10

Días más tarde, en una calurosa tarde de finales de agosto, sucedió algo extraño. Llegué a casa alrededor de las nueve, pero había tanta calma en el edificio como otras veces pasada la medianoche. Ya en la entrada sospeché que algo había sucedido, porque si un edificio habitado por proletarios está tan tranquilo, tiene que haber algún problema. ¿Otro registro domiciliario?

¿O había muerto alguien?

Agucé el oído. Estaba inquieto. Silencio y oscuridad por doquier, ni un alma en ningún lado. Mis pasos resonaron lúgubres por las tortuosas escaleras mientras subía a trompicones en la penumbra.

En el rellano de la primera planta algo me llamó la atención. Me pareció oír un ruido. Me asomé a la galería y se me cortó la respiración. Había gente agolpada en la oscuridad, como un conjunto escultórico mudo. Se apoyaban en la barandilla con el cuello estirado, y al hablar miraban en dirección a la tercera planta.

¿Habría pasado algo en nuestra casa? Eché a correr como un loco. Pero al llegar al tercer piso, vi que todos miraban la puerta del cajista.

No entendí qué pasaba. Árpád estaba a la entrada de su casa, pero no había nada inusual en él. Permanecía allí tan tranquilo, como si acabara de llegar y llamase a la puerta acristalada de la cocina. Escena más cotidiana no puede imaginarse. Un inquilino llega a casa por la noche y llama a la puerta. ¿Qué tiene eso de extraño? Me hubiera gustado preguntarlo, pero todo el mundo estaba tan callado y tan serio que no me atreví a dirigirles la palabra.

Árpád encendió una cerilla y la acercó al ojo de la cerradura. La llave, al parecer, estaba puesta, porque de pronto se puso muy nervioso.

—¡Mári! —gritó zarandeando la puerta—, ¿te ha pasado algo?

Me di cuenta de que las contraventanas del cuarto estaban cerradas. Con el bochorno que hacía cualquiera las tendría abiertas por la noche, sobre todo a esa hora, cuando refrescaba un poco. Me estremecí. ¿Se habrá suicidado? ¿Por eso estarán mirando tanto? Pero entonces, ¿por qué no se lo dicen a Árpád?

De repente se produjo un giro inesperado. Árpád, como si hubiera detectado las miradas curiosas, dio media vuelta y, al percatarse de la cantidad de gente que le observaba, tomó rumbo hacia las escaleras, sin dirigirles la palabra.

Aquello resultaba aún más incomprensible. Hacía un rato temía que a Mári le hubiera sucedido algo y ahora se iba sin decir nada. ¿Por qué?

Entré en casa a toda prisa para averiguar qué había sucedido, pero mis padres aún no habían llegado. Fuera la gente empezó a desfilar. En la oscuridad se formaron corrillos, susurraban, pero desde la ventana no lograba oír sus comentarios. Iba a salir cuando vi algo sorprendente. En la cocina del cajista alguien corrió la cortina con gran sigilo. Por la falta de luz no se podía distinguir quién era, pero no pude evitar quedarme pegado a la ventana.

Pasaron cinco minutos, diez, quince, y nada sucedía. Estaba por creer que lo de antes había sido una alucinación, cuando al otro lado del pasillo se abrió la puerta.

Sobrevino un tétrico silencio.

Fue el portero quien salió.

Pasó por delante de los vecinos erguido, sacando pecho. Le dejaron pasar. Nadie dijo nada, nadie se movió, solo las cabezas se volvían siguiendo su avance. Y en medio de aquel silencio, de pronto alguien se echó a reír.

El portero hizo primero como si no lo oyera, pero como la risa crecía, se detuvo súbitamente.

—¿Quién se ríe? —preguntó con un tono que nada bueno auguraba.

Nadie respondió. El silencio se hizo más denso y la risa, más intensa. Nunca había oído una risa igual. Se parecía un poco al llanto de los niños y un poco al aullido de los perros y, sin embargo, no dejaba de ser una risa, una risa sin alegría, una risa espectral.

