Yo era un chico resistente, pero no por ello dejaba de ser humano y, al parecer, a los quince años el ser humano no está hecho para trabajar durante el día entero con el estómago vacío y, para colmo, andando seis horas diarias. Aquel ritmo de vida me debilitó tanto que camino de casa no podía evitar sentarme cada dos por tres en el borde de la acera, porque mis pies, como los de una mula terca, no querían seguir cargando conmigo. Una fría noche de diciembre me quedé dormido en la calle, y si una ramera no me hubiera despertado zarandeándome quizá hubiera muerto congelado.
También en el hotel me asediaba el sueño. Un día me sorprendí echando una cabezadita de pie en medio del vestíbulo. Si me pillaban, por un desliz así me podía quedar sin puesto. Luché a regañadientes por quedarme despierto, pero fue en vano. El sueño no dejaba de rondarme, como los infartos a un gordinflón.
Tampoco soportaba el frío como antes. Otros inviernos los había pasado también sin abrigo, en pantalones cortos y sin calzoncillos, y no me había ocurrido nada. Ese año el frío me produjo irritaciones de cintura para abajo.
—¿Qué pasa? ¿Tienes piojos? —me bramó en una ocasión el primer conserje—. Vete con cuidado, porque si se dan cuenta de que te rascas te pondrán de patitas en la calle.
Sabía de sobra que rascarme no servía de nada, pero la posibilidad de no hacerlo a veces me volvía loco. Y mientras tanto debía procurar no retorcerme de dolor ni hacer muecas, ni poner cara seria, algo que el comandante no toleraba; el botones tenía que sonreír sin parar, como un bailarín. En ocasiones, cuando estaba solo, detenía el ascensor entre dos pisos y aullaba como un animal herido. Pero no solía permitirme esos lujos y aun así era por poco rato. Minutos después ya estaba cuadrado para recibir al siguiente huésped, sonriendo, de acuerdo con el reglamento.
Mi fuerza de voluntad me mantenía unido, como los flejes al barril. Mis estudios de inglés resultaban más trabajosos que antes, pero seguía estudiando, obstinado. Cada noche tenía una cita fiel con el libro de inglés. «Dos pengos con veinte no son el fin del mundo —me animaba—, algún día los conseguiré y podré comprármelo. En medio año aprenderé inglés y me iré a América.» En aquella época salió en los periódicos la noticia de un polizón de trece años que se había escondido con tanta habilidad en un transatlántico que no lo descubrieron hasta que atracó en Nueva York. Desde que lo leí, dejó de preocuparme el precio del pasaje del barco. «Solo tengo que llegar a un puerto —me decía—, y lo conseguiré aunque tenga que ir a pie.»
Las noches de verano pasaba mucho tiempo en la orilla del Danubio observando los barcos que zarpaban hacia Viena. «Por la mañana ya estará en Austria —pensaba—, y Austria está más cerca de América.» Pensaba en el Nuevo Mundo como los creyentes en el más allá. Estaba convencido hasta la médula de que con solo llegar a América mi vida cambiaría a mejor. Ya no pensaba en que allí también había pobres y que, según Patsy, siempre los habría. En mi imaginación aquel continente se tornaba cada vez más bello y acabé por verlo como el paraíso terrenal. «Con llegar bastará —me decía—, y llegaré cueste lo que cueste.»
Sin embargo, un día pillé un resfriado y empecé a toser sin control. El catarro se me pasó, pero la tos, no. Era seca y persistente, como la de Berci. Cuando me daba un ataque más fuerte pensaba aterrado en la mañana de primavera en que enterramos a Berci.
—Lo mató la pobreza —dijo el señor maestro ante la tumba abierta—, y no se puede pedir clemencia para los asesinos. La tos del niño pobre es como un grito de socorro, y quien no quiere oírla es cómplice de asesinato.
La verdad es que en aquella época nosotros, los niños, tampoco la oímos. La tos de Berci formaba ya parte de las oscuras mañanas, igual que la luz de la lámpara o el repicar de la campana de la escuela. De hecho, yo no la percibí hasta que el pobre dejó de toser. En clase empezó a reinar un silencio insoportable del que me acordaba cuando de noche me despertaba mi propia tos. Dios mío, ¿qué me pasará? Sí, mi tos también era un grito de auxilio y tampoco la oía nadie. Me sentía tan solo como el primer hombre en la tierra y sabía además que de mi costilla no surgiría una compañera, sino que más bien acabaría entre los desechos de una operación, como sucedió con la de Berci.
