Al recobrar la conciencia, el médico me colocó delante un recibo.
—Fírmelo.
—Sí, señor.
El recibo era por «los bienes personales de la difunta». Tenía que dar mi visto bueno a que lo había recibido todo en orden y que no presentaría ninguna demanda. El médico me entregó un diminuto sobre con todos los «los bienes personales de la difunta»: una fina cadena de oro, una cruz gastada. Mi madre la había recibido de mi abuela, mi abuela de mi bisabuela y mi bisabuela… ¿quién sabe? Era una cruz antigua, la había llevado mucha gente. Ahora me tocaba a mí. Me la había legado a cambio de un recibo. ¿Y no podía presentar ninguna demanda?
El médico se impacientaba.
—Bien —preguntó—. ¿Todo en orden?
¿En orden?… No contesté. Salí lentamente; llevaba la cruz, que se iba calentando en mi mano, en el puño. No, señor doctor, nada está en orden. Nada lo está en este mundo.
En la calle miraba a la gente bien vestida como si fueran mis enemigos mortales. Allí dentro yacía mi madre muerta, aquí fuera sus asesinos vivían a sus anchas. ¿Y no podía presentar ninguna demanda?
Miré a la ciudad con ojos furibundos. Era un día hermoso, despejado. El cielo era azul, la hierba verdeaba, los perros ladraban, los pobres pasaban hambre y, en general, todo estaba en perfecto orden. El que podía aguantar, lo hacía, y el que no se tiraba al vacío. La riqueza movía su gordo trasero y las manos enfundadas en guantes blancos de los policías descansaban en la pistolera. En la ciudad reinaba el orden y el silencio. La vida giraba en su órbita definida, como un planeta desconocido al que no afectan las ordinarias leyes de la existencia terrenal.
Miraba ese orden fino y señorial y me acordé de aquella mañana añil de primavera en que Gyula se quitó la vida con un cuchillo de matar cerdos. En el hotel también reinaba un orden fino y señorial. La mayoría del personal no sabía qué había pasado con Gyula, y los que sí, preferían callarse, pues no convenía entrometerse en los asuntos de los demás ni meterse con los peces gordos. Sacaron el cadáver desangrado a escondidas, por la puerta de atrás, y luego volvieron a servir a los huéspedes y callaron. Todo el mundo callaba y, entretanto, el país se desangraba.
Me estremecí, debía de tener fiebre. Mareado, me desplomé sobre un banco; tenía escalofríos. Detrás de mí, en la terraza de una cafetería un grupo de personas se reía. Una voz me resultó familiar, me volví automáticamente. Era el conde de mi pueblo. Nuestras miradas se cruzaron, pero el señor conde no me reconoció. Tampoco me habría reconocido si hubiera ido hacia él, porque los condes no conocen a sus campesinos. «Pero yo te conozco —me dije—, yo te conozco. Berci murió porque a su padre le pagabas un jornal más bajo de lo que pagarías aquí por una comida. Berci iba descalzo a la escuela en tiempo de heladas, y le sonaban tan fuerte las tripas que, cuando en clase hacíamos los deberes en silencio, se oían perfectamente. Pero te ríes porque tu conciencia está limpia. Sabes que ningún tribunal húngaro te declarará culpable. Eres inocente y ríes. Anda, sigue así. Ya estoy viendo tu cabeza risueña en una estaca. Ya veo al nuevo György Dózsa conduciendo a los campesinos rebeldes contra los palacios de los condes. Entonces rodarán cabezas y…»
Me pareció haber oído la frase. Rodarán cabezas… ¿Quién la había dicho? A ver. ¿El Sabueso? No, mejor dicho… sí. Citaba a Hitler. ¿Y ahora estaba yo diciendo lo mismo que Hitler?
En mi interior se produjo un silencio atroz. No pude sostener la cabeza erguida. Me cayó sobre el pecho, los ojos se me cerraron. Me despertó un policía zarandeándome.
—¡Aquí no se puede dormir! —ladró—. Si quieres dormir, vete a casa.
—¿A casa…?
Me eché a reír.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Nada —farfullé, y me alejé en silencio.
Los dientes me castañeteaban por la fiebre. ¿Adónde voy?… Me habían echado de casa. Me habían echado del hotel. Y aquel policía ni siquiera consentía que me sentara en el banco.
