Al día siguiente el médico que atendía a mi madre nos comunicó sin más que se estaba muriendo.
—Prepárense para lo peor —dijo—. No creo que llegue a mañana.
Pero llegó. Apenas dos semanas después, una tarde en que mi padre y yo estábamos en la cocina lavando, se abrió la puerta y mi madre apareció entre el vapor, como una visión. No dábamos crédito. El primer día, cuando la visitamos en el hospital, estaba postrada en cama y no tenía ganas ni de sentarse.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mi padre—. ¿Te has escapado?
—¿Yo? —dijo con resignación.
—Entonces, ¿cómo es que estás aquí?
Sus pálidos labios se desdibujaron en una sonrisa patética.
—Me he curado —dijo, y soltó una breve risa.
Creíamos que estaba de broma. Apenas podía tenerse en pie.
Mi padre la miraba negando con la cabeza.
—¿Cómo has podido hacer algo así?
Mi madre volvió a reírse, pero ahora no pudo parar. Le entró también un ataque de tos y la cara, entre las sacudidas de las carcajadas, se le puso azul.
—¿No lo entiendes? —preguntó ahogándose—. El médico en jefe dijo hoy a mediodía que me había curado. Primero yo también pensé que lo decía en broma, pero luego se me acercó la enfermera para decirme que me levantara, que otra necesitaba la cama. Así que me he curado.
No dijimos nada. ¿Qué podíamos decir? Quedaba colada por hacer, así que lavamos. Mi madre entró en la habitación para hacer la cama, pero no tenía fuerzas ni para eso.
—Miska, ¿podrías hacer la cama? —le preguntó a mi padre—. Estoy agotada.
Mi padre entró y yo seguí lavando. Habíamos trabajado día y noche, pero aún no teníamos los noventa y seis pengos. Ya era 26 de septiembre y en la caja de jengibre no había ni setenta pengos. ¿Qué diría mi madre?… Aguardé angustiado, pero la puerta de la habitación estaba cerrada y en el fogón hervía el agua para lavar. No oí nada.
Al cabo de un rato salió mi padre; venía de puntillas y estaba muy pálido.
—La pobre está durmiendo —susurró—. Se ha dormido nada más poner la cabeza en la almohada.
—¿No ha preguntado por el alquiler?
—No, aún no. —Mi padre torció el gesto con amargura—. Pero no te preocupes —murmuró—, ya preguntará mañana.
No preguntó. No preguntó nada, no dijo nada, solo callaba, estaba tan callada como las tierras baldías de las afueras de la aldea; se decía que estaban «malditas» y que en ellas, según las viejas supersticiosas, germinaba la «simiente negra». Por la mañana se levantó a duras penas, y se acercó a la artesa, pero cuando mi padre la mandó de vuelta a la cama no protestó. Regresó a la habitación, se sentó junto a la mesa y fijó los ojos en el mantel. Así permaneció horas, sin apenas moverse. Su rosario colgaba de una pequeña cruz a la cabeza de la cama; no lo tocó, ya no lo necesitaba. No volvió a rezar. Ya no tenía nada que decirle a Dios.
—¿Por qué no vas a misa? —propuso mi padre.
—No quiero ir.
—¿Por qué no?
—¿Para qué?
Esas palabras le cayeron de la boca como aves muertas. Mi padre y yo nos miramos, y el pesar nos cerró la boca. En la habitación parecía soplar un viento gélido, me entraron escalofríos pese al vaho del agua caliente.
Las horas pasaban lenta y penosamente. Libraba y últimamente aborrecía los días libres. Habían pasado ya dos semanas desde mi visita a Angyalföld, pero Imre aún no me había llamado. Estaba presa de la inquietud, lleno de malos presentimientos, y siempre temía que no estuviera en el hotel cuando me llamara. Sabía que en ese caso volvería a llamarme al día siguiente y que solo se perdería un día, pero a mí incluso eso me parecía demasiado.
Cada minuto me parecía demasiado. Me sentía muy impaciente, como si me hubieran condenado a muerte y esperara la noticia del indulto por boca de Imre, y eso que sabía perfectamente que en Hungría aquello que tanto anhelaba a más de uno le había costado la vida.
¿Por qué estaba tan impaciente? ¿Era un fanático? No lo sé. Esta clase de palabras me infunde sospechas. Yo quería vivir como cualquier otra persona, a ser posible vivir bien y sin peligros. El peligro solo lo buscan los que se han hastiado de la falta de peligro, y los que en Hungría habían nacido pobres no corrían ese riesgo. No, el proletario no se dedica a cazar leones si no es necesario. Pero era necesario. Yo no tenía otra salida. Asumí el peligro como la mujer asume los riesgos del parto, porque piensa en la vida que llega y sabe que no hay vuelta atrás.
