Me estaban zarandeando.
—Levántate —oí desde lejos.
La voz me pareció maravillosamente familiar. ¿Será ella?, aventuré. Curioso. Seguro que estoy soñando con ella, a menudo se sueña en sueños. No, no puede ser. Veamos. Ahora estoy soñando que estoy despierto, mejor dicho, estoy despierto y sueño que… ¡Déjame en paz! ¿Se me habrá hecho tarde?
—¿Qué hora es?
—No lo sé. Cuidado, que no te vean en el pasillo.
Por fin logré abrir los ojos.
La mujer yacía a mi lado tan inmóvil que en un primer instante pensé que me había hablado en sueños. Por las rendijas de la persiana se filtraba la luz del sol, en la penumbra temblaban unos haces finos y dorados. En la cabeza se me acumulaba niebla y en el estómago, náuseas; los párpados me pesaban. Estaba muy mareado. Tendría que andarme con cuidado para que no me vieran en el pasillo.
En ese instante la mujer pestañeó y abrió los ojos con esfuerzo.
—Allí está, en la cómoda —murmuró soñolienta, y luego añadió algo que no entendí.
—¿Cómo dice? —pregunté.
—Mi bolso —repitió, algo irritada—. Coge dinero.
—¿Cuánto?
—Lo que quieras.
Obedientemente salí de la cama, pero al pisar el suelo, este se movía bajo mis pies. Me agarré a la cabecera, pero entonces también la cama se tambaleó, las paredes empezaron a temblar, la habitación se inclinó y todo cedió a su propio peso. «Qué extraño —pensé—. Hay que averiguar a qué se debe.» Me quedé un buen rato meditando y al final lo comprendí. Ah, claro, estoy borracho, eso es todo. Bueno, a ver. ¿Dónde está la cómoda?
El camino hacia la cómoda era una pendiente muy pronunciada; antes no lo había notado. Curioso. Tenía que agarrarme cada dos por tres a alguna pieza del mobiliario.
El bolso, en efecto, estaba ahí. Lo tomé, lo observé, cavilé. Me di cuenta de que no entendía nada.
—¿Qué hago con el dinero? —pregunté.
La mujer no respondió. ¿Estará dormida? Arrastrando los pies, me acerqué a la cama con el bolso.
—Aquí tiene —dije, y se lo tendí.
—Déjame dormir —gimió. Me dio la espalda visiblemente enfadada.
Miré el bolso sin saber qué hacer. «¿Qué querrá? —pensé—. ¿Qué querrá de mí? Aquí estoy, como un tonto, y no tengo ni idea de nada.»
Y eso que es mi amante, se me ocurrió de pronto, y repetí la palabra con el mismo ahínco con que se trata de grabar en la memoria un sueño en el momento de despertar: ¡es mi amante! Parece imposible.
Estaba acostada, con las piernas abiertas; había dormido con ella, acababa de bajar de su lecho y sin embargo parecía increíble. La miré como quien espía con unos gemelos a una mujer del edificio de enfrente, a una mujer desnuda que yace sin pudor alguno; está al alcance de la mano y, no obstante, se es consciente de que está lejos: al otro lado, al otro lado.
Estaba borracho, tenía dieciséis años, no podía serenarme. Me acerqué todo lo que pude a ella. Sentía su aliento, pero la distancia no parecía haber menguado. En vano me aproximaba cada vez más, porque no la sentía próxima. Veía su boca, que no decía nada, sus ojos, que permanecían cerrados; veía manos y pies, los senos, la ingle, jeroglíficos hermosos e indescifrables de los que yo nada entendía. Era una mujer, una mujer hermosa; eso era lo único que había.
—¡Horrible! —dije, y me asusté de mi propia voz.
La mujer no se movió. Dormía profunda y plácidamente, con una indiferencia casi indignante. La luz le cubría medio cuerpo, el rostro permanecía sumido en la penumbra. El cabello se le veía casi negro, pero en las partes iluminadas refulgía un rojo dorado, como un signo de exclamación ardiente cuyo punto hubiera desaparecido; una advertencia dulce pero siniestra. «Qué hermosa», pensé, y me estremecí. Bella y horrible. Tendría que andarme con cuidado para que no me vieran en el pasillo.
A tientas entré en el cuarto de baño. Vi mi rostro en el espejo mientras me vestía, pero no me reconocí. Me quedé mirando asustado. «Hay algo que no he entendido —pensé inquieto—, y a la vez hay algo que sí. Tanto da», constaté con resignación, solo podría expresarlo con un poema, y lo que importaba entonces era que no me encontrara con nadie al salir de ahí.
En el pasillo tuve éxito, pero en cambio en la escalera de servicio me crucé con Franciska. «Que se vaya a la mierda», pensé, y no me preocupé más. Confiaba en la memoria de Franciska en lo referente al «accidente de tráfico».
«Que Elemér no me vea», rezaba para mis adentros, porque Franciska me lo había hecho recordar y me entraron escalofríos con la simple idea de toparme con él. Era consciente, incluso en el estado en que me encontraba, de que era la única persona en quien podía confiar ciegamente, que nunca y bajo ninguna circunstancia me traicionaría. Ahora, sin embargo, le tenía miedo, solo le temía a él y a nadie más, y lo curioso del caso era que no me extrañaba ni una pizca.