¿Sería siempre así? Sí, así sería. Y peor aún. Hasta ahora tenía techo, tenía trabajo, objetivos, hogar, y si pasaba hambre la compartía con mis padres. Pero ¿ahora?… Mi madre en la morgue, Elemér en la cárcel, mi padre, ¿quién sabe dónde? ¿Adónde podía ir? ¿A quién podía dirigirme? ¿Al Sabueso, tal vez? Pues sí, él al menos me ofrecía esperanzas. Pronto se crearía el Partido Nacionalsocialista y allí podría llegar muy alto. Lo malo era que algún día se daría cuenta de que había calibrado mal mis dotes de Judas y entonces me colocaría en la lista negra y, aunque lo hubiera, nunca más me darían trabajo.
¿Qué me quedaba? El parque Népliget, el delito y la lenta perdición. ¿Cómo había dicho Menyhért? «En un mundo como el nuestro, solo hay dos alternativas: hacerse revolucionario o sinvergüenza.» Sí, si no hubieran detenido a Imre… Si pudiera luchar por algo mejor y más justo. Pero ¿así?… No tengo objetivos. Tengo diecisiete años y ya he estado dos veces en la cárcel. He robado y he estado a punto de matar a una persona. ¿A qué espero? ¿No sería mejor arrojarme al vacío?
—¡No! —dije en voz tan alta que los peatones volvieron la cabeza—. ¡No, no y no!
No soy un ladrón. No soy un asesino. ¿Por qué condenarme a muerte? Los asesinos son ellos y no dejaré que me quiten de en medio, como se suele hacer con los testigos incómodos. Viviré, viviré porque sí, seré el acusador y el testigo y ¡no abriré el puño mientras al mundo no se le abran los ojos!
Deja la perorata, decía en mi interior el sentido común del campesino. ¿Qué significan acusador, testigo y puño? Cuando tengas mucho sueño, tú también te irás al parque Népliget, porque no puedes evitar dormir, y cuando tengas mucha hambre, tú también robarás, porque no se puede evitar comer. ¿Pretendes cambiar el mundo? Vamos. No digas tonterías.
¿Digo tonterías?… ¿Quién sabe? Desde que el mundo es mundo, las manzanas caían del árbol y todos lo consideraban natural. Entonces llegó un caballero, un tal Isaac Newton, y planteó la pregunta: ¿por qué tiene que caerse la manzana del árbol? No digas tonterías, le soltaron entonces los conformistas que se resignan al estado actual de las cosas. Pero hoy en día hasta el profesor de física más viejo enseña lo que se desprende de aquella pregunta tan tonta.
Pues, estimados contemporáneos, yo no me resigno. Ayer me sacudieron del árbol de la sociedad y yo, como manzana caída y siguiendo las reglas, debería rodar por la pendiente para terminar pudriéndome en la cuneta. Pero, señoras y señores, yo no soy una manzana así. Yo me rebelo contra el árbol y le pego un mordisco a su tronco podrido, y si es necesario desenterraré sus raíces con las uñas. A mí no me doblegaréis tan fácilmente. No iré al parque Népliget. No robaré. No, no me perderé.
«¿Y que harás entonces?», preguntó mi sentido común, y siguió un silencio tremendo. Me detuve, estuve varios minutos parado; en aquel rato se decidió el rumbo de mi vida.
De repente oí mi propia voz.
—¡Me largo de aquí!
Debí de decirlo en voz alta, porque alguien volvió la cabeza y se echó a reír. «Reíd —me dije—. Vosotros sois listos y estáis cuerdos, lo sabéis todo, os guiáis por los hechos. Pero yo creo en algo y eso vale más. No me pudriré por estar entre vosotros. Me voy de aquí, porque mi patria está donde la gente como Elemér viva en libertad y donde los asesinos estén en la cárcel.»
Caminaba más y más rápido, como si temiera no dar alcance a mis propios pensamientos. Pasé varias horas andando así, casi en éxtasis. Entretanto, el cielo se había encapotado, un chaparrón azotaba las calles, pero yo seguía paseando. Ya debía de tener mucha fiebre. Sudaba copiosamente, ardía, me sacudían los escalofríos y tenía la sensación de que no caminaba pisando la acera sino unos centímetros por encima de ella.
De pronto me vi a orillas del Danubio. Me detuve como un gato mojado bajo el chubasco y me quedé mirando el barco de Viena sin moverme. Mañana por la mañana ya estaría en Austria, y de ahí saldrían más barcos.
Si pudiera subir a bordo… Si pudiera irme en él…
Me asaltó el crudo olor a aventura del humo del barco, y volvió a envolverme el viejo hechizo de mi infancia, cuando el viento transportaba el olor del humo de la locomotora. Irme de aquí, irme de aquí, cantaba en mi alma el antiguo deseo. Escapar del destino que me había sido deparado. Buscar los huevos de Pascua de la felicidad que el Dios de los cuentos había escondido para mí en alguna parte.