Solo entonces comprendí por qué se habían podrido en mí los poemas, por qué no había sido capaz de escribir, ni siquiera en los días de prosperidad, cuando en mis bolsillos tintineaban las monedas ganadas con facilidad y en casa aún todo estaba en su sitio. Ahora todo estaba en desorden y, sin embargo, tras catorce o quince horas de trabajo, mareado por el hambre y el agotamiento, tenía que coger el lápiz. Los poemas me salían casi hechos, y cada uno de ellos constituía un sí a la vida: eran un amén y un aleluya. Yo vivía en la sólida realidad de un hotel de lujo y de un antro miserable; sin embargo, por encima o por debajo de ella, flotaba a la vez en ese limbo que solo conocen los locos y los creadores. Era como una especie de permanente embriaguez sobria, un éxtasis despierto. La superficie llana de la realidad estaba iluminada por luces maravillosas, las imágenes harto conocidas adquirían profundidades nuevas, todo era más sencillo y complejo, más comprensible y enigmático. ¿Pasar hambre? ¿Perder el hogar? ¿Romperme las costillas? ¿Morir? Ya nada me daba miedo, solo aquel terrible «¿para qué?» que acababa de pronunciar mi madre, y yo estaba dispuesto a asumir cualquier riesgo sin vacilar con tal de no tener que pronunciarlo.
Así me preparaba para la tarea que me esperaba, así aguardaba lo que el destino me deparase. Por la mañana me despertaba pensando: «Es hoy, hoy se cumplirá», y por la noche me acostaba deseando: «Mañana, será mañana». Pero un día me llamaron por teléfono y todo sucedió de otra forma.
Fue un lunes, el 29 de septiembre. Serían las dos de la tarde cuando, al salir del ascensor de servicio, Boldizsár me dijo con el rostro indiferente:
—Te llaman.
Me emocioné tanto que, haciendo caso omiso a las leyes de la casa, fui corriendo hasta la cabina. Oí una voz de mujer.
—¿Es usted, Béla?
—Sí, ¿quién habla?
—No importa —me contestó en voz baja—. Han detenido a Imre.
Se me cortó la respiración.
—¿Lo han detenido?
—Hace una semana. Hoy he ido a verlo a la prisión de la calle Markó. Le manda recuerdos.
—¿No ha dicho nada más?
—No.
—¿Tampoco que… cuándo podría encontrarme con… ustedes?
—Ahora no podrá ser, pasará algún tiempo.
—¿Por qué no? —pregunté puerilmente—. Imre me lo prometió.
—Debe entender que es imposible —contestó escuetamente, con impaciencia—. Tengo que colgar.
—¡Espere! —grité—. Oiga… oiga…
Se oyó un chasquido, la comunicación se cortó. Primero me engañé a mí mismo diciendo que la línea se había cortado por casualidad, pero esperé en vano, el aparato no volvió a sonar. A través del cristal de la cabina veía el reloj eléctrico cuya manecilla daba un salto cada sesenta segundos, con una monotonía exasperante. Un minuto, cinco minutos, diez minutos. Ya no me engañaba, sabía que todo era en vano, pero seguía allí, en la cabina, sin moverme.
¿Para qué?
Teníamos que pagar el alquiler el 30 de septiembre. «En caso contrario —constaba en la carta del banco—, tendrán de plazo hasta la medianoche para abandonar la vivienda.»
El asunto me tuvo preocupado todo el día y por la tarde al llegar a casa pregunté nada más llegar:
—¿Qué hay?
Mi padre se rio.
—¿Qué iba a haber?
Estaba sentado sobre la mesa, columpiaba los pies, sus dientes fuertes y hermosos brillaban al reírse. No entendía por qué estaba de tan buen humor. ¿Acaso había sucedido algo mientras estaba fuera de casa?
—¿Lo habéis podido solucionar?
—Aún no hemos hablado con el alemán —dijo mi padre, pero lo dijo tan alegre que el asunto me pareció aún más incomprensible—. No quería que tu madre fuera sola —explicó con desenvoltura, sonriendo—, y ella dijo que sería mejor que yo no la acompañara, de modo que irás tú con ella.
—De acuerdo —asentí, y observé nervioso a aquel hombre radiante.
¿Qué había pasado?
Mi madre callaba, como siempre. Estaba sentada a la mesa, con la mejor ropa que tenía; la pobre parecía prepararse para una audiencia real. Se le notaba cierta solemnidad, y en su rostro la excitación ardía en forma de manchas moradas. Mi padre parecía tan tranquilo y despreocupado, sentado encima de la mesa, columpiando los pies, que casi llegué a pensar que al final había logrado reunir el dinero.
—¿Cuánto hay? —pregunté.
