Aquella mañana tuve que entregar una carta extraña.
—Es confidencial —dijo el comandante—. Tienes que entregarla personalmente.
—Sí, señor —contesté, y me acerqué al escritorio para recogerla.
El comandante no me la dio. Le daba vueltas en la mano, distraído; de pronto me miró.
—Quiero decirte algo. Anda, cierra la puerta.
La puerta que daba a la secretaría estaba abierta, me acerqué y la cerré. El comandante bajó la voz.
—Los demás no deben saber adónde vas —dijo, y me escrutó con mirada cómplice—. ¿Has entendido?
—Sí, señor comandante.
—Si te preguntan, diles que te he mandado a la estación de Déli.
—Sí, señor comandante.
—Tengo entendido que eres un joven propenso al patriotismo —añadió, lentamente, con un énfasis peculiar, y en sus labios de sapo se dibujó un esbozo de sonrisa.
—Sí, señor —balbucí.
El comandante siguió sonriendo.
—Pues que lo sigas siendo —me animó con un tono paternal, me entregó la carta y añadió enigmáticamente—: no te arrepentirás.
Miré el sobre y se me cortó la respiración. Iba dirigido al Sabueso.
No me dio tiempo a pensar. El Sabueso vivía cerca, y a los pocos minutos ya estaba en la puerta de su casa, en un tercer piso de la calle Aranykéz.
El ordenanza con cara de mastín abrió.
—Espera —me espetó, y antes de poder decirle a qué venía, desapareció tras la puerta con el sigilo de un gato.
Examiné, angustiado, la umbría antesala. Me habían hablado mucho de aquel piso, por la ciudad corrían extraños rumores sobre él. Se decía que en la época del Terror Blanco, cuando las vidas humanas eran baratas y los pisos tan caros que apenas resultaban accesibles, al inquilino anterior se lo habían llevado por la noche al sótano de un cuartel del destacamento de oficiales, donde el «señor doctor» lo atendió, como a tantos otros pacientes políticos, y antes de tacharlo para siempre de la lista de los propietarios de pisos terrenales, le hizo firmar un contrato de compraventa, ya que era una persona muy meticulosa y detestaba el desorden.
No se consideraba un caso muy llamativo en Budapest, no se le daba más importancia que a un chisme medianamente interesante. En aquella época sucedían cosas más relevantes en los sótanos de los destacamentos; cuando escaseaban las noticias, hasta la prensa extranjera se escandalizaba con ellas y un diputado inglés llegó a sacar a colación el asunto en el Parlamento, donde lo escucharon y olvidaron con suma cortesía. Pero atender a tal asunto en el Parlamento es muy diferente de pensar en él en la antesala del piso en cuestión, más aún si no eres ni lord ni inglés y sabes de sobra que nadie armará un escándalo si un día desapareces sin dejar rastro.
Las rodillas me temblaban. Tras las emociones de la noche, el nuevo susto me pilló en ayunas y mi estómago empezó a rebelarse. Los ácidos en paro me roían los intestinos, se me hizo un nudo en la garganta y empecé a marearme.
El ordenanza con cara de perro seguía dentro del piso. Yo aguzaba el oído como un perro de caza que rastrea una presa, pero solo oía el borboteo del agua del cuarto de baño que daba a la antesala.
Por fin salió el esbirro.
—El señor doctor vendrá enseguida —masculló sin mirarme siquiera, y desapareció con cautos pasos tras la puerta de la cocina.
Los minutos pasaban con lentitud. En el cuarto de baño cerraron el grifo, se hizo un silencio. Oí a alguien meterse en la bañera. Más tarde alguien empezó a tararear. Era una voz grave, agradable, una voz femenina. «¿Quién será?», pensé. En el hotel se rumoreaba que el Sabueso llevaba varios años de relaciones con la esposa de cierto diputado de la extrema derecha, lo que siempre me había parecido una información algo dudosa. La mujer solía venir al bar acompañada de su marido, llevaba un moño apretado, no se pintaba y presidía una organización femenina patriótica. ¿Sería ella?
Pasó al menos un cuarto de hora hasta que salió el Sabueso. Llevaba un pijama de brocado de seda decorado con una corona de cinco puntas, porque el «señor doctor» era noble y al parecer no quería olvidarse de ello ni mientras dormía. Entró por la puerta sonriendo, pero al oír la voz de la mujer torció el gesto.
—¿Aún sigues aquí? —grito con furia en dirección al cuarto de baño—. ¿No te había dicho que te fueras a casa?
—¿Así?
La puerta se abrió y apareció la presidenta de la asociación femenina patriótica tal como su madre la había traído al mundo. Al verme soltó un chillido y cerró la puerta de golpe, pero la cosa no debió de preocuparle mucho, porque desde dentro dijo con tono risueño.
—Tráeme la ropa, potro mío.
«Potro mío» no contestó. Negando con la cabeza, se dirigió hacia el despacho y con un gesto me indicó que lo siguiera.
—Espera —dijo cuando llegamos al despacho, y entró en el dormitorio.
Allí dentro aún era de noche. Las persianas estaban bajadas, pero se vislumbraba un desorden de aúpa, y había prendas femeninas tiradas por todas partes. El Sabueso las recogió malhumorado y las llevó al cuarto de baño.