Las palabras me zumbaban en la cabeza. Eran palabras extrañas, mágicas, como si abejas de otro mundo almacenaran en mí su miel dulce y amarga. Llevaba treinta y seis horas sin pegar ojo, veinticuatro horas sin probar bocado, tendría cuarenta grados de fiebre y, en lugar de buscarme un rincón seco para cobijarme como un perro enfermo, seguía parado bajo la lluvia y el viento, escribiendo un poema sobre los huevos de Pascua de la felicidad que un Dios juguetón había escondido de tal forma que, para encontrarlos, había que dar rodeos hasta ir a parar al cementerio.
Ya no pensaba en nada más que en ese poema cuando sucedió algo inesperado. Me pareció un milagro, aunque fue un hecho de lo más cotidiano. Un chiquillo que vendía periódicos subió al barco.
—¡Diario de las Ocho, El Mensajero, Hungría! —gritó, y los vigilantes lo dejaron subir sin más.
En ese instante eché a correr. Me llevó el instinto de vivir, la desesperación o alguna otra cosa, algo más enigmático que no puede expresarse con palabras. Con todo el dinero que tenía compré unos periódicos y luego, pies para que os quiero, volví a la orilla.
—¡Diario de las Ocho, El Mensajero, Hungría! —yo también grité el nombre de los vespertinos y de pronto me encontré a bordo del barco.
Iba ofreciendo los periódicos a grito pelado y, mientras, trataba de orientarme. Recorría pasillos estrechos y tenebrosos, ni yo mismo sabía adónde conducían. Era la primera vez en mi vida que estaba a bordo de un barco de verdad, ignoraba dónde estaban las cosas y qué finalidad tenían. Corría resoplando, con el corazón palpitando, por un sinfín de escaleras, pasillos y cubiertas, como si realmente estuviera buscando el huevo de Pascua de la felicidad. La nave me pareció inmensa, y sin embargo, no lograba encontrar en ella ni un diminuto lugar donde esconderme del mundo hostil.
De repente tocaron una campana y ordenaron a todos los que no viajaban que se bajaran del barco. Corrí como un loco para poder escapar, pero por fin me agarró un marinero.
—¿Es que estás sordo? —me gritó—. ¿Acaso no te has enterado de que vamos a zarpar? ¡Lárgate!
—Sí, señor —contesté, pero me dije: «Vas listo».
En cuanto se dio la vuelta, giré sobre mis talones y eché a correr como alma que lleva el diablo. «¡Irme de aquí! —gritaba para mis adentros—. ¡Irme de aquí!» El dinero que tenía en el bolsillo no alcanzaba ni para llegar al pueblo más próximo, pero parece que no solo nos lleva lo que tenemos en el bolsillo. Me invadió una maravillosa sensación de seguridad, la fuerza y el equilibrio misteriosos que guían a los sonámbulos por los tejados. Era una especie de embriaguez sobria, un éxtasis sereno que hasta entonces solo había sentido al escribir. Sabía que había llegado el momento y que no debía detenerme mientras oyera la melodía, que tenía que encontrar la rima de la vida antes de que se pasaran la fiebre y el hechizo.
Ya había sonado la tercera señal cuando llegué a cubierta. Miré alrededor. Nadie a la vista. El chubasco de gruesas gotas golpeaba ruidosamente la cubierta, tenía que sujetarme una y otra vez para no ser arrastrado por el viento. El ancla ya se levaba chirriando en la proa de la nave, el capitán llegaría en cualquier instante al puente de mando y yo, claro está, sabía que en cubierta llamaría la atención. Me dirigía hacia unas escaleras para bajar cuando vi que por una de las chimeneas no salía humo. El corazón me dio un vuelco. Constaté que no era una chimenea de verdad, que solo la habían construido al lado de la otra por cuestión de simetría. Casi grité de alegría.
¿Sonríen? Aquella noche me daría cuenta, por desgracia, de que otros también habían descubierto aquella peculiaridad de la construcción naval, pero en ese momento no tenía ni idea y me metí en ella con la inocencia de los ignorantes. Era más estrecha de lo que me había imaginado, a duras penas logré introducirme en ella. Estiraba el cuello como una jirafa, hacía esfuerzos para no ahogarme. Al cabo de unos minutos tuve que meter hasta la cabeza, porque en el puente de mando aparecieron dos hombres en impermeable y la chimenea quedaba justamente enfrente de ellos. Pero ¡qué me importaba! Noté que el suelo empezaba a temblar bajo mis pies. Se oyó el estruendo de la sirena, que bramaba como un animal feliz, y abajo, en alguna parte, una banda tocaba La marcha Rákóczi. El barco zarpó y yo estaba en él.