—Setenta y cuatro pengos —dijo con altivez, como si no supiera que teníamos que pagar noventa y seis—. Vamos, ¿por qué pones esa cara tan triste? —preguntó, y volvió a echarse a reír—. Tú y tu madre sois la repera. No pensaréis que nos van a echar por veintidós pengos. ¿Te crees que el banco es idiota? Saben muy bien que entonces perderían todo el dinero. No están tan locos como para tirar setenta y cuatro pengos por la ventana.
Sabía que esa forma de hablar tan desenfadada iba dirigida a mi madre, pero yo también empecé a sentir el cosquilleo de una vaga esperanza.
—Es verdad —dije, y lancé una sonrisa alentadora a mi madre—. En tal caso, vamos. Mejor pasar este trance cuanto antes.
A mi madre aún le costaba mucho esfuerzo bajar las escaleras. Se agotaba, tosía cada dos por tres, se ahogaba. A su corazón tampoco le sentaron bien las tres plantas, tuvimos que esperar un buen rato ante la puerta del portero para que recobrara el aliento. Entonces se irguió como un soldado y llamó a la puerta suave y humildemente, y también hizo esfuerzos para sonreír, como debe hacerlo una mujer pobre bien educada.
—Pasen —gritó el portero desde dentro, y entramos.
—Buenas noches —dijo mi madre.
—Buenas noches —dije yo.
El portero no dijo nada. Estaba sentado a la mesa, echando cuentas en un libro, como un Dios severo que suma los pecados de los mortales y se dispone a juzgarlos.
Nos detuvimos en la puerta y esperamos muy humildemente. El portero había remozado su piso con esmero desde que su esposa se había trasladado al cementerio. La mujer no había muerto aún y él ya se estaba jactando en la tasca de que, tras mucho lamentarse ante las autoridades, había conseguido para ella un entierro gratis, y que con el dinero ahorrado volvería a amueblar la casa para que «nada le recordara a ese espantajo del demonio». En efecto, no quedaba nada que la recordara. Todo era nuevo pero al portero no le había costado ni el precio de un entierro de tercera clase. Se lo habían hecho todo «como favor de amigo» los vecinos del edificio, que eran expertos en sus oficios pero no lo eran tanto, lamentablemente, a la hora de pagar el alquiler. El portero no los había invitado ni a una copita de pálinka. No había mostrado estima ni por la Virgen María, ni por ella había querido pagar. Tenía una imagen colgada sobre la cama, pero la había obtenido del tío Mátyás sin pagar, a fuerza de chantajes. Este era muy devoto y se resistía a desprenderse de ella, pero acabó regalándola porque, ¿qué remedio le quedaba? El portero ya había dejado de interesarse por su esposa.
Nosotros también habíamos dejado de interesarle. Seguía sumido en sus cálculos sin hacernos caso. En el cuarto reinaba un silencio sofocante y un penetrante olor a perfume barato. Últimamente el portero se perfumaba. Cierto es que antes también olía, pero no se trataba de un olor agradable. Había cambiado, al igual que su casa; iba acicalado y tremendamente elegante. Compraba sin tino la ropa que desechaban los señores, los domingos se ponía zapatos de charol negro y blanco y del brazo se colgaba un bastón de paseo con empuñadura de plata. También había cambiado en el plano político, pero de momento eso solo se manifestaba en el bigote al estilo de su ilustre compatriota Adolf Hitler. Ante las autoridades seguía declarándose húngaro, y en las elecciones —a cambio de una remuneración razonable— seguía soltando arengas patrióticas.
Por fin alzó la vista.
—¿A qué han venido?
Sus palabras nos llegaron como escupitajos a los ojos. Pero mi madre siguió sonriendo muy humildemente.
—Hemos traído setenta y cuatro pengos, señor portero —dijo en voz baja, nerviosa, y miró al hombre omnipotente para comprobar si la castigaba o la indultaba.
No hizo ni una cosa ni otra. Estaba entretenido con un puro que no tiraba bien, tenía el rostro inescrutable, como los caminos del Señor.
Mi madre hizo acopio de valor.
—Señor portero, verá la buena intención…
El señor portero se echó hacia atrás en su silla mientras chupaba con esfuerzo aquel puro asmático.
—¿Qué buena intención? —preguntó con sequedad.
—Pues que… hemos traído setenta y cuatro pengos —repitió mi madre—. Es mucho dinero, señor portero.
El señor portero no se manifestó.
—Depende —dijo evasivamente y, como mi madre seguía sin moverse del hueco de la puerta, le espetó con impaciencia—: Vamos, ¿qué hace ahí parada? Deme el dinero.
Mi madre me miró como si esperase un consejo, luego se miró titubeante los zapatos y al fin se acercó al portero y le entregó el dinero. Lo contó, pero siguió sin dictar sentencia.
—Setenta y cuatro pengos —constató en tono neutro—. Enseguida le doy un recibo.
