Entré con sigilo por la puerta de servicio. Serían las tres de la madrugada, el hotel ya dormía profundamente. Subí al segundo piso a escondidas y me paré ante aquella puerta que tan bien conocía. El pasillo estaba desierto, no se oía ruido alguno en el apartamento. ¿Duerme? O quizá…
Me estremecí. Alguien parecía moverse dentro. ¿No habrá vuelto Doni de Ginebra? ¿O es que la mujer tiene compañía?
Escuché aguantando la respiración. Ahora nada se movía. Había un silencio tan profundo que me pareció oír el latido de mi corazón.
¿Qué haré si me abre Doni? O si…
Da igual.
Ya todo da igual.
Llamé a la puerta.
El pasillo reprodujo espectralmente el eco de los golpes. Aguardé agarrotado por el miedo. Nada. ¿No lo había oído? ¿O no había querido oírlo?
En la habitación de al lado alguien empezó a toser. ¿Los habré despertado? ¿Qué pasará si salen y…?
Que salgan. Ya todo da lo mismo. Volví a llamar.
Nada, nada en absoluto. Pasaron varios minutos y el mudo pasillo se llenó de rumores preocupantes. Se oyó un leve ruido, luego otro… ¿qué?… ¿dónde? Otra vez el agobiante silencio. ¿No estaré borracho?
Pasé a aporrear la puerta con el puño. Hacía un año, en una noche escalofriante, alguien había llamado del mismo modo. Ella se limitó a sonreír. «Ya se cansará», susurró, y luego me dijo al oído cosas totalmente distintas; estábamos en la cama, muy borrachos. ¿Con quién estará cuchicheando ahora? ¿Con Franciska?
De repente oí rumor de pasos en las escaleras del fondo. Un sudor frío me recorrió el cuerpo. ¿Quién vendría a esa hora? Huéspedes, seguro que no. Aquellas escaleras solo las utilizaba el servicio. ¿Sería el vigilante nocturno? ¿O tal vez el comandante? En una ocasión me lo encontré de madrugada. Pero aquella noche yo llevaba uniforme y a su vez el caballero de estricta moral sabía de sobra de dónde venía yo. No preguntó. Ahora seguro que sí lo haría.
No sabía cómo reaccionar. Los pasos se oían cada vez más cerca. Me sentí tan desamparado que giré el picaporte. La puerta cedió.
En el interior reinaban el silencio y la oscuridad. Cerré la puerta rápido y sin hacer ruido y me quedé a la escucha. El rumor de pasos seguía oyéndose. Afortunadamente, César no estaba en la antesala. «Duerme en el cuarto de Doni», pensé con alivio. Así que el viejo no ha vuelto.
Fuera volvió a haber silencio. ¿Se habrán detenido ante la puerta o habrán subido a otro piso?
Me acerqué de puntillas a la entrada del salón y miré por el ojo de la cerradura. En el interior había luz. Está aquí.
Llamé. Otra vez en vano. Finalmente abrí.
La habitación estaba sumida en una tenue luz verdosa, como en los cuentos de terror. Silencio. Nadie a la vista. Solo estaba encendida la verde lámpara de pie en el rincón, a su alrededor zumbaban bichitos nocturnos. Por la puerta abierta del balcón entraba el viento, que agitaba las cortinas en la penumbra.
¿Habría vuelto borracha? Era entonces cuando dormía tan profundamente. ¿O estaría despierta? ¿Estarían despiertos?
Daba igual. Ya todo daba igual. Me dirigí al dormitorio.
La puerta estaba entornada. Me asomé. Nadie. La cama estaba vacía. El cuarto de baño, a oscuras. ¿No estaba? O quizá…
Me deslicé hacia la habitación de Doni y me quedé largo rato escuchando con la oreja contra la puerta cerrada. Oí una especie de jadeo desde el interior. ¿César?… Claro que era César. ¿Quién iba a ser? «Me he vuelto completamente loco», pensé.