Desde fuera se oyó una discusión apagada. La puerta estaba cerrada, no entendía qué decían, pero de pronto algo me llamó la atención. Parecían hablar de mí. ¿O solo fantaseaba?
No, otra vez lo dijeron: botones de hotel. Oí la palabra con toda claridad, la decía la mujer, pero no entendía en qué contexto. Me acerqué de puntillas a la puerta y escuché con atención. Solo logré captar alguna que otra expresión que pronunciaban en voz alta, pero poco a poco empezó a dibujarse algo. Al parecer, el Sabueso, antes de llegar yo, le había dicho a la mujer que se fuera, ya que esperaba una visita oficial, un secretario de Estado del Ministerio de Asuntos Exteriores. La mujer no le creyó y por eso se quedó, o simplemente se olvidó de las prisas y solo le surgieron sospechas al verme. No me enteré del motivo, pero el caso es que no estaba dispuesta a irse.
—A ver, ¿dónde está ese secretario de Estado? —repetía nerviosa—. ¿Dónde está?
—¿Quieres que te encuentre aquí? —le gritó el Sabueso.
—No te preocupes, en el cuarto de baño no me verá. Lo esperaré, sí señor.
—¡No lo vas a esperar!
—Porque no vendrá, ¿no es así? —La mujer carraspeó por la excitación—. Dime, ¿es otra vez lo mismo? —gritó—. ¿Qué quieres de ese muchacho?
—Chitón —musitó el Sabueso—. No grites o te parto la boca.
La mujer no se calló y el Sabueso, evidentemente, cumplió lo prometido. De pronto oí un grito, y luego el silencio, un silencio incomprensible. Escuchaba con el aliento retenido, pero no percibía nada.
Pasaron unos diez minutos. Entonces se abrió una puerta, luego otra —susurros, pasos—, alguien se acercaba al despacho. Me alejé de un salto de la puerta e intenté aparentar indiferencia.
Era el joven con cara de mastín. Cruzó el despacho sin decir nada y entró en el dormitorio. Volvió con un sombrero de mujer y desapareció otra vez. Fuera se abrió una puerta y se oyó el ruido característico de unos tacones altos. Era seguramente la mujer que salía del cuarto de baño, pero esta vez estaba callada, de manera incomprensible. No se oyó ni una palabra. Los tacones cruzaron la antesala, y desaparecieron tras una puerta que se cerró. Acto seguido apareció el Sabueso.
Estaba tan tranquilo como si nada hubiera pasado. Le entregué la carta y se la metió distraídamente en el bolsillo. Luego, entre bostezos, se acercó a la librería y extrajo una botella de pálinka. Se sirvió una copita, se la bebió de un trago, y repitió la misma operación dos veces, sin dilación. ¿Los libros también le gustaban? ¿O los había coleccionado el inquilino anterior?
Yo estaba en posición de firmes, mi corazón palpitaba desbocado. Tras la tercera copa, el Sabueso emitió un sonido gutural de satisfacción y se sacudió como un perro que sale del agua. Luego encendió un pitillo y se volvió hacia mí.
—Siéntate —dijo de manera lacónica.
Me senté. Él siguió de pie. El rostro se le había enrojecido por la bebida, los ojos se le habían inyectado en sangre. Me miró fijamente.
—¿Sabes por qué estás aquí? —inquirió.
—El… señor comandante me dijo que le entregara la carta personalmente. —No se me ocurrió nada mejor.
Sacó la carta del bolsillo.
—¿La has leído?
—No… —balbucí—, ¿cómo iba a leerla?
—Pues léela —dijo, y me extendió la carta.
Lo miré desvalido, no entendía qué pretendía. El sobre estaba cerrado.
—Ábrelo —ordenó.
Despegué el sobre y miré el papel boquiabierto. No había nada escrito.
El Sabueso esbozó una sonrisa sarcástica.
—Una carta curiosa, ¿verdad que sí?
La escena parecía sacada de un folletín. La carta, la vivienda, el héroe nacional reconvertido en vendedor ambulante… Hasta entonces creía que esas cosas solo existían en las novelas por entregas y el problema es que también lo creía todo el mundo. En despachos así de escondidos y con personajes así de desconocidos; de una forma tan simple y torpe empezaba por toda Europa el folletín histórico cuyos sanguinarios autores provocaban en aquella época la sonrisa de sus futuras víctimas, que nada sospechaban.
No sonreí. Temía por mi vida, como lo haría unos años más tarde el mundo entero. A todas luces el Sabueso disfrutaba de ello.
—Vamos, dime, ¿te acuerdas de lo que te dije en aquella taberna de Buda? —preguntó con una siniestra cantinela.
—Sí —contesté.
—¿De todo?
—Sí.
—¿También de lo que te pasará si no cumples mis órdenes?
—Sí, señor.
—Repite lo que te dije.
—Palabra… por palabra no me acuerdo.
—¿Ah, no?
El Sabueso sonrió. Era una sonrisa fea, daba miedo, sus labios finos y fieros se retorcieron.