—Gracias, señor portero.
El señor portero se puso en pie, sacó el cuaderno del cajón del armario y se volvió a sentar a la mesa con mucha majestuosidad. En el silencio se oía la pesada respiración de mi madre. El portero se inclinó hacia delante, mojó la pluma en el tintero y antes de empezar a escribir le dijo a mi madre:
—Espero que conozca las disposiciones legales —gruñó bajo sus bigotes de Hitler—. No pueden llevarse nada de la casa. Mañana la embargaremos.
Al parecer, mi madre no le entendió, porque siguió tratando de sonreír.
—Perdone, ¿qué harán?
—Embargaremos. A cambio de lo que deben.
La pobre ahora sí entendió. Los labios le empezaron a temblar.
—Es que… ¿nos echa?
—No —dijo con sorna el portero—, los alojaré aquí en mi casa. Pero ¿qué se ha creído?
Mi madre apenas se atrevía a abrir la boca. Apretujaba su pañuelo sin saber qué hacer, estaba ante el gran hombre como la desesperación personificada.
—No hará eso con nosotros, ¿verdad, señor portero?
—¿Por qué no iba a hacerlo? —rugió—. ¿Tan buenos inquilinos son? Será un placer librarse de gente tan desvergonzada.
Mi madre, la pobre, se tragaba las lágrimas, y con ellas las injurias.
—Señor portero —le suplicó—, por Cristo nuestro Señor le pido que…
—No me contradiga —gritó el hombre—. Lo dicho, dicho está. Si no se van del piso antes de la medianoche, los echaré con la ayuda de la policía. ¿Entendido? Y ahora cállese. Le extiendo el recibo.
Entonces, con aires de suficiencia, se inclinó encima del cuaderno y, lenta y torpemente, con la punta de la lengua fuera, empezó a trazar letras como un alumno de primaria.
El dinero estaba delante de nosotros sobre la mesa. Mi madre no dejaba de mirarlo. ¿En qué pensaría? ¿En las noches de trabajo? ¿En los días de hambre? ¿En la avenida de Miklós Horthy donde se desmayó extenuada? ¿En la ambulancia? ¿En la mesa del quirófano? ¿En la criatura que había perdido por ese dinero? De pronto hizo algo de lo que nunca se hubiera creído capaz. Cogió el dinero como un ave de rapiña y salió corriendo del piso.
—¡Ladrona! —bramó el portero, que salió tras ella—. ¡Ladrona! ¡Agárrenla! ¡Se lleva el dinero del banco!
El portal se llenó de curiosos en un abrir y cerrar de ojos, pero ni se les ocurrió apresar a mi madre. Únicamente la persiguió el portero y no por mucho tiempo. De súbito, como caído del cielo, apareció mi padre. Entonces el alemán se dio la vuelta y regresó a casa. Solo después de entornar la puerta y sentirse plenamente seguro volvió a recobrar la hombría.
—¡Quédenselo! —gritó con furia estéril—. Ya se lo confiscará mañana la policía. Se lo quitarán todo, hasta la salvación del alma. ¡Ladrones, atracadores de banco! ¡De esta no saldrán impunes!
Lo oímos todo desde la calle. Mi madre corría como una loca, pero mi padre la había alcanzado delante del portal y la hizo caminar con él a paso tranquilo, para que todos vieran que no tenían ningún motivo para correr.
En la esquina mi madre se dio la vuelta.
—¿Adónde vas? —preguntó mi padre.
Los ojos de mi madre echaban chispas.
—A la tienda de ultramarinos.
—Ya está cerrada.
—Abrirán —dijo con un extraño tono ronco, y soltó una breve risotada—. Porque pienso gastarme los setenta y cuatro pengos. Setenta y cuatro pengos, sí, señor. ¿Os ha quedado claro?
No nos quedaba claro. Algo incomprensible había sucedido y casi daba miedo. Se echó a reír como una demente y no pudo parar.
—Nos comeremos los setenta y cuatro pengos —dijo entre carcajadas—. Y que mañana los señores se coman las sobras. Eso se lo podrán llevar. ¡Eso es lo que se merecen! —gritó, y siguió riéndose a mandíbula batiente.
Era una risa horrorosa, aún hoy a veces me despierta. Tenía entonces treinta y cuatro años. A los seis ya cuidaba las ocas del conde y hasta ese día siempre había servido a los señores con lealtad. Le gustaba el orden, odiaba las ideas subversivas, respetaba las leyes del cielo y de la tierra. Ahora lo único que podía hacer era reírse. ¿De las leyes? ¿De sí misma?
En el corazón de Anna R., lavandera de treinta y cuatro años, había estallado la revolución.