Miré el reloj. Las tres y cuarto. Llegará en cualquier momento. ¿Qué dirá si me encuentra aquí? Discúlpeme, su excelencia, por molestarla a estas horas. La vida de mi madre corre peligro y… ¡Qué idiotez! Qué le va a importar eso a ella. No, no saldrá bien. Es absurdo y melodramático. Debo decirle algo más sencillo, más objetivo. Al fin y al cabo solo se trata de un préstamo. ¿Qué son cien pengos para ella? El precio de cinco botellas de champán. Paga doscientos cincuenta por un vestido y luego se lo regala a una doncella. Tenga, madre, doscientos cincuenta pengos, con esto encontraremos dónde cobijarnos.
Me mareé, estaba terriblemente mareado. Me habían sentado mal tanto vino, tanta comida, tanta emoción; tenía unos retortijones terribles. Me desplomé en una silla y sentí escalofríos.
Y de repente todo se fundió. Creí que solo había cabeceado unos minutos, pero al mirar el reloj vi que eran las cuatro menos cuarto. Quizá no vuelva al hotel. Y yo allí, sentado y durmiendo, mientras mi madre…
Santo Dios, ¿cómo podía abandonarla? No debería dejarla sola toda la noche, por la mañana tendría que haber ido con ella a la ciudad. Una huésped me prometió doscientos cincuenta pengos, madre. Si me espera delante del hotel, subo a recoger el dinero y luego podrá ir a buscar casa. Sí, es lo que debería haberle dicho, o…
Me puse en pie de un salto. No es tan tarde. Si ahora vuelvo a casa a toda prisa, seguro que la encuentro en el piso del tío Gábor. Salí corriendo.
Sin embargo, me detuve en la antesala. De fuera llegó la voz de la mujer. Hablaba con un hombre, sus pasos se acercaban con rapidez. ¿Entrará con él?
Volví y corrí de una habitación a otra como si hubiera perdido el juicio. No sabía dónde meterme. ¿Debajo de la cama? No, imposible, no cabía. ¿El armario? Qué va, seguro que lo abrirá.
Finalmente salí al balcón y me acurruqué en un rincón tras una silla. Se abrió la puerta de entrada, y se oía la risa de la mujer en la antesala. Se reía de una forma peculiar, con trinos breves y roncos, como siempre que había bebido.
Venían directamente hacia mí. Su sombra se proyectó desde la habitación y la señora, de repente, apareció a la puerta del balcón.
—Aquí al menos hay un poco de aire fresco —dijo, y levantó el rostro para disfrutar de la brisa—. ¡Qué bochorno!
Apoyada contra la jamba de la puerta, completamente borracha, se abanicaba con la cabeza echada hacia atrás.
—Tráeme un cigarrillo —le dijo al hombre, que seguía dentro—. Hay una cajetilla encima de la mesa, ¿la ves?
—Sí —contestó él, y trajo la cajetilla.
No quise dar crédito a mis ojos. El «hombre», al que imaginaba como un caballero con frac, era un muchacho gitano de dieciséis o diecisiete años, uno de aquellos chiquillos miserables y harapientos que se pasaban la noche merodeando alrededor de los locales nocturnos y trataban de ganarse un dinerito tocando algo para los señores que se encaminaban a sus automóviles, siempre y cuando los policías o porteros no los espantaran. Llevaba el violín apretado bajo el brazo, se notaba que no entendía de qué iba el asunto. Era un chico bien parecido, de tez morena y ojos brillantes.
La señora lo miraba con una lánguida sonrisa.
—Fuma tú también —dijo con esa voz aguda y algo cantarina, y le puso un pitillo entre los labios.
El gitanillo sonreía bobo, incómodo.
—Señora —musitó—, ¿no habrá problemas?
La mujer se echó a reír.
—¿Qué problema podría haber?
—No sé —dijo el mozo encogiéndose de hombros—, este es un hotel… tan distinguido —hablaba entrecortadamente—, yo pensé que… cuando me invitó a subir a ese suntuoso automóvil… que tenía que tocar algo… es que usted ha bebido demasiado… y yo no quiero problemas.
—Borrico —dijo la señora, y con la yema del dedo le tocó traviesamente la punta de la nariz—. Anda, dame fuego.
