11

¡András! —uno de los empleados en los despachos entró en el vestuario a llamarme—. El señor comandante quiere verte.

—Enseguida voy —grité como respuesta, y me sorprendí al oír mi voz tan tranquila.

Era una mañana de domingo, el 31 de agosto de 1930. «Vaya, ha llegado el día», me dije, y no sentí nada en absoluto. Saqué la ropa del armario y automáticamente empecé a vestirme. De modo que es hoy.

Menos mal que cae en domingo. El Sabueso viene cada domingo… Al menos no tendré que esperar. Ahora subo, el comandante me comunica el despido y después…

Consulté el reloj de Lajos. Eran las ocho menos cuarto. A las once el Sabueso habría llegado. Faltaban aún tres horas. Ciento ochenta minutos.

El lavabo estaba abarrotado, los chicos cuchicheaban a mi alrededor armando mucho bullicio. Antal hablaba de una chica a la que había llevado al Mauthner la noche anterior.

—Oíd, muchachos…

Y los muchachos escuchaban como hechizados los detalles obscenos para de vez en cuando estallar en carcajadas. «¡Si supierais!», pensé y escudándome tras la puerta de la taquilla para que no se dieran cuenta, deslicé la pistola en el bolsillo.

Tuve que esperar un buen rato en la antesala del comandante. Durante el primer cuarto de hora aún me sentí tenso, fue desagradable, pero luego mis nervios se relajaron y me invadió una especie de estupor. No pensaba en nada. Me limité a apoyarme en una u otra pierna y a mirar el reloj que había en la pared. Durante sesenta segundos las grandes manecillas negras permanecían inmóviles, luego daban un salto con un leve chasquido. Aún faltan ciento treinta y cinco minutos… ciento treinta y cuatro… ciento treinta y tres…

Por fin se abrió la puerta tapizada de verde y el primer conserje me indicó con una seña que entrara.

Mussolini leía un expediente, ni siquiera levantó los ojos cuando entré. Miraba fijamente el papel con su rostro de rana, enjuto e inexpresivo, y el monóculo brillaba siniestro en su pequeño ojo amarillento. Tenía ante sí un enorme tintero hecho con el casco de un proyectil, a cuyos lados se alineaban en semicírculo plumas y lápices en un orden castrense; había muchísimos y estaban ordenados según el color y el tamaño, dispuestos con perfecta simetría. El tío Gábor había adorado este tipo de simetrías en la primera fase de su demencia, cuando los vecinos aún le admiraban por ello, al igual que la prensa «liberal» admiraba al Duce por la puntualidad de los trenes italianos. En ese altar marcial todo era simétrico, como si la ubicación de los muebles, los cuadros y las pilas de documentos hubiese sido trazada con regla y compás. Daba la sensación de que toda la sala estaba en posición de firmes y enseguida se daría la vuelta si el comandante daba la orden.

Sin embargo, no dijo nada. El señor comandante leía y ni se percató de mi presencia. Reinaba un silencio tan impenetrable como el de un cementerio militar; tan solo se oía el crujir del papel al pasar página. Yo estaba completamente cuadrado, con las manos en la costura lateral del pantalón, según lo reglamentario. El primer conserje estaba igual. Solo faltaban los tambores.

Eran las nueve y cuarto. En la pared había también un reloj eléctrico en este caso, que parecía marchar a un ritmo más lento. Quedaban aún ciento cinco minutos… ciento cinco minutos… ciento cinco minutos…

Por fin Mussolini alzó la vista.

—¿Cómo estamos? —preguntó con una efusividad que me impactó. Incluso me sonrió.

No era lo que yo esperaba, ni mucho menos. Estaba tan nervioso que empecé a tartamudear:

—Bien, gra… gracias… su seguro servidor.

El comandante apuntó algo en el margen de un documento y luego me dijo sin levantar los ojos:

—Según me han contado, has ganado un premio en tiro.

Aquello me sorprendió aún más. Así que era cierto que los instructores de los levente le enviaban informes.

—Sí, señor —atiné a decir.

—Muy bien —me elogió con un tono militar—. Ya verás lo bien que te vendrá en la vida.