En la tienda compró todos los comestibles que pudo encontrar. También es verdad que no había muchos. El tendero era un mutilado de guerra a quien tras el conflicto habían dado muchas condecoraciones pero poco crédito. El desgraciado ni siquiera tenía nevera, de manera que en verano no tenía más productos perecederos que los que podía vender en un solo día. La tienda era minúscula, la más pequeña que jamás había visto, pero no pudimos entrar en tiendas con más surtido porque ya eran las nueve. A falta de mejor vivienda el vendedor vivía en la tienda, lo que seguramente le resultaba incómodo pero también ventajoso en casos así.
—Si viene la policía —musitó en la puerta—, digan que han venido de visita.
Pero mi madre no había esperado realizar una «visita» así. Por mucho que se esforzó, no logró gastar más que diez de los setenta y cuatro pengos que tenía.
—¿Qué hacemos con el resto? —preguntó al salir; tenía tal expresión de preocupación en el rostro que mi padre se echó a reír.
—¡Déjamelo a mí, reina! —dijo—. Vosotros llevad la comida a casa y enseguida voy con una sorpresa.
Media hora después ya estaba de vuelta, pero solo nos sorprendió viniendo con las manos vacías.
—¿Dónde está la sorpresa? —preguntó mi madre.
—De camino —contestó, y sonrió enigmáticamente.
—¿Y qué será?
Mi padre chasqueó los dedos.
—En Újpest se hablará de ella durante mucho tiempo.
Por más que insistimos no reveló otros detalles.
—A comer —dijo con misterio—, que luego no nos dará tiempo. Hasta medianoche han de pasar muchas cosas.
Y sin más se arremangó la camisa como quien se dispone a hacer un trabajo pesado y se sentó a la mesa. Hasta que llegó, mi madre y yo no tocamos la comida, porque si los miembros de una familia pasan hambre juntos, también tienen que comer juntos. Mi madre cerró la puerta con llave, como los malhechores cuando dan cuenta del botín, se sentó y se inició el banquete.
Fue bello y horrible. Llevábamos meses sin alimentarnos bien, ni nos acordábamos de la última vez en que nos habíamos saciado, y ahora desfilaba ante nosotros una enorme cantidad de viandas de las que podíamos comer cuanto quisiéramos. La simple idea nos embriagó y yo también, como un borracho, me olvidé de todo. No pensaba en lo que iba a suceder después de medianoche, no pensaba en nada en absoluto. Me sucedió lo mismo que en la cárcel tres años antes, cuando encontré en el bolsillo el paquete de comida y al comer ni siquiera sentí el dolor, y eso que las heridas hechas con la culata de un fusil duelen tremendamente. Volvió a inundarme un placer sedante y precioso; tras el hablar confuso y atribulado del alma frágil y angustiada, se oyó la voz simple y redentora del cuerpo: ¡tengo hambre! ¡Tengo hambre y hay comida! ¡Puedo comer todo lo que quiera! En mi estómago se formó un ajetreo feliz, los dientes desgarraban la carne con arrebato, las mandíbulas ejecutaban su labor con diligencia apasionada, me recorrían todo el cuerpo los más estimulantes fluidos. La dulce y sólida seguridad de la existencia física duró… veinte minutos, media hora.
Luego sentí una resaca mortal. Resulta difícil explicárselo a alguien que no lo haya vivido. Los manjares aún excitan a la imaginación, pero ya no al paladar y el estómago; estás ahíto pero no lo sabes, no estás dispuesto a aceptarlo: sigues comiendo, devorando, atiborrándote. Te posee la histeria insaciable que domina a los amantes cuando, tras una larga espera, por fin pasan una noche juntos y nada frena su deseo. Quieren más, siempre más. Es el grado de placer que uno busca en vano en la cama o en la mesa y que solo existe en la selva tropical de una mente calenturienta y en las visiones de los locos.
Fue mi madre la que primero se sintió mal. De pronto su rostro adquirió un tono amarillento, la frente se le cubrió de sudor, en sus labios se dibujó una mueca similar a una sonrisa, pues la pobre hacía esfuerzos por sonreír para que no notáramos lo que le pasaba. Al final se puso en pie y salió al retrete. Nosotros hicimos como si, en efecto, no hubiéramos notado nada. Cuando volvió, mi padre le dio de beber aguardiente de centeno, lo que al parecer le recompuso el estómago, porque volvió a comer. Entonces me puse mal yo y luego, mi padre. Engullimos, vomitamos y volvimos a engullir; no podíamos, no queríamos acabar.
De repente desde las escaleras se oyó una peculiar algarabía.
—¿Qué es eso? —preguntó mi madre.
—No sé —contestó mi padre, pero era evidente que lo sabía muy bien.
No nos dejó mirar por la ventana, nos sirvió bebida y brindamos.
—¡Viva la vida! ¡Nunca moriremos! —gritó.
—¡Viva la vida! ¡Nunca moriremos! —secundé.
