracha, puede que más borracha que la vez anterior. A altas horas se le empezaron a ocurrir ideas tan salvajes y descabelladas que solo podrían mencionarse en un libro de medicina, pero por nada del mundo estaba dispuesta a desvestirse. Solo accedió a mis súplicas cuando yo ya estaba a punto de enloquecer.
—Con una condición —dijo.
—¿Cuál?
Me miró y se quedó un rato callada.
—Ya sabes.
—Sí —asentí muy excitado.
—¿Me lo prometes?
—Sí.
Se lo prometí todo antes de entrar en el dormitorio, pero finalmente no fui capaz de cumplir mi palabra. Volvimos a forcejear y tuve que ponerme violento, en sentido literal. Luego se durmió enseguida y yo me quedé tumbado a su lado, con los ojos abiertos y las ideas enmarañadas por la desesperación; seguía sin entender ni jota.
Fuera ya despuntaba el alba. En el parque vecino se pusieron a trinar los pájaros, en el Danubio sonó la sirena del barco que llevaba a las verduleras al mercado.
Ella se movió.
—Levántate —gruñó con rudeza, y se cubrió con la manta.
—¿Está enfadada? —le pregunté
No me contestó. El silencio era insoportable. De pronto sentí que ya no aguantaba más la tensión.
—¿Por qué es precisamente eso lo que no quiere? —susurré.
No contestó mi pregunta.
—Por el amor de Dios —le supliqué—, contésteme.
—No quiero —dijo lacónicamente—, y si vuelves a ponerte violento…
—¡No lo haré! —juré, y me incliné sobre ella con mirada implorante—. ¿Está enfadada?
—Déjame dormir —dijo, y me dio la espalda.
Así fue como nos separamos. Al salir por la puerta estaba firmemente convencido de que nunca más volvería a cruzar el umbral de su puerta. Pero por la noche, esa misma noche, el maître me llamó carraspeando, y con una extraña mirada inquisidora me volvió a decir:
—Sube una botella de champán a la doscientos cinco.
Aquella noche cumplí mi promesa y todo sucedió como ella quería. Pero luego no me llamó durante seis días y estaba tan desesperado que apenas podía dominarme. Volvió a amenazarme, volví a jurarlo: así fue siempre desde entonces. Durante algún tiempo lograba contenerme, luego volvía a incumplir mi promesa. Entonces me arañaba y me mordía, estaba fuera de sí, a veces a duras penas podía con ella. Siempre tenía el cuerpo cubierto de cicatrices, en mi camisa a veces relucían manchas de sangre como en la de un asesino justo después de cometer el crimen.
Cuanto más estaba con ella, menos la entendía. Ella aborrecía lo que para mí era la consumación del amor, pero si trataba de contenerme se excitaba más aún. No se tranquilizaba hasta que yo perdía el juicio; más tarde me daba la sensación de que disfrutaba viéndome perder la calma y comportarme con ella como un animal salvaje. Pero entonces, ¿por qué me amenazaba después?, me preguntaba, porque solo podía preguntármelo a mí mismo, ya que ella nunca daba una respuesta aceptable. Siempre estaba borracha cuando me reclamaba, nunca me llamó estando sobria. Luego se dormía enseguida y yo temía el momento en que despertara.
En aquellas ocasiones estaba insoportable. Me odiaba, se odiaba a sí misma, odiaba al mundo entero, era toda asco y crueldad. Siempre que podía me escapaba mientras ella dormía, pero a veces se despertaba sobresaltada y entonces me echaba de la cama como si fuera un perro que se había metido en ella sin permiso. En algunos casos había tanto desprecio, tanta ira y odio en su mirada que camino de casa me dije en más de una ocasión: ¡nunca más, nunca más! Pero cuando no me llamaba estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por verla, en el sentido más oscuro de la palabra, hasta llegar a la bajeza más humillante.
Lo peor era que nunca sabía cuándo me iba a llamar. En ocasiones subía todas las noches de la semana y en otras no se acordaba de mí durante dos semanas enteras. No podía llamarla por teléfono, porque me lo había prohibido al principio, y estaba fuera de lugar que me presentara así como así, o que me dirigiera a ella en el pasillo o en el vestíbulo. En aquellas ocasiones andaba como un enfermo febril, el corazón se me salía del pecho, veía alucinaciones. Y si, tras días de sufrimiento y aterrado por los tormentos que se avecinaban, le preguntaba con mucha cautela cuándo podría volver a subir, en la mayoría de los casos solo se encogía de hombros.