Me coloqué ante la puerta y entonces vi que era el tío Gábor quien reía. Lo hacía como si no fuera consciente de ello. Tenía el rostro serio, la mirada perdida y se le caía la baba.

El portero se le acercó y bramó:

—A ver, ¿de qué se ríe?

El fabricante de féretros no le contestó. Seguía riéndose a carcajadas, pero era una risa demente, como si ni siquiera hubiera oído la pregunta que le habían hecho, como si no hubiera visto al portero, que de pronto lo asió por el pecho.

—¡Viejo idiota! —le gritó, y le dio tal mamporro en la boca que el anciano cayó al suelo.

Al caer debió de darse un golpe tremendo porque entre los tres que acudimos a socorrerle apenas pudimos levantarlo.

Cuando se sostuvo en pie, hizo como si nada hubiera pasado. Otras veces, cuando el portero pasaba por delante de él, siempre le gritaba: «A ver, ¿por qué no saluda a una persona que es mayor que usted?». Pero ahora, después de lo sucedido, no dijo ni mu. Tenía el rostro inexpresivo, la mirada perdida y babeaba sin parar.

El portero se largó como un Dios vengativo y desapareció por las escaleras con paso lento y majestuoso. Entonces, como un trueno, una voz grave de hombre desgarró el silencio y la penumbra:

—¡Sinvergüenza!

La palabra cayó como un rayo y prendió fuego a todo el edificio.

—¡Sinvergüenza! —gritaron a pleno pulmón desde todos los rincones de la finca—. ¡Sinvergüenza!

El sótano, la planta baja y los tres pisos repetían al unísono lo mismo; toda la casa se había convertido en una bestia azuzada que gruñía enfurecida en su jaula.

—¡Sinvergüenza!

—¡Sinvergüenzaa!

—¡Sinvergüenzaaa!

—¡A callar! —bramó el portero desde el patio—. Cerrad el pico o llamo a la policía.

Pero nadie lo cerró.

—¡Sinvergüenza! —La indignación retronaba cada vez con más fuerza—. ¡Sinvergüenza!

Pasó más de media hora hasta que se restableció la calma, aunque el portero no llamó a la policía.

—No se atreve a remover la mierda —dijo el carretero tuerto—. Hasta la policía se daría cuenta de que aquí hay algo que apesta.

—Por eso mismo no ha dicho la última palabra —apuntó Mózes, el cerrajero, quien por desgracia tuvo razón.

Por la mañana me despertó la voz de mi madre en la cocina:

—Mira, Miska, han vuelto a echar una octavilla de esas.

Me levanté de un salto y me vestí para llegar lo antes posible a la cocina, porque sabía que mi madre quemaba enseguida aquellas octavillas, que ya habían complicado la vida de más de un vecino. La policía hacía registros domiciliarios y detenía a todo el que tuviera alguna, aunque las detenciones de bien poco servían. Solo lograban apresar a los más bobos e inocentes, porque los que tenían algo de sesera o algo que temer, no guardaban octavillas en casa. Los detenidos no sabían nada de nada, y los que sabían algo no hablaban con la policía. Sucedía que alguien se levantaba por la mañana y en la cocina encontraba una «octavilla de esas». La habían pasado por debajo de la puerta, nadie sabía ni quién ni cuándo. En las mañanas así, todos los vecinos del edificio se sonreían enigmáticamente. La gente leía la octavilla y luego la tiraba a la estufa; cuando ya se había quemado comentaban la jugada con los demás:

—No está mal, ¿verdad?

No precisaban a qué se referían, nadie hacía preguntas al respecto. Intercambiaban miradas como los campesinos en tiempos de sequía, cuando el cielo empieza a nublarse. Habrá tormenta, decían sus ojos, y todos los vecinos del edificio se limitaban a esperar y a callar.

En cuanto me puse los pantalones, salí a la cocina. Mi madre se estremeció al oír que se abría la puerta.

—¿Ya te asusta hasta tu hijo? —se burló mi padre, que rio sin poder disimular su nerviosismo.

—Enseñádmela —murmuré, ya que se baja instintivamente la voz al hablar de octavillas clandestinas.

