Mi madre se fugó del hospital. Una tarde, al llegar a casa mi padre y yo, la encontramos otra vez junto a la artesa; lavaba como lo había hecho una semana antes, un año antes, toda la vida. Recibió nuestro saludo con apatía, apenas levantó los ojos de la artesa, y siguió machacando la ropa, impertérrita.
—Le he prometido a la quiosquera que mañana lo tendría —dijo, y continuó frotando como si nada hubiera pasado.
También nosotros tratamos de disimular. No le preguntamos cómo se encontraba, era más que evidente que estaba mal. Estábamos empapados, así que nos quitamos la ropa sin decir nada y nos pusimos a lavar. Era una tarde lluviosa, despiadada; el viento aullaba en la chimenea como si fuera otoño, arrojando gotas de lluvia contra la ventana y sacudiendo la puerta desvencijada como si pretendiera entrar.
—Hace un tiempo de perros —dije, solo por hablar.
—Sí —asintió mi madre—. Ya se huele el otoño.
Apenas teníamos de qué hablar. Al rato mi padre empezó a contar una enmarañada historia de marinos, pero cuando mi madre vertió lejía en la artesa se quedó desconcertado.
—¿Por dónde iba?
—Pues…
—Sí, esto… ¿por dónde?
Ninguno de los tres lo sabía. Se produjo un silencio incómodo. Mi madre se inclinó sobre la artesa y se echó a llorar con un llanto mudo que le sacudía los hombros.
—Este año el otoño llega muy pronto —comentó mi padre, como si no lo hubiera notado, y me lanzó una mirada ladina.
Sabía qué venía a continuación. Se acercó al mueble de cocina y sacó la caja de jengibre donde teníamos guardado el dinero.
—Mira —dijo alzando la voz, y le extendió a mi madre la caja de hojalata.
Había quince pengos. La mujer miró las gastadas monedas de plata sin dar crédito.
—¿Habéis matado a alguien?
—Hemos trabajado —declaró con orgullo. Se notaba que estaba satisfecho con el efecto causado.
Los quince pengos obraron el milagro. En el rostro de mi madre afloró la esperanza.
—Dios mío —suspiró—, si las cosas continuaran así…
—¿Y por qué no iban a hacerlo? —preguntó mi padre con desenvoltura—. Manci pagará otros cinco a final de mes. Ya son veinte. Y hoy solo estamos a día cinco.
—¿Habéis ganado quince pengos en menos de una semana?
—Así es.
No era del todo verdad. Nos habían dado siete por la pistola, y yo había puesto tres del dinero que debía pagar por los plazos. Fue mi padre quien me convenció para que recurriera a esta artimaña.
—Suena mejor —dijo—. Tu madre se alegrará más.
—Pero ¿qué pasará cuando los tenga que quitar?
—¿Por qué tendrías que quitarlos? Cuando llegue el momento ya habré ganado cinco veces más.
Estaba firmemente convencido, lo que quizá tranquilizaba su conciencia pero eso no cambiaba nuestra situación. En un día bueno mi padre ganaba un pengo, y no tenía más remedio que ponerlo en la cajita, porque mi madre la controlaba cada noche.
—Mañana —me animaba él cuando nos quedábamos solos, y al día siguiente volvía a decir lo mismo: Mañana.
Los días pasaban. Mi padre lo intentó todo, a veces recorría la ciudad de madrugada a madrugada, en vano. No había trabajo. Delante de las fábricas acampaban grupos de desempleados, esperando sin saber qué. La dirección anunciaba con enormes carteles que no se necesitaba mano de obra, pero los parados aparecían de todas formas cada mañana y no se movían hasta entrada la noche. Los que no tenían casa tampoco tenían adónde ir, y los que la tenían no querían ver a sus hijos pasando hambre. Allí, ante la puerta de la fábrica, al menos podían tener la esperanza de que algún día sucediera algo: que la máquina cortara la mano de un compañero, que la policía detuviera a alguien, que proclamaran la dictadura del proletariado o que un bondadoso millonario estadounidense decidiera comprar la empresa.
Las perspectivas de mi padre eran aún menos alentadoras. Un tornero podía soñar con que algún día se necesitaran torneros y que, de entre los innumerables torneros sin trabajo —por alguna razón inexplicable—, lo eligieran precisamente a él. Pero ¿con qué podía soñar un marinero? Las fábricas, y hasta los talleres, tiendas u oficinas más pequeñas, tenían a miles de obreros cualificados entre los que elegir. Solo podía obtener empleo quien tuviera certificados de muchos años, e incluso estos eran recibidos con recelo si no llevaban carta de recomendación. Pero esos eran documentos que apenas se conseguían, porque todo el mundo trataba de colocar a su propia gente.
Traté de llevarlo al hotel. Hablé con el primer conserje, me humillé, le dije que mi madre estaba enferma, que nos echarían de casa si mi padre no conseguía trabajo, pero no hizo más que encogerse de hombros.
—A lo mejor dentro de un año yo también estoy como él —dijo—. Ya sabes que recortarán la plantilla.
Era verdad, pero la verdad solo da sustento a los jueces. Las dos terceras partes de las habitaciones estaban desocupadas, y con las propinas que me daban apenas podía pagar los plazos. Cada tarde salía a la ciudad y hasta altas horas de la noche iba a la caza de algún trabajo extra. Muchas veces averiguaba ya durante el día en cuál de los embarcaderos descargarían barcos, y del hotel iba corriendo directamente al muelle. De obtener trabajo, con gusto hubiera dado parte de mi paga al vigilante o a quien fuera, pero otros también lo habían pensado y la mayoría de las veces me quedaba con un palmo de narices. Solo una vez encontré trabajo en el puerto, y fue por casualidad. Un amigo estibador, cuya mujer llevaba ya dos días de parto, me pidió que lo sustituyera mientras se iba al hospital a ver a su esposa. Me prometió cuarenta florines, pero al final solo me dio la mitad, porque la otra se la gastó en bebida, ya que entretanto había nacido el niño.