El joven sacó nerviosamente las cerillas del bolsillo. Ella acercó el cigarrillo como si ofreciera sus labios y al inclinarse hacia delante, sus senos rozaron al muchacho. La cerilla tembló en las manos del jovencito, sus grandes ojos negros ardían de excitación. La mujer le echó el humo a la cara y se rio calladamente.
—Eres muy guapo —dijo sin más, y luego con los gestos lentos de un sonámbulo le quitó el violín de debajo del brazo y lo colocó sobre la butaca—. Ven, bebamos —susurró, y condujo al muchacho al interior, llevándolo del brazo.
Los miembros se me habían entumecido de tanto estar de cuclillas. Ahora que por fin habían entrado, me levanté, pero lo hice con tan mala fortuna que perdí el equilibrio y moví la silla.
—¿Ha oído? —exclamó dentro el muchacho.
—¿Qué? —preguntó la señora, que al parecer estaba preparando un cóctel.
—Ahí hay alguien —dijo asustado.
—¡Tonterías! —se rio ella—. Habrá alguien en el balcón vecino. Vamos, bebamos. Salud.
—A su salud.
Estaba agazapado en la oscuridad, como cuando las ranas aparentan estar muertas. Sudaba y apenas me atrevía a respirar.
Dentro se rompió el silencio:
—¡Señora!… Seguro que hay alguien allí fuera.
—No seas bobo.
—Se lo juro —insistió el muchacho—. Mírelo usted.
Oí cómo se ponía en pie y venía hacia el balcón. Se me cortó la respiración. Estaba seguro de que me descubriría, pero solo asomó la punta de la nariz.
—Qué va —dijo—, aquí no hay nadie.
Luego entró y cerró la puerta con llave.
Era una noche oscura, el aire estaba cargado, relampagueaba tras el monte del Castillo. Un viento cálido y húmedo zarandeaba el toldo. Abajo, el Danubio rugía con insidia.
El tiempo pasó. No tenía ni idea de la hora que era. A través de la puerta cerrada solo captaba fragmentos de la conversación; a veces entrechocaban las copas, y la señora se reía. Y yo en la oscuridad veía a mi madre salir de entre los bailarines, coger a escondidas el cuchillo del tío Gábor y metérselo bajo la blusa. Mientras, la gente seguía bailando czardas y los gitanos tocaban enloquecidos, hasta que de repente el edificio borracho se estremecía con un grito ensordecedor. Chillaba la sirena de la ambulancia, tintineaba la espada del policía que llegaba corriendo, se formaba un corro, rostros pálidos, por las escaleras bajaban un féretro negro.
Casi me eché a llorar de lo impotente que me sentía. Tengo que salir de aquí. Debo irme a casa antes de que sea demasiado tarde. Pero ¿cómo?
Así pasaron unos treinta o cuarenta minutos. Entonces, inesperadamente, se abrió la puerta y me quedé atónito al ver al gitanillo salir al balcón. Venía solo. Sin ella.
Dentro había un silencio mortal. El chico se movía nervioso por el balcón, se sentaba, se levantaba, se sentía perdido.
¿Dónde estaba la señora? ¿Qué había pasado? Me acordé de noches estremecedoras de invierno en la aldea cuando, mientras desgranábamos el maíz, las viejas contaban historias de miedo sobre gitanos sedientos de sangre. Llegué a pensar que la mujer de Doni estaba tendida en su dormitorio, sin vida. Pero de pronto oí su voz.
—Gaspár, cielo —arrulló.
—Sí, señora.
—Ven, báñate tú también.
Se me encogió el estómago. Así que a todos los manda bañarse primero. Una mujer muy aseada.
El gitanillo entró corriendo. «Mientras se lava —pensé—, podría hablar con ella.» Sabía que no era el momento más apropiado, pero ¿qué podía hacer? Daba igual. Ya todo daba igual.