—Yo te las haré recordar —dijo lentamente, enfatizando cada una de las palabras, y se me acercó tanto que sentí el olor a pálinka de su aliento—. Te dije que te partiría la crisma.
Esto me lo dijo también sonriendo, con una sonrisa sabrosa e ilusionada, como si disfrutara de antemano con la mera idea de hacerlo.
—¿O no era eso lo que te dije?
—Sí, era eso.
—¿Has cumplido mis órdenes?
—Por favor, señor doctor… yo…
—¡No farfulles! ¿Has cumplido mis órdenes sí o no?
—No.
—¿Y por qué crees que no te he partido la cabeza? ¿Por qué he callado hasta ahora? ¿Por qué he esperado?
No contesté. ¿Qué podía haberle dicho? Estaba tan mareado que apenas podía mantener los ojos abiertos.
—¿No dices nada? —preguntó con cortesía irónica, y volvió a sonreír—. Bueno, da lo mismo. Tampoco hemos llegado a ese punto. Antes quisiera preguntarte unas cuantas cosas. Haz el favor de no mentirme esta vez. Quiero decir —añadió afectuosamente, y quitó una mota de polvo de mi uniforme—, quiero decir si quieres irte de aquí con la cabeza sobre los hombros. ¿Me explico?
—Sí, señor.
—Muy bien —asintió; luego se acercó a la librería y vació de un trago otra copa de pálinka—. Primera pregunta. Piénsate bien la respuesta. ¿Quién está enterado de lo que te dije en aquella taberna?
—Nadie.
—¿Tampoco tus padres?
—No.
—¿Amigos? ¿Tu amante?
—Nadie, se lo aseguro.
—¿Y Elemér?
—¡Qué va! —se me escapó—. Él mucho menos.
El Sabueso me inspeccionó.
—¿Por qué mucho menos?
—Porque… es que… con él nunca he hablado del señor doctor.
—¿De qué has hablado con él?
—De todo un poco.
—¿También de política?
—Pues… a veces.
—Entonces, ¿por qué no me has dicho que es comunista? Esta es la segunda pregunta.
—Él decía que era socialdemócrata.
—¿Y tú te lo creíste?
—Todos se lo creyeron. A los demás también les decía lo mismo.
—Con los demás no se llevaba tan bien. Eso me trae a la mente la tercera pregunta. ¿Por qué negaste que era tu amigo?
—Yo no tengo amigos, señor.
—¿Tan solitario eres? Pobre muchacho. —Fingió preocupación y negó con la cabeza—. Solo hay una cosa que no entiendo —prosiguió—. Un pajarito me ha dicho que todas las mañanas dabais paseos por Buda. Parece que el sujeto mintió.
—No, señor. Eso… es verdad.
—No me digas —se asombró—. Qué cosa más rara en un muchacho tan solitario. Trabaja toda la noche y después, en vez de irse a casa, se queda en el hotel porque por la mañana quiere encontrarse con una persona que… no es su amigo. Dime, ¿no te da miedo perder esa cabeza tan solitaria que tienes?
—Es que yo…
—¡No farfulles! —me gritó.
—Es que yo solo he dicho…
—Déjalo. —Hizo un gesto de desprecio—. Ahora viene la pregunta número cuatro. ¿Por qué no te afiliaste al partido si tan bien os llevabais? Seguro que Elemér intentó convencerte.
—No, señor.
—¿No?
—No.
—Curioso —dijo arrastrando las letras, y me dio una tremenda bofetada—. Tu amigo le dijo justamente lo contrario a la policía.
«Imposible —pensé—. En realidad fui yo quien quería apuntarse al movimiento y Elemér quien me disuadió. Si me hubiera pegado dos minutos antes, cuando le mentí, lo habría entendido, pero ahora…» ¿Por qué le indignó precisamente esa respuesta?
—¿Te sorprende? —preguntó sonriendo con sorna—. Tu amigo también ha confesado otras cosas. Claro, no lo hizo enseguida. Aguantó bastante. Ahora ya te puedo decir que me he mantenido al margen justo por eso. Tu amigo es muy reservado. Le cansa hablar. Nuestra charla lo ha agotado tanto que ahora tendrá que descansar semanas enteras en un hospital. Fractura de costillas y cosas por el estilo. Pues sí, amigo mío, es lo que le pasa a quien…
El resto no lo oí. El buey y el labrador pueden aguantar mucho, pero no todo. Después de la carrera nocturna en busca de mi madre, el sinfín de emociones, el hambre de varias semanas, y ahora esto… De pronto el mundo se oscureció.
Fue el joven con cara de perro quien me hizo recobrar el conocimiento, tendría mucha experiencia en ello. El Sabueso lo observaba con apatía sentado en un sillón, como el cirujano que confía los preparativos de la operación a su asistente. Al ver que ya volvía en mí, le indicó al joven que saliera. Se levantó, echó otro trago de pálinka y se me acercó.
—Espero que el desmayo te haya hecho recobrar la razón —dijo en un tono conciliador y se sentó frente a mí—. ¿Estás dispuesto a hablar con sinceridad?
—Sí, señor —gemí.
Entonces se produjo un giro inesperado. El Sabueso dijo:
—Elemér confesó en la policía que tú no entraste en el partido porque eres fascista. ¿Es verdad eso?