Mi madre no dijo nada, solo volvió la cabeza. Fuera el ruido crecía, y sin embargo dentro de la habitación se hizo tal silencio que me estremecí.
De pronto, ante la puerta se oyó la banda de gitanos. Tocaban muy bajo y un hombre cantaba entre susurros:
Abre, muñeca, la puerta de tu casa.
Entonces una voz de mujer:
No la abro, que se enteran los vecinos.
En ese momento mi padre abrazó a mi madre y desató su hermosa voz de barítono:
Si se enteran que se enteren,
ya sabe el mundo entero
que te amo, que te quiero
y que nunca te olvidaré.
La puesta en escena hizo su efecto, y mi padre nos miró con cara de satisfacción.
—Vamos, entrad —gritó el fin.
—No se puede —contestó una voz con acento cíngaro—. Está cerrado.
—Ah, claro.
Entre risas, mi padre fue a abrirles la puerta. Entró un violinista harapiento. Dio un taconazo y sacó el arco de debajo del brazo, como si desenvainara la espada para saludar.
—A la orden —gritó—, cuatro gitanos y un barril de vino.
—Y cien mil personas —añadió mi padre, porque entonces en el pasillo se había congregado una multitud, todos los vecinos habían salido a ver el número.
Los gitanos hicieron rodar el barril hasta la habitación y mi padre le gritó a la gente:
—Traigan un vaso y pónganse en fila.
Los cíngaros colocaron el barril sobre dos sillas en la cocina y mi padre les ofreció vino a todos. Era un vino malo, ácido, pero era vino al fin y al cabo, y lo había en cantidad, podría emborracharse toda la casa. En aquel entonces la embriaguez era barata en Hungría. Los dirigentes, como los medicastros, recetaban estupefacientes en lugar de medicinas para combatir la galopante pobreza. La embriaguez venía ora del interior del barril ora de boca de demagogos subidos al barril; nos hacían beber vino y odio para que no viéramos la realidad. El pobre y harapiento borracho le pegaba a su mujer y el uniformado, al «enemigo», y unos y otros se dieron cuenta demasiado tarde de que no habían pegado a quien en realidad debían. «¡Viva la vida, nunca moriremos!», gritaban desde hacía siglos, y entretanto el país se iba destruyendo poco a poco, y casi nunca por culpa del supuesto «enemigo». La paz siempre nos ha resultado más peligrosa que la guerra, porque aún no se ha inventado ninguna bomba que provoque tanta devastación como la pobreza.
—¡Viva la vida, nunca moriremos! —gritaban los inquilinos, y colocaban el vaso bajo la espita.
La banda de cíngaros tocaba, y también se emborracharon pronto porque a los hambrientos poco vino les basta. Bebieron hasta los que no solían; el vino aplacaba el dolor y cada uno necesitaba su anestesia.
Se emborrachó el devoto tío Mátyás, a quien habían quitado hasta a la Virgen María; se emborrachó su bella esposa, a la que el portero ya no quería, y se emborrachó la tía Máli, que mataba a los niños a crédito. Se emborrachó el tío Gábor, el fabricante de ataúdes que pretendía declararle la guerra al mundo entero para restablecer las fronteras anteriores de Hungría, y también Áron el sabatario se emborrachó un poco, el que solo creía en el reino de Dios. Se emborrachó Mózes, que pese a su nombre no era capaz de hacer manar agua de las rocas, y se emborrachó su esposa, que amaba tanto al pequeño Mózes que a punto había estado de estrangularlo. Se emborrachó el tío Samu, que estaba ciego, y la tía Samu, que veía demasiado; también se emborracharon los que de noche salían a robar por su ventana y que de día trabajaban gratis para el portero. Todos se emborracharon. El edificio entero era como un manicomio en rebelión, nadie se tenía en pie, incluso las paredes parecían tambalearse.
El portero aguantó un buen rato. Le tenía miedo a mi padre y seguramente pensaba que pronto sería medianoche y entonces se libraría de una vez por todas de ese hombre tan peligroso. Pero se armó tanto jaleo que acabó saliendo de su guarida.
—¡Silencio! —gritó desde abajo—, o llamo a la policía.
Eso serenó un poco al ebrio vecindario. Callaron durante unos minutos, pero entonces mi padre les preguntó:
—¿Qué es esto, un entierro?
Áron trató de serenarlo, lo animó a que entrara en razón para que no les cayera encima la policía, ya que todos tenían algo que ocultar. Le hizo ver que seríamos nosotros los que saldríamos perdiendo si el portero perdía los estribos.
—Ya lo apaciguaré yo —dijo con una sonrisa siniestra, y se dispuso a bajar.
Quise seguirlo, porque me temía cómo podía acabar la cosa, pero en el piso había tanta gente que cuando logré salir ya no lo vi por ninguna parte. Me dirigí a la planta baja, pero solo llegué hasta la primera. Entonces oí unos gritos bestiales que subían del patio.