Entré a gatas. En el salón no había nadie. Avancé por la mullida alfombra sin hacer ruido, agucé el oído, olfateé como una fiera en el matorral. La puerta del dormitorio estaba abierta. La señora se encontraba junto a la cama, llevaba una bata, estaba de espaldas a mí. En la mesita de noche había una lámpara encendida y debajo de ella destellaban sus joyas. «Con una piedra de esas podría salvar la vida de mi madre», pensé.
En el cuarto de baño el agua empezó a borbotear con estruendo. «Ahora el gitanillo no puede oírme», me dije, y me levanté despacio y con cautela. La mujer se quitó la bata y desnuda se metió en la cama. Aparecí en la puerta del dormitorio. Del susto dio un grito.
—Cállese —le dije, y de un salto me puse junto a la cama—. Y escúcheme.
Recuperó la sobriedad de golpe.
—¿Qué haces tú aquí? —me preguntó con voz apagada.
De lo nervioso que estaba no supe qué contestar, pese a que desde que había salido de casa no había hecho más que pensar palabra por palabra lo que tenía que decirle. Dios sabe cuántas versiones habría elaborado, pero entonces no me acordé de ninguna. Solo acerté a tartamudear como un idiota:
—Por favor, deme doscientos cincuenta pengos.
Alzó la cabeza presa de la ira, pero luego, al parecer, cambió de idea. Cuando habló tenía la voz calmada:
—¿Cuánto?
—Doscientos cincuenta —repetí algo aliviado; iré en taxi, pensé, quizá entonces llegue a tiempo.
Alargó la mano hacia la mesita de noche y luego fijó los ojos en mí.
—¿Chantaje? —preguntó en voz baja, con voz ronca, y sacó una pequeña pistola con incrustaciones de nácar—. Andas equivocado, sucio campesino —susurró, y me apuntó—. ¡Lárgate!
—Por favor —balbucí—, escúcheme… yo…
—¡Que te largues! —repitió—. Largo de aquí o te mataré como a un perro.
Vi que cualquier esfuerzo era inútil.
—Vamos, dispare —le grité—. Pero yo no me muevo de aquí hasta que me dé el dinero.
Seguramente ella esperaba otra cosa. Vaciló unos instantes, luego se volvió con la rapidez de un gato y levantó el auricular del teléfono. En ese instante agarré una sortija con un brillante que había sobre la mesita de noche y desaparecí.
No oí lo que decía por teléfono, ni si llamaba de veras. Bajé las escaleras a toda prisa y me escurrí por la entrada de servicio. En ese preciso momento pasaba un taxi, lo cogí y di la dirección de la casa de empeños.
—Corra —ordené—. Le doy un pengo de propina.
Solo tenía cincuenta florines. «Da igual», pensé. Con un poco de suerte aún llegaría a tiempo.
El coche pasó a toda velocidad por las calles desiertas. En media hora llegamos a Újpest.
—Espere aquí —dije ante la casa de empeños—. Enseguida vuelvo.
Serían las cinco, la puerta estaba aún cerrada. Apreté el timbre con impaciencia. Debía de ofrecer un aspecto lamentable, porque el viejo portero, que estaba muerto de sueño, me examinó con recelo.
—¿Adónde va?
—A la casa de empeños.
—¿A esta hora? ¿En plena noche?
—Un asunto familiar. Es urgente.
Le extendí el dinero que debía pagarle por abrirme el portal. Hubiera entrado aunque fuera por encima de su cadáver, porque todo me daba lo mismo, ya no me preocupaba nada.
Crucé el patio y llamé a la puerta del prestamista. El viejo con cara de pez acudió en camisa y calzoncillos. Se enfureció al verme.
—¿Cómo te atreves a despertarme? —me gritó con voz gutural.
—Es urgente —aclaré extenuado—. Me manda un huésped.
El viejo abrió sus ojos de lucio llenos de legañas.
—¿Un huésped? ¿Qué huésped?
—Un huésped del hotel —farfullé nervioso, y saqué la sortija del bolsillo.
Cara de Pez la observó y la expresión de su rostro cambió. Me lanzó una mirada sagaz.
—¿Por qué es tan urgente?
—Necesita dinero.