No tuve suerte. Era inútil peinar la ciudad en busca de trabajo, porque las hambrientas hordas de parados siempre se me adelantaban. Tenían más tiempo durante el día, muchas veces se ponían en la cola por la mañana para obtener algún trabajo por la noche y no toleraban a los «aficionados» como yo. En una ocasión hasta me pegaron, porque de madrugada bajé al barco del mercado y le ofrecí a una vieja subirle la mercancía a la plaza. En vano insistí en la mucha necesidad de dinero que tenía, aquellos tipos harapientos no me hicieron ni caso.
—Sí, claro, y vas con estos trajes…
¿Qué podía contestarles? No volví al puerto.
Un día la suerte volvió a sonreírme. Al final quedó en aventura breve, pero por entonces pensaba que duraría para siempre, o al menos hasta que pudiéramos pagar el alquiler. La efímera fortuna se la debí a Lajos, o mejor dicho, al enamoramiento de Lajos. Se prendó de Eszter, aquella hermosa doncella de la segunda planta a quien en una ocasión la excelentísima señora había abofeteado. No todos los huéspedes se mostraban tan rudos con Eszter. Uno de los secretarios de la embajada de Italia la trataba, por ejemplo, con mucha ternura. Le daba propinas cuantiosas y una noche, mientras hacía la cama, Eszter se enteró del porqué. Lajos, que esperaba al fondo del pasillo, oyó los gritos y como consecuencia de ello en vez de Eszter fue el secretario quien aterrizó en la cama. No pudo levantarse durante tres días, pero al cuarto bajó renqueando a los despachos y entonces echaron tanto a Lajos como a Eszter.
Lajos, según me enteré más tarde, además de entregarse al amor también se dedicaba a mantener a su familia. Su padre no tenía empleo, sus tres hermanos menores aún estaban en edad escolar y su madre llevaba varios años postrada en cama. Lajos nunca había hablado de ello. Era uno de esos jóvenes proletarios de Pest que habían visto tantas miserias durante la niñez que ya se reían de todo. Vivían en la jungla de la ciudad como zorros hambrientos en plena caza, y Lajos era de los más listos. Estaba orgulloso de su astucia, hablaba a gritos, decía palabrotas y se mostraba altivo, pero en el fondo era un tipo sentimental, lo cual le avergonzaba, por lo que disimulaba como si se tratase de una tara física. Habíamos trabajado juntos durante tres años y siempre nos habíamos llevado bien, pero nunca habíamos intimado fuera del hotel. Lo echaron en primavera y desde entonces no nos habíamos vuelto a ver. Una noche, cuando iba a la caza de algún bulto que cargar delante de la estación de Keleti, me gritó:
—¿Qué te trae por aquí?
Me dio vergüenza confesarle la verdad, así que le contesté:
—Hace buen tiempo. Estoy dando una vuelta.
—Entonces charlemos un rato —repuso—. Siéntate, Béla. Tengo que esperar media hora más.
—¿A quién esperas?
—A Eszter.
—¿En qué tren viene?
—En ninguno. Está cenando.
—¿En la estación?
—Sí.
No entendí.
—¿Cómo es eso?
—Porque en casa solo podría cenar aire.
—¿Y en la estación es gratis?
—Según de quién se trate. —Lajos me guiñó el ojo y se me acercó más—. Una idea colosal —susurró, y levantó el puño en señal de orgullo—. En la estación hay una de esas cosas de caridad, un como se llame de ayuda al viajero. Viejecitas burguesas aburridas que se empeñan en velar por el honor de las mujeres que viajan solas. Ya me entiendes, amigo, para qué enrollarme más. Eszter es ahora una señorita que viaja sola. Lleva una maleta vieja, con esa maleta entra donde las abuelitas e interpreta el papel de virgen pueblerina con un arte que te tronchas de risa. Les dice que en el tren, mientras dormía, le robaron el dinero y lo demás ya te lo imaginas. Las va engatusando y al final no puede más y, ay querida señora, qué hambre tengo. No le cuesta mucho aparentar, porque últimamente pasa tanta hambre que se comería hasta los clavos de las herraduras. Las ricas lo notan, pero las muy fulanas no le dan dinero porque, ¿para qué lo va a querer una muchacha proletaria hambrienta? Lo que cuenta es el honor, ¿no? Pero a esas alturas Eszter ya está hecha un mar de lágrimas y la vieja no aguanta más, y entre una cosa y otra la invita al restaurante de la estación. Ya lleva una semana comiendo así.
—¿Y no se dan cuenta del ardid?
—¿Cómo van a darse cuenta? Cada día va a una estación diferente, y siempre a horas distintas. ¿O acaso crees que soy un novato? Sé exactamente cuándo relevan a las viejas, desgraciadamente ya solo queda para cuatro comidas. No está mal, ¿verdad?
—Genial —le dije con un gesto de reconocimiento.
Y nos reímos. ¡Cómo nos reímos de aquello! La carcajada se me escapó como el vapor de una caldera. Nos tambaleamos y chillamos, pero no podíamos dejarlo. Nos miró un señor entrado en carnes y comentó resoplando:
—Qué bonito es ser joven, ¿verdad?
—Tu madre —gruñó Lajos, una vez se hubo ido el tipo, y lanzó un escupitajo.
Era una noche hermosa. Volvió el calor del verano, un viento tibio levantaba las faldas de las mujeres y en el cielo desfilaban estrellas. Sentados en las escaleras de la estación, nos hubiera gustado ser viejos y gordos.
—¿Cómo está Eszter? —pregunté.
Lajos se encogió de hombros.
—¿Cómo va a estar? Sin trabajo, sin pasta, un carnicero sarnoso ha pedido su mano y sus viejos la riñen por estar conmigo. Todo lo demás bien, ¿y tú?