Ahora lo entendía todo. Así era Elemér, Cara de Palo. Primero me prestó su traje, luego el corazón y la razón, y ahora su cuerpo me servía de protección. Me sentía incapaz de hablar. El llanto me atenazaba la garganta.
Asentí con la cabeza. Sabía que actuaba según la voluntad de Elemér, que era él quien quería que así lo hiciera y, sin embargo, sentí una vergüenza indescriptible.
—Entonces, ¿por qué mentiste? —preguntó—. Deberías saber que estabas confesando en tu propia contra. ¿Tanto te preocupas por ese sinvergüenza?
Me eché a llorar. Ese «sinvergüenza» se encontraba en el hospital de la prisión con las costillas partidas, molido a golpes. Me pareció ver su cabeza vendada en la cama del hospital, mirándome con sus ojos de perro viejo y haciendo un gesto con la mano, como solía hacer cuando le agradecía algo: «Tonterías. Somos proletarios, debemos unirnos, eso es todo».
El Sabueso se inclinó sobre mí y me colocó la mano en el hombro.
—Contéstame con sinceridad —dijo—. Es lo único que te puede sacar del aprieto. ¿Pretendías encubrirlo?
—Sí —sollocé.
—Bien. Eso, digamos, lo puedo entender. Pero ¿por qué no me echaste una mano en el partido si de veras eres fascista? ¿Elemér sospechaba algo? ¿Te amenazó?
—No, señor.
—Entonces, ¿quién te intimidó?
—Nadie.
—Pues no te entiendo, amiguito. Y es un problema que yo no entienda a alguien.
En medio del silencio solo oía mi llanto.
—No llores como una vieja —dijo—. Confiesa la verdad como un hombre.
Yo seguía llorando, no pude evitarlo. Aunque apretara los dientes, aunque me esforzase, las lágrimas me brotaban de forma incontenible, como la sangre de una arteria.
Finalmente el Sabueso perdió la paciencia.
—¿Por qué no contestas? ¿Quieres que haga que te echen del hotel? ¿Que te ponga en la lista negra para que nunca te vuelvan a dar trabajo en este país? —Levantó de la mesa el papel en blanco de la carta y lo blandió ante mi rostro—. En esta hoja puedo escribir lo que me salga de las narices.
Sabía que era verdad, pero no le tenía miedo. Me volvió a poseer el mismo deseo loco y enfermizo que tras la detención de Elemér casi me había llevado a matar: quería ir a la cárcel. Deseaba que se produjera un terremoto, un diluvio, una lluvia de azufre, que el polizonte me llevara preso y que el mundo entero se fuera al cuerno.
El Sabueso se puso en pie.
—Espero que sepas —dijo con una sonrisa siniestra—, que de aquí no te irás hasta que no me lo confieses todo. ¿Por qué eres tan cobarde? ¿Por qué no afrontas la verdad?
No sé por qué fue precisamente eso lo que me sacó de quicio; lo más probable es que ya cualquier cosa lo hubiera hecho. Había perdido los estribos.
—¡Yo no soy un cobarde! —grité histérico, y salté haciendo aspavientos—. Soy un campesino con el que los señores pueden hacer lo que les dé la realísima gana, pero que nadie diga que soy un cobarde, porque… porque… no sé… es verdad que ahora estoy llorando, pero… solo… porque ya estoy débil por el hambre… sí… no me da vergüenza… somos proletarios… y no nos da para comer… a pesar de que trabajamos los tres… trabajamos como mulas y mi madre casi se ha matado trabajando… la recogió anoche una ambulancia en plena calle… y dicen que… está muy grave… y entonces el señor doctor se imagina que yo no tengo nada mejor que hacer que husmear secretos… cuando mi pobre madre está en el San Roque… y el día uno… nos echarán de casa… y…
No sé qué insensateces gritaría. Lo sorprendente fue que el Sabueso lo consintiera. No me cortó, todo lo contrario, asintió con rostro serio, como quien todo lo entiende, pero en sus ojos amarillos que pestañeaban sin parar se ocultaba el perro rastrero que no para de aguzar el oído a la espera de que la liebre salte del matorral.
De pronto me serené.
—Disculpe —balbucí y me desplomé mareado sobre la silla; el cuarto daba vueltas a mi alrededor, temía volver a desmayarme.
El Sabueso se sentó a mi lado.
—¿Por qué no me lo habías dicho antes? —preguntó—. Somos seres humanos. Somos húngaros. Tal vez pueda echarte una mano.
Me miró esperando mi reacción.
—Sí, señor —musité. El sudor me chorreaba por todo el cuerpo.
El Sabueso se arrimó.
—Si me traes noticias interesantes —dijo con un tono más apagado, y sonrió tratando de parecer cómplice—, entonces… creo que… podría conseguirte algo de dinero. No mucho —añadió con cautela—, la policía es poco generosa pero —me dio unas palmaditas en el hombro como para animarme— podríais pagar el alquiler y también alcanzaría para comprar pan.
—Sí, señor —dije, porque veía que esperaba una respuesta, y pensé: «Preferiría morirme de hambre».