Lo sabía, sí, lo sabía, pero ni por asomo me resigné; al contrario, me defendí con desesperación. Se me ocurrieron las ideas más disparatadas. Robé del hotel un rollo de papel higiénico y me lo enrollé en los muslos para que hiciera las veces de calzoncillos. Por delante y por detrás me metía bajo la camisa papel de periódico. Al caminar por la calle me tapaba la boca con la mano para «calentar» el aire que inhalaba. Si sentía mucho el frío, echaba a correr y a la vez respiraba con cuidado a través de la nariz. A mi madre le llevaba menos comida a casa, pero lo poco que sisaba de su ración causó más remordimientos que beneficios a mi estómago. Sabía que mi padre no trabajaba y también era consciente de cómo afectaba eso a mi madre, que tenía mal aspecto, mucho peor que yo, y se me encogía el corazón al verla. Ella no notaba nada raro en mí o al menos no me lo hizo saber, y a mí tampoco se me pasaba por la cabeza decírselo; la pobre tenía ya bastantes problemas. Sabía muy bien que no podía contar con nadie.
Y Patsy no me escribía. No la culpaba, ¿cómo iba a hacerlo? Fui yo quien no contestó. Pero ¿cómo podía haberle escrito sin tener su dirección? Y de haberla sabido —añadía con amargura—, ¿de dónde iba a sacar el dinero para el sello?
Estaba hundido en la desesperación. Los días pasaban, no sucedía nada, mis fuerzas iban a menos, y mi tos, a más. Era parte de un siniestro proceso y no podía hacer nada para remediarlo. En los días de más frío incluso un sudor gélido me recorría el cuerpo, una pesada neblina me cubría la cabeza y constantemente temía desmayarme.
Una noche me dio un vahído en la calle del Emperador Guillermo. Las fuerzas solo me alcanzaron para sentarme en las escaleras de la basílica, luego perdí el conocimiento. A los pocos minutos recobré la conciencia, pero me sentí incapaz de seguir andando. Me arrastré al interior de la iglesia. En la penumbra solo distinguí unas pocas figuras arrodilladas. Olía a incienso, la corriente avivaba las llamas de las velas y a mí me daba la sensación de que todo el templo temblaba. Me desplomé en el primer banco y me quedé dormido.
Me despertó un zumbido de palabras extrañas y mágicas, parecían abejas del otro mundo que me traían su miel agridulce. Me costó mucho abrir los ojos, pero la mente me funcionaba con una lucidez inusitada. Saqué la agenda del bolsillo, extraje el fino lapicero del lomo y empecé a escribir a toda velocidad. Era un poema, una pregunta desesperada a aquel hijo de carpintero que un día dijo: «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos».
Fue mi último poema. Después me costó mucho volver a escribir. El hechizo se rompió, se secó la fuente que alimentaba mi fantasía. Aún seguí copiando palabras inglesas del diccionario, pero ya no era capaz de aprendérmelas. Mi cabeza dijo basta. La pequeña y obstinada llama del instinto vital vivía en un cuerpo hueco; se me había quemado el alma, como una cacerola olvidada en el fogón. Una noche, de vuelta a casa, me di cuenta de que iba repitiendo en voz alta:
—Estiraré la pata y no habré visto América.
Habría muerto si la buena fortuna no me hubiera echado una mano. Fue una ayuda discutible, tuve que pagar un alto precio por ella, pero me salvó la vida.
Todo se lo debo a un perro. Se llamaba César y era muy distinguido. Se paseaba por el hotel como un altivo diplomático que goza de inmunidad y a quien todo el mundo importa un bledo. Era un animal grande y hermoso, un galgo ruso de pelo largo y de una blancura inverosímil. La gente se quedaba pasmada al verlo pasar por el vestíbulo, pero él ni se molestaba en devolverles la mirada. Su morro aristocrático reflejaba indiferencia y aburrimiento. Si alguien preguntaba de quién era, el botones encargado de sacarlo a pasear contestaba en voz baja y con pompa:
—Es el perro de la excelentísima señora.