«Si supieras lo pronto que le sacaré provecho», pensé, y me pareció sentir que la pistola se movía en el bolsillo.

Entonces el ilustre hombre dejó la lectura.

—Te mandé llamar —empezó— porque…

En ese instante sonó el teléfono. Algún excelentísimo señor lo llamaba. Quedaron por la noche en el casino de oficiales. Transcurrieron otros cinco minutos.

—Bueno —dijo distraídamente después de colgar el auricular—, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, el primer conserje me comunica que el ascensorista del turno de noche ha enfermado. ¿Podrías sustituirlo esta noche?

La pregunta me pilló tan de improviso que no supe qué contestar. ¿Me había llamado solo por eso?… No, imposible.

—¿Por qué pones esa cara de susto? —preguntó—. ¿Es que tienes compromisos?

—No… no… —mascullé—. No tengo ninguna otra cosa que hacer, señor comandante.

—Bien —asintió, y volvió a hojear la pila de papeles—. Entonces ahora puedes marcharte a casa a dormir un rato.

—Sí —contesté, y seguí esperando a que me despidiera, pero en lugar de eso me volvió a sonreír e indicó que podía irme.

No entendía qué significaba todo aquello. ¿Cómo lo iba a entender? El Sabueso me había dejado bien claro que «el comandante estaba al tanto del asunto», de modo que también debía de tener conocimiento de que no había delatado a Elemér, o sea que… lo sabía todo. Y ahora, en vez de expulsarme, me preguntaba cómo estaba, elogiaba mis dotes militares y me proponía sustituir al ascensorista de noche. ¿Por qué?

¿Qué se traían entre manos?

Intuía que algo había sucedido, algo de lo que una vez más solo me enteraría más tarde… Pero ¿qué?

Me fui a casa y no pude dormirme. Esperé a que llegara la noche aturdido, angustiado.

Hasta medianoche no sucedió nada inusual. Estaba ante el ascensor sin hacer nada. Llegaban a pasar diez o quince minutos sin que apareciera nadie. La mayoría de los huéspedes se había ido después del día de San Esteban, por todas partes discurría el tedio líquido y putrefacto de la temporada baja. El restaurante cerraba una hora antes que en verano, el vestíbulo quedaba desierto a las once. A medianoche apagaron las luces de las arañas de cristal. A mi alrededor reinaban el silencio y la penumbra, como en la habitación de un enfermo. Me apoyaba en una u otra pierna, según se me dormían, porque ni en esos momentos nos estaba permitido sentarnos o caminar. Estaba quieto y miraba la pared. A veces me llegaba la música del bar, pero era tan tenue e irreal que parecía proceder de otro edificio o tal vez de otro mundo… Dormitaba de pie.

Me despertó el ruido de la puerta de los despachos, que se abría. Salió el funcionario de turno y se dirigió directamente hacia mí.

—András —ordenó—, sube a la doscientos cinco y avisa a su excelencia de que la llama el excelentísimo señor desde Ginebra. Ya llevamos cinco minutos intentando conectar con ella, pero no contestan. Parece que ha descolgado el auricular.

—Tal vez esté durmiendo —dije nervioso.

—Entonces despiértala —contestó—. Entretanto me quedo yo junto al ascensor.

—Ya voy.

Tenía un nudo en la garganta y no sabía si era de alegría o de miedo. Todo había sucedido de repente: un minuto antes aún dormía, en un sueño tan discreto y alerta como solo pueden tenerlo los que trabajan de noche. Ahora la realidad me parecía mucho más irreal. Al fin podré verla, hablar con ella, le podré decir que… ¿decirle qué? Me sobresalté pensando que ignoraba qué quería decirle. Ya no estaba seguro de si quería hablar con ella, habían pasado tantas cosas… Las últimas semanas me había alejado de la suite 205, y ahora estaba otra vez allí, delante de su puerta, oyendo el ruido de mis nudillos al llamar.

Dentro se oía el piano, un alegre jolgorio, una mujer se reía como si estuviera trinando. ¿Será ella…? Se derramó en mi interior una sospechosa dulzura. ¿Era la esperanza…? ¿O solo el recuerdos…?