El «señor doctor», tan experto en el tratamiento quirúrgico de pacientes políticos, no delataba la misma destreza en el terreno de la psicología.
—¿Trato hecho? —preguntó con candidez. Estaba tan seguro de su éxito que me extendió la mano.
Se la estreché, claro; ¿qué otra cosa podía hacer? Para dejar las cosas bien atadas, volvió a amenazarme con que me rompería la cabeza si no cumplía sus órdenes, y luego pasó a hablar de asuntos más prácticos. Me hizo prometer que en un plazo de veinticuatro horas me afiliaría al Partido Comunista y que sería un buen camarada. Que diría lo que esperaran que dijera, haría lo que me mandaran y me mezclaría entre la gente; pero a la hora de obrar, sería el más valiente, el más sacrificado y na-tu-ral-men-te —lo dijo así, mascando cada sílaba como un perro un hueso—, na-tu-ral-men-te, el más comunista. Sus consejos paternales no dejaron nada al azar: conocía a fondo el movimiento de los jóvenes obreros, las condiciones económicas de los líderes, sus principios, costumbres e incluso sus debilidades, y me explicó con profusión de detalles cómo ganarse la confianza de cada uno de ellos. Hizo especial hincapié en las camaradas.
—En la cama y en la tasca todos se van de la lengua —explicó con mucho oficio—. El problema solo está en que la tasca no entra en juego, porque esos jóvenes rojos son unos santos y casi ninguno bebe. Tienen principios, amigo mío —dijo riéndose—. Los camaradas solo se emborrachan con palabras. Sin embargo, a las camaradas les gusta… pues eso… ya me entiendes… y tú cumplirás tu deber de buen proletario. No está mal, ¿verdad? Ja, ja, ja —se rio y yo también traté de reírme, sí, señor, je, je, je.
Nos entendimos a la perfección. Me miró de arriba a abajo y me dijo sin transición:
—Si te esmeras, de aquí a un año ya no llevarás este uniforme.
Lo miré extrañado y él se quedó encantado con mi asombro. Le gustaban los giros inesperados. Se colocó el monóculo lenta y presuntuosamente y esbozó una sonrisa enigmática.
—A ver, ¿qué sabes de Hitler?
Sabía bastante. Durante los paseos por Buda Elemér me había hablado mucho sobre el nacionalsocialismo, que tenía muy controlado. El Sabueso no paraba de elogiarme. Estaba encantado.
—Muy bien —dijo, y me dio unas palmaditas en la espalda—. Ya veo que te ocupas a fondo de la cuestión. Dentro de unas semanas, en Hungría también se creará el Partido Nacionalsocialista, y si espabilas podrás llegar muy alto. ¿Has oído hablar de la Hitler-Jugend?
—Sí, señor.
—Entonces ya sabes a qué me refiero —dijo con tono confidencial—. Aquí también organizaremos un movimiento juvenil similar. No es que queramos imitar a Hitler —aclaró con amor propio—. La verdad es que es Hitler quien nos imita. La Hitler-Jugend no es más que nuestro movimiento de levente. El nacionalsocialismo no es otra cosa que lo que los contrarrevolucionarios húngaros pusimos en práctica en mil novecientos diecinueve. ¿Dónde estaba Hitler entonces? ¿Dónde estaba Mussolini? El mundo bailaba al son de los sueños democráticos del señor Wilson y nosotros acabamos con la democracia, el socialismo y los judíos ante sus propios ojos. Nos pasamos por el forro los tratados de paz, nos armamos sin tapujos y al que protestó le pegamos un tiro. ¡Qué tiempos aquellos! —recordó con nostalgia—. Nos enfrentamos al mundo entero y triunfamos. Triunfamos con excesiva facilidad, ahí está el problema. Al cabo de un año, los franceses y los ingleses, tan temidos por todos, ya le estaban lamiendo los pies a Horthy y el muy desvergonzado se acomodó para que se los siguieran lamiendo. Se detuvo a mitad de camino y ahora, poco a poco, volvemos a estar en el mismo sitio de donde partimos. —Hizo un gesto de amargura—. Éramos los maestros del mundo y ahora nuestros propios discípulos nos mojan la oreja. Fíjate en Hitler, por ejemplo. Él no dejará el trabajo a medias, seguro que no. ¿Has leído lo que le dijo al juez? En pleno juicio le gritó a la cara que cuando llegara al poder, rodarían cabezas. Él sí que tiene valor. Hoy el mundo aún se ríe de él, pero yo ya veo cómo rodarán esas cabezas que ahora se ríen, sí, amigo, yo ya las veo —exclamó, y no lo cuestioné.
Debí de poner una cara muy estúpida, porque de pronto se calló.
—¿Por qué miras con cara de miedo? —preguntó, y se echó a reír—. ¿No te habrán comido el coco los curas? Yo soy buen cristiano, pero el cristianismo solo fue grande cuando la Iglesia pensaba como Hitler ahora. ¿O es que en tiempos de la Inquisición no rodaron cabezas?
—Sí —repuse con obediencia.