Me sentía plenamente seguro. Tras tanta tensión, mis nervios se relajaron, me invadió una serenidad plácida y reposada. La fiebre me arropó y dormí varias horas con la certeza de que hasta Viena ya no me podía pasar nada malo.
Pero me despertó una sensación de sofoco. Sobre la cabeza me cayó algo voluminoso y pesado que taponó el conducto. Mi primera reacción instintiva fue empujarlo fuera, pero en el estrecho tubo no podía ni moverme y cuando me percaté de la situación, ya no me atreví. Sentía que tenía sobre la cabeza un bulto y, aunque no entendía de navegación fluvial ni marítima, sospechaba que los bultos no solían guardarse en las chimeneas. ¿Quién lo habría puesto allí? ¿Y por qué?
Tal vez hubiera alguien fuera observándome.
Temía morir asfixiado, pero no me atreví a moverme. No sé cuánto tiempo pasé así; en un aprieto cada minuto dura sesenta infiernos.
De pronto oí rumor de pasos.
—¡Aquí está! —susurró la voz de un hombre justo delante de mí.
—Sácalo —susurró el otro—. El aduanero seguro que mirará aquí. En la cocina hay un sitio, donde…
No oí el resto. El bulto y los dos hombres desaparecieron. Engullí el aire fresco a bocanadas.
Era una noche oscura como boca de lobo. Había dejado de llover, en la chimenea silbaba un viento húmedo con olor a pescado, encima de mí negreaba un cielo sin estrellas. ¿Dónde estábamos…? Ahora ya sabía que debía encontrar un escondrijo mejor antes de llegar a la frontera. Pero ¿cómo salir de allí?
Me asomé con sumo cuidado. El capitán caminaba de un lado a otro por el puente con los brazos cruzados detrás del cuerpo. Volví a esconderme.
Otra vez pasaron minutos que parecían horas. De vez en cuando oía la voz del capitán dando órdenes por la bocina, luego volvía el silencio. Debajo de mí rugía el Danubio, por encima de mí ululaba el viento. No tenía la menor de idea de dónde estábamos, cuánto tiempo había dormido, qué hora era.
De súbito aulló la sirena y el barco aminoró la marcha. Se sucedían órdenes, ajetreo, se oía el ruido de pasos en cubierta. Atracamos.
—¡Gönyä! —gritó una voz—. ¡Control fronterizo!
Se me paró el corazón. Sabía que allí se decidiría todo. O salía de allí y superaba de alguna manera los controles de la frontera, o… No me atreví a continuar ese razonamiento. Si me llevan de vuelta por la fuerza y tengo que empezar todo de nuevo… no, no y no. Antes saltar al Danubio, degollar al guardia de frontera, antes…
Entonces algo me llamó la atención. La cubierta se había tranquilizado. Me quedé un rato escuchando sin respirar y luego me asomé por el extremo de la chimenea. Silencio, oscuridad, no había nadie en ninguna parte. Salí, pero mis pies aún no habían tocado el suelo cuando oí voces desde una de las escaleras.
Me tumbé boca abajo. Al otro lado también había una escalera; me arrastré hacia ella, rápido y sin hacer ruido. Solo me atreví a mirar atrás cuando la alcancé. Por la oscura cubierta se movían sombras uniformadas.
Me esfumé. La escalera conducía a la proa del banco, allí no me crucé con nadie. Pero el pasillo estaba bastante concurrido y noté asustado que todos los que pasaban a mi lado se me quedaban mirando.
No entendí qué pasaba. Huyendo de las miradas curiosas, buscaba un hueco oscuro donde esconderme, pero en vez de eso me topé con un iluminado salón de primera clase. Enfrente de mí colgaba un espejo y casi me caigo al verme. Tenía todo el rostro tiznado, la ropa llena de barro, los pantalones se me habían rajado y asomaban los calzoncillos.
Los ciudadanos de primera clase de la patria, sentados en sofás de terciopelo rojo, se quedaron pasmados al verme.
—Disculpen —balbucí con torpeza, y salí mareado.
Fuera ya no pude dominarme. El pánico se adueñó de mí, eché a correr. Bajé por la primera escalera que encontré, huyendo de la luz, para llegar cuanto más hondo mejor.