—Hum —gruñó con suspicacia, acercando el brillante a la luz.
—Dese prisa —le dije con impaciencia—. Me espera un taxi.
Sus ojos de pez se clavaron en mí.
—¿Taxi?… ¿Ya vas en taxi?
Sentí que me ponía colorado.
—Lo paga el huésped.
—Hum —dijo algo entre dientes, y me indicó que lo siguiera.
Pasó en silencio por la antesala que olía a cebolla y a través de la puerta trasera me condujo a la casa de empeños. Encendió la luz, se sentó, sacó una lupa y examinó la sortija.
—¿Cuánto quiere el huésped? —preguntó por fin.
Ahora sé que el «huésped» hubiera pedido cuatro o cinco mil pengos, pero entonces yo no tenía ni idea de lo que valía. Esquivé la respuesta.
—¿Cuánto me daría usted, señor?
Cara de Pez no dio su brazo a torcer.
—He preguntado cuánto quiere el huésped.
Pensé que seguramente valdría cien pengos, así que dije:
—Doscientos.
—¿Doscientos?
Esbozó una extraña sonrisa. Pensé que había pedido demasiado.
—Bueno —dije irritado—, entonces deme ciento cincuenta.
—De noche no tengo tanto dinero en casa —contestó, pero en vez de devolverme la sortija, se encaminó a la puerta.
—¿Adónde va? —pregunté.
—A llamar a mi cuñado —gruñó—. Tal vez pueda prestarme algo.
Eso ya no me gustó. Si hubiera hecho caso a mis instintos, le habría arrebatado la sortija y salido corriendo. Pero ¿adónde?, me pregunté. La ciudad aún dormía, las casas de empeño no abrían hasta varias horas más tarde y entonces tal vez no podría salvar a mi madre ni con el legendario tesoro del rey Darío. Además, Cara de Pez no esperó a que yo respondiera, sino que salió sin más. ¿Qué podía hacer? Me encogí de hombros. Daba igual. Ya todo daba igual.
Al cabo de unos minutos el viejo volvió y me lanzó una sonrisa alentadora.
—Enseguida viene.
—¿Trae el dinero?
—Sí.
Al rato, en efecto, sonó el timbre. El viejo salió arrastrando los pies y yo miré el reloj con alivio. Las cinco y cuarto. Seguramente continuarían bailando. En diez minutos estaría en casa.
Pero entonces apareció un policía barrigón con bigote de gato.
—Venga, muévete —me gritó—. Calladito y andando.
—Pero, señor —balbucí desconcertado—, tengo que irme a casa… yo…
—Vas a estar mucho tiempo sin ir a casa —gruñó, y se abalanzó sobre mí echándome encima el aliento de pálinka.
—Señor agente —le supliqué reculando—, ¡escúcheme! Mi madre… mi madre…
Un porrazo tremendo, el policía arrastrándome afuera, y lo demás solo lo recuerdo como en un sueño confuso. Rostros curiosos. El portero diciendo que él «enseguida» se había dado cuenta. El chófer vociferando para que le pagara. Cacheos, maldiciones, golpes y más golpes. El policía me mete en el coche con brusquedad. El vehículo avanza a toda prisa y se detiene. Me sacan del coche sin miramientos. Me empujan por una puerta. Escaleras, pasillos, puertas, rostros, uniformes. Me tiran a un despacho. En la pared un reloj. La manecilla de los minutos está sobre el número once. Faltan cinco minutos para las seis. Dentro siguen bailando czardas, los gitanos tocan con frenesí y un tremendo chillido interrumpe la fiesta.
—¿Por qué lloras? —me grita alguien—. Contesta, la madre que te parió, o te hago picadillo.
Volví a la realidad. Tenía delante de mí a un tipo soñoliento, de rostro redondo, que me enseñaba la sortija de la excelentísima señora. Lo miré como si en verdad acabara de volver en mí.
—¿Cómo dice?
—¡No te hagas el idiota, carajo, contesta! ¿De quién es esta sortija?