Mi madre se acercó a la puerta y echó la llave. Luego nos sentamos los tres al borde la cama y nos pusimos a leer. El papel no estaba impreso como los demás, solo era una hoja mecanografiada copiada con papel carbón. Enseguida entendí el porqué. Decía:

CAMARADAS, HERMANOS PROLETARIOS:

No os dejéis llevar por la indignación, por muy justificada que sea.

La tiranía del portero no es más que un síntoma del fascismo que ha dejado maltrecho al proletariado húngaro y que ahora trata de ahogar sus gritos de socorro con la ayuda de la policía.

Luchad contra el régimen que es incapaz de vivir sin porteros inhumanos, sin chivatos, matones, negreros y policías sádicos. Hay que cortar de raíz el árbol podrido; ¿de qué os sirve cortar una sola hoja?

Solo la chusma ignora el trasfondo de las cosas. Los proletarios conscientes luchan contra la opresión fascista de manera organizada y no desperdician sus fuerzas en acciones individuales de poca monta.

Le hacéis un favor al enemigo si llamáis la atención de la policía con actos irresponsables.

Nuestra tarea no es destruir, sino edificar.

Queremos edificar una sociedad sana y erradicaremos el germen de las enfermedades por la vía legal. Tendrán que perecer los que chupan nuestra sangre: los pequeños piojos que traicionan a los proletarios, al igual que los grandes parásitos que oprimen a obreros y campesinos. Los llevaremos a todos ellos ante un tribunal proletario y no habrá piedad para los que no la tienen con nosotros.

Pensad en esto en los oscuros días de desesperación e impotencia. Unid fuerzas, informad a los compañeros que caminan a tientas en la oscuridad, enseñad y aprended para ser buenos guerreros en la lucha que liberará a los proletarios, para ser dignos de la misión que os depara la historia.

¡Abajo el fascismo!

¡Proletarios del mundo, uníos!

Mi madre ya traía la cerilla para quemar el peligroso escrito, pero mi padre volvió a leerlo con atención.

—Gran proeza —dijo con tono reflexivo.

—¿A qué te refieres? —preguntó mi madre.

—Hay que tener valor para escribir esto. ¿Sabes cuánto te puede caer por una cosa así?

—¿Cuánto?

—Yo conocí a uno al que le metieron quince años.

—¡Santo cielo!

—Y ya ves. No se echan atrás.

—¿Por qué? ¿Quién les paga?

Mi padre sonrió al oír aquella pregunta tan ingenua.

—Trabajan a crédito, querida —contestó, pero ella seguía sin comprender.

—¿Para quién? —inquirió con expresión seria.

—Para este —repuso mi padre señalándome a mí, y la sonrisa desapareció de su rostro—. Para este y para todos los demás niños pobres.

—Deben de ser buena gente —dijo mi madre, pensativa. Luego le quitó la octavilla a mi padre y le prendió fuego.

El papel ardió y por unos instantes iluminó la cocina.

Así ardían las octavillas en el edificio. Si un polizonte o un hada se hubieran asomado por los ojos de las cerraduras, habrían visto lucecitas iguales a la nuestra en cada una de las viviendas.

En la ventana del cajista, las contraventanas permanecieron cerradas todo el día y Mári tampoco se asomó.

—Habría que averiguar qué le pasa —propuso mi madre, pero no se animó a ir a verla.

Los vecinos habían excomulgado a Mári y mi madre sabía que a ella también si iba a verla. Quería mucho a Árpád, odiaba al portero y la infidelidad de Mári la indignó sobremanera; es decir, que estaba plenamente de acuerdo con los vecinos pero a pesar de todo le daba tanta pena la mujer que pasó muy mala noche; incluso la vi llorar a ratos.

Y eso que ya no se llevaban bien. Mári —me enteré aquella noche se entendía con el portero desde hacía unos meses, por lo que mi madre se había distanciado de ella. No estaban enfadadas, pero Mári solo iba a verla cuando mi madre la invitaba, lo que ocurría cuando tenía algo para darle de comer o cuando lavaba en casa. Entonces Mári se traía su propia colada, porque el portero era un hombre tan desprendido que su amante ni siquiera tenía para comprar jabón.