Estuve llamando a la puerta largamente, pero nadie contestó. Por fin opté por abrir. La suite estaba llena de huéspedes, bailaban hasta en la antesala. En la penumbra se arremolinaban rostros desconocidos, hombros desnudos de mujer, pecheras relucientes, dolmanes de oficial con alamares dorados, y entre ellos zigzagueaban, como en la cuerda floja, camareros con bandejas alzadas sobre las cabezas. Todos los invitados debían de haber bebido mucho porque ya nadie estaba sobrio. A mi alrededor, entre mareantes nubes de perfume, los bailarines se apretujaban los unos contra los otros en vertiginoso vaivén; en la media luz bermeja del dormitorio se besaba una pareja sin prestar atención al resto de la concurrencia; en el cuarto de Doni estalló un aplauso, desconozco el motivo; en otra parte se oyó una carcajada; aquí había susurros, allá gritos y más allá el sonido del piano lo dominaba todo, vertiendo estridentes notas de empalagosa música de baile, burdamente sentimental.

En medio de la confusión no localicé a la señora. El baile era ahora un tango. Las luces eran tenues pero a alguien le pareció demasiado: una de las lámparas se apagó, el salón se sumió en una penumbra más espesa y la noche pareció iluminarse tras las ventanas. La imagen era preciosa, casi irreal. El azogue plateado del Danubio bañado por la luna, las doradas guirnaldas de farolas salpicando la ladera del monte, los pálidos encajes de mármol del bastión de los Pescadores, las cúpulas verdosas del palacio real, el firmamento, las estrellas, el paisaje nocturno al otro lado de las ventanas, las parejas bailando ante todo ello… Solo había visto espectáculos similares en el cine. Me hechizó. El mundo giraba a mi alrededor, me arrastraban con ellos, me pisaban, un caballero furioso me reprendió, una dama se rio… ¿Se reiría de mí? Me sentía como si en lugar de un patio de butacas hubiera caído casualmente en un escenario y la gente me mirase sin entender qué pasaba; en cualquier momento podían darse cuenta y entonces estallarían las carcajadas y se armaría un escándalo.

Por fin la vi. Bailaba en el cuarto de Doni, al fondo, en un rincón oscuro. Bailaba apasionadamente con un capitán de húsares, con su dolmán celeste de alamares dorados, su irresistible bigote, sus condecoraciones, sus espuelas y con un rostro sacado de un anuncio de dentífrico que irradiaba olor a celuloide; en aquella época era Greta Garbo la que bailaba con capitanes de húsares tan improbables como ese, pero solo en películas ambientadas en el siglo XIX, preferentemente en las noches nevadas de San Petersburgo. El galán habría bebido mucho, porque al bailar susurraba como quien delira en sueños y la mujer reía sin parar. Se había soltado la cabellera pelirroja, que volaba alrededor de su rostro. Los senos se mecían al girar y de vez en cuando asomaban por debajo de la seda negra. Estaba hermosa y muy borracha. La miré azorado, apenas pude dirigirle la palabra.

—Su excelencia…

Me sonrió al verme, y lo hizo de tal forma que me temblaron las rodillas. Conocía muy bien aquella sonrisa ebria. ¡Dios mío, cómo la conocía! Eran recuerdos que me provocaban escalofríos, recuerdos de noches pasadas, cuando de madrugada salía bebida del bar y yo tenía la certeza de que me haría llamar al cabo de unos minutos.

—Oh, ¿eres tú, András? —dijo con esa voz aguda y algo cantarina, y como en los viejos tiempos me tocó traviesa la punta de la nariz—. ¿Qué hay de nuevo?

—La llama el excelentísimo señor desde Ginebra —tartamudeé.

—¿El excelentísimo señor? —repitió distraída, como si no supiera de quién se trataba. Luego se alisó la cabellera con un gesto fugaz y familiar, y añadió soñolienta—: Pues decidle que aún no he vuelto.

—¿No quiere que pasen la llamada a mi habitación? —preguntó el capitán en voz baja, sonriendo, con la mirada turbia—. Tal vez sea importante.