Hice un gesto de resignación.
—Algo por el estilo.
Lajos sacó un cigarrillo arrugado de detrás de la oreja.
—¿Tú no tienes? —preguntó.
—No.
Partió el pitillo en dos y me dio la mitad. Fumamos sin hablar.
—Preferiría que no fuera tan guapa —dijo al cabo de un rato—. Todo el mundo le viene con el mismo cuento, que con lo bonita que es podría forjarse un porvenir seguro y, ¿quién sabe?, a lo mejor tienen razón. Todos le van detrás, por la calle le lanzan piropos tíos que conducen automóvil, le prometen el oro y el moro, y yo le doy de cenar así. ¿Cuánto puede aguantar una mujer?
¿Qué podía decirle? Callé. Lajos tiró la colilla.
—Amigo —y silbó—, no está nada bien enamorarse así de una mujer. No soporto los celos, me estoy volviendo loco. ¿Quieres que te haga reír? La acompaño a casa cada noche y por la mañana el cartero la despierta con mi carta.
—¿Le escribes todos los días?
—Todos los días. Tengo que hacerlo. Si no, me siento mal. ¿Lo entiendes?
—Lo de la carta sí —le dije—, lo que no entiendo es lo de los sellos. ¿De dónde sacas el dinero?
—No pongo sello.
—¿Cómo que no?
—Muy sencillo. Me pongo a mí mismo como destinatario y a Eszti como remitente. ¿Lo entiendes ya?
—No.
—Chico, qué ingenuo eres. Si la carta no lleva sello, el cartero la devuelve al remitente y como la remitente es Eszter, la recibe ella. Está claro, ¿no?
Volvimos a reírnos.
—La vida no es más que un truco, amigo —cavilaba Lajos—. No hay que andarse con remilgos. Hoy en día el único mandamiento que está en vigor es el undécimo: sobrevivirás. El proletario, o lo aprende o se muere de hambre. Yo ya voy aprendiendo. Hasta me he procurado un empleo.
—Anda, y ¿cómo?
—Eso es otra historia. Tengo un tío, un tipo tacaño a más no poder, que no le da dinero ni a su propia madre, y eso que gana una barbaridad. Como es gerente de un bar nocturno bastante bueno, mi madre le suplicó que me diera trabajo, pero parece que mi odio es correspondido: el viejo le dijo que me detestaba y que prefería que me muriera de hambre, que de todos modos acabaría en la horca. Y cuando mi madre me lo contó, me fui a verlo. «Lárgate», me gritó. «No voy a hablar contigo.» «Ni falta que hace», le dije. «Ahora soy yo quien le va a hablar a usted. ¿Quiere ganar cincuenta pengos al mes? ¿A que sí? Pues entonces contráteme y yo le pago todo el sueldo.» Eso sí que le gustó al viejo idiota. «Pero si aún eres aprendiz», me dijo. «Sí», le contesté, «pero el dueño no tiene por qué saberlo. Yo firmo el recibo conforme he cobrado y me quedo con la propina que me den.» Pues así fue. El tipo, con lo rico que es, gana cincuenta pengos extras con mi trabajo y yo, el pordiosero, treinta y cinco o treinta y seis. ¿Que es injusto? Pues sí, pero es mejor que morirse de hambre.
Siguió hablando del malvado tío, pero yo ya lo escuchaba solo a medias.
—Oye —le solté de repente—, llévame a ver a ese tío. Yo también estaría dispuesto a darle mi sueldo.
Lajos me miró extrañado.
—¿También te han echado del hotel?
—No —repuse—, pero necesito dinero.
Lajos sabía qué significaba aquello y no preguntó nada.
—Se lo puedo proponer —dijo, y no volvió a sacar el tema.
Pero aquella misma noche me presentó a su tío y me dieron el empleo. De día trabajaba en el hotel, de noche en el bar. Este paraíso de vida duró cuatro días. Resultó que la señora del guardarropa quería enchufar a su hijo, y por despecho denunció al gerente a la agrupación gremial; si el tío de Lajos no llega a emplear, muy perspicazmente, a uno de los parientes del secretario de la agrupación gremial, yo por mi parte podría haber perdido hasta el empleo en el hotel.
Así terminó mi breve período de prosperidad. No tenía trabajos extra y en el hotel las propinas eran cada día más escasas. No me quedó otro remedio que sacar los tres pengos de la caja de jengibre para poder pagar los plazos. Mi madre se dio cuenta aquella misma noche. No supe qué decirle. Y al final fue mi padre quien salvó la situación.
—Lo devolverá la semana que viene —anunció con una sonrisa angelical, y le guiñó un ojo con picardía, dando a entender que se trataba de un asunto de faldas y era mejor no entrar en detalles.
Mi madre se tranquilizó más o menos, pero unos días después surgieron otros problemas con la caja de jengibre. Una tarde, mientras estábamos lavando en la cocina, entró una anciana desaseada y dijo sin rodeos:
—He venido a por las cosas de la señorita Manci.
Mi madre se puso blanca como la cal.
—¿Ha alquilado cama en otro lado? —preguntó nerviosa, pero la vieja desdentada negó con la cabeza.
—No, qué va. Ahora la visitan en su propia cama.
—¿Se ha casado?
—No —contestó—, mejor todavía. Ha tenido mucha suerte. Ha entrado en un burdel.
De manera que también perdimos aquella fuente de ingresos. Manci, por si fuera poco, nos debía un par de pengos y dejó recado de que el domingo vendría a pagarlos, pero mi madre la esperó en vano. No apareció y nunca más la volvimos a ver.