Se lo dije. El hombre dormido se despertó de inmediato, como si hubiera pronunciado una fórmula mágica. Era un pobre y mísero detective, un funcionario del regio Estado húngaro, y había pocos funcionarios en la regia patria que no desearan tener algún vínculo con Doni. El buen hombre apenas pudo disimular su alegría, seguramente ya se veía ascendido. Lo quiso saber todo sobre sus excelencias, absolutamente todo. Rumiaba como una vaca entrometida, masticaba detalles insignificantes que nada tenían que ver con el asunto y, entretanto, en la pared seguía oyéndose el tictac del reloj. Las seis, las seis y cuarto, las seis y media… Por las escaleras ya bajaban el ataúd.
Finalmente llamó al hotel, pero a la excelentísima señora no le pasaron la llamada. Su excelencia tenía asuntos más importantes de que ocuparse.
—¿A qué hora suele levantarse?
—Hacia las once.
—Entonces continuaremos nuestra charla a esa hora —dijo con una sonrisa maliciosa, e indicó al agente que podía sacarme de allí—. Que lo vuelvan a traer a las once.
¡A las once!… Dios santo… ¡A las once!…
El policía me empujó a una celda pestilente donde se hacinaban los delincuentes con menos pretensiones de la patria. Había una anciana de setenta años que pasaba el rosario moviendo los labios en silencio; una ramera adolescente que con la impasibilidad de un contable detallaba los pormenores técnicos y comerciales de su oficio; un burgués remilgado que con gesto arrogante y los pantalones subidos alardeaba de sus calcetines de seda y de su superioridad; y un vagabundo harapiento, semidesnudo, cubierto de una capa de mugre renegrida que parecía esmalte. Había un obrero serio, de bigotes entrecanos y con conciencia de clase que se mantenía de pie y en silencio en medio del murmullo de la muchedumbre, y un joven gamberro, altivo y fanfarrón que en el tranvía le había robado dos pengos a un pasajero y ahora se las daba de gran ladrón, como si hubiera saqueado el Banco Nacional.
Todos esperaban a ser interrogados. De vez en cuando se abría la puerta y un policía gritaba algún nombre; entonces alguien atravesaba a duras penas la muchedumbre y salía con el rostro descolorido. Había un bullicio terrible. Junto a mí reñía un joven ladrón de bancos, experto en perforar cajas fuertes, con dos colegas mayores. Echaba pestes de ellos por no adaptarse a los nuevos tiempos, les decía que ya no se podían hacer las cosas así, que él ya los había advertido. Una joven desgreñada lloriqueaba mientras un bebé mamaba de su flácido pecho. Detrás, en secreto, se jugaba al siete y medio, mientras el profeta de una secta prohibida recitaba la Biblia y prometía la llegada inminente de otro diluvio. Luego se oyeron unos chillidos de escándalo porque un borracho había vomitado; todos se apartaron del tipo, que no se tenía en pie, y en medio de la estampida a una mujer le dio un ataque de histeria. Soltando espumarajos, la emprendió a golpes contra la puerta pidiendo que la dejaran salir, que se ahogaba. Entonces entró un policía y le dio una buena zurra con la porra, lo que la hizo callar.
Poco a poco llegó la mañana. Por la ventana empezó a filtrarse una luz verde grisácea, como de aguas fecales. El reventador de cajas fuertes se quedó dormido de pie, apoyándose en mí y roncando suavemente.
De pronto tuve la desagradable sensación de ser espiado. Al fondo de la celda había tres muchachos con aspecto de aprendiz; hasta entonces no los había visto entre aquel hervidero de gente. Al observarlos desviaron la mirada, pero de un modo u otro surgió entre nosotros un contacto vago e inquietante, alguna relación que no puede explicarse con palabras, una especie de corriente eléctrica, como entre antenas que funcionan en la misma onda. Eran unos chicos reservados y serios, como eran en Hungría los proletarios de menos de veinte años, a los que todavía no habían quitado la capacidad de asombro a fuerza de golpes. Los observaba con el rabillo del ojo, disimuladamente, como solía hacer con los huéspedes del hotel, y a veces me daba cuenta de que ellos también me miraban a hurtadillas. Más tarde comentaron algo entre susurros y uno se me acercó.