No contestó. Se notaba que pensaba y también que le costaba trabajo hacerlo. Mientras, sus ojos descansaban en mí, me miraba, me miraba a mí… ¿solo porque estaba muy borracha? O tal vez… Sentí un ardor por todo el cuerpo.

Entonces se separó un poco del capitán y se acercó a mí.

—Llamaré luego, cuando se vayan los invitados —susurró. Y, sonriendo, volvió a tocarme la punta de la nariz.

Salí al pasillo como si también yo estuviera borracho. «Luego, cuando se vayan los invitados… Luego, cuando se vayan los invitados…» ¿Quién me sustituirá si llama? ¿Acaso Franciska?

—¿Han hablado? —preguntó el funcionario.

—No, señor —repliqué—. Diga que su excelencia aún no ha llegado.

El empleado asintió y volvió enseguida al despacho, pero apenas hubo cerrado la puerta me cruzó la mente un pensamiento terrible. Tal vez tenía que haber dicho otra cosa. Tal vez la había malentendido.

«Llamaré luego, cuando se vayan los invitados…» ¿Quiso decir que llamaría a Doni? Pero entonces, ¿por qué lo dijo tan bajo? ¿Solo porque temía que los invitados la malinterpretaran y pensaran que quería deshacerse de ellos? En ese caso, ¿por qué me miraba de aquella forma? ¿Solo porque había bebido? No… Sí… No… Sí…

A la una y media ya no pude dominarme. Le pedí al portero de noche que ocupara mi puesto durante unos minutos.

—Tengo que salir —dije, como se solía hacer en esos casos, pero en lugar de ello bajé a la cocina y eché unos tragos.

Acto seguido ya me inclinaba más por el sí: sí, sí, sí, me llamará.

Hacia las dos los invitados empezaron a despedirse y a las dos y media también bajaron los camareros.

—¿Se han ido todos? —pregunté.

Me contestaron que sí y pensé: «Ahora se estará desvistiendo».

En cuanto sonaba cualquiera de los teléfonos, me quedaba sin aliento. Ahora, ahora, ahora… No… Tal vez antes se dé un baño…

De pronto se abrió la puerta del bar y casi grité de alegría. Salió Franciska, que vino directamente hacia el ascensor. No me había equivocado: me había llamado. Y ahora Franciska me sustituiría. Qué gracia. ¿Con quién si no iban a sustituirme?

Aparenté no haberlo visto, miré en otra dirección. Oí sus pasos al acercarse… ahora se detendrá ante mí y…

No se detuvo. Entró en el ascensor.

—Segundo piso —dijo en voz baja y algo ronca, sin mirarme a la cara.

Yo ya debía de estar bastante borracho, porque tardé en entender lo sucedido. Al instante cerré la puerta y puse el ascensor en marcha. Estábamos mudos, no nos miramos. El ascensor subía. Yo me mareaba.

Ya habíamos pasado la primera planta cuando mi mirada se posó en la botella de champán. Estaba en un cubo de cristal, también había cuatro copas sobre una bandeja… como solía llevar yo. La cabeza me empezó a arder, me invadió una furia descomunal, y si en ese instante no hubiera sucedido algo, seguro que me hubiese lanzado a por él.

Ocurrió una insignificancia, una nimiedad, pero en la vida de una persona casi todo depende de nimiedades, y yo estaba borracho. Lo que pasó fue que desde abajo llamaron el ascensor. Entonces ya estábamos en el segundo piso y, antes de que me repusiera de la sorpresa, Franciska salió, yo me hundí con el ascensor y el mundo entero. En la planta baja aguardaba un matrimonio, los subí a la tercera, luego volví abajo y lo que sucedió a continuación obedeció solamente a lo que mis manos y pies dictaron. En aquellos instantes me conducía como una lombriz cortada en dos: la cabeza por un lado y el cuerpo por otro, sin conexión entre ellos.

Bajé corriendo al vestuario, saqué la pistola de la taquilla y me la guardé en el bolsillo. Luego mis pies siguieron su acción autónoma: sótano, escaleras, pasillo, pasos y más pasos.

Cuando volví al vestíbulo, me asusté al ver que el ascensor no estaba en la planta baja. Ya pensaba subir a pie cuando de súbito el ascensor se detuvo ante mí y salió de él el portero de noche.