De pronto me encontré en las entrañas del barco, en un pasillo estrecho, manchado de hollín y mal iluminado. Cerca de mí zumbaban dinamos y en el aire se percibía el aliento cálido y excitado de las calderas. Bajo la planta de los pies tremolaba una estrecha pasarela de hierro y en mis manos la barandilla de acero caliente palpitaba como si fuera el pulso del barco. No, allí no había alfombras ni arañas de cristal ni monóculos ni indiferencia. Allí la realidad tangible y fiable yacía con las ingles descubiertas y desde su oscuro útero traía al mundo la luz, el calor y la fuerza.
Ese era mi mundo. Me tranquilicé un poco. Las máquinas rugían y zumbaban, todo traqueteaba, se estremecía y temblaba, y sin embargo, de alguna manera, todo era más agradable. Miré alrededor. No había nadie cerca. Los operarios, tal vez, hacían una pausa. Al otro lado de la puerta se oía el entrechocar de cacharros.
Avancé de puntillas. En la sala de máquinas no había nadie. Al pasar por delante de esta vi un grifo junto a la puerta. Allí podría lavarme, pensé, y volví a mirar alrededor. No vi a nadie, solo se oía el zumbido monótono de las máquinas. Me acerqué al grifo y metí la cabeza bajo el agua. En ese instante se abrió la puerta de enfrente.
Tenía ante mí a un maquinista joven. Me dijo algo que no entendí. Hablaba en lengua extranjera. «Claro, es un barco austríaco», pensé, y quise escapar corriendo. Pero entonces el maquinista me sonrió y me lanzó una toalla.
Lo miré sorprendido. ¿Pensará que soy del barco? No, no puede ser, ya que sin duda alguna conoce a todos los que trabajan aquí abajo, y los demás llevan uniforme. Entonces, ¿por qué sonríe?
Me sequé rápido y nervioso. El maquinista seguía parado frente a mí sin dejar de sonreír. Tenía un rostro agradable y sencillo. ¿Qué pensará? Tiene que saber que estoy en un aprieto. ¿Pensará, al igual que Elemér, que los proletarios deben ayudarse entre ellos? ¿O solo sonríe como hizo Cara de Pez, y terminará entregándome a la policía?
Entonces el maquinista volvió a hablar, pero ahora le entendí porque también hablaba con los ojos. Lanzó una mirada rápida y llena de significado hacia la ventana que daba al pasillo y yo seguí sus ojos asustado. Eran los guardias de frontera austríacos, que se acercaban.
El maquinista, sin decir nada, me indicó una puerta lateral y yo salí corriendo.
—Gracias —musité, y él también murmuró algo.
La puerta daba al depósito de carbón, en el que dos hombres semidesnudos trabajaban paleando. Me miraron, pero no dijeron nada, y yo seguí corriendo por aquel laberinto de almacenes, depósitos de herramientas y pasillos.
Al fin encontré la escalera. Subí por ella y llegué al mismo sitio de donde había salido. Casi me topé con los guardias de frontera húngaros.
Tuve suerte. Aquello sucedió en la proa del barco, donde convergían dos pasillos paralelos. Yo iba por el final del de la derecha cuando en las escaleras vi asomarse los pantalones de un aduanero que bajaba de la cubierta. Me dio tiempo a esconderme y ellos siguieron su camino por el otro pasillo. Ya han terminado la inspección arriba, constaté, y subí por la escalera.
No había nadie, así que volví a esconderme en la chimenea. Solo entonces me acordé de que, quizá, los austríacos aún no habían examinado la cubierta y que en ese caso me descubrirían. Quise salir, pero ya era tarde. Oí rumor de pasos. Ya me veía entre dos hombres armados que me obligaban a bajar del barco cuando de pronto bramó la sirena.
—En marcha —oí la voz de capitán, y noté que el barco se ponía en movimiento.
Me asomé. Lenta, casi imperceptiblemente nos alejamos de la orilla húngara. El jefe del puerto saludó al barco y se apagaron las luces encima del minúsculo punto de control en tierra.
Sería medianoche. Hungría dormía. Europa dormía. El mundo entero dormía. El número de desocupados aumentaba, Hungría servía de escenario para las operetas y el mundo cantaba con añoranza al bello Danubio azul, que discurría entre la Selva Negra y el mar Negro y por el que a un compás de tres por cuatro flotaban cadáveres de suicidas.
El barco viró lentamente en la oscuridad de la noche. Pensé en el maquinista sonriente. Ahora estaría ante una palanca, esperando la orden para accionarla. Sí, allí abajo, en la profundidad, ya habían vuelto al trabajo.
—En marcha —repitieron desde el puente de mando—. ¡A toda máquina!
Nueva York, 1947