Su cama quedó libre. Los que tenían trabajo no la alquilaban porque les asustaba el precio del tranvía. Y a los desempleados no los queríamos. Además, aún hacía buen tiempo, y si los pobres tenían dinero preferían gastarlo en comida y luego dormir en un banco o bajo un arbusto del parque Népliget. El Népliget vivía una doble vida, como los caballeros criminales de las películas. De día acudían a él piadosos pequeñoburgueses, niños, ayas y parejas de enamorados; de noche lo invadían personas sin hogar y entonces incluso los policías preferían evitar la zona, porque entre los arbustos podía pasar de todo. Era un mundo aparte, una sociedad aparte. Bajo los arbustos se alojaban familias, generaciones enteras, desde los abuelos hasta los nietos. Los ronquidos interrumpían el canto de los grillos, aquí lloraba un bebé, allí hacían el amor, los ancianos gemían, los enfermos se lamentaban; de pronto se oía un griterío y en la oscuridad destellaban cuchillos. Gente harapienta se peleaba y fornicaba, rezaba y calumniaba, se metía en negocios turbios; bajo los arbustos tenían lugar debates políticos e incluso literarios, jóvenes delgados y nerviosos recitaban poemas ante otros jóvenes igualmente delgados y nerviosos, se reunían sectas religiosas prohibidas alrededor de profetas descalzos con melena, mendigos y ladrones vendían y compraban apuestas, se cerraban tratos siniestros: aquello era la flor y nata del hampa. El patrón oro era el pan, por él se podía comprar de todo. De todo, en el sentido más escalofriante de la palabra. De noche gateaban las adolescentes de un arbusto a otro ofreciéndose con voz aguda de colegiala a hombres cuyo rostro ni siquiera veían.
—¿Tiene algo de pan? —preguntaban entre susurros, y al día siguiente no recordaban ni con quién se habían acostado.
Así, de las niñas se hacían rameras, de los obreros, criminales y de los desesperados, asesinos.
Eso era lo que nos aguardaba y de eso quiso escapar mi madre optando por la muerte, con razón se sentía cada día más angustiada. Por mucho que tratáramos de animarla, poco a poco se fue dando cuenta del piadoso engaño.
—Mientras no estaba en casa —decía—, al parecer ganabais tres pengos al día. Y ahora que… —Señaló la caja de jengibre y se echó a llorar.
Mi padre aseguró que el día 1 ya tendríamos el dinero, pero mi madre ya no se dejaba engatusar.
—¿Cómo? —preguntaba una y otra vez—. ¿Cómo?
Una noche mi padre perdió la paciencia.
—¡No te preocupes por eso! —le gruñó, y dio un golpe en la mesa—. Lo reuniré pase lo que pase.
Ella presenció asustada aquel arranque de furia.
—Miska —dijo en voz queda—, ¿te acuerdas de lo que prometiste?
—Sí —rezongó mi padre ya más tranquilo.
—¿Cumplirás tu promesa?
—La cumpliré.
Pero a mi madre eso no le bastó.
—¿Me lo juras? —preguntó.
—Te lo juro.
—Júralo por algo.
—Por lo que tú quieras.
—¿Por mi vida?
—Lo juro por tu vida.
Mi padre lo juró y, milagrosamente, cumplió con su palabra. No le asustaba el trabajo más inhumano, hacía esfuerzos brutales, pasaba hambre, vestía andrajos y, no obstante, a veces —es curioso— me daba la sensación de que era un papel más que interpretaba. Tampoco era capaz de tomar en serio la miseria, no era más que una función que trataba de representar lo mejor posible. Hacía de mendigo, pero lo hacía como si entretanto sostuviera negociaciones secretas para interpretar un papel de rey que ya le hubieran prometido y del que solo faltara ajustar algunos flecos. Más orgulloso que en cualquier otro momento de su vida, andaba con la cabeza bien alta y nunca dejaba de ser Miguelindo. Curiosamente, empezó a parecerse a los galanes de sienes plateadas con los que aún sueñan las adolescentes. Era guapo, gallardo, alegre, siempre con ganas de broma. A veces cuando llegaba a casa por la noche apenas podía hablar de lo agotado que estaba, pero por la mañana siempre me despertaba oyéndole silbar en la cocina y a veces me devolvía el saludo como si por la noche le hubiera tocado la lotería.
—Tengo una idea —anunciaba entonces muy animado—. Vale una fortuna, amigo, es simplemente genial.
Hacía alusiones enigmáticas, sonreía como insinuando algo, y cuando mi madre salía de la cocina decía cosas como:
—Mañana ya no la dejo ir a trabajar.
Ese era su sueño. Hubiera preferido tener a mi madre en la cama todo el día, para que no hiciera más que comer y beber y esperar a su hijo, porque estaba tan convencido de que sería un varoncito como de lo infalible de su idea.
—Esta noche todo estará solucionado —decía antes de irse de casa, y se notaba que estaba plenamente convencido de ello.
Luego volvía y no decía nada. Sacaba cincuenta o sesenta florines del bolsillo o en el mejor de los casos un pengo, lo colocaba avergonzado en la caja de jengibre, se desvestía y se metía en la cama. En tales ocasiones se comportaba como un escolar que ha sacado mala nota y no se atreve a mirar a los ojos de los adultos. Pero al cabo de unos días volvía a tener otra idea y decía de nuevo por la mañana:
—Esta noche todo estará solucionado.
A veces se le ocurrían ideas formidables. El problema estaba en que no se podían llevar a cabo. Se necesitaba un poco de dinero, un poco de tiempo, y algún que otro enchufe, pero nosotros no teníamos nada de todo eso. El 30 de septiembre debíamos haber reunido el dinero, pero el contenido de la cajita de jengibre no infundía muchas esperanzas.
—¿Qué será de nosotros? —le preguntaba a veces a mi padre cuando nos quedábamos a solas, pero él siempre me daba la misma respuesta:
—El día uno tendremos el dinero.
—¿Cómo?
—No te rompas los cascos con eso.
Aún seguía sólidamente convencido de que algún día se le ocurriría una idea que lo solucionaría todo en un santiamén.