—Maldita sea —estaba hecho una furia—. ¿Dónde diablos te habías metido?

—Es que —balbucí—, verá…

No fui capaz de decir nada más. Me mareé, me cubrió el sudor y tras un escalofrío se me revolvieran las tripas.

El portero me miró sobresaltado.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. Estás más blanco que la sal. ¿No tendrás retortijones?

Le dije que sí, que tenía retortijones. Entonces se tranquilizó un poco.

—De todas formas tendrías que haber avisado.

Le dije que sí, que tendría que haber avisado. Entonces me explicó con profusión de detalles que en el frente siempre le daba diarrea antes de los combates, y que como lo sabía de antemano se preparaba.

—Hay unos polvos —me explicó—, son unos polvos marrones que enseguida te recomponen. Camino de casa entra en una farmacia y pídelos.

Le dije que sí, que camino de casa entraría en una farmacia. Por fin se alejó y cuando me disponía a entrar en el ascensor se detuvo y se volvió hacia mí.

—Ah, sí —dijo—. Casi se me olvida. Está aquí tu padre.

—¿Mi padre? —No salía de mi asombro—. ¿Qué quiere?

—Ni idea. Está fuera, a la entrada.

A la entrada… a las tres de la madrugada. Recobré la serenidad de golpe. Mañana es primero de mes. Sentí una punzada y me pareció ver el rostro del portero retorcido por el dolor al dejar caer el cuchillo. Hoy han entregado la orden de desahucio…

—¿Puedo hablar con él? —pregunté con la garganta seca.

—Sí —repuso—, pero…

Se calló y yo sabía por qué. A una persona tan harapienta como mi padre no se la podía dejar entrar en el vestíbulo.

—¿Por qué no te pones tú a la entrada y yo me quedo en el ascensor?

—Muchas gracias. Se lo agradezco de veras.

Salí a toda prisa. Mi padre caminaba de un lado a otro delante del hotel; lo vi desde lejos, al bajar las escaleras, pero él a mí no. Observaba la acera como buscando algo; solo levantó la cabeza cuando yo ya estaba en la calle. Miraba parpadeando, como si acabara de despertar, tenía la mirada tan nublada que en un primer instante pensé que estaba borracho.

No pude saludarle, a él también le costó trabajo. Carraspeó, trató de sonreír.

—Pasaba por aquí —dijo torpemente, con voz entrecortada—. Pensé en venir a verte.

Recuerdo perfectamente que en ese instante lo supe todo. Había llegado la notificación de desahucio y mi madre… mi madre…

—¿Pasabas por aquí? —repetí neciamente.

—Sí —asintió, y se le torció el rostro al forzar una sonrisa—. He estado en el hospital —musitó, y agregó sin mirarme—: Ya… ya está fuera de peligro.

No dijo quién, yo tampoco pregunté. Los que han crecido junto a su madre no pueden comprender lo que yo sentí en esos instantes. En el ambiente templado del hogar los sentimientos maduran con lentitud, tanto el apego a una madre como el sentimiento opuesto: saber que antes o después la perderemos. Cuando llega el momento, la mayoría de la gente constata con sorpresa que en su subconsciente ya se había preparado para la muerte de la madre y afronta el golpe con relativa facilidad. A mí me sucedió lo contrario. Hasta ese día no me había atrevido a jurar que la amaba. En mi interior vacilaban sentimientos difusos y tímidos, y solo en aquel momento de peligro comprendí qué se ocultaba tras tanta reticencia y pudor: una pasión encarnizada y desbordante. El niño arisco al que la fría soledad de la infancia había congelado todo amor filial se echó a llorar en el cuerpo de un mozo bigotudo de metro ochenta.

Tardé mucho en poder hablar, y solo para preguntar:

—¿Ha llegado la comunicación de desahucio?

También podía haber preguntado: ¿Estamos acabados?

Mi padre asintió. Me estremecí.

—¿Ha bebido lejía?