—Entonces no seas santurrón —dijo—. El que no está conmigo está contra mí; y al que está contra mí le corto la cabeza. Solo los débiles hablan de igualdad: el mundo está en manos de los fuertes. Siempre ha habido señores que mandan y siempre habrá siervos que obedezcan. El problema está en que hoy en día el señor no es señor y el siervo no es siervo. Hasta los bueyes se integran en sindicatos y los burros quieren ser más listos que su amo. Pues amiguito, tenemos que poner fin a ello. Restableceremos el orden de toda la vida, y si no gusta rodarán cabezas. ¿Me explico?
—Sí, señor —dije muy convencido, porque sentía que más claro no podía hablar.
Me había hecho comprender algo, algo que al cabo de muchos años el mundo seguía sin entender, y me había dejado tan convencido que se acabaron todas mis dudas. Ya sabía lo que debía hacer.
Por la tarde conseguí la dirección, y después de salir del hotel fui al edificio. Vivían en Angyalföld, casi en el fin del mundo, donde según la leyenda ni los polizontes se atrevían a andar con reloj de oro. El edificio estaba en una callejuela empinada; di unas vueltas antes de entrar porque temía que lo estuvieran vigilando. Era una noche oscura y sofocante, un chaparrón arrojaba gotas gruesas contra los muros. No pasaba nadie, el portal también estaba desierto. En un tablero estaba la lista de los inquilinos, pero no encontré el nombre que buscaba. Me quedé desconcertado ante aquella madera gastada y manchada por las moscas. ¿Me habrían dado una dirección equivocada? ¿O se habrían trasladado?
De súbito oí rumor de pasos. Un muchacho con boina y calado hasta los huesos entró a refugiarse en el portal; sería un aprendiz, tendría unos quince o dieciséis años. Le pregunté si los conocía.
—Sí —dijo—. Viven aquí.
—¿Dónde?
—En el sótano. Ven. Te acompañaré.
Atravesamos el patio oscuro.
—¿Por qué no figura su nombre? —pregunté.
—Por el banco —repuso—. Los han desahuciado.
—Entonces, ¿cómo es que viven aquí?
El muchacho soltó una carcajada.
—Pues viviendo a lo proletario —dijo—. A escondidas. Uno de los inquilinos les prestó la leñera y el portero hace la vista gorda porque ahora les cobra lo que le puedan pagar. Ya hemos llegado —indicó las escaleras que conducían al sótano y me dejó solo—. Buenas noches.
—Buenas noches.
La entrada era tan baja que tuve que agacharme. De las mugrientas paredes colgaban telarañas, los peldaños viejos y carcomidos se movían peligrosamente bajo mis pies. Encendí una cerilla, porque estaba oscuro como boca de lobo, pero del sótano subió una corriente de aire que apagó la llama; lo intenté sin éxito varias veces. Cuando llegué abajo, ya se me habían acabado las cerillas.
Avancé a tientas. Era un sótano amplio, antiguo, profundo y lleno de humedad. El agua que se filtraba había convertido el suelo en una esponja, no oía el ruido de mis propios pasos. Reinaba un silencio insoportable. Se oía un goteo incesante, de las paredes brotaban unos hongos viscosos, asquerosos al tacto. Me dio la sensación de que llevaba varias horas caminando y de que no podría salir de allí hasta el día del juicio final.
De pronto me detuve. Me pareció oír el llanto de un niño. Fui en dirección a los sonidos, pero a los pocos pasos choqué contra el muro. Allí terminaba el corredor, no tenía continuación. Tanteé en la oscuridad sin saber qué hacer. El llanto no había salido de allí sino de más lejos, mucho más lejos. Me quedé un rato escuchando pero no oí nada. ¿Habría sido una alucinación?
Ya me disponía a dar la vuelta cuando mis manos se toparon con una puerta. Así el picaporte y se abrió. Me encontré en un pasillo largo y angosto, al fondo del cual se vislumbraba una luz tenue. Allí se hallaban las leñeras de los vecinos, me di cuenta enseguida. Las leñeras de nuestra casa también eran compartimientos hechos con tablas destartaladas como estas, y ni aquí ni allí tenían leña. Eran las criptas de los edificios de proletarios, el cementerio de carritos de bebés muertos, cacharros caídos en desgracia, almohadas destripadas y muebles destrozados.
La luz se filtraba desde el último compartimiento. También era una leñera, igual que las demás, pero allí, en vez de cachivaches yacían cinco niños en el suelo, cinco chiquillos dormidos, envueltos en harapos. El más pequeño debía de tener unos cuatro años, el mayor tal vez dieciséis. Estaban uno al lado del otro, muy juntos, de otra forma no hubieran cabido en el estrecho trastero. Delante de ellos, sentado sobre una caja, un hombre mayor, ancho de hombros y con grandes bigotes, mecía a una niña que lloriqueaba. La niña le habría despertado, porque no llevaba ni zapatos ni pantalones, solo un deshilachado abrigo negro verduzco por debajo del cual asomaban unos largos calzoncillos. A veces la niña se despertaba entre lloros y el hombre trataba de tranquilizarla. No me oyó entrar, porque al verme aparecer en la oscuridad levantó la cabeza como si viera un fantasma. Solo entonces me percaté de que le faltaba un ojo.
Nos miramos asustados. El quinqué llameaba inquieto en la corriente de aire.
—Soy amigo de Elemér —susurré nervioso.