—Hay que intentarlo todo hasta conseguirlo —decía, y seguía con sus experimentos como un alquimista.
Una noche regresó irradiando satisfacción.
—Lo tengo —dijo con gran emoción—. Lo tengo de veras.
—¿Qué tienes? —le preguntó mi madre.
—He dado con la solución al paro —anunció en un tono resabido, y se le encendió en el rostro la felicidad de los descubridores—. Es muy sencillo —explicó con aires de suficiencia—. No sé cómo no se me había ocurrido antes. Hay que pensar científicamente, eso es todo. ¿Por qué no encuentra trabajo el cerrajero? Porque hay muchos cerrajeros. ¿Por qué no encuentra trabajo el carpintero? Porque hay muchos carpinteros. Está claro, ¿no? Lo sabe todo el mundo. Lo único que no se le ocurre a la gente son las consecuencias que eso implica. Anoche, cuando por fin lo comprendí, me entusiasmé tanto que no pude pegar ojo. Por la mañana me fui corriendo a la biblioteca municipal a estudiar las estadísticas laborales.
—¿Las qué?
Mi padre explicó qué eran las estadísticas laborales, pero entonces mi madre se asombró aún más.
—¿Para qué diablos has estudiado esas cosas?
—¿Sigues sin entenderlo? —preguntó él—. Buscaba algún oficio en que faltara mano de obra.
—¿Hay alguno?
—Claro que sí. No tuve que buscar mucho. Lo encontré en la letra be. Vamos, adivinadlo.
No logramos adivinarlo.
—Buzo —gritó triunfal—. En Hungría hay escasez de buzos.
—¿Nadie más se ha dado cuenta?
Mi padre se echó a reír.
—Y si se han dado cuenta, ¿de qué les sirve? La gente de Pest es de secano. ¿Quién va a entender aquí de buceo? —Se notaba que le divertían los recelos de mi madre. La levantó con alegría y la sentó en su regazo—. Vamos, mamá —preguntó con picardía—, ¿qué te parece? Genial, ¿no?
—Sí —repuso ella poco convencida—, pero ¿cuándo encontrarás en Budapest trabajo de buzo?
—Ya lo he encontrado —contestó tan tranquilamente—. Mañana empiezo.
—¿Y lo dices así, sin más? —gritó mi madre.
—¿Cómo lo iba a decir? —Mi padre se rio y negó con la cabeza como el jugador de ajedrez que no entiende cómo el otro puede dudar de su victoria tras una brillante serie de movimientos—. Hay que pensar científicamente. ¿Entiendes, cariño?
—Sí —contestó mi madre feliz, aunque era evidente que no había entendido nada de nada.
Al día siguiente me llamaron por teléfono al hotel. Un empleado de los astilleros me comunicó que mi padre había sufrido un accidente y que fuera enseguida.
Acudí atenazado por el miedo. Encontré a mi padre en la enfermería; estaba tumbado en un sofá, en una salita blanca que olía a desinfectante. Él también estaba blanco, de un modo alarmante, y a su alrededor había algodones y compresas ensangrentadas, pero por lo demás no se le notaba ninguna secuela.
—¿Qué ha pasado? —pregunté preocupado.
Mi padre se echó a reír, como siempre que me veía asustado.
—Nada especial —dijo con indiferencia—. Me empezó a sangrar la nariz bajo el agua, luego también sangré por la boca y los oídos, y después ya no recuerdo nada más. Dicen que por poco estiro la pata.
Escuché horrorizado su alegre relato.
—¿Quién ha tenido la culpa? —pregunté.
—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Tampoco importa. Lo malo es que no me quieren pagar el salario de hoy.
Eso ya no lo entendí.
—¿Por qué no? —pregunté indignado, pero él siguió encogiéndose de hombros.
—Cerdos —gruñó.
No, no entendí un pimiento. Al final me surgió la vaga sospecha de que él también tenía algo de culpa. «Hace tiempo que no ha buceado —pensé—, habrá perdido la práctica.» No quería herirle, así que no se lo pregunté directamente.
—Padre —pregunté con mucha prudencia—, ¿dónde buceaste por última vez?
—¿Yo? —se rio—. En la barriga de mi madre. Parece que desde entonces he perdido la costumbre.
Pero la experiencia lo hizo recapacitar, porque días más tarde le dijo a mi madre:
—Esto no está bien. A ti te dan tres pengos al día por lavar y yo no gano más de uno. ¿Por qué no trabajas en casa? Entonces podría lavar contigo todo el día y ganaría el triple.
—Yo también había pensado en ello —contestó mi madre—. Pero solo la gente que no tiene lavadero deja que me lleve la ropa.
—¿Y si lo hiciéramos más barato por dos pengos, digamos?
Primero mi madre se horrorizó, pero mi padre volvió a sacar a relucir su razonamiento «científico» y demostró de manera diáfana que con más trabajo y tarifas más bajas, obtendríamos mayores ingresos.
—Se puede intentar —dijo finalmente mi madre, y así lo hicimos.
La idea dio buen resultado, al menos en el sentido de que se traía a casa muchísima ropa para lavar. Supongo que excepto nosotros nadie hacía la colada por dos pengos, y pronto supimos por qué. Una parte del dinero la gastábamos en el tranvía, necesitábamos muchísimo combustible para calentar el agua, más detergente, más petróleo, y tampoco nos daban gratis el jabón y todo lo demás. Mi madre y mi padre trabajaban catorce o quince horas al día, y por las noches yo también me ponía a lavar. Teníamos que trabajar veinticuatro horas por turnos para que quedara algo de los dos pengos.
Y entretanto pasábamos hambre. Mientras mi madre iba a las casas a lavar, además de los tres pengos le daban de comer, y así comía bien al menos diez o quince veces al mes. Ahora los tres nos alimentábamos de lo que yo llevaba a casa del hotel. En vano mentíamos mi padre y yo diciendo que ya habíamos picado algo en la ciudad, mi madre siempre dividía la cena en tres partes y no tocaba la suya mientras nosotros no nos comiéramos la nuestra. Como consecuencia los tres pasábamos hambre.