—No… no mucha —dijo titubeando—. Llegué a tiempo… es que…

Se quitó el sombrero, se secó el sudor de la frente. Me encontraba a su lado sin poder moverme ni decir nada. Él tampoco. Callamos como solo pueden callar dos campesinos.

—Si llego a entrar un minuto más tarde… —dijo al fin mi padre, pero dejó la frase sin terminar. Su mirada se perdió en la lejanía; negó con la cabeza—. Un minuto —masculló con los ojos fijos en el suelo—. ¿Qué es un minuto? Lo que se tarda en encender un pitillo. Fue eso lo que le salvó la vida. Gracias a Dios, enseguida me di cuenta de que había dejado puesta la llave por dentro y fui corriendo a la ventana. También estaba cerrada, pero la rompí de un puñetazo. Mira. —Me mostró la mano que seguía manchada de sangre coagulada. Tragó saliva y volvió a mirar la acera—. Nunca hubiera imaginado —murmuró— que una mujer tan dócil como ella pudiera desear tanto la muerte. Fue la primera vez que se ponía violenta. No quería soltar la botella de lejía, peleaba conmigo, y eso que apenas se sostenía en pie. La tuve que bajar en brazos, como a una niña pequeña. Cargué con ella hasta la taberna para llamar por teléfono. Cuando salimos, en la calle ya se había formado un corrillo, luego llegó la ambulancia. —Hizo un ademán de rechazo con la mano—. Mejor no hablar de ello.

—¿Qué ha dicho el médico?

—Que pasará unos días malos, pero no le dejará secuelas graves. El niño… el niño también está bien —añadió en voz baja, algo avergonzado—, porque… bueno… a ti ni siquiera te lo hemos dicho… tu madre está esperando un niño… No entiendo cómo ha sido capaz —me miró—. ¿Tú lo entiendes?

No contesté. Me miraba la punta de los zapatos, como solía hacer mi madre. Volvimos a guardar silencio.

—Nos tenemos que ir del piso el uno de octubre —gruñó mi padre, y se me acercó más—. Hijo —me miró a los ojos—, si hasta entonces no logramos reunir el dinero, todo será en vano, porque lo intentará otra vez.

—¿Eso dijo?

—Ella no. Sus ojos. Lo vi en sus ojos… ¿Me entiendes?

—Claro. ¿Cuánto debemos?

—Setenta y seis, más veinte del próximo mes. ¡Ridículo! —estalló furioso, pero su voz delató desprecio—. Noventa y seis pengos… Lo podría conseguir en media hora, si… —Solo entonces se dio cuenta de que se había ido de la lengua, porque de pronto se calló—. Un día te lo explicaré todo —añadió en un susurro—. Ahora lo importante es conseguir esos noventa y seis pengos.

—Por eso no ha de ser —estallé—. Por el amor de Dios, somos tres, tres personas que trabajan. A mi madre le llevaré todo lo que aquí me den de comer, y nosotros dos ya nos las arreglaremos. Uno no se muere de hambre así como así.

—¡Claro que no! —secundó mi padre y su rostro rejuveneció. Sus bellos ojos grises volvieron a llenarse de vida, de la intrepidez que tanto caracterizaba a Miguelindo—. ¡Caramba! —gritó—. Noventa y seis pengos no son el fin del mundo. He pensado un par de cosas. Están, por ejemplo, las estaciones. La gente ahora no tiene para pagar a los mozos de carga, pero a los ancianos les pesa mucho el equipaje. Me pondré al acecho en la salida, porque ya sabes que no dejan entrar, y así me sacaré unos krajcár. No es mala idea, ¿verdad?

—¡Estupendo! —asentí entusiasmado, y también en mi interior empecé a hacer planes—. Yo, cuando salga del trabajo, bajaré al Danubio a la caza de barcos que atraquen por la noche. Si entrego la mitad de lo que me pagan al vigilante del muelle, seguro que me deja entrar a cargar sacos, ¿no es así? Y también puedo tratar de hacerlo antes del trabajo. Los barcos del mercado llegan de madrugada…

—Y luego están todos esos señores borrachos —me interrumpió mi padre, más animado—. Después de medianoche, cuando ya no haya otro tipo de trabajo, vendré por los bares, y cuando llegue uno, le abro la puerta del coche y extiendo la mano para que me dé propina. Dicen que la mayoría paga con tal de que los traten de ilustrísimo señor. Pues que no falte: yo los llamaré excelencia. Esos ingresos extra no nos vendrán mal.