—No sé qué hacer —se quejó mi madre—. ¿Tú qué piensas?

—Haz lo que mejor te parezca, amor —contestó mi padre, pero ella no tenía nada claro qué le parecía mejor.

—Lo peor es que todo el mundo tiene razón —dijo. Luego lloriqueó un rato y finalmente no fue a ver a Mári.

El día siguiente libré. Mi madre se quedó en casa por la mañana para lavar, y mi padre y yo la ayudamos. Hacía un calor sofocante. En la estrecha cocina desprovista de ventana el vapor apenas nos dejaba ver, porque ni siquiera en días de bochorno se permitía tener la puerta abierta. Lo había dispuesto así el portero, cuyas órdenes eran inescrutables, como los designios del Señor.

Cada diez minutos mi madre se acercaba a la puerta, limpiaba el vaho que se había depositado en el cristal y miraba lo que ocurría en casa del cajista. Las celosías seguían cerradas. Árpád no había llegado a casa y Mári tampoco daba señales de vida.

—Ya lleva tres días así —dijo con voz ronca, y se quedó un buen rato mirándose la punta de los zapatos. Luego añadió por lo bajo—: Pase lo que pase, voy a verla.

Mi padre no la animó ni se opuso, pero en cuanto ella salió, se colocó ante la puerta para que todo el mundo viera que quien se metiera con mi madre tendría que vérselas con él.

El edificio entero se puso a la escucha.

—Mira eso —dijo una de las mujeres en voz alta al ver que mi madre llamaba a la puerta de Mári. Luego se hizo un silencio tétrico.

Mári tardó en reaccionar. Ya temíamos que de verdad le hubiera ocurrido algo cuando al fin abrió la puerta. Tenía un aspecto lastimoso, apenas se la podía reconocer. Allí estaba el blanco de las miradas hostiles, como un animal herido al que ya no le quedan fuerzas para defenderse de sus cazadores.

Mi madre ignoró a los vecinos.

—Estamos haciendo la colada —dijo con tranquilidad—. Ven y trae la ropa sucia.

—Gra… gracias —tartamudeó Mári, que hizo esfuerzos por ahogar el llanto.

Mi madre se quedó esperando a la puerta mientras Mári recogía la ropa. Cuando Mári salió a la galería, todas las ventanas y puertas se habían llenado de curiosos. La miraban con furia, con disgusto, parecían dispuestos a atacar, pero, como ya he dicho, mi padre estaba presente y en Újpest todo el mundo sabía que no convenía meterse con Miguelindo.

Así que no sucedió nada. Mi padre cerró la puerta de la cocina y Mári se dispuso, en silencio, a lavar. Mi madre sacó del mueble de la cocina tres patatas cocidas y un buen trozo de pan y se lo dio. Era nuestro almuerzo, pero en aquel lugar profesábamos unos principios extravagantes en lo que tenía que ver con la propiedad privada, casi diría que punibles. Éramos de la opinión de que la comida la merecía la persona que más tiempo llevaba sin almorzar y aquel día Mári llevaba todas las de ganar. La desgraciada no debía de haber probado bocado desde hacía mucho, porque ni siquiera se tomó la molestia de hacerse de rogar, como se acostumbra a hacer en tales casos, sino que se lanzó sin titubear sobre el plato. Ni se sentó, tan solo se retiró a un rincón, nos dio la espalda. Al comer el llanto le sacudía los hombros. Hicimos como si no la viéramos, y seguimos lavando como si nada. Pero de pronto emitió un sonido desarticulado y, si mi madre no la hubiera agarrado en el último instante, se habría caído al suelo. Los tres sabíamos muy bien qué era pasar hambre, sabíamos qué significaba. No necesitábamos instrucciones, nos pusimos en acción con rapidez y sin comentarios. Mi madre ayudó a Mári, que estaba medio desfallecida, a entrar en el cuarto, la acostó en la cama de Manci y le desabrochó la blusa. Mi padre entró con un cubo de agua y llenó la palangana y un jarro, yo empapé un trapo y saqué una toalla limpia del armario. Luego dejamos a las mujeres a solas, porque sabíamos lo que venía a continuación.