Una vida así no le hace bien a nadie, y menos a una mujer en estado. No podía digerir lo poco que comía, vomitaba tres o cuatro veces al día, la mayoría de las veces hiel, ya que era todo lo que le quedaba en el cuerpo. Era puro hueso, y tosía tanto que a veces se ponía azul. En su seno creía una nueva vida, en sus pulmones ladraba la muerte, y ella se iba diluyendo entre los dos misterios últimos, en la apatía espectral del estado intermedio. Ya ni siquiera lloraba, ni siquiera se lamentaba. Lavaba y callaba.
A veces al trabajar notaba dolor, se tocaba el pecho o los riñones, y el gesto se le torcía. En esas ocasiones, en vez de echarse a descansar, se encerraba en la habitación para rezar.
Se hizo tremendamente creyente. Antes iba muy poco a misa, pero ahora lo hacía dos o tres veces a la semana, y comulgaba cada domingo.
Si tenía un rato libre, se quedaba en un rincón del cuarto a pasar el rosario. A veces, mientras hacíamos la colada, notábamos cómo movía los labios, rezando. Apenas pronunciaba una frase sin mencionar a Jesús o a los santos. En mi tierra, el campesino no es muy dado al misticismo y su Jesús tampoco era un ser místico. Ella hablaba de él como puede hablar un niño del campo de un tío emigrado a América que mucho tiempo atrás, antes de nacer él, había vivido en el pueblo y que era muy pobre; al igual que ellos, jornalero o tal vez carpintero. Pero el tío ahora vivía entre las nubes, en el piso cien o más arriba, y si se portaba bien y era un niño obediente, entonces tal vez algún día le echase una mano, o le mandara un pasaje de barco y lo acogiera en su casa. Así pensaba en Jesucristo, y a mí, cuando me hablaba de él, a veces me daba la impresión de que lo veía en frac o en uniforme de entorchados magiar, como los ricos en las revistas ilustradas. Sí, solo ella era capaz de imaginar al Señor como a los señores, a un señor húngaro, a un señor muy grande, más grande incluso que Miklós Horthy, y lo único que había de místico en esa imagen era que pudiera existir un señor superior a Miklós Horthy, que hablara con ella de tú a tú y pudiera echarle una mano. El Señor era el único señor en Hungría que se mostraba dispuesto a ello, que la consideraba a ella, a la lavandera, un ser humano, al igual que a la quiosquera o a la esposa de un secretario ministerial.
—¡Cuántas veces me he olvidado de él! —decía con tono penitente, y sus ojos se llenaban de lágrimas.
Mi padre no paraba de suplicarle que se acostara, que descansara un poco, que él terminaría el trabajo, todo en balde, ni madre no se separaba de la artesa.
—Piensa en el niño —le suplicaba mi padre—. No aguantarás mucho así.
Entonces ella contestaba en voz baja:
—Si Dios quiere, lo aguantaré. Si no lo quiere, tampoco habrá sido tan grave.
Luego se santiguaba y seguía lavando.
Una noche me despertó mi padre zarandeándome.
—Levántate, Béla —dijo muy preocupado—. No sé qué ha pasado con tu madre.
Oí lo que dijo, pero no pude asimilarlo al instante. Desperté del sueño profundo y desfallecido de los hambrientos, y el rostro de mi padre me pareció una visión al inclinarse sobre mí con el quinqué en la mano. Observaba aturdido su enorme sombra, que se proyectaba sobre el techo y se tambaleaba sobre mí. Tiritaba de sueño y de susto.
—¿Qué ha pasado? —balbucí.
—No sé —dijo en voz ronca—. Aún no ha vuelto.
—¿Qué hora es?
—Casi las dos.
—¿Cuándo se fue?
—Por la tarde. Fue a llevar la colada a casa del capitán. Dijo que estaría de vuelta a las ocho.
Miré el reloj. Me acuerdo de que eran las dos menos diez. Me incorporé. Estábamos el uno al lado del otro sin saber qué hacer. El tictac del reloj rompía el silencio como una bomba de relojería.
—Ya no sé qué pensar —gruñó mi padre, y con el rostro pálido agarró el sombrero—. Voy a llamar a casa del capitán.
—Espera —le dije, buscando los pantalones—. Yo también voy.
Bajamos corriendo a la taberna. Era víspera de domingo, los gitanos seguían tocando. En la neblina con olor a cerveza del recinto se tambaleaban borrachos de cara abotargada y una chica de cabello pajizo bailaba sobre una mesa. La tabernera también estaba borracha y abrazaba con vehemencia a un adolescente barbilampiño. Al vernos, se retiró azorada del muchacho, aunque no tendría por qué haberlo hecho, pues mi padre ni la miró.
Nos encerramos en la cabina de teléfono y esperamos nerviosos. Durante minutos nadie contestó. Ya estaba a punto de colgar y volver a llamar cuando oí un leve chasquido.
—¿Quién habla? —preguntó una soñolienta voz de mujer.
Se lo dije.
—¿Quién? —repitió irritada—. ¿Quién?
Le hablé en el tono más humilde que podía.
—Estimada señora, disculpe que la moleste a estas horas —le dije—, pero tenemos un grave problema. Esta tarde mi madre se fue a su casa y aún no ha regresado.
—¿Y qué tengo yo que ver con eso? —chilló histérica la estimada señora—. ¿Cómo se atreve a llamar a esta hora?
—Con todo el respeto —le supliqué—, solo quisiera saber si… trate de entender… estimada señora…
—¡Que se vaya al cuerno su madre! —me interrumpió, la ira la hacía atragantarse—. ¡Despertar a la gente tan tarde! ¡Vaya gentuza!