Estaba encantado con la idea, y enseguida se me ocurrió otra que, a su vez, le encantó a él. Más tarde, al pensar en esos días, no acertaba a comprender cómo mi padre, un hombre inteligente y con tanta experiencia, podía creer en aquellas necedades. Pero ahora sé que el ser humano o cree o bebe lejía; y si cree, tanto da en qué. En la vida, como en las canciones, lo esencial nunca es la letra, sino la forma en que se canta. Miguelindo a veces se perdía, pero siempre cantaba de maravilla. No era raro verle dar la espalda a quienes dictaban las leyes y las letras, pero siempre era fiel al espíritu de la obra. Toda su vileza y grandeza, todos sus hechos, sus intenciones e ideas parecían estar escritos para un estribillo que entonaba al final de cada movimiento: ¡vivir, vivir, vivir! ¡Y a mí no me manda nadie! No, él nunca hubiera bebido lejía, y aquella madrugada supe que yo tampoco. Me di cuenta, casi literalmente, de que era sangre de su sangre, y que por mucho que se diferenciaran las letras de nuestras vidas, la melodía era básicamente la misma.

Nunca había sentido a nadie tan próximo a mí como a él en aquellos instantes. Hablamos sin parar, las palabras rebotaban en nuestros labios como una pelota, vendíamos y comprábamos planes, los quemábamos uno tras otro y estábamos encantados. Vivir, vivir, vivir: cada una de nuestras palabras rimaba con la vida, y por eso mismo tomábamos en serio hasta los planes más descabellados, como el creyente toma en serio las ceremonias de su iglesia, porque más allá de las palabras y las formas lo importante para él es la esencia.

Nos embriagaron nuestras palabras, creímos tanto en ellas que no entendimos por qué habíamos estado tan desesperados un rato antes, y de repente constatamos con sorpresa que estábamos riendo.

—¡Ahí va! —gritó mi padre, y sus dientes hermosos y fuertes brillaron al reírse—. Hijo, si unimos nuestras fuerzas hasta el mismísimo Belcebú se meará encima, ¿no crees?

—Pues sí señor.

—¿Nos unimos para vencerlo?

—Claro que sí.

—¡Entonces, chócala!

Lo hicimos y yo me conmoví tanto que temí echarme a llorar. Esa es otra sensación, que solo puede tener quien toca por primera vez la mano de su padre a los quince años y por última a los diecisiete. ¡Cuánta ternura había en esa mano recia, cuántas cosas que no se pueden contar con palabras! En mi interior había un aguacero de emociones, las lágrimas me caían como cae la lluvia por un alero agujereado. Aparté la cabeza, pero entonces también estaba a punto de llover en el alma de mi padre, porque sin transición alguna gruñó un «hasta luego» y me dejó plantado.

En ese mismo instante lo decidí. Me sequé las lágrimas y salí corriendo tras él.

—¡Padre!

—¿Qué quieres? —preguntó azorado.

Saqué la pistola del bolsillo y se la di. El gesto tenía cierto simbolismo grandilocuente y mi padre, al parecer, también lo notó. Me miró sorprendido, pero no preguntó nada.

—Véndela —le dije en voz baja—. Con lo que saques empezaremos a ahorrar.

—Vale —contestó sin mirarme siquiera, y hundió la pistola en el bolsillo—. Bueno, me voy —rezongó—, mañana quiero levantarme temprano. Buenas noches.

—Buenas noches —murmuré yo también, y de pronto le agarré la mano.

Fue la primera vez que le besé la mano. Aún recuerdo la forma en que me miró, esa expresión no puede olvidarse. Trató de sonreír pero no lo consiguió. Quiso decir algo pero tampoco tuvo mejor suerte. Al final giró sobre sus talones y se fue sin decir nada.

Lo vi alejarse por la calle, ya casi al alba. Hacía mucho tiempo que no estaba de tan buen humor.