Salí a la galería interior y me asomé.
Mi padre había tirado al portero al suelo, le había atado las manos por detrás y estaba metiéndole un trapo en la boca. Luego le ató un pañuelo alrededor de los ojos y entre los gritos de aprobación de los tres pisos lo subió a nuestra casa.
Los gitanos tocaron unas notas en su honor y por todo el edificio se extendió una especie de histeria colectiva. Brincaban, bailaban, gritaban, se daban palpadas unos a otros, no sabían qué hacer. Mi padre subió de un salto a la mesa, arrastró consigo al portero y, cogido por el cuello, lo presentó al público borracho como solían hacer los charlatanes con los «caníbales» en las barracas de feria.
—Señoras y señores —gritó—. Ante sus ojos tienen al gran jefe de la tribu de los caníbales, un ser tan prodigioso que él solito es más fuerte que todos nosotros juntos. Sin trampa ni cartón. Los invito a comprobarlo. Esta bestia humana le parte el pescuezo a cualquiera. Reduce a la esclavitud a todo hombre. Se lleva a la cama a toda mujer. Es fuerte como el mismísimo demonio y omnipotente como Dios. A todos nos debe algo y ahora, gracias a Miguelindo, podrán ustedes ajustar cuentas. No se pierdan la oportunidad. Un golpe por persona, dos si son soldados, de sargento para abajo. Vengan, señoras y señores, adelante, ya empieza el espectáculo.
Era lo único que le faltaba a la turba enloquecida. Querían golpear al portero todos a la vez, pero antes de que lo pudieran tocar, mi padre se bajó de la mesa y restableció el orden.
—En fila, pónganse en fila —gritó—. Aquí no hay enchufe que valga. Aquí impera la democracia.
Dos hombres agarraron al portero y los demás se colocaron en fila delante de su trasero.
Toses sangre y no hay pan,
ellos se santiguarán.
Los ricos se compadecen
de a quien luego venderán.
—¡Así es! —rugían—. ¡Así es!
Lo habrían dejado sin vida al cabo de un buen rato de no ser por mi padre, que se ocupó de que solo le dieran en el trasero.
Le tocó a Áron. De repente el piso quedó sumido en un silencio, todos sentían curiosidad por ver qué haría el sabatario. También a él le costaba tenerse en pie, el alcohol parecía haberle prendido fuego, sus ojos ardían, en el rostro le brillaba la indignación con un rojo intenso y tan solo su fina nariz apergaminada seguía blanca. Se le escapó un sonoro hipo, luego se agachó hacia el portero, que tenía los ojos vendados, y con pronunciación vacilante, pero en un tono muy ceremonioso le dijo:
—Soy Áron, el sabatario. ¿Me entiendes, portero? Yo no te pegaré, porque desapruebo la maldad en la gente, pero no creas que estoy contigo. No estoy contigo, pagano, sino con el Nazareno. Y en verdad te digo que así castigarán al mundo entero si no se vuelve a tiempo hacia el Señor.
—¡Bravo, bravo! —exclamó la esposa del tío Mátyás, que ya estaba muy ebria—. Dejemos los sermones. Ahora me toca a mí.
Entonces, antes de que mi padre pudiera impedirlo, volvió con gran presteza al portero y le dio una patada donde más le duele a un hombre. Debió de ser un golpe brutal, porque el alemán grandullón se desmayó en el acto y cayó al suelo.
—Basta —dijo mi padre—. Ya ha tenido bastante.
Gracias a esta intervención, no mataron al portero y quince años más tarde, ya siendo comandante de las SS en el campo de concentración de B…, pudo asesinar a centenares de inocentes. Pero ahora permanecía dócil, como suelen serlo los que están inconscientes, y muchos empezaron a compadecerse de él. Áron y el carretero tuerto lo levantaron del suelo y lo sacaron del piso como si fuera un saco.
—Y ahora —gritó mi padre—, que cada cual traiga su hacha.
Me acuerdo muy bien; nadie preguntó por qué. Salieron y la trajeron. Hubieran traído cualquier cosa, hubieran hecho cualquier cosa; había llegado el momento en que cualquier cosa podía pasar.
Mi padre dispuso a los hombres en círculo.
—Nos quedan diez minutos hasta la medianoche —dijo—. Hay que hacer añicos todo lo que veis aquí para que a esos sinvergüenzas no les quede nada. Os lo daría todo, hermanos, pero entonces os lo quitarían a vosotros, y así al menos podréis utilizarlo como leña. ¡Adelante! —gritó, y le pegó tal hachazo al armario que el desvencijado mueble quedó destrozado al instante.