Con eso colgó y nos quedamos allí, ante el aparato mudo, sin poder reaccionar.
—¿Qué hacemos? —pregunté desamparado.
—Vamos a la policía —murmuró mi padre mientras echaba pestes de la estimada señora.
La comisaría estaba cerca. Consistía en dos cuartuchos sucios; en uno no encontramos a nadie, así que entramos en el otro.
—¡Podrían llamar a la puerta! —gritó un sargento gordo, calvo y de rostro rojo crustáceo, que se levantó de la cama resoplando—. ¿Qué se creen, que esto es una tasca?
Mi padre sabía lo que le correspondía con la autoridad.
—Disculpe —dijo con una humildad poco común en él—. Venimos por un asunto muy urgente, señor policía.
—A ver, ¿qué es ese asunto tan urgente? —inquirió el sargento, y antes de que mi padre pudiera responder entró en el excusado. Dejó la puerta abierta y oímos cómo meaba—. Vamos, hable —gritó—. Decía que era urgente.
Mi padre le contó lo que había pasado. El sargento regresó abrochándose la bragueta, bostezó, se sentó, encendió la pipa sin prisas y se colocó los anteojos; luego abrió un libro y empezó a examinarlo.
—No ha llegado ningún parte —dijo por fin con tono oficial, y al instante volvió a echarse al catre.
Estábamos junto a la mesa desorientados, sabíamos que teníamos que irnos, pero no adónde.
—¿Dónde podemos buscar? —preguntó mi padre, que parecía tan indefenso como un niño.
—No lo sé —le dije.
De pronto el Espíritu Santo se apoderó del sargento o este se acordó de su propia esposa, porque de pronto se levantó y dijo:
—Esperen, llamo al cuartel general.
Llamó, pero allí tampoco sabían nada. Caminamos hacia casa desconcertados. Delante de la taberna mi padre dijo:
—Ven, entremos. Vamos a llamar al servicio de ambulancias.
Entramos y les volví a relatar la historia.
—Espere, por favor —contestó una voz.
Esperamos, pero no sucedió nada. De repente la línea se cortó, no teníamos más dinero. Mi padre soltó un taco.
—A lo mejor ya ha vuelto a casa —traté de tranquilizarlo y subí corriendo.
No estaba. Saqué dinero de la caja de jengibre, regresamos a la taberna y volví a llamar al servicio de ambulancias.
—Sí, han ingresado a una mujer con ese nombre en el San Roque.
—¿Qué le ha pasado? —pregunté sin aliento.
—Lo siento —dijo—. No puedo facilitarle más información.
—Dígame solo si está viva —supliqué.
—Pregunte en el hospital —contestó, y colgó.
Salimos corriendo. Los tranvías aún no circulaban, así que emprendimos el camino a pie. Era una noche de verano tibia, plateada, por las calles desiertas merodeaban los fantasmas de la luna, el miedo y el hambre. Íbamos a toda prisa y los edificios pálidos y sonámbulos parecían correr con nosotros. Hicimos el camino de tres horas en dos.
En el hospital nos mandaron al médico de guardia. Este era un tipo atractivo que estaba enfrascado en una conversación telefónica. Con su cabello rubio engominado, su corbata de seda color malva, su monóculo, su anillo de sello y su apostura de alano fiel parecía más una estrella de cine alemana que el médico de guardia de un hospital público húngaro. Arrullaba al auricular con voz aflautada al igual que los galanes de las películas germanas más empalagosas.
—Pero gatita —susurraba en el momento en que entramos exhaustos, y ni se tomó la molestia de interrumpir el ronroneo. Había unas cuantas sillas junto a la puerta, indicó que nos sentáramos y volvió a decir—: Pero gatita…
La gatita debía de ser una mujer cobarde que no se atrevía a visitar al señor doctor.
—¿Por qué? —le preguntó él con un tono de voz de lo más sensual—. ¿Qué le da miedo? Fue usted misma quien me dijo que él volvería pasado mañana… Vaya… ¿y qué pasa si la ven? ¿Qué van a ver? ¿Que entra en San Roque? ¿Sabe cuántas personas entran aquí cada día…? Vamos, querida, ¿cómo se le ocurre preguntar algo así? ¿Por qué iba a ir uno al San Roque? Pues a visitar a una amiga… Bueno, entonces a una amiga no. A una criada, digamos, a una criada muy fiel, a una criada anciana, su aya, yo qué sé… Vamos gatita, no se ponga así…
Mi padre no aguantó más. Se puso en pie de un salto y se acercó a él.
—¡Solo dígame si está viva! —le suplicó, pero el gallardo suevo solo hizo un ademán irritado.
—Perdone, gatita —susurró al auricular, luego lo cubrió con la palma de la mano y sus ojos celestes de Herrenvolk echaron chispas siniestras sobre el húngaro harapiento—. ¡Qué modales tan groseros son estos! —gritó—. ¡Espere su turno! —Y estuvo otro cuarto de hora hablando por teléfono.
Mi padre escuchaba su voz aflautada y hacía rechinar los dientes; cada dos por tres quería saltar y arremeter contra el médico.
—No hagas barbaridades —le decía yo, y apretaba sus manos con fuerza—. No hagas barbaridades.
Si no hubiera estado yo allí, tal vez hubiera estrangulado al hombre, y cualquiera que haya vivido un cuarto de hora parecido a aquel no habría lamentado el destino del apuesto médico.
Por fin la gatita se rindió. El médico colgó el auricular y accedió a escuchar a mi padre, luego consultó un libro y nos comunicó en tono aburrido que sí, que mi madre estaba en el hospital, la habían llevado en ambulancia por la noche, se había desmayado en la avenida Miklós Horthy, y estaba en la sala tal y tal.
—¡Está viva! —balbuceó mi padre en voz baja y ronca, y sus rasgos quedaron tan relajados tras la tensión que su rostro parecía el de un borracho. Miraba al suelo con la mirada perdida, y pasaron dos o tres minutos antes de que preguntara—: ¿Qué le ha pasado?