Media hora después los cuatro estábamos alrededor de la artesa lavando. Yo estaba a punto de bajar a la tienda porque se nos había acabado el azulete cuando vi que Mózes venía corriendo en dirección a nuestra casa.

—¡Que viene la policía! —susurró, e hizo lo mismo en las otras puertas.

Mi madre echó una rápida ojeada a Mári.

—¿La has quemado? —preguntó.

Sin mayores explicaciones, Mári entendió. Asintió y continuamos lavando. Ya nos habíamos acostumbrado a esas cosas. Además, estábamos seguros de que no vendrían a nuestra casa.

No obstante, llamaron minutos más tarde y a través del cristal empañado de la puerta de la cocina se dibujó la silueta de una gorra de policía.

Mi padre palideció al verla, pero no se salió de su papel de Miguelindo. Guiñó un ojo con picardía, se secó las manos y salió dando unos pasos tremendamente tranquilos. No oímos de qué hablaron él y el policía, ya que había cerrado la puerta al salir, pero en cuanto volvió vimos que se trataba de un asunto serio.

—Mári —dijo con nerviosismo mal disimulado—, el señor agente quiere hablar contigo.

El señor agente llevaba unos anteojos que se empañaron inmediatamente por el vaho y se paró en la entrada, como si de pronto se hubiera quedado ciego. Era un hombre mayor, de bigotes blancos, alto y algo panzudo. Se quitó las gafas y miró alrededor con ojos de miope. Tenía cara de campesino humilde, en las manos le hubiera quedado mejor una guadaña que el cartapacio de hule que ahora abrió con toda ceremoniosidad. Hojeó los papeles y en uno de ellos leyó el nombre de Mári.

—¿Quién es? —inquirió.

—Yo, señor —afirmó Mári con humildad.

El agente se le acercó. Su mansedumbre resultaba inquietante, nunca había visto un policía así de dócil. Dijo:

—¿Podría acompañarme, señora?

—Sí —asintió Mári, y empezó a secarse las manos. Pero parece que la docilidad de la autoridad también le inquietaba a ella, porque de pronto soltó la toalla y preguntó—: ¿Adónde me lleva, señor policía?

—A la morgue —repuso el otro con voz apagada, sin mirarla a la cara.

—¿Quién… ha… muerto? —balbució Mári.

—Eso lo tendrá que aclarar usted.

—¿Por qué, señor policía?

—Porque dicen que es su marido.

Se hizo un silencio sepulcral. Mári, que normalmente lloraba con facilidad, miró ahora al policía con los ojos secos y no emitió sonido alguno. Gritamos de dolor si nos pisan un callo, pero si nos pegan un tiro en el corazón solo sentimos un golpe seco. Luego caemos muertos.

En ese instante, el rostro de Mári parecía más bien el de un difunto. Se quedó rígido, como si aquello no fuera con ella, siniestra e inhumanamente indiferente. En su frente bañada en sudor se posó una mosca, pero la piel se le había vuelto tan insensible que ni siquiera lo notó. Cada vez que recuerdo aquellos instantes, veo la mosca que camina plácidamente por su cara, desde la frente hasta la nariz, de la nariz al labio superior y desde el labio hasta el alegre hoyo que antaño formaba una especie de embudo cada vez que se reía y que ahora parecía tan tétrico como la cuenca vacía de un ojo.

Mi madre lloraba en voz baja.

—¿Qué le ha pasado al pobre? —le preguntó sollozando al policía.

El policía acercó el documento a sus ojos miopes y luego dijo secamente:

—Hemorragia pulmonar.

—¿En el hospital?

—No, pereció en la ambulancia.

Mári escuchaba aquella conversación como si se desarrollara en un idioma extraño y no entendiera una palabra.

—¿Podemos irnos? —preguntó el agente, y se puso en marcha.