—Y yo su padre —dijo el hombre con una dignidad algo torpe y examinándome con desconfianza—. ¿Qué se le ofrece?
No sabía por dónde empezar. El plan que había concebido en casa del Sabueso había ocupado mis pensamientos de tal forma que no me había parado a pensar en los detalles prácticos. Pensé sencillamente en venir, en contárselo y nada más. Ahora estaba allí, ante el anciano, y me invadieron las dudas. Tal vez no estaba enterado del asunto… tal vez todo lo contrario… No, no, al padre de Elemér no me lo había imaginado así.
—Solo quería saber —dije azorado, porque algo tenía que decir, y traté de sonreír— cómo está Elemér.
El hombre no contestó, me miró fijamente con su único ojo. Sabía qué significaba que un proletario te mirase así. Para ganarme su confianza, le pregunté:
—¿Sigue en el hospital?
—¿En el hospital? —repitió boquiabierto, y el miedo otorgó a su rostro amarillo y mal afeitado un tanto verdoso—. ¿Desde cuándo está en el hospital? ¿Qué le pasa?
—No sé —contesté. Temía decirle la verdad, pero con ello, claro está, no hice más que abonar sus sospechas.
El hombre me miró cariacontecido.
—Entonces, ¿de dónde saca que esté en el hospital?
—Me lo han dicho.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Un… conocido común —balbucí, y sentí que me ponía rojo.
Entonces alguien soltó una risa irónica a mis espaldas. Me volví. Era el mayor de los hermanos. Estaba de pie, con las piernas separadas y las manos en los bolsillos; sus ojos negros lanzaban destellos de odio.
—¿Quién es ese conocido común? —preguntó, preparado para el combate.
—Uno de los amigos de Elemér —mentí y volví a sonrojarme—. Un… amigo común —añadí rápidamente, para disimular mi turbación—, un muchacho que…
—¿Cómo se llama? —me interrumpió—. Conozco a todos los amigos de Elemér.
Me sentía cada vez más confuso. Le dije:
—A este no lo conocerás.
—¿Ah, no?
Me miró de arriba abajo y volvió a reírse.
—Entonces ya me imagino quién es —dijo—. En ese caso obsérvelo todo muy bien, señorito, tome nota para poder pasar informaciones exactas. Nos va fenomenal. De Moscú nos mandan oro a raudales. ¿No lo ve? —preguntó con un grito y señaló a los niños enclenques y harapientos que me miraban muertos de miedo desde su mísero cobijo—. ¿No lo ve, joven? Estamos forrados de rublos.
Mi mirada se desvió involuntariamente hacia su mano derecha, vi que la movía en del bolsillo. Conocía bien el gesto. Sabía que tenía una navaja.
—No seas idiota —estallé—. Soy el mejor amigo de tu hermano. Trabajamos tres años juntos.
—¿Dónde?
—Pues en el hotel.
—¿Cómo te llamas?
Se lo dije.
La expresión de muchacho cambió de inmediato.
—Eso es otra cosa —musitó con una sonrisa avergonzada en los labios—. ¿Por qué no lo dijiste enseguida? Soy Imre. ¿Qué tal?
Nos dimos la mano. Era un muchacho alto, moreno, atractivo; no se parecía en nada a su hermano.
—Perdona —se excusó riéndose—. Mandan a tantos chivatos que ya sospechamos hasta de nuestras propias pulgas. Vamos, siéntate —dijo con tono cortés, y guiñándome un ojo me indicó una caja de jabones con un gesto imperial—. Una caja suntuosa. También de Moscú. En su tiempo fue el trono de Iván el Terrible.
Yo también me eché a reír. Los tres nos reímos. Los cuatro chiquillos salieron de su cobijo y me miraron como si fuera un espectáculo circense.
—Vamos —les ordenó Imre—, a dormir, que si no llamaré a Horthy. Venga, andando. Mañana es lunes y hay clase.
Los chiquillos volvieron a su sitio, pero la niña se había despertado con las carcajadas y rompió a llorar como una Magdalena. El viejo la mecía como a un niño de pecho, aunque ya tendría unos tres años. Era una chiquilla enclenque, raquítica, con la tripa terriblemente hinchada, como les pasa a los niños a los que la sociedad tiene a régimen. La enorme barriga temblaba bajo su blusita raída, su rostro enfermo y ceniciento se retorcía de dolor.
—¿Qué le pasa? —pregunté.
—No sé, tal vez tenga retortijones.
—¡Qué va! —me susurró Imre—. Lo que tiene es hambre.
En la leñera reinaba el silencio, roto solo por el llanto de la pequeña. Un minuto antes aún nos reíamos y ahora parecía que la niña lloraba por todos nosotros, por toda Angyalföld, por toda Újpest.
—Les puedo dar unos pengos —balbucí azorado, y empecé a hurgar en los bolsillos.
—No somos mendigos —gruñó el viejo—. Todavía no.
—Vamos. —Imre hizo un ademán quitándole dramatismo—. No te pongas así con un amigo. ¿Cuánto nos puedes dar?
—Solo necesito para el tranvía —le dije—. Lo demás os lo puedo dar.