—No lo sé —contestaba distraídamente. O decía cosas como—: Tal vez esta noche, tal vez nunca.
Muchas veces me daba la impresión de que no me consideraba un ser humano, que no significaba para ella más que César, o ni siquiera eso, que no era más que un objeto sin opinión ni voluntad, como un traje en el armario que se ponía o tiraba cuando le venía en gana.
Mi vida consistía en esperar. Durante el día esperaba la noche, por la noche, su llamada. Entre los encuentros vivía prácticamente en duermevela, narcotizado, como si se tratara de un trance por el que hay que pasar como sea.
Esa espera continua me destrozó los nervios. Estaba tremendamente irritable, irascible e insoportable. A veces no le dirigía la palabra a nadie durante días, otras veces me daba por hablar como si tuviera diarrea mental. En esas ocasiones no paraba de darle a la sin hueso durante horas, agotando al infeliz de mi interlocutor. Me volví precipitado y distraído, estaba trastornado, no se podía confiar en mí. Mi trabajo no valía un pimiento, seguramente el único motivo por el que no me echaron eran aquellas llamadas nocturnas pidiendo una botella de champán.
Tenía la cabeza como un basurero. Los trapos chillones de la vanidad se apilaban hasta arriba y en el fondo, bajo el polvo y la ceniza, yacían ideas desgajadas, sentimientos en descomposición y convicciones quemadas en medio de un revoltijo desesperado, entre los juguetes rotos del deseo.
Por fin pude comprarme el libro de inglés, que tiempo atrás significaba Patsy, América y la libertad, aunque ahora que lo tenía no me servía de nada. Patsy había desaparecido como la infancia, ya no pensaba en América y era incapaz de estudiar. No me entraba nada en la cabeza. Ni siquiera podía leer y mucho menos escribir. Mi único alimento intelectual eran el cine y la radio. Pasaba todo mi tiempo libre en el cine, y en el hotel, si no tenía otra cosa que hacer, me ponía siempre junto a la radio. No me interesaba nada, solo ella. Vivía aletargado, silbaba mucho y me aburría un montón.
Se apoderó de mí una gula nauseabunda. Me dio por comer chucherías, llevaba los bolsillos llenos de caramelos y chocolatinas. Comía sin parar y, sin embargo, cada día estaba más flaco y pálido. Me habían salido ojeras y de madrugada sentía un extraño temblor en el corazón.
Me volví petulante y vanidoso. Me echaba colonias y afeites, mimaba mi cuerpo como hacen las ancianas con sus sucios perros falderos. Había perdido la mesura. Compraba sin tino, despilfarraba el dinero sin obtener placer alguno con ello.
Me torturaba un remordimiento vago y constante. Al llegar a las zonas más pobres de la ciudad me invadía una tensión extraña, incomprensible. Me avergonzaba de llevar ropa fina y en las tiendas me sentía tan turbado como si hubiera matado a alguien y estuviera gastando su dinero. Y eso que me había dejado bien claro que no tenía ningún motivo para sentir mala conciencia. Gastaba el dinero que yo mismo ganaba, no tenía que rendir cuentas a nadie. Mi madre no necesitaba mi sueldo. Al Sabueso le pagaba los plazos como Dios manda y si aún no habían descubierto que había violado el boicot, ya era poco probable que lo hicieran. En cuanto a una sociedad sin clases… Bueno, sí. Seguía creyendo en ella igual que antes, pero… ¿qué culpa tenía yo de que no se hubiera hecho realidad? Yo solo no podía cambiar el mundo. De alguna forma hay que vivir mientras no llegue la revolución. ¿Por qué conformarme si puedo vivir bien? Al llegar a ese punto solía ponerme a silbar bajito, con aires de superioridad, tal y como había visto hacerlo a los señores, pero todo era en vano, haciéndolo tampoco lograba librarme de la inquietud.
La tierra, de la que era hijo legítimo, parecía tambalearse bajo mis pies. Como si andara por una cuerda floja entre la suite de la excelentísima señora y la miserable casa de Újpest. No pertenecía a un sitio ni a otro, mejor dicho, no quería pertenecer a donde pertenecía y no pertenecía a donde quería pertenecer. Tenía el alma vagabunda, y en vano le buscaba abrigo. Con ella no se podía hablar en serio. Al cabo de unos minutos la invadía un peculiar desasosiego, se veía que se sentía incómoda y por fin, desconcertada y nerviosa, se dirigía a mí:
—Deja eso. Bebamos.