Entonces se había formado todo un tumulto ante nuestra puerta. La gente hacía comentarios presa de excitación, una mujer se echó a llorar.

—¿Podemos irnos ya? —volvió a preguntar el policía.

Mári no se inmutó. Miraba al suelo como si estuviera a punto de dormirse y le costara gran esfuerzo mantener los ojos abiertos. Mi madre se le acercó y la abrazó entre lloros.

—Anda, ve con él —dijo, y le dio un largo beso.

Mári iba como una sonámbula. Fuera la gente le dejó paso, nadie la miró con hostilidad. Se paraban a sendos lados de la galería como si alguien los hubiera mandado callar con un gesto mudo, alguien de cuya llegada Mózes no había advertido a los vecinos porque había llegado embozado en una capa de niebla, sin espada ni pistola, y mañana tal vez viniera para llamar a otra puerta y llevarse a alguno de nosotros como ahora este policía.

Al llegar ante la puerta de su apartamento, Mári se detuvo en seco. Dijo:

—Ay.

Así, sin signos de exclamación, breve y secamente, casi con objetividad. Tal vez pensara en un pañuelo olvidado o en que quería llevar consigo el bolso y le iba a pedir permiso al policía para entrar a buscarlo. Pero en lugar de eso, se le escapó un chillido ensordecedor. Echó a temblar de pies a cabeza, pataleó e hizo aspavientos como un demente y, antes de que el policía lo pudiera impedir, se cayó al suelo, entre la gente.

Nadie se veía capaz de levantarla, hasta que el dócil agente se acordó de que él era la autoridad. Se agachó, levantó a Mári de un tirón y le gritó con tosquedad, según correspondía a su papel:

—¡Vamos, venga ya, maldita sea!

Eso tuvo un efecto inmediato. Era la voz de la autoridad de la Hungría regia: la voz del amo que enseguida traía a la mente del perro húngaro el azote milenario y le hacía adoptar la posición de firmes aunque estuviera agonizando.

—Sí…, sí…, señor policía —lloraba Mári, y se encaminó detrás del amo, como haría un perro bien adiestrado.

Aquello pasó sobre las nueve de la mañana. A las doce —recuerdo que repicaban las campanas— Rózsi llamó a nuestra puerta muy excitada:

—Que viene el portero con los alemanes.

Nuestras miradas se encontraron. Aquello significaba que desalojaban a alguien. Los vecinos del inmueble se negaban a tirar a la calle las pertenencias de otro, y además el portero no confiaba en los húngaros. En tales ocasiones se valía de la ayuda de dos alemanes de la vecina aldea de Budakeszi, dos gigantes rubios de ojos azul aguado que iban y venían por el edificio como verdugos y no miraban a los ojos a los desgraciados húngaros, no tanto por odio racial como porque también eran pobres y les resultaba más sencillo odiar que sentir vergüenza.

—¿A quién desalojan? —preguntó mi madre.

—No sé —contestó Rózsi—. Parlotean en alemán.

Y siguió sin más su carrera para llevar la noticia al siguiente vecino.

Entramos en el cuarto y nos pusimos junto a la ventana porque el portero ya venía con los alemanes; estaban a punto de llegar a la tercera planta.

—Vienen hacia aquí —dijo mi madre, que perdió el color hasta en el cráneo.

Palideció también todo el edificio. Los vecinos miraban desde sus pisos como los presos observan desde sus celdas al compañero al que conducen a la horca.

Al cabo de un minuto todo el mundo sabía ya a quién se disponía a desalojar el portero: se detuvo ante la puerta de Mári, abrió la puerta con su llave, hizo una seña a los matones y entraron los tres. El portero abrió las contraventanas que Mári no se había atrevido a abrir por su culpa y los alemanes tiraron por la ventana el «mobiliario» de la casa que —para presentar un inventario exhaustivo— consistía en dos maletas desgastadas, una burda manta de color marrón y una caja de madera tosca que hacía las veces de mesa. Y nada más. Eso era todo lo que había quedado de aquel cajista tan laborioso que no bebía ni jugaba a las cartas, que trabajó de sol a sol mientras le dejaron y que soñaba con un hijo y con un mundo más humano.