—¿Camarada? —preguntó en voz baja.
La palabra me provocó un calor placentero.
—Sí —asentí.
El muchacho me extendió la mano y nos sonreímos.
—¿Cuándo te detuvieron?
—Esta madrugada.
—A nosotros también —musitó—. Llevábamos panfletos. ¿Tú también estás en la clandestinidad?
—No.
—¿Entonces?
Me ruboricé. Nunca antes había sentido tanta vergüenza.
—Pues… una sortija… —balbucí—. Necesitaba el dinero y…
El rostro del joven cambió repentinamente y no pude terminar la frase. Me atraganté con las palabras, no fui capaz de continuar. Él no preguntó nada, se quedó un rato a mi lado. Luego volvió sin chistar con sus compañeros. Sabía que hablaban de mí y no me atreví a mirarlos.
Me quedé allí como si acabaran de leer mi sentencia. Hasta entonces no me sentía culpable, del mismo modo que el soldado tampoco se siente culpable cuando el enemigo lo hace prisionero. Hay lucha de clases y soy un soldado del proletariado: hasta entonces lo había visto así. Pero de repente desperté a la realidad. ¿Soldado del proletariado?… Eso eran palabras mayores. La realidad era muy distinta, más humilde, como estos muchachos proletarios reservados y serios que por las noches repartían octavillas y soportaban la humillación, la cárcel, los horrores para luego volver a empezar. Sí, ellos sí son soldados del proletariado. Ellos han luchado, han hecho algo, pero tú… tú has robado. Ellos han llegado a la cárcel como prisioneros de guerra a los que el enemigo ha capturado en las trincheras, pero tú… tú no eres más que un ladrón cualquiera al que han pillado con las manos en la masa, un delincuente gris, miserable, de pacotilla. Me odiaba, y a ellos también, odiaba al mundo entero.
—¡No te apoyes en mí! —le gruñí al experto en cajas fuertes y lo empujé con tremenda furia.
Fue la gota que colmó el vaso; ya no era responsable de mis actos. El pobre hombre, al que acababa de despertar, no dejó la afrenta sin respuesta, se puso chulo, y entonces le di tal puñetazo que le empezó a sangrar la nariz.
En ese instante se abrió la puerta y el policía gritó mi nombre. «¡Vamos —me dije—, también te voy a dar a ti, Cararredonda! ¡Ahora me cargo a todo el mundo! Ya todo da lo mismo.»
Sin embargo, Cararredonda me recibió con una sonrisa.
—Anda, sinvergüenza —dijo—, tienes una suerte que no te la mereces.
No entendí a qué se refería, observé su sonrisa con recelo.
—¿Suerte?… ¿Cómo que suerte?
—Pues que su excelencia no quiere meterse en asuntos sucios. Me pidió que te dejara libre.
No quería dar crédito a lo que oía.
—¿Me sueltan? —pregunté muy excitado.
—Con una condición —apuntó—. Solo si prometes no volver a cruzar el umbral del hotel.
—Sí, señor —balbucí.
—¿Me lo prometes?
—Se lo prometo.
—Bien —y asintió con la cabeza—, entonces ya puedes irte. Pero si te atreves a presentarte otra vez en el hotel, la excelentísima señora te echará el guante. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Entonces, ¡lárgate!
No me lo tuvo que decir dos veces. Me largué y no me detuve hasta llegar a casa.
A medida que me acercaba al del edificio caminaba más despacio y el corazón me latía más rápido.
La zona estaba desierta y el edificio se acurrucaba como un camello solitario en un mar de solares abandonados. Delante del portal había una carretilla con muebles viejos y decrépitos.
Tres chiquillos andrajosos se afanaban alrededor de la carretilla. Un hombre, posiblemente su padre, cargaba a cuestas una mesa hacia el portal. Se trasladaban. A nuestro piso.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó ya con la seguridad del inquilino el menor de los chiquillos, que tendría unos cinco años y tuberculosis.