Aguardé un buen rato ante el lavabo antes de entrar, porque temía encontrarlo allí. Sin embargo, no había nadie. El suelo estaba encharcado, de modo que los del turno de día ya se habían lavado y cambiado, es decir, que ya eran las ocho pasadas. Lo malo es que no sabía cuánto tiempo había transcurrido desde esa hora. Solía encontrarme con Elemér a las ocho y media, y me preocupó encontrármelo esperando en la puerta. Para matar el tiempo me cambié a paso de tortuga, aunque como averigüé más tarde no había ninguna necesidad de ello. Eran las ocho y media pasadas, nadie me esperaba a la entrada. Eso me puso de tan buen humor que empecé a canturrear por la calle, en voz alta. La gente se me quedaba mirando pero ¡qué me importaban a mí ellos! No les tenía miedo. No le temía a nadie, a ningún hijo de vecino. Lo único que habría pedido, incluso al hijo de Dios, era poder dormir un rato. Pero para ello tenía que llegar a casa, lo que prometía ser una empresa bastante compleja.
La complicación estaba en los tranvías. Aquella mañana circulaba un número infinito de ellos por Budapest. Para llegar uno a casa, debía optar justo por el tranvía que iba precisamente en la dirección adecuada. Para ello, el pasajero necesitaba juicio, agudeza y serenidad, y si además tenía suerte —algo imprescindible en toda iniciativa— podía concluir con éxito la tarea. Lo difícil no era eso. El origen de la complejidad de la operación residía en que, después de subir al tranvía tras tantos impedimentos había que apearse y, para colmo de males, hacerlo en una única y determinada parada. Pero aquella mañana había infinidad de estaciones de tranvía en Újpest y los descorteses revisores no despertaban a la gente hasta llegar a la última, a un tiro de piedra de los confines del mundo, donde en el mejor de los casos eran los erizos los que iban a pasar la noche. De manera que me tocó bajar y volver a subir; parecía un problema irresoluble. Creo que se debió más bien a la casualidad y a la buena suerte el que por fin lograse llegar a casa.
Los «viejos» no estaban. Entré en la habitación, donde me vi obligado a afrontar nuevos desafíos. Las contraventanas estaban cerradas y en la oscuridad busqué en balde el interruptor de la luz. No estaba en ninguna parte, y eso que me acordaba muy bien de que el día anterior aún se encontraba en su lugar. Este contratiempo me desesperó. Solté una sarta de maldiciones tal que del susto la luz se encendió sola, lo cual, después de todo lo ocurrido, ya no me sorprendía en absoluto. Además, tampoco podía descartarse la posibilidad de que la encendiera Manci, porque ella sí estaba en casa, como casi siempre a esa hora, lo que no dejó de asombrarme.
—Qué raro, ¿no? —Y meneé la cabeza.
Manci se echó a reír, lo que me encrespó.
—Hay que ver —dijo—, has pillado una buena, chaval.
—¿Te parece mal? —pregunté con un tono incisivo.
—En absoluto —me aseguró, y volvió a meterse en la cama—. Ven aquí.
—¿Qué quieres? —inquirí desconfiado.
—Lo contrario que tú, amiguito.
Eso ya me pareció excesivamente rebuscado. ¡Qué complicadas están las cosas hoy!
—No te entiendo —rezongué—, pero tampoco me importa.
—Entonces ven aquí.
Me acerqué y me eché en la cama. Manci no se contentó con eso.
—Desnúdate —ordenó.
—Déjame en paz —gruñí—. Estoy muerto de sueño.
Manci, no obstante, insistió en que me desvistiera. Yo ya estaba harto de tantas trabas. Hubo instantes en que incluso me planteé desnudarme, pero al segundo me olvidaba del asunto y cerraba los ojos. Finalmente Manci se levantó de la cama y empezó a quitarme la ropa.
—No es mala idea —comenté, y seguí durmiendo.
Pero ese día Manci estaba insaciable.
—Ponte de pie —dijo al rato—. Así no te puedo quitar los pantalones.
Y bien, me puse en pie. Pero entonces añadió:
—Ahora siéntate.
De pronto se me quitó el sueño. «Parece que hoy las cosas no marchan bien», pensé.
Manci me quitó los pantalones. La miré distraído.
—¡Pero si no eres rubia! —le solté.
—¿Ahora te das cuenta? —dijo riéndose.
—Es que no lo entendía —opuse muy serio—. Ya lo capto. Sí —asentí—, ya lo capto. Nadie se atreve a ser como es.
—Así no te puedo quitar la camisa —protestó—. Levanta los brazos.
—Espera —le indiqué—. Tengo que sopesarlo. Sí. Claro. —Observaba su cuerpo con atención—. Ya ves. —Recorrí su piel con la mano como un maestro que reseña los accidentes geográficos ante un mapa—. Todo esto se entiende. A ti se te entiende, Manci. Si me acerco, entonces estoy cerca de ti, si me alejo, estoy lejos. Te tiñes el pelo y sé por qué lo haces. Todo es sencillo y claro. —Le di unas palmaditas paternales en la cara—. Quizá es mejor que una mujer sea tonta. Qué va —recapacité—. Bueno, ¿y quién sabe? Los árboles también son tontos, y en realidad no sabemos nada de ellos. Por ejemplo, ¿qué sabes tú de los árboles?