Y eso que no era tonta, todo lo contrario. Era inteligente, y no solo como suelen serlo las mujeres. No era de esas hembras que parecen gatas; más bien la hubieras comparado con una pantera o una leona. La verdad es que pese a todas sus locuras era una persona de ideas claras, culta y sorprendentemente bien informada; tenía una mente refinada, morbosamente refinada, era independiente y a menudo original. En ocasiones, de madrugada, cuando ya parecía estar borracha por completo, con una palabra brillante, con un comentario casual, me desvelaba rincones tan ocultos y oscuros de la vida que me quedaba mirándola y admirándola con la boca abierta.
De esa clase de mujeres se suele decir que están «locas», «enfermas» o, lo que resulta aún más cómodo, que son «depravadas». Mera cháchara. Ahora sé que en el fondo no era peor que la clase social a la que pertenecía y los tiempos en que le había tocado vivir. Al evocar a posteriori lo que escribían y pensaban las figuras más destacadas de la época, me sorprende ver que sus ideas coincidían en gran medida con las de estas. Se trataba de esa forma «desengañada» de ver la vida después de la guerra, propia de la lost generation, la neue Sachlichkeit y los distintos ismos literarios cuya filosofía en realidad reflejaba el mismo encogerse de hombros y los mismos gestos de resignación del campesino que, en un lenguaje más rudo, decía algo así como: vaya, amigo, todos los prodigios duran tres días y no se puede mear contra el viento. Así pensaban aquellos «desengañados», pero si el viento cambiaba de dirección, ellos también lo hacían, no de una forma atolondrada y precipitada, sino tomándose su tiempo y moviéndose como una veleta oxidada para que nadie les pudiera echar la culpa de nada. Porque eran inteligentes, cultos e ilustrados; ningún prejuicio oscurecía su agudeza, siempre y cuando estuvieran en juego sus propios intereses. Sabían de qué iba la cosa, algunos hasta tenían remordimientos de conciencia. Eran como las maduritas lascivas: sabían que ya habían consumido la mayor parte de su vida y solo les quedaba el pasado, un pasado bastante dudoso por cierto. Pero aterradas por la proximidad de la vejez, buscaban desesperadamente a un macho joven con la vida por delante. Yacían en el cómodo lecho del capitalismo, pero también se burlaban de este y le ponían los cuernos, como se hace con los maridos ricos y gordos. Coqueteaban con el marxismo, cuando el marxismo estaba en boga, y cuando la moda traía un nuevo credo, se inclinaban por él. Su biblia era el freudismo, que servía para explicarlo todo. Pero en realidad no creían en nada, solo en la cocina francesa y en el dólar estadounidense, y después de 1929, ni siquiera en eso. Cuando viró el viento, descubrieron al hombre de la calle, del que sabían tan poco como la excelentísima señora sabía de mí, y tuvieron con él una relación similar a la que ella tenía conmigo. En literatura se había puesto de moda la conciencia social; mostraban la miseria en sus teatros, sobre todo, claro está, ante los causantes de aquella miseria, porque las víctimas difícilmente podían permitirse las entradas prohibitivas. A los que las pagaban les gustaba la conciencia social, porque en aquel entonces todos eran inteligentes, cultos e ilustrados, y porque los escritores, pese a su conciencia social, siempre trataban a los clientes con la cautela necesaria. Sus obras eran lúgubres como las casas de citas, y no menos lucrativas. Los ricos devoraban con apetito los dramas y las novelas sociales, cuya amargura resultaba tan excitante al paladar como la almendra amarga en los pasteles. Si ella hubiera tenido dotes de escritora, seguramente se habría hecho famosa; en aquellos años le habría encantado a todo el mundo.
Yo también estaba encantado, para qué negarlo. Trataba de imitarla, pero al mismo tiempo albergaba en mi interior un rencor ambiguo que ni podía ni quería comprender. Nunca creía en sus verdades, aunque siempre estaba convencido de que tenía razón y en cierto modo la tenía, o al menos relativamente de la misma manera que tiene razón quien perfora sus tierras en busca de petróleo y no pasa de cierta profundidad, la necesaria para ir tirando —con algún que otro rodeo— hasta dar con sus huesos en el hoyo. Pero yo era un campesino y los campesinos no creen en la verdad. Los campesinos solo creen en un instinto de supervivencia, lo que me hacía repeler aquella sabiduría como la sangre sana rechaza el veneno.