Los borrachos se lanzaron contra el mobiliario. Al ver sus rostros desfigurados, supe que también atacarían a seres humanos si alguien se lo mandara. Los desocupados por fin tenían algo en que ocuparse: destruir y arrasar.
A medianoche el piso ya estaba vacío. El barril lo llevaron al piso vecino, a casa del tío Gábor, y la gente se fue tras el vino.
De repente me encontré solo. Miré las paredes desnudas en las que solo unas manchas blancas indicaban el lugar de los muebles y cuadros, y me eché a llorar en plena borrachera.
—¿Por qué lloras? —me reñí—. ¿Tan bello ha sido?
No, no había sido bello. Se trataba de algo más: tres primaveras, tres veranos, tres otoños y tres inviernos. La creación del mundo, el diluvio, el infierno y el paraíso: la primera juventud. Era mi padre, al que había conocido allí. Era mi madre, que en esa casa me había preparado por primera vez estofado de col a la Székely. Era Manci, que me había enseñado lo que eran el amor y la repugnancia y aún algo más, algo más enigmático, que hasta ella misma ignoraba. Por esa puerta había entrado Patsy y con ella la felicidad, y en aquella cocina mi madre había bebido lejía. Allí habíamos jugado a las cartas, bebido y cantado aquella primavera loca, cuando cada noche brindábamos por el as de picas. Allí habíamos pasado hambre y ratos ociosos, habíamos trasnochado y soñado, nos habíamos peleado y amado. Había sido bello. Había sido feo. Había sido vida. Habíamos reñido y nos habíamos preocupado por el otro, a veces no nos habíamos entendido y otras nos habíamos reconciliado: éramos una familia. Ahora se había acabado todo. Algo había desaparecido de allí junto con los muebles, algo que nunca resucitaría había muerto. Me apoyé contra la pared, sentí en la boca el sabor del agua salada y me sacudió el llanto. Y entonces, de pronto, me di cuenta de que habían olvidado algo en el piso.
Me estremecí. Era la botella de lejía: lo único que había sobrevivido a la devastación, solo eso, nada más. Se había escondido debajo de la pila, oscura y artera, como un animal emboscado, y al mirarla borracho casi me pareció ver que me enseñaba los dientes. Solté una maldición. Fui a la cocina dando tumbos, agarré la botella y la estrellé contra la pared.
Eso me serenó un poco. De pronto me acordé de mi madre. ¿Dónde estaría?
Salí corriendo del piso. En casa del vecino los gitanos tocaban y la multitud borracha bebía y gritaba.
¿Dónde estaba mi madre?
En el piso del tío Gábor había tal tumulto que no pude entrar por la puerta, donde se amontonaba la gente, pues todos querían ver lo que sucedía en el interior. Tardé varios minutos en poder pasar y observar qué estaba pasando.
Fue un espectáculo escalofriante. En medio de la habitación ardían dos cirios y bajo ellos estaba el tío Gábor sentado en su féretro. Mecía un vaso de vino por encima de la cabeza y vociferaba sin parar:
Si me muero, moriré
y al cielo subiré,
si la diño, diñaré
y al infierno bajaré.
Los gitanos tocaban sin parar, y las parejas, enloquecidas, bailaban czardas alrededor del ataúd.
¡Viva la vida, nunca moriremos! —gritaban—. ¡Nunca moriremos!
Los pies repicaban y levantaban polvo, las velas ardían, todo se bamboleaba.
—¡Nunca moriremos, nunca moriremos!
En la cocina marcaban el ritmo con tapaderas, Jóska el relojero estaba montado a horcajadas en el barril.
—¡Arre, arre! ¡Nunca moriremos!
Volaban las faldas, abundaban los besos.
—¡Viva la vida, nunca moriremos!
—Silencio —bramó Áron, desquiciado. Estaba a la cabecera del féretro, alzó sus delgados brazos y dijo—: hermanos, ¿es que no os dais cuenta de que estamos en un entierro? Poneos de rodillas. Recogeos. Estamos enterrando un mundo, un mundo pecaminoso y malvado, que…
—¡Cierra el pico! —gritó el tío Gábor desde el ataúd—. ¡Cállate, santurrón!
Si me muero, moriré
y al cielo subiré,
si la diño, diñaré
y al infierno bajaré.
Por fin vi a mi madre. Bailaba czardas con mi padre, se divertía como los demás, pero al ver su cara comprendí enseguida que la juerga terminaría muy mal. No, ella no iría al parque Népliget con los vagabundos. Se preparaba para irse a otro lado, a un lugar muy distinto.
Yo ya estaba completamente sobrio. «Tengo que hacer algo», me dije, tengo que hacer algo ya. Y de pronto supe qué debía hacer.
En un principio la idea me asustó, pero después terminé por encogerme de hombros.
Da igual.
Ya todo da igual.
Debo hacerlo.