A Manci los árboles la ponían nerviosa.
—No me preguntes cosas tan difíciles —dijo—. ¿Acaso soy un científico?
—¡Científicos! —dije con desdén—. Solo saben lo que ven. O lo que ya han visto otros, ya me entiendes. Pero ¿qué saben de las causas de las cosas, del principio y del fin? Oye, déjame en paz. —Le llamé la atención porque otra vez estaba tirándome de la camisa—. ¿Por dónde iba? Ah, sí, que los científicos solo saben lo que ven. Pues de eso se trata precisamente. ¿Qué puede ver uno, por muy sabio que sea? Solo jeroglíficos, Manci. Jeroglíficos y nada más. La vida se ha escrito en jeroglíficos, no lo olvides, es muy importante. Lo que ves es puro jeroglífico. Unos se pueden descifrar y otros no. Los científicos a veces gritan ¡eureka!, y creen que han dado con la solución, pero años más tarde descubren que el texto carece de sentido. No digo que no se pueda descifrar a veces una frase e intuir de qué va el asunto. Pero apenas dice nada, Manci, muy poca cosa, pero a la vez dice mucho, tanto que resulta imposible ponerlo en palabras. Es como la música. Más bien puedes sentir el ritmo. ¿Entiendes? El ritmo, como en un poema. ¡Sí, es eso! —Me puse en pie de un salto—. Ahora creo que voy por buen camino. Uno siente que la vida no se ha escrito en prosa. Tiene una métrica rígida, como los poemas clásicos, tiene unas leyes y unas reglas inviolables. Es un poema, Manci, es un gran poema. Los versos riman. ¿Me entiendes? —Le agarré la mano—. Riman.
—Vale —dijo con una tranquilidad desquiciante—. Riman.
—Pero ¿con qué? —pregunté, fuera de mis casillas—. ¿Es que sigues sin comprenderlo? Falta el otro verso. Falta la rima. La rima, Manci —grité—. ¿Sabes ya de qué te hablo?
—Pues claro —asintió—. Tu madre me contó que escribes poemas. Ahora hazme el favor de levantar el brazo. Muy bien. Ya era hora —suspiró, porque al fin logró quitarme la camisa—. Ven, acuéstate aquí, majo. Un poco más hacia la pared, déjame un poco de sitio. Así.
Apagó la luz y se acurrucó a mi lado. La habitación estaba a oscuras, no se oía un ruido, se sentía el olor a cuerpo, el calor animal. Yo seguía pensando en el gran poema. Manci pensaba en otra cosa. Los minutos transcurrían. De repente noté algo en mí.
Era una transformación física, algo conocido y en absoluto preocupante, pero lo observaba como un científico alarmado que prueba un nuevo suero en su propia carne y unos síntomas aparentemente insignificantes le revelan que algo no anda bien en el experimento, que la práctica no se ajusta a la teoría. ¿Cómo? ¿Mi cuerpo es capaz de esto?, me pregunté horrorizado, y quedé tan confuso como solo pueden quedarse los científicos viejos y los poetas jóvenes. «Pero si no la deseo —me dije—, y mi cuerpo tampoco la desea. Me da asco, prefiero pensar en otra. ¿Quién la desea? ¿La naturaleza? ¿Qué querrá la naturaleza? ¿Qué pretende hacer con el ser humano? ¿Qué significa esto? ¿Y dónde está la rima?»
—¡Déjame! —le advertí a Manci, y me retiré con repugnancia.
A ella poco le importaba mi protesta, preguntó más bien por preguntar:
—¿Por qué no?
—No puede ser —susurré, pero parece que algo en mi voz la inquietó.
Me soltó.
—Oye —hablaba con un tono bien distinto—, no estarás enfermo, ¿verdad?
Ya tenía el «no» en la punta de la lengua, pero entonces me acordé de Gyula y pensé que si hubiera pillado lo que tenía él, o si al menos lo dijera…
—O sea, ¿sí? —dijo Manci, que más parecía afirmarlo que preguntarlo, y como yo seguía callado, insistió—. Contesta.
—Sí —concedí.
—¿Gonorrea?
—Sí.
Manci se incorporó.
—¿La excelentísima señora? —inquirió con deje irónico.
—Idiota —gruñí, y me hubiera gustado abofetearla. Pero la furia me había barrido de la cabeza el alcohol; de pronto me sentía sobrio, sereno. Estremecedoramente sereno—. De una camarera —solté con aspereza—. Trabaja en el hotel.
—¿Y qué dice la excelentísima señora?
La pregunta quedó en el aire, como pendida de un hilo. No contesté. Llevaba meses mintiéndole sobre la mujer, diciendo que era mi amante, y ahora que lo era, no podía hablar de ella. No solo se me había pasado la borrachera, también parecía que me hubieran extraído toda la sangre. Yacía en la cama frío y exangüe, me moría de vergüenza.
—Manci —dije repentinamente—, lo que te conté sobre la señora… no tiene ni pizca de verdad. Es cierto que se aloja allí, pero… ya te lo puedo decir… yo… no la conozco. Nunca he hablado con ella.