—¡Que me parta un rayo! —estalló mi padre—. ¡Esto es demasiado!

Tenía algo en la mirada que me heló la sangre. Nunca lo había visto así. Mi madre se asustó.

—Miska, cariño —susurró con voz suplicante—, no hagas locuras. Ya sabes que a nosotros también nos puede echar cuando le venga en gana.

—Sí, lo sé —contestó lacónico mi padre, a quien los dientes le rechinaban de la furia y la impotencia que sentía—. Lo sé —repitió despacio, en un carraspeo, y lanzó a mi madre una mirada fulminante—. ¿Conque debería dejar que echen a la pobre viuda antes de enterrar a su marido?

Mi madre rompió a llorar.

—¿Qué puedes hacer? No está en tu mano hacer nada.

—Eso ya lo veremos —gruñó mi padre. Se apretó el cinturón y salió.

Caminaba lento, con el porte del campesino gallardo que no tiene ninguna prisa. Cuando los vecinos lo vieron, salieron al pasillo y el edificio entero enmudeció, como si todos retuvieran el aliento.

—¿Qué hacéis? —disparó, con una voz tan sosegada que alguien que no estuviera al tanto podría haber pensado que simplemente había salido de casa por aburrimiento y se asomaba a charlar un poco.

El portero no fue capaz de dominarse. Se puso colorado: parecía que le hubieran salpicado la cara con cal, porque las marcas de la viruela permanecieron blancas.

—Estamos desalojando —dijo con forzada indiferencia, imitando el estilo de mi padre, pero echando miradas furtivas y astutas a los alemanes, que ya reculaban para en caso de necesidad poder atacar a mi padre por la espalda.

Al verlo, también yo me apreté el cinturón y salí. Era lo que probablemente esperaban los vecinos de mí, porque enseguida se apartaron para dejarme pasar, como suele hacerse con el orador en una asamblea popular.

Mi padre dijo entonces con toda tranquilidad:

—Pero si ni siquiera habéis entregado la notificación.

—¿Que no? —rio el portero—. Hace más de medio año que la recibieron. Solo consentí que se quedaran por compasión.

Mári no nos lo había dicho. Vi que a mi padre también le sorprendió la noticia. Hizo una pausa.

—¿Sabes que se le ha muerto el marido? —preguntó acto seguido.

—Pues claro que lo sé —dijo el portero encogiéndose de hombros—. Pero la vida sigue.

Entonces se produjo un gran alboroto. Todos se volvieron, y siguiendo sus miradas vi que Mári estaba parada ante sus enseres, que yacían esparcidos en la galería.

—Déjalo, Miska —dijo con un hilo de voz—. Ya da lo mismo.

Hizo un gesto cansino, giró sobre sus talones y fue en dirección a las escaleras. Mi padre la siguió.

—Tú te quedas aquí —ordenó.

—Déjame —le suplicó Mári—. No quiero ver a ese sapo —dijo señalando al portero.

—¡Que te quedes, he dicho! —insistió mi padre, porque Mári había vuelto a ponerse en marcha.

—Ya volveré —dijo—. Ahora déjame. —Y de pronto rompió a llorar—. No…, no quiero… no quiero verlo…

—Está bien —la apaciguó mi padre—. Vuelve dentro de media hora. Entonces todo estará arreglado.

—Que Dios te lo pague, Miska —sollozó la mujer—, porque yo no tengo con qué.

Con eso se alejó, pero no regresó a la media hora. Ni tampoco al cabo de una: no regresó. No volvimos a saber de ella, nunca supimos qué le pasó. Pero entonces aún no lo sospechábamos.

Al irse Mári, mi padre se dirigió al portero:

—Tengo que hablar contigo. Entra aquí un segundito —dijo indicando el piso de Mári.

—Ahora no tengo tiempo —apuntó el portero—. Mejor otro día.

—Quiero hablar contigo ahora mismo —dijo mi padre con una serenidad que no auguraba nada bueno.