A la excelentísima señora yo no la conocía, pues llevaba ya algún tiempo en París. El perro lo bajaba en ascensor el excelentísimo señor, o Doni, como decían los botones. Tal nombre, según me enteré más tarde, venía de Don Influencias. No sé si fueron los botones quienes inventaron el apodo o si otros también lo llamaban así a sus espaldas; la cuestión es que para nosotros era simplemente Doni.
Doni tendría unos cincuenta años. Era un hombre pesado, de cuello ancho, y su cabeza parecía una bola de billar de tamaño descomunal. Era calvo de la frente hasta la nuca, y los islotes de pelo que la calvicie había olvidado llevarse se los afeitaba igual que la barba. Tenía pequeños ojos de cerdo y una voluminosa nariz carnosa, bajo la cual lucía un grueso bigote al estilo inglés cuidado con esmero, que debido al exceso de tintes parecía más negro que el más negro de los bigotes negros. Era un tipo de tez sonrosada, fogoso, se notaba que le encantaba comer grandes trozos de carne sanguinolenta y platos pesados y grasientos. Lo curioso era que este hombre sano como un roble, lento y grandote, hacía todo lo posible para tener el aire de los aristócratas decadentes. Imitaba su forma de hablar petulante y arrastrada, sus andares descuidados y algo bamboleantes, y trataba de parecer tan lánguido y distraído como los robles aquejados de una senilidad precoz. Pero todos sabían que era de ascendencia lamentablemente «plebeya». Su padre era un campesino adinerado de los alrededores de Debrecen de quien se rumoreaba que ni siquiera sabía leer ni escribir; de no haber llevado Doni unos trajes ingleses tan exquisitos, cualquiera hubiera pensado también que era un campesino rico que había viajado a la pecaminosa capital para tramitar algunos asuntos y que se esforzaba en comportarse igual que los grandes señores.
En una ocasión Elemér dijo con muy mala uva que Doni debía su título de excelentísimo señor a que un primer ministro distraído le había dado un cargo en el gobierno por equivocación. Había sido ministro sin cartera durante siete u ocho meses. Eso había sucedido muchos años atrás; pero en aquella época si alguien ocupaba un sillón ministerial durante dos meses y medio, entonces podía poner «ex ministro» en su tarjeta de visita hasta el fin de sus días, y en Hungría una credencial así obraba milagros. Un ex ministro, mucho más si era tan avispado como Doni, lo podía tramitar casi todo, y lo que no podía tramitar, se lo hacía alguien a quien él había tramitado algo. Con el paso del tiempo, Doni acumuló todo lo que se podía ser en el país. Era diputado parlamentario, consejero secreto, miembro de la Orden de los Héroes Nacionales, poseía la Cadena Corvina y la mayoría de las condecoraciones civiles existentes, era presidente, vicepresidente o secretario general de las instituciones sociales y culturales más selectas, padrino de duelo de personajes ilustres, orador, patrocinador, ciudadano de honor y, en general, todo lo que en aquel tiempo solía figurar en la tarjeta de visita y en la esquela mortuoria de un prohombre de la Hungría regia. Pero no fue con eso con lo que adquirió sus veinte mil fanegas de tierras. Doni, a quien los periódicos y columnistas solo mencionaban como «gran personalidad de la vida pública», era en realidad un enchufe, es decir, un intermediario de favores.
El término «enchufe» no aparecía en la enciclopedia húngara como forma de ocupación, pero estaba más que presente en la vida real. El insigne Estado húngaro de Horthy había extendido su pegajoso manto de modo que al final ya no se podía ni respirar sin solicitar una autorización oficial. Todo el que no quisiera encanecer hasta ver tramitado su asunto —si es que lo terminaban de procesar algún día—, solicitaba la ayuda de un enchufe para que le echara una mano. Los enchufes eran como el dinero, y al igual que existían billetes de un dígito y de seis, también había enchufes de un dígito y de seis. El de un dígito era un don nadie de pantalones deshilachados que vivía de conocer a tres empleados en un ministerio o cualquier otra oficina pública, donde estos, a cambio de una retribución adecuada, colocaban la solicitud en