—¡No me digas! —Se rio Manci—. ¿No te habrás creído que me lo tragaba? Vamos, amiguito. Si me vienes con una mujer deshonrada o una señora mayor, bueno… Pero ¿la esposa de un ministro?… —Volvió a reír. Se reía de todo corazón, sin ironía ni mala uva, como se ríe la gente ante una inocente travesura infantil—. Estoy acostumbrada a esa clase de cosas —hizo un ademán con la mano y su voz fue entonces casi maternal—; hay gente que solo es capaz de gozar así —explicó, y relató algunos «casos» con una objetividad propia de médicos y prostitutas.
La escuché horrorizado, con la cabeza turbia, y de pronto me vino a la mente una palabra: estrellas. Ella había dicho algo acerca de las estrellas… ¿qué era? Algo hermoso.
Manci hablaba de un burdel de Kiskorös, donde…
Me quedé dormido.
Tuve un sueño horrible. La excelentísima señora se daba cuenta de que no llevaba calzoncillos. Sucedió en el dormitorio, me estaba desnudando a toda prisa, completamente excitado, fuera ululaba el viento, la lluvia golpeaba las ventanas. Ella estaba en la cama y hablaba de las estrellas. Ya pensaba que había sido una confusión, que la imaginación me había jugado una mala pasada, pero cuando quise acostarme, ella me rechazó con repugnancia.
—¿Te crees que no me he dado cuenta? —preguntaba en esa voz aguda y algo cantarina, y descolgaba el auricular con un brillo en los ojos—. Largo de aquí —me chillaba—, si no quieres que se lo diga al comandante.
Yo bajaba las escaleras como una exhalación, pero en el rellano me encontraba con Elemér y…
Desperté sobresaltado. La contraventana estaba entornada, la habría abierto Manci al vestirse. Parpadeaba aturdido en la penumbra de la habitación. Fuera aún había luz, en las ventanas de enfrente el sol de la tarde ardía en rojo y el cielo contemplaba el patio con ojos cárdenos. Manci ya estaría en la ciudad acechando clientes, mis padres aún no habían vuelto a casa, el piso estaba vacío y tranquilo, se oía el gotear de agua en la cocina.
Me senté. Mi camisa yacía en una silla junto a la cama. Era un remiendo sobre otro y me quedaba tan pequeña que no me llegaba ni al ombligo. Era mi única camisa. La miré y me horrorizó pensar qué pasaría si algún día…, si alguna vez tenía que desnudarme ante ella. Quién sabe si esa misma noche.
Salté de la cama y empecé a rebuscar en los armarios. Mi padre tenía ropa interior nueva: me probé una camisa y unos calzoncillos. Hacía poco que sobre la palangana teníamos un gran espejo de marco dorado que mi padre le había comprado a Mári cuando ella y su marido empezaron a tener problemas. Desde entonces, siempre que recuerdo lo sucedido aquella tarde, le echo al espejo parte de la culpa. Allí, delante de ese espejo, empezó todo, aunque entonces no sabía que estuviera empezando nada: se trataba solo de una camisa y unos calzoncillos. Así comenzó una fase de mi juventud de la que todavía me avergüenzo.
No es que necesitara el espejo para darme cuenta de que aquella camisa y aquellos calzoncillos me quedaban enormes. Pese a ello me sentía bien llevando unos calzoncillos y una camisa que me llegaran más abajo del ombligo. Pero ante ese espejo, algo pasó en mi interior. Ya no me veía con mis ojos, sino con los de ella.
Sentí la mirada penetrante de sus ojos grises, la boca ancha y extraña esbozando una sonrisa irónica, y la simple idea de que eso pudiera ocurrir de verdad aquella misma noche me hizo perder la sensatez. Me juré que aquella misma tarde tenía que conseguir a toda costa una camisa y unos calzoncillos. Primero pensé en pedirle dinero a mi padre, pero luego me di cuenta de que eso no me serviría de nada, pues, las tiendas cerraban a las seis y ya eran las seis y media. No sabía qué hacer. Entonces me acordé del Sabueso.
No resulta fácil explicar quién era el Sabueso. La primera vez que entró en el hotel, Elemér le echó una mirada incrédula y susurró:
—¡Pero si es el Sabueso!
—¿Quién? —le pregunté
—El Sabueso —repitió—. En Angyalföld, donde vivo, los proletarios le llaman así.
—¿Por qué? ¿Es detective?
—No —susurró—. Chivato. Al menos lo era. Si en una fábrica los obreros pedían un aumento de sueldo, la dirección lo contrataba y él se ocupaba de averiguar quiénes eran los «instigadores». Hace dos años casi lo matan a palos, entonces desapareció de Angyalföld. Ahora, si no me equivoco, se dedica a otra cosa.
—¿A qué? —pregunté.
—No lo sé —contestó Elemér. Entonces, en efecto, aún no lo sabía.
El Sabueso empezó a venir al hotel dos veces por semana. Era un tipo flaco, moreno, patilargo, con pinta de médico atareado. Saltaba de la carraca que tenía por automóvil con aires presuntuosos, entraba en el hotel con una presteza que no auguraba nada bueno y echaba un rápido vistazo alrededor. Todo su ser delataba cierta tensión nerviosa, caminaba de un lado a otro con pasos rápidos y nerviosos, al principio no me podía creer que llevara una prótesis en la pierna. Se apoyaba ostentosamente en su bastón, en el que se decía que escondía un puñal. Parece que Márton llegó a verlo. Siempre andaba con prisas y siempre parecía irritado, irrumpía dos veces a la semana en el hotel como si en alguna de las habitaciones le esperara un moribundo al que solo él podía salvar.