Entonces de pronto comprendí por qué toda Újpest le temía. Asustaba verle allí parado ante el portero, y eso que seguía aparentando una tranquilidad tan espeluznante como por la mañana, cuando salió a abrirle la puerta al policía.

—Si Miguelindo quiere hablar con alguien —dijo pausadamente, casi silabeando las palabras—, entonces ese alguien o habla con él o no vuelve a abrir la boca. ¿Entendido? —le gritó, e intuyendo las intenciones de los alemanes súbitamente se dio la vuelta.

En ese instante algo brilló en la mano del portero. Era un cuchillo de hoja larga, de los que se usan en la cocina. No sé de dónde lo habría sacado, si de entre las posesiones de Mári o de su propio bolsillo. No sé qué pasó exactamente en aquellos segundos, porque entonces los alemanes también sacaron sendas navajas y yo inmediatamente los apunté con la pistola.

—Tiradlas —ordené, y con el reverso de la mano izquierda les di un bofetón a cada uno.

Los alemanes obedecieron y con el pie tiré las navajas al patio. Todo sucedió tan rápido que la gente que estaba a mi alrededor, observando el duelo de Miguelindo, ni siquiera se enteró.

En realidad solo entonces me percaté de lo que ocurría. Mi padre agarraba la muñeca del portero, pero como este tampoco era un hombre débil, el cuchillo estaba bailando entre la garganta y el pecho de mi padre. Sabía muy bien que el portero podía darle inesperadamente una cuchillada en el corazón, y también era consciente de que yo solo necesitaba dar dos pasos al frente para que viese la pistola y soltara el cuchillo. Pero no los llegué a dar.

Por nuestras tierras los duelos estaban regidos por leyes ancestrales, era un código estricto y no escrito. Un húngaro podía agredir a dos alemanes, pero nunca dos a uno. Sabía que si llegaba a apuntar al portero con la pistola, mi padre me molería a palos y nunca me perdonaría aquella vergüenza. De modo que tuve que resignarme a mirar la hoja del cuchillo que apuntaba directamente al corazón de mi padre.

Alguien a mi lado reprimió un grito. Volví la cabeza en esa dirección: era mi madre. Amaba a aquel hombre más que a su propia vida y ahora pretendían matarlo. Era una mujer fuerte: si cogía la sartén de hierro de Mári, seguro que ponía fin a la pelea. Pero también era una mujer del campo y respetaba aquellas mismas leyes ancestrales, de manera que no se valió de la sartén. Estaba pálida, le temblaban los labios y miraba a su marido sin moverse.

De pronto todos contuvieron la respiración. El portero zancadilleó a mi padre, que a punto estuvo de caer contra la punta del cuchillo. En el último instante recobró el equilibrio, y la furia le dobló las fuerzas. Torció el brazo del portero con tal energía que este chilló como un animal herido. El cuchillo se le cayó de la mano.

—Vaya, vaya —dijo mi padre sonriendo, y se metió lentamente la mano izquierda en el bolsillo.

Sacó una navaja imponente. Era una navaja de resorte de la que saltó una hoja larga y delgada.

—Como puedes ver —le dijo al portero—, yo también tengo una. Pero no la utilizo. Porque si Miguelindo quiere rajar a alguien no duda en hacerlo, pero si quiere hablar con él, entonces va y habla. Y ahora quiero hablar contigo.

Con eso me entregó la navaja y soltó al portero, que le siguió callado y con la cabeza gacha.

Entraron en el apartamento de Mári. Permanecieron dentro un par de minutos, y al salir, el portero les dijo a los alemanes:

—Metedlo todo en el piso.

Cumplieron la orden y luego los tres desaparecieron.

Los vecinos nunca habían presenciado semejante prodigio. Les embriagó la idea de que alguien pudiera imponerse al todopoderoso portero, con el que ya se veían obligados a compartir hasta sus mujeres. Levantaron a mi padre a hombros y lo pasearon en marcha triunfal por la galería.

—¡Viva Miguelindo! —gritaron el sótano, la planta baja y los tres pisos—. ¡Viva Miguelindo!

Y yo grité con ellos.