El médico volvió a consultar el libro.
—Aborto espontáneo —dijo distraídamente.
No entendí el término. Me quedé mirando como un bobo al apuesto doctor, que se entretenía frotando el monóculo con el pañuelo mientras, al parecer, pensaba en la gatita, porque alrededor de sus labios se dibujaba una sonrisa juguetona. Hubo un grave silencio, y luego habló mi padre:
—Se ha muerto tu hermano, Béla.
Fue eso lo que dijo, palabra por palabra; el médico seguramente pensó que estaba borracho, lo que es cierto, porque ya no estaba del todo en sí.
—Ha muerto —repitió entre dientes, una y otra vez, y negaba con la cabeza con el rostro petrificado—. No tiene nada de extraño. —Hizo un gesto con la mano, como si hubiese comprendido que era inútil gastar saliva, pero sus labios seguían moviéndose, vacíos, sin emitir sonido alguno.
—¿Y mi madre? —le pregunté al médico—. ¿Cómo está mi madre?
El apuesto médico daba vueltas al monóculo, embelesado.
—¿Cómo dice? —reaccionó a mi pregunta—. Ah sí. —Se acordó, y sonrió con cortesía—. El estado de la paciente es bastante grave.
—¿Peligra su vida?
—Sí.
Entonces mi padre giró sobre sus talones sin decir nada y se dirigió hacia la puerta a grandes pasos.
—Espera —le dije, porque quería seguir hablando con el médico, pero mi padre no se detuvo—. ¿Adónde vas?
—A ver a tu madre —rezongó, y siguió su camino.
—¿Cómo se le ocurre? —gritó el médico—. ¿Quiere visitar a una enferma a esta hora? Vuelva mañana y pida permiso.
Mi padre no contestó, tampoco lo miró. Salió sin despedirse y cerró de un portazo.
Lo alcancé en las escaleras. Subía los peldaños de tres en tres.
—La salida no es por ahí —le grité, pero él siguió su camino.
Fui corriendo tras él y en la primera planta le corté el paso, porque vi que pretendía entrar en la sala.
—Ya sabes que no está permitido —susurré—. Por el amor de Dios, ¡no armes un escándalo!
Mi padre ni me miró. Me apartó sin hablar y abrió la puerta. En el vano de la puerta se detuvo en seco, como paralizado.
Desde la penumbra de la enorme sala de luz azulada y olor a desinfectante salía un silencio helado y aterrador. Nada se movía, solo se oía algún que otro gemido, lo que no hacía más que acentuar el silencio. Mi madre estaba en la cuarta cama a la izquierda. Boca arriba, tapada hasta la barbilla, rígida, inmóvil. Dormía. Con la boca abierta, como los muertos; la nariz muy blanca entre la boca abierta y las ojeras. Estaba a ocho o diez pasos de nosotros y, sin embargo, la sentía muy lejos, tan lejos como la felicidad.
—Anna —gimió mi padre; se le cortó la voz y sus ojos se llenaron de lágrimas.
La sala también se nubló ante mis ojos.
—Madre —oí mi propia voz, y me estremecí.
Mi madre no se movió, pero de pronto, como salida de la nada, apareció una enfermera. Era una anciana enjuta, cegata, por debajo de su larga y afilada nariz lucía un bigote de mozuelo.
—¿A quién buscan? —preguntó en voz, baja y hostil.
—A mi esposa —musitó mi padre, y señaló a mi madre.
—¿Está mal de la cabeza? —ladró la vieja—. Estas no son horas de visita. Váyanse.
—Enseguida —repuso mi padre sin quitarle los ojos a mi madre, solo hizo un gesto con la mano para indicarle a la enfermera que esperara, que se iría rápido.
—Nada de enseguida —insistió la enfermera—. Ahora mismo.
Se dispuso a cerrar la puerta, pero mi padre colocó un pie entre la hoja y el umbral. La vieja se puso histérica.
—¡Menuda desfachatez! —le chilló a mi padre—. Lárguese de aquí, si no haré que lo echen.
Entonces mi padre la miró. La miró como si acabara de despertar de un sueño.
—¿A quién van a echar? —preguntó con voz ronca, soltando toda la amargura que había estado reprimiendo—. Pero ¿qué se creen ustedes, que no somos seres humanos? Ándese con cuidado, maldita sea, o le diré algo que hará que se le caiga esa cruz que lleva en el cuello.
La vieja se tambaleó hacia el teléfono sin poder hablar. Agarré del brazo a mi padre.
—¡Ven! —le supliqué, y lo arrastré hacia las escaleras—. Ven, por el amor de Dios.
Mi padre blasfemó en voz alta. En la sala, de pronto, oí el gemido de mi madre.
—Miska —dijo con un hilo de voz—. Miska, querido.
Mi padre, por fortuna, no la oyó, porque seguía maldiciendo. Se le caían las lágrimas, pero no era consciente de que lloraba.
Sentí un gran alivio al ganar la calle, pero no duró mucho. En la segunda esquina dio la vuelta.
—Espera —dijo.
—¿Adónde vas? —le pregunté asustado—. Voy contigo.
—¡Te he dicho que esperes! —rugió en un tono que no admitía contradicción, y a paso rápido se alejó en dirección del hospital.
No me atreví a llevarle la contraria, pero al verlo desaparecer por la esquina detrás de la mole del edificio, salí corriendo tras él. Solo llegué hasta la esquina, allí me quedé paralizado. Ante la capilla del hospital había un crucifijo y mi padre, agnóstico empedernido, estaba arrodillado ante la cruz. Aparté la vista, como si le hubiera visto hacer algo indebido, y volví a la esquina.
Ya clareaba. Era una mañana de domingo, las campanas de la basílica llamaban a misa. «Dentro de nada tendré que ir a trabajar», pensé.