Se hacía llamar «señor doctor», aunque, como se supo más tarde en un juicio, no tenía derecho a ello. Solo llevaba tres años en la Facultad de Medicina cuando el Estado prefirió que se dedicara a matar gente antes que a sanarla, lo que a todas luces se ajustaba más a su personalidad. Llegó a ser un militar ejemplar. Uno de los primeros pilotos de guerra del país. Tras serle amputada la pierna izquierda se volvió a alistar y con una sola pierna, o más bien con su prótesis, siguió con sus bombardeos. Se escribieron grandes artículos sobre él, su fotografía salió en todos los periódicos, el rey lo recibió en audiencia privada, un ardiente poeta le dedicó una oda, llegó a ser un héroe nacional. Tenía veintidós años.
Tres años más tarde se proclamó la paz y por un tiempo no hubo necesidad de más héroes nacionales. Sus antiguos compañeros de facultad ya se hacían llamar doctor con todas las de la ley, muchos se habían casado y con la dote de la esposa habían montado un consultorio. En cambio, el héroe nacional tendría que reconvertirse en estudiante y, para colmo, en uno de escasos medios. Había tenido que ponerse de nuevo su ropa de paisano raída y estrecha, comer en la infecta cantina, mendigar ayudas y becas, y ante todo estudiar, estudiar sin parar, para cazar tres años más tarde, con un poco de suerte, una esposa adinerada y abrir un consultorio en una humilde bocacalle. Nada de eso le atraía; ¿a qué héroe nacional le atraería? Seguro que le hubiera gustado ser médico, de otro modo no se hubiera hecho llamar «señor doctor». Muchos eran los culpables de que hubiera acabado clavando la bayoneta y no el bisturí en el cuerpo de la sufrida humanidad, él no era el único. Por su parte, él se ocupaba de hacer responsables a los judíos y a los comunistas, algo humanamente comprensible, ya que de esta manera volvía a tener víctimas en las que clavar su bayoneta y no se sentía desaprovechado. Fue oficial de los «destacamentos» de Horthy, asesinaba con gran destreza y a conciencia, pero, al contrario que mi señor diputado, él tenía principios, así que no llegó a nada.
Un día disolvieron los destacamentos, con lo que terminó su efímero reinado y tuvo que volver a vestirse de paisano. Entretanto, el país «se había consolidado» prodigiosamente. Los socialdemócratas, a los que antes asesinaba por encargo de Horthy, ahora tendían sus «encallecidas manos obreras» a ese mismo Horthy y los judíos ricos se apresuraban a pregonar en el extranjero que Horthy se había moderado, que ya se podía hacer negocios con él. Recibía capital inglés, francés, italiano y hasta estadounidense, a cambio de lo cual el gobernador regente, antisemita convencido, trataba de ilustres y excelentísimos señores a los judíos del país. Ello no le impedía firmar las leyes de «protección racial» más inhumanas, pero estas solo afectaban a los judíos pobres, de los que los judíos ricos se ocupaban tan poco como los cristianos ricos. El pobre era más pobre ahora que antes de la guerra, independientemente de si iba a la iglesia o a la sinagoga, mientras que el rico era más rico. Pero no se puede negar que en el país reinaban la paz y el orden; lo soportaba el que podía y el que no, se tiraba al Danubio. El número de suicidios aumentaba día tras día, hasta batir todos los récords y ridiculizar las estadísticas del resto de naciones. En resumen, todo «se había consolidado» alrededor del Sabueso.
Poco a poco sus compañeros de fechorías también se integraron en la sociedad. Contaban ya con empleo, familia, asesor fiscal y médico de cabecera, algunos hasta echaron barriga. Solo el Sabueso seguía flaco y fiel a sus ideales, y en sus ojos el fuego del odio ardía con el fervor de siempre. Odiaba a todo el mundo: a los blancos por haber renunciado a sus principios, a los rojos por no haber renunciado a ellos, a los judíos por ser judíos, a los checos, serbios y rumanos, por ser checos, serbios y rumanos. Solo confiaba en la juventud. Buscaba cobijo espiritual en las organizaciones de estudiantes universitarios y pretendía realizar con ellas sus sueños heroicos. Sin embargo, la juventud no tenía ni un pelo de heroica. Sus padres habían soñado tanto en las espeluznantes noches de los últimos quince años, que a los hijos ya no les apetecía soñar. Era una juventud lánguida y serena que solo anhelaba un empleo humilde pero seguro, y si gracias a un tío con influencias conseguían uno, se casaban de inmediato —en la medida de lo posible, con una mujer que aportase una buena dote—, y nunca más se dejaban ver en las reuniones. Pero el Sabueso seguía soñando con entusiasmo jovial, aunque con las sienes entrecanas. Se afilió a todos los partidos, a todas las organizaciones y sectas secretas de la derecha, tomaba parte en cada paliza dada a obreros o judíos, aparecía incluso en los linchamientos espontáneos e imprevisibles; aunque jadeando, llegaba en el último instante. Se ve que siempre dejaba dicho en casa dónde se encontraba, al igual que sus ex compañeros de carrera, los médicos de verdad, y acudía a armar jaleo cada vez que lo avisaban por teléfono, abandonando tertulias, funciones de teatro y citas amorosas para no perderse por nada del mundo ni el más mínimo brote del resurgimiento nacional.