No le contesté. Ahora odiaba incluso a ese chiquillo de cinco años. ¡Se mudaban a nuestro piso!
—Vivo aquí —afirmó el chiquillo con orgullo—. ¿No se lo cree?
—Vete al cuerno —le espeté y observé nervioso el portal para ver si estaba el portero.
—Le juro que vivo aquí —insistió el niño—. Porque el tranvía le cortó la pierna a mi madre y le dieron trescientos pengos, y ahora somos ricos y ya no tenemos que dormir bajo los arbustos. Yo esta misma noche dormiré en una habitación. ¿No se lo cree?
—Sí —dije avergonzado, sin dejar de observar la entrada—. ¿Conoces al portero?
—¿A ese tipo grandote y pelirrojo?
—Sí, a ese. Vamos, entra y mira si está. Pero no digas que te he enviado yo.
—De acuerdo —dijo con una sonrisa cómplice, y entró corriendo. Un minuto después ya lo tenía delante resoplando:
—No está.
Subí subrepticiamente al primer piso y llamé a la puerta del sabatario. Me abrió despeinado, con los ojos legañosos, pero al verme se despejó de un modo alarmante. Su mirada zigzagueaba, su rostro palideció bajo la barba bermeja.
—Buenos días, Béla.
—Buenos días, tío Áron.
Después callamos. Evidentemente esperaba que hablara yo, y yo me quedé mirando su cara asustada sin poder decir nada.
—¿Ah, vienes del San Roque? —preguntó al fin.
—¿De dónde?
—Bueno, no te asustes tanto —dijo con precipitación—. Aún estaba viva cuando la metieron en la ambulancia. Te juro que estaba viva. Estaba a su lado.
—¿Qué pasó?
—¿Es que no lo sabes?
—No.
El sabatario tragó saliva. Luego dijo:
—Se tiró al patio.
—¿Desde el tercer piso?
—Sí.
—¡Dios santo!
El tío Áron me agarró del brazo, me hizo sentarme y salió a por agua. Pero cuando volvió yo ya estaba otra vez de pie.
—¿Mi padre está en el hospital?
—No.
—¿Y dónde está?
—No lo sé. Se fugó de los polizontes.
—¿Querían detenerlo?
—Sí. Lo denunció el portero. Aún estábamos de fiesta, bebiendo, cuando se nos echaron encima. El poli ya estaba delante de él cuando inesperadamente se fundió la bombilla. Cuando lograron hacer algo de luz ya había desaparecido.
—¿Ni siquiera sabe qué le pasó a mi madre?
—No. Eso fue después. En medio del caos de repente oímos un tremendo chillido y…
No terminó la frase. Se quedó con los ojos clavados en el suelo, meneando su flaca cabeza de Cristo. Fuera se oían los gritos del portero, reñía con el nuevo inquilino, por desconchar la pared al subir los muebles.
El tío Áron me miró.
—¿Tienes donde pasar la noche?
—No.
—Pero aquí no puedes quedarte. El portero también te haría detener.
—Claro. Ya lo sé.
Volvió el silencio. El tío Áron se acercó al armario, abrió un cajón y rebuscó en él. Luego se acercó y me colocó dos pengos en la mano.
—Es todo lo que tengo —dijo en voz queda—. Cuánta miseria. Que Dios te bendiga, hijo.
—Que Dios le bendiga, tío Áron —musité, pero seguí allí sin poder moverme.
—Tienes que irte —dijo—. Si llegas tarde no te dejarán entrar en el hospital.
Así que me fui. Las piernas aún me funcionaban, pero la cabeza ya no. No me queda ningún recuerdo de aquel camino. No sé cómo llegué al hospital, tampoco entonces lo supe. De pronto estaba allí, en el cubículo del médico de guardia donde aquella madrugada habíamos esperado tanto tiempo con mi padre. Ahora no tuve que esperar.
—Murió en la ambulancia —dijo el médico—. Si quiere, pueda verla abajo, en la morgue.
—Sí —asentí, y como si hubiera dicho algo sumamente gracioso, me eché a reír.
Luego perdí el conocimiento.