De la señora simplemente me olvidé. Calculaba fríamente lo que ahorraría tras pagar los plazos cuando de súbito —entre suma y suma— se me pasó por la cabeza que a punto había estado de matarla. La idea no me pareció terrible; más bien inverosímil, sin encanto, como un sueño que se recuerda mientras te atas el cordón de los zapatos, después de haber fumado el primer cigarrillo del día, mirando el sol por la ventana. Había despertado en un mundo y ahora me desperezaba en otro completamente diferente.

Me asediaba un recuerdo de infancia, el de una siniestra noche de noviembre en que el sacerdote iba a dar misa al pueblo vecino y nos llevó de monaguillos. Era un otoño deprimente, ideal para suicidarse, y gracias a los harapos con que me vestía había agarrado un resfriado tremendo. Al cura no le dije nada, porque temía que entonces no me llevara con él; subí con los demás a un desvencijado carro, tiritando de fiebre. Cuando entramos, el pueblo dormía. Había niebla, era noche cerrada, el viento ululaba. El carro se hundía hasta los ejes en el barro, avanzando con lentitud. Yo miraba la oscuridad temblando: nunca había visto una aldea que me diera tanto miedo. No había ni un punto de luz, no había un alma. De las tinieblas, como surgidas del barro, se erguían unas casas fantasmagóricas, cubiertas casi de niebla. Solo en sueños había visto casas de aspecto tan extraño. Tras las diminutas y oscuras ventanas se asomaba de vez en cuando un rostro curioso, por la noche deambulaban sombras sospechosas y, al pasar junto al cementerio, me estremecí al ver a alguien esconderse entre las tumbas. El viento profería ruidos extraños, parecía gemir, algo había sucedido en ese pueblo; a veces oía claramente el sonido de cuchillos afilándose. Cuando llegamos a nuestro destino, yo ya estaba casi desfallecido por la fiebre y el miedo. La anciana en cuya casa nos alojamos, me hizo beber vino hervido con canela; no se ha inventado mejor remedio contra el catarro. Al día siguiente me desperté sin fiebre y salí corriendo de la casa para ver aquel pueblo irreal y aterrador. La niebla se había levantado, el viento se había calmado y en aquella mañana gris de domingo de invierno la aldea dejó de ser irreal y aterradora. Era un pequeño pueblo del Transdanubio que no tenía nada fuera de lo común, era igual que el nuestro, que cualquier otro; no desperté en el lugar donde me había dormido, y sin embargo, estaba en el mismo sitio.

Ahora parecía haber sucedido lo mismo. Mi situación no había cambiado en absoluto, y no obstante era distinta a la de media hora antes, porque la miraba con otros ojos. Sí, sabía que el comandante con cara de sapo no había elogiado gratuitamente mis dotes militares, y seguía siendo evidente que el «señor doctor» de pata de palo tramaba algo. Seguía odiando a esa araña flaca y nerviosa de párpados descontrolados de cuya telaraña era incapaz de escapar, pero, matarlo… ¿por qué? Si me echan de hotel, ¿voy y le digo a mi madre que se beba tranquilamente la lejía, porque ya da lo mismo, y que de ahora en adelante me dedicaré a pegar tiros por ahí? No, no, no. Yo no tenía tiempo para perderlo en la cárcel, ni para tener mal de amores: la vida de mi madre dependía de noventa y seis pengos y yo no tenía derecho a pensar en otra cosa.

Llegó la hora del cierre. Los dientes empezaron a salir del bar y de pronto cambió el mundo a mi alrededor. Aparecieron como por arte de magia automóviles iluminados y chóferes uniformados que daban taconazos. Crujían sedas, brillaban alhajas, flotaban nubes de perfume por el aire. «Esta gente paga veinte pengos por una botella de champán», pensé, y mientras les hacía la reverencia esbozando la sonrisa de rigor. ¡La vida de mi madre dependía de cinco botellas de champán! ¿Solo la de mi madre? No. La vida de millones y millones de personas.

Good bye, sir! —dije, ofreciendo mi mejor sonrisa de perro de madera a un lord inglés fascista, pero supe que me estaba despidiendo definitivamente de su mundo.