Entretanto, claro está, tenía que vivir de algo. Durante un tiempo hizo dinero como chivato, pero luego eso también se «consolidó». Los sindicatos sumisos tenían a raya a la clase obrera con tal eficacia que los industriales ya no necesitaban sus servicios. Entonces optó por independizarse. Tenía acceso a las mejores casas donde compraba a precio de amigo la ropa interior y prendas varias que ya no necesitaban los señores y las vendía a plazos y a un precio razonable a aquellos que solo así podían procurarse ropa decente. Los camareros constituían su clientela principal, porque el frac era la prenda que mayores ganancias le aportaba, y gracias a sus contactos con la flor y nata de la sociedad dicha pieza era, sin lugar a dudas, su «especialidad». Solo acudía a los lugares más selectos. Siempre entablaba amistad con los directivos, en cambio despreciaba a los compradores, los trataba como si fueran sus subordinados. Llamaba «hijo» incluso a los camareros veinte años mayores que él, lo que —por muy curioso que parezca— acrecentaba no solo su prestigio sino también el volumen de negocio, porque en un restaurante «realmente selecto» solo se empleaba a la gente más servil, a la que le impresionaban esos «aires de gran señor». Se mostraba ante ellos como un general severo pero bondadoso que se detiene a escuchar los deseos de los soldados y los cumple si le parecen razonables. Su ordenanza de antaño, que ahora hacía de criado, cargaba majestuosamente las maletas repletas de mercancías y se cuadraba cuando el Sabueso le dirigía la palabra. Pasaba por el hotel dos veces por semana, venía a ver a los del turno de día a la hora del almuerzo; a los del turno de noche, entre las ocho y las nueve, cuando el bar aún estaba medio vacío. Nunca pasaba más de quince minutos en el hotel. Negociaba con la celeridad de un tren rápido, dando a entender a sus clientes que, como héroe nacional y futuro general, tenía serias obligaciones para con la patria y no podía perder el tiempo con la chusma, además de que todo eso a él le importaba un comino.
—Pronto estallará la guerra —decía a veces esperanzado, como si fuera una confidencia—. Realmente, no importa a qué se dedique uno mientras tanto. A estas alturas ya no vale la pena emprender asuntos de mayor calibre.
Desde la primera vez que había aparecido por el hotel, ningún otro vendedor ambulante cruzó el umbral del establecimiento. Eso se lo debía en primer lugar a los judíos; el comandante, por respeto a los huéspedes judíos del hotel, no podía tomar parte abiertamente en apaleamientos antisemitas; de hecho, desahogaba su odio racial a través del Sabueso. Pero el Sabueso tampoco toleraba la competencia en otros establecimientos. En todas partes la dirección estaba en manos de un comandante como el nuestro, que por razones políticas lo veía con buenos ojos, u otro comandante de signo contrario que, por las mismas razones políticas, le tenía miedo. Era un negocio seguro y lucrativo que además le aportaba ganancias adicionales; en grandes hoteles como este siempre surgían cosas que no eran del agrado de la dirección y el Sabueso tenía buen olfato. Parece que en nuestro hotel también metía las narices donde tocara, o al menos eso decía Elemér.
Sobra decir que Elemér enseguida le declaró el boicot. Yo lo apoyaba con gran entusiasmo y sospecho que si los compañeros nunca compraban nada al Sabueso se debía más a mis puños que a la capacidad persuasiva de Elemér. Una vez abofeteé a Gábor por haberle comprado una corbata, y no le dejé en paz hasta que la devolvió.
Y ahora era yo quien pensaba acudir al Sabueso.
En un primer momento tal ocurrencia me repugnó, me avergonzó el solo hecho de habérmelo planteado. Pero como no encontraba otra solución, me puse a regatear conmigo mismo: se trata de una necesidad imperiosa, al fin y al cabo no son más que una camisa y unos calzoncillos, con eso no renuncio a mis principios. Además, solo se enterarían los camareros del turno de noche, que no se cruzan con los del turno de día y, aunque se vieran, ¿por qué iban a preocuparse por mi camisa y mis calzoncillos? Al Sabueso le pagaría cuanto antes y santas pascuas.
¿Cómo lo iba a pagar? Eso no suponía ningún problema. Simplemente le daría a mi madre menos dinero del que ganaba. ¿Quién iba a controlarme?
Parecía sencillo, aunque el día anterior había sido incapaz de idear un plan así. A mi madre siempre le entregaba hasta el último florín de lo que ganaba y llevaba la contabilidad con rigor y esmero. Lo que me daba o me comía en casa, lo apuntaba enseguida en la casilla del debe, además de los cinco pengos mensuales por el alojamiento. Tengo las notas delante de mí, veo que llegué a apuntar hasta el hilo con el que mi madre me ajustó el traje de mi padre, incluso apunté a su favor el salario de tres horas de trabajo, un salario muy superior al que le pagaban los señores. Mi madre ya se habría olvidado hacía tiempo de la promesa que le hice al llegar a Budapest y seguramente no esperaba que yo siguiera llevando la contabilidad con una vehemencia casi infantil. Creo que desde el primer momento le había parecido una idea precipitada y pueril, pero yo me lo tomaba muy en serio. Quería devolverle hasta el último florín con intereses acumulados y me imaginaba lo bonito que sería el día en que le presentara mi libro de cuentas y le dijera modestamente, pero con hombría: «Mira, he cumplido lo que te había prometido». Pues sí, así es como lo veía hasta entonces. Ahora, de pronto, todo aquello me parecía una ñoñería ridícula.