¿Por qué? Eso aún no lo sabía, ¿cómo lo iba a saber? Hay que vivir mucho, entusiasmarse y desengañarse y entusiasmarse otra vez para que un día se pueda constatar callada y humildemente que el famoso espíritu humano es como el queso: una vez maduro se llena de gusanos. Hay un tipo de sabiduría —y no es la peor— que solo se sustenta en la podredumbre, como el gusano del queso; una sabiduría que, si quieren, es más profunda que la de las primitivas clases creadoras, pero que, cuando ha perdido su capacidad de crear, no sirve para vivir sino para morir lenta y acompasadamente, como el mundo que la ha engendrado.
A veces meditaba durante semanas sobre alguna de sus observaciones, y en cambio ya no me interesaba un ápice que volvieran a echar a ciento cincuenta trabajadores de la fábrica Ganz o que casi todos los vecinos de nuestra finca hubieran perdido su trabajo. Mi interés, como un órgano enfermo, se encogió día tras día, mi universo llegó a menguar tanto que, con todos sus planetas y cuerpos celestes, cabía en la cama de la señora sin siquiera asomar por los lados del edredón.
Mis pensamientos se paralizaron como si hubiera sufrido un derrame cerebral, era incapaz de ver más allá de la suite número 205.
A veces intuía que las cosas no podían continuar así. Me atormentaban presentimientos enfermizos, presagios turbios de que sucedería algo terrible; recuerdo madrugadas angustiosas cuando tras una noche salvaje me despertaba sobresaltado y miraba a la mujer dormida con un pavor que me helaba la sangre, como un enfermo mortal que, al recobrar la conciencia tras delirar por la fiebre, se mira el espejo y ve en él a la muerte.
Una noche Elemér entró en el bar. Hizo como si no supiera nada, pero era mal actor y enseguida me di cuenta de que estaba al tanto de todo.
Hacía tiempo que notaba que era la comidilla de los compañeros. A veces, al entrar en la cocina, la conversación se interrumpía súbitamente, sentía sobre mí sus miradas fisgonas, sabía que cuchicheaban a mis espaldas. Los primeros días me dolió, pero luego me acostumbré como el camello a la joroba y al final acabó por darme igual. Pero temía a Elemér. Le temía en el sentido más serio y ridículo de la palabra; no me había parado a pensar por qué, y simplemente había tratado de convencerme de que no le tenía ningún miedo. Si se entera, que se entere, ¿qué más me da? ¿Qué tengo que ver con él? Que se vaya al cuerno. Eso era precisamente lo que no comprendía. Aparentaba indiferencia y a la vez me aterrorizaba que pudiera enterarse, y aunque estaba más claro que el agua que ya estaba al tanto de los chismes, hasta ese momento había logrado persuadirme de que no sabía nada. Ahora estaba frente a mí, vi que lo sabía todo y, por mucho que presumiera de no tenerle miedo, noté cómo me temblaban las piernas.
Serían las ocho, aún no había nadie en el bar. La excitación me sofocaba y, lleno de preocupación, pensé en lo que pasaría si el sudor me manchaba la camisa, pero trataba de aparentar despreocupación, hablaba por los codos, apenas le dejaba abrir la boca: hacía tiempo, como solíamos proceder en la escuela cuando temíamos que el profesor nos preguntara. Esperaba que entrara alguien o que me llamaran y me mandaran a alguna parte, pero no vino nadie ni me llamaron; estábamos solos, y el motivo de su visita era más que evidente. Se comportaba como un médico torpe, al que los parientes han invitado simulando una visita de cortesía porque el enfermo es testarudo y no quiere que lo examinen por muy grave que esté, de modo que hay que ser amable y tolerante con él, porque tal vez el pobre haya perdido la cabeza. Finalmente me di cuenta de que todo era en vano, así que pasé al extremo opuesto y no volví a soltar palabra.
Elemér me trató como si de veras temiera que hubiera perdido el juicio. Me conocía, sabía que era un caso difícil, me trató con la prudencia de un psiquiatra. Trataba de ganarse mi confianza, como suele decirse, pero como era una persona muy recta, se le daban mal esos tanteos. Se pasó de rosca —según decían los compañeros cuando uno trataba a alguien con excesiva amabilidad—. No paraba de hablar, hasta trató de bromear, para que viera que estaba de buen humor y que no sospechaba nada, que él no sabía nada de nada, qué va, solo había entrado a verme porque pasaba por allí, y no hacía sino balar un poco, como el más inocente de los corderos.