—Entonces, ¡día de fiesta! —gritó y se guardó el dinero con alegría—. Con esto podremos comprar un pan entero. Ahora mismo voy, que luego cierran el portal.
Nos miramos y enseguida supe que era él con quien tenía que hablar y no con el padre.
—Yo también voy —dije, y me despedí del viejo.
Fuera había dejado de llover y corría un aire cálido. En las hojas de las acacias aún temblaban las gotas de lluvia, pero el viento ya había secado casi por completo las aceras y el cielo estaba salpicado de estrellas. Cogí a Imre del brazo y de pronto todo pareció muy sencillo.
—Imre —le dije con un tono tranquilo, sin titubeos—, he venido a veros porque…
—Ten cuidado —susurró—. Nos están observando desde la casa de enfrente. En la tercera ventana de la planta baja, a la izquierda. ¿Lo ves?
—Ya lo veo. ¿Un poli?
—Sí —asintió—. Camina tranquilo. Ya conozco sus costumbres. Ahora saldrá, nos seguirá durante un tiempo, luego pasará a nuestro lado, doblará la esquina y dentro de unos minutos aparecerá a nuestra espalda. Mientras esté en la otra calle, podrás hablar tranquilo. No corras tanto. —Me dio un codazo—. Camina lento, te acompañaré al tranvía.
—Vale.
Paseamos uno al lado del otro. La calle estaba desierta, solo nos cruzamos con algún que otro borracho. Los proletarios sobrios ya se habían ido a casa para no pagarle al portero, pero en cuanto a los borrachos no se podía saber si de verdad lo eran. Los moradores de la noche patrullaban los bajos fondos: soplones, atracadores, prostitutas y policías, que a esas horas solo se atrevían a acercarse en parejas. El polizonte, en efecto, salió del edificio. En medio del silencio que todo lo dominaba oímos sus pasos con claridad.
—¿Con el viejo también querías hablar de eso? —preguntó en voz baja.
Asentí con la cabeza.
—Me lo imaginaba —dijo y vi que también sabía por qué no había hablado con él—. ¡Pobre viejo! —suspiró—. Hace tiempo fue un buen camarada. Lleva más de treinta años en el partido, el ojo lo perdió en los felices años de la paz, gracias a la policía. Era de armas tomar, según cuentan. Siempre estaba en el ala izquierda del partido. Ahora ya no está en ninguna parte. Después de la revolución pasó tres años en la cárcel, luego no le dieron trabajo, el año pasado nuestra madre murió de tuberculosis y el viejo se quedó aquí con seis hijos hambrientos y… —Imre alzó las cejas e hizo un gesto de resignación—. Ya sabes cómo es eso. Con el tiempo se ha vuelto apático. Ya no nos entiende. Ahora tiene cincuenta y ocho años, se pasa el día sentado en la leñera y no hace más que recordar los felices años de la paz. De cuando los policías lo dejaron tuerto. No está mal, ¿verdad?
Los pasos del poli se hicieron más rápidos detrás de nosotros.
—¿Viene? —pregunté.
Imre movió la cabeza afirmativamente.
—Vuélvete hacia mí para que no te vea la cara —susurró, y sin más empezó a hablar del partido de fútbol del día anterior.
El tipo pasó lentamente a nuestro lado y se metió por la primera bocacalle. Imre me guiñó el ojo.
—Ya puedes hablar.
Sentí en mí su mirada franca y no me costó trabajo hablarle.
—Quiero entrar en una célula clandestina —le dije sencillamente, sin rodeos.
—Sí. Ya lo sé.
—¿Lo sabes?
—Lo sé —repitió—. Elemér me dijo que tarde o temprano vendrías a vernos, que eras un buen camarada.
El corazón me dio un vuelco de alegría. Nunca me había sentido tan orgulloso, nunca había sentido tanta humildad.
—¿Tú qué eres —preguntó Imre—, socialdemócrata o comunista?
—No sé —contesté—. Sé muy poco. El que está contra ellos es mi amigo y el que está con ellos es mi enemigo. Esto es lo único que tengo por seguro.
Imre sonrió. Todo era así de sencillo.
—¿Puedes presentarme a los camaradas? —pregunté.
—Todavía no —contestó—. Ya ves, me vigilan.
—Es bastante urgente.
—¿Por qué?
—Por el Sabueso. ¿Lo conoces?
—¡Vaya que si lo conozco! —dijo, y los ojos le brillaron—. ¿Qué hay de él?
—Quiere que entre en el partido y… lo demás ya te lo puedes imaginar. Esta mañana me ha prometido hasta dinero.
—Entonces… sí que es urgente —dijo pensativo—. Lo que no sé es si… —Se calló y se encogió de hombros—. Da igual. Lo arreglaré de alguna forma. En unos días te llevaré allí.
Detrás de nosotros volvió a oírse el rumor de pasos. Imre miró hacia atrás de reojo.
—Aquí está otra vez —musitó—. Esfúmate.
—¿Me llamarás?
—Sí, corre.
Señaló hacia la curva por donde acababa de aparecer el tranvía.
—¿Va en buena dirección? —pregunté.
—Sí —contestó, y hoy sé que tenía razón.
Llegué a donde tenía que llegar.