—¡Qué idiotez! —rezongué.
Ya era tarde, me vestí con rapidez. Antes pensaba que el traje de mi padre me quedaba razonablemente bien, pero al verme en el espejo con sus ojos me dio la impresión de ser un pelagatos. ¿Qué pasaría si un día me veía en la calle?, pensé horrorizado, y sentí cómo me clavaba aquella mirada irónica. Decidí hablar con el «viejo». ¿Cuánto tiempo llevaba prometiéndome ese traje? Ya era hora de que me lo comprara. Pero, al pensarlo mejor, esa solución tampoco me gustó. ¿Qué traje iba a comprarme? En el mejor de los casos, uno como los que tenía él. No digo que no tuviera trajes aceptables, decía que eran de lana inglesa, y no estaban mal cortados, pero —¿de qué diablos dependerá?— no parecían trajes de gran señor. ¿O era solo porque los llevaba él? Es posible. Pero ¿cómo saberlo? Ese traje azul que el maître le compró al Sabueso aún mantiene la corona de cinco puntas cosida al forro. Con ese traje cualquiera se siente seguro. Y si puedo comprarle camisa y calzoncillos, ¿por qué no comprarle un traje? ¿Qué tiene de malo? Ya da igual.
Claro que, en ese caso, pagar los plazos no sería tan sencillo. Esos trajes «con corona» cuestan mucho, muchísimo. Ya no bastaría con sisar la paga, pues acabaría por llamar la atención de mi madre. Lo pensé un buen rato hasta que me di por vencido. Lo de menos era que le llamara la atención, porque decidí decírselo. Cuando el comandante criticó mis botas, enseguida me llevó a comprarme unos zapatos nuevos, y eso que entonces no teníamos casi ni para comer. ¿Por qué no decirle ahora que habían criticado mi traje? Con todo respeto, si tiene dinero para ir al teatro y ponerse peripuesta, tampoco se morirá con mis plazos. Otros padres mantienen a sus hijos. Soy el único estúpido que se lo entrega todo. Ridículo. En realidad, tampoco me basta con una camisa y unos calzoncillos. Tendré que ponerme ropa interior limpia cada día, ya que nunca se sabe cuándo me mandará llamar. Pues sí, me compraré tres camisas y tres calzoncillos, y al que no le guste que se aguante. Además, necesito una corbata, claro, casi se me olvida. Con un traje tan elegante no se puede ir sin corbata. Y tampoco tengo calcetines, hay que ver. No tengo ni un par de calcetines, llevo peal, como los paletos. Mi madre lleva un vestido de seda, se pavonea, vive la vida. El viejo le ha comprado hasta un sombrero. Qué vergüenza. Alardea a costa de mi dinero. Si me pone pegas le cantaré las cuarenta.
Estaba a punto de ponerme en marcha cuando oí abrirse la puerta. Esperaba a mi madre preparado para el combate, pero no era ella, sino mi padre. Antes hubiera preferido morderme la lengua a hablarle de esas cosas, pero decidí aprovechar la ocasión, sabía que con él las cosas me serían más fáciles.
No me equivoqué. El «viejo» estaba indignado. No porque el comandante criticara su viejo traje, sino porque mi madre me lo hacía llevar. De tan indignado que estaba, ni se acordó de que lo llevaba porque no me había comprado el nuevo. Estaba realmente fuera de sí, sobre todo cuando salió el tema del dinero.
—Pero ¿sigues entregando lo que ganas? —dijo juntando las manos—. A decir verdad, no comprendo a tu madre. ¿Qué se ha creído? Yo soy capaz de mantener a mi familia, carajo. Desde hoy haces con tu paga lo que te dé la gana ¿Entendido? Y si no te alcanza para lo que necesites, no te preocupes. Aquí está tu padre. ¿Necesitas dinero?
En realidad no lo necesitaba, ya que ese día aún no le había dado lo ganado a mi madre, pero le dije, por primera vez en la vida:
—Bueno… si me dieras algo…
Sacó un billete de diez pengos. Lo sacó del bolsillo del chaleco con la punta de los dedos, como si fuera un billete de tranvía usado. Escupió en él y luego, riéndose, me lo pegó en la frente, como solían hacer los señores con los músicos gitanos.
—Bastará para esta noche —me dijo guiñándome el ojo—. Ya te daré más si la chavala es hermosa.
No desperdició más palabras en el asunto: ya estaba solucionado. «Vaya —pensé al llegar a la calle—, hay que ser listo, eso es todo.» Hasta entonces no tenía ni dos con veinte para comprarme el libro de inglés, ahora me crujía en el bolsillo un billete de diez. Sí, solo tengo que ser listo, me animé, como quien por fin ha dado con el secreto de la vida y ni me acordé de que el día anterior aún despreciaba esta forma de ver las cosas.