—¿Estás mejor? —preguntó por fin, sin duda para encauzar la conversación en la dirección adecuada.
Pero no di mi brazo a torcer. Le contesté que sí, un poco mejor, gracias, y seguí con mi silencio obstinado.
La conversación volvió a empantanarse; se veía que él tampoco sabía por dónde tirar.
—A propósito —acertó a decir, y se le iluminó el rostro—. ¿Qué te pareció el libro sobre el sindicalismo?
Con eso tampoco tuvo suerte. Le contesté que no lo había leído, que estaba muy ocupado, que tal vez al día siguiente o al otro.
Así cerca de media hora. Entonces el maître me llamó a la cocina y Elemér sabía muy bien que al jefe no se le podía hacer esperar. Con las prisas, de pronto, se olvidó de su papel y me dijo con la franqueza de costumbre:
—Oye, quiero hablar contigo. ¿No quieres esperarme por la mañana?
Seguramente puse cara de susto, porque añadió antes de que yo le pudiera responder:
—Solo quiero charlar un poco, ya me entiendes. Hace mucho que no lo hacemos.
En eso le di la razón.
—Otro día me encantaría —contesté—. Pero hoy estoy muy cansado.
—De acuerdo —dijo porque ya no podía decir otra cosa—. Entonces la próxima vez. Quizá el fin de semana vuelva a pasar por aquí.
Pero no esperó hasta el fin de semana, volvió al cabo de dos días. Esa conversación fue aún más penosa. Al no hallar otro tópico, volvió a sacar el tema del libro sobre sindicalismo y no me atreví a confesarle que seguía sin leerlo. Me iba por las ramas como el alumno que no se ha aprendido la lección, hablando sin ton ni son. Elemér, que otras veces me interrumpía a la primera incorrección, ahora me escuchaba asintiendo con la cabeza, como quien escucha a un loco inofensivo. Por fin me volvió a preguntar si le esperaría por la mañana y volví a responder con evasivas. Entonces apareció Mister Empalagoso con un huésped inglés y no pudimos seguir hablando.
—Bajemos al sótano —dijo Elemér y ahí ya no pude negarme ni aducir que estaba cansado.
Lo seguí inquieto. Sabía lo que me esperaba y estaba decidido a negarlo todo. Pero no tuve oportunidad de hacerlo. Elemér me dijo en voz baja y muy resuelto:
—Te ruego que no contestes a lo que te voy a decir.
En el sótano no había un alma, todo estaba en silencio y olía a moho. Junto a las paredes sin revocar pasaban gruesas tuberías herrumbrosas, como si estuviéramos en las entrañas del hotel, en las vísceras desparramadas del edificio. Elemér permaneció unos minutos en silencio. Caminamos mudos uno al lado del otro en la penumbra amarillenta; nuestras pisadas retumbaban bajo los desnudos arcos de cemento.
—Ibas por buen camino —habló por fin—. Por muy buen camino —repitió con énfasis y luego me dijo sin mirarme—: Ahora te has perdido.
Hizo una pausa, volví a oír el eco de nuestras pisadas, Elemér me miró.
—¿Me entiendes?
—No —apunté.
—Ya veo —dijo en voz baja, luego volvió la cabeza y añadió con cierto desconcierto—: Soy tu amigo. ¿Eso sí lo entiendes?
—Sí —asentí.
—Pues eso es todo. Soy tu amigo y te entiendo. Tú también me entenderás, siempre nos hemos entendido. Lo que ahora quiero decirte es solo esto: no tengas escrúpulos. No soy puritano ni burgués. No suelo echar sermones. Soy socialista. Hablaremos con calma y objetividad, como deben hacerlo dos proletarios cabales —y añadió rápidamente, porque había advertido algo en mi rostro—, pero no ahora. Cuando te haga falta. Entonces me esperarás por la mañana e iremos a dar una vuelta por Buda. ¿Te parece?
—Sí —asentí de nuevo.
Entonces sacó un libro del bolsillo, dijo que me lo leyera y que la próxima vez lo comentaríamos, luego me estrechó la mano como si nada hubiera pasado y se alejó.
En el libro había un montón de frases subrayadas a lápiz. En los libros de Elemér siempre había montones de fragmentos marcados, pero en este en particular había una frase que, nada más verla, supe que la había señalado para mí. Estaba subrayada con doble línea y había añadido al lado nada menos que tres signos de exclamación. Era una cita de Montesquieu, aún me la sé de memoria y difícilmente la olvidaré: «En la vida de toda persona honrada hay un recuerdo que le causa sonrojo cuando piensa en él en un momento de calma».
Al separarnos, sentí una extraña presión en el estómago. Serían ya las nueve y media, el bar estaba preparado para recibir a los huéspedes, la orquesta de jazz ensayaba una pieza nueva. Me guardé el libro, me encogí de hombros, luego empecé a silbar bajito, con aires de superioridad, como había visto hacer a los señores. Pero el malestar no cedió, más bien al contrario.
A las diez me encontraba mal. Primero sentí unos espasmos agudos en la boca del estómago, luego dolores desgarradores que no acababan nunca. En mi vida había tenido dolores así, aunque había llegado a alimentarme de las sobras para el perro. No entendía qué me pasaba, porque en aquella época aún escribía poemas sobre el Alma con mayúscula y no sabía que a veces ella misma causa dolores de barriga tan poco poéticos y que no llega montada en un carro de fuego sino a pie y sudorosa, así entra, por la puerta de servicio y, la mayoría de las veces, cuando nadie la espera. Allí estaba y, como no quería percatarme de su existencia, me anunciaba con esas molestias que había llegado, que estaba allí, que seguía viva, que aún existía. Había vuelto a aparecer, quizá por última vez, y si no le prestaba atención podía llegar a abandonarme para siempre.
Evidentemente, no le hice caso. Estaba ocupado con mi dolor de estómago y con el odio que sentía hacia Elemér. Lo maldecía, lo mandaba al cuerno por meterse donde no lo llamaban, ya era hora de que el muy descarado se ocupara de sus propios asuntos. Pero pasadas las dos de la madrugada, cuando ya estaba seguro de que su excelencia no me llamaría, decidí de súbito que por la mañana le esperaría.
Sin embargo, no le esperé. Cuantas más vueltas le daba a la conversación del día anterior, más me convencía de que… a ver, ¿de qué? Me encogía de hombros. ¿Qué le podría decir y qué podría decirme él a mí? De las mujeres no sabía más que lo que había escrito sobre ellas August Bebel en La mujer y el socialismo, lo cual de poco me serviría. ¿Qué más? Sí, claro. Me diría que la dejara, que me había extraviado, que ese no era un camino transitable para un proletario con conciencia y cosas por el estilo. Me parecía oír su voz, ver sus gestos, sabía que lo que dijese sería inteligente y convincente, como siempre, y que al final tal vez acabaría prometiéndole lo que fuera, por mucho que después no mantuviera mi palabra en cuanto ella requiriese mi presencia en la suite.
Al día siguiente no le esperé, y más adelante, tampoco, pero mentalmente siempre acudía a las citas y vivía entre la gente como si hubiera cometido un pecado horrible, quizá un asesinato, del que nadie sabía nada, solo Elemér, y con el paso del tiempo empecé a pensar en él como en un oscuro chantajista que se aprovechaba de mi lamentable situación. Lo odiaba por todo lo que había de odioso en este mundo y el odio crecía en mi interior día tras día, cual tumor canceroso.
Unas dos semanas más tarde, una noche, estando en la cocina, uno de los chicos del bar me dijo:
—Sube. Elemér te está esperando.
Le solté sin pensármelo siquiera:
—Ahora no puedo ir, tengo trabajo.
Pero nada más pronunciar estas palabras me quedé desconcertado. Sabía que con aquella mentira había dicho la verdad.
—¿Le digo que espere? —preguntó.
Tenía el no en la rampa de salida, pero de repente me mordí los labios. Sentí que en ese momento algo se iba a decidir definitiva e irremediablemente y no supe qué contestar. Solo los poetas de dieciséis años son capaces de atribuir a un instante tal grandeza y valor simbólico: a mí me sucedió en aquel momento. Miré al muchacho como si tuviera ante mí a Poncio Pilato preguntándome: ¿a quién eliges, a Jesús o a Barrabás?
—No, que no me espere —respondí, y de pronto me invadió un cansancio mortal, como el que siente un asesino que, después de negar con insistencia, sucumbe y al fin confiesa el crimen.
Elegí a Barrabás.