Decidí comprar el libro de inglés por el camino, pero al llegar a la calle del Emperador Guillermo cambié de idea. «Mejor otro día —me dije—; ahora lo importante es llevar dinero encima. Ya se acabó lo de salir de casa sin dinero, la situación ha cambiado. Al fin y al cabo soy el amante de una excelentísima señora, de una condesa, a quien hasta Horthy cortejaba, o al menos eso dicen.» Estaba muy satisfecho conmigo mismo y con el mundo entero. Entré en el hotel silbando.
En el bar todo el mundo quería saber qué me había pasado por la noche. No me sorprendió, estaba preparado para afrontar las preguntas, mentí con mayor fluidez que Franciska.
—No pasó nada —dije impertérrito—. Serví el champán y me fui a casa.
—¿Y el señor diputado? —preguntó el maître con sorna.
—Fue muy amable —contesté con desenvoltura—. Me dio diez pengos de propina.
Saqué el billete que me había dado mi padre y se lo enseñé.
—Estaría como una cuba —me soltó furioso, pero no dijo nada más, y ahí acabó todo.
Quedó pendiente el gran «ajuste de cuentas» con el que tantas veces me había amenazado la noche anterior. Se alejó sin volver al tema y ya no lo sacó más. «Claro —me repetí—, solo hay que ser listo. También me compraré pañuelos, tres normales y uno de esos de seda que asoman del bolsillo del puro.» Muerto de hambre, me lancé sobre la cena, tomé una copa de champán, me fumé un cigarrillo y luego, plenamente satisfecho, subí al bar.
Era viernes, el día en que venía el Sabueso. Solía venir los lunes y los viernes, con puntualidad propia de un militar, entre las ocho y las nueve. Eran las ocho y media. Decidí comprarme también un sombrero. Y en ese preciso instante entró Elemér.
Mis ansias consumistas desaparecieron al instante. Me sentí tan mal como si el dinero con el que iba a comprar la ropa se lo hubiera robado a él. No me atreví a mirarle a los ojos, sentí que me sonrojaba y eso me desconcertó aún más.
—¿Qué te ha pasado? ¿Por qué no me esperaste por la mañana?
—No me encontraba bien —tartamudeé mirándome la punta de los zapatos como solía hacer mi madre.
—¿Estás enfermo?
—No, solo que… —me encogí de hombros, porque no se me ocurrió nada mejor—, solo que no me encontraba bien, eso es todo.
Elemér me escudriñó. «¿Habrá oído algo? —pensé asustado—. ¿Qué habrá oído? No me censurará por haberle hecho frente al diputado, al contrario. ¿O será que Franciska se ha ido de la lengua?» Le eché una mirada furtiva, pero su rostro grisáceo y rígido no revelaba nada. Sacó un libro del bolsillo.
—Es sobre el sindicalismo —explicó—. No estoy de acuerdo con lo que dice, pero… —De pronto interrumpió la frase. Seguí su mirada y mis rodillas empezaron a temblar.
Entró el Sabueso, escoltado por su asistente con la maleta a cuestas.
—Chivato —susurró Elemér, y me miró como si hubiera mordido un huevo podrido.
En aquel momento me pareció inconcebible que se me hubiera ocurrido comprarle cualquier cosa al Sabueso. «Soy un cerdo abyecto», pensé, pero al mismo tiempo también odiaba a Elemér, como si el cerdo abyecto fuera él.
Me hizo una seña para que le siguiera al pasillo.
—¿Me esperas por la mañana? —preguntó fuera.
—Aún no lo sé —respondí encogiéndome de hombros.
—¿Cómo que no lo sabes?
Me miró con asombro y yo también me asombré un poco.
—Esta mañana he ido al médico —mentí—, y…
—¿No estarás enfermo? —me interrumpió con impaciencia.
—No —me iba animando—, pero estoy agotado de tanto trabajar de noche. El médico me dijo que tengo que dormir más. Por algún tiempo no te esperaré por la mañana.
Elemér no replicó. El silencio resultaba penoso. Seguramente esperaba que añadiera algo, pero yo callaba.
—Pues cuídate —dijo por fin estrechándome la mano. Su rostro impasible no revelaba si se refería a mi estado de salud o a otra cosa muy distinta.
Me quedé fuera, en el pasillo, caminando nervioso de un lado para otro. Si hubiera llegado unos minutos más tarde, pensé horrorizado, entonces…
En ese instante sonó el teléfono. Era en la cocina, oí la voz de Iluci:
—Sí. Como desee.
En ese mismo instante me olvidé de Elemér. ¿Estaría hablando con ella?
No, no era ella. Solo era una señora cualquiera que pedía dos martinis. «Esta noche pedirán una botella de champán», pensé horrorizado, y la camisa pequeña y remendada parecía arder sobre mi corazón. ¿Qué pasará si me tengo que desvestir ante ella?
—Dos martinis a la quinientos tres —gritó Iluci.
—Dos martinis a la quinientos tres —repitió automáticamente el camarero.
De repente giré sobre mis talones, entré en el bar y, como el ladrón novato que trapichea por primera vez con su botín, me acerqué al Sabueso con el corazón desbocado.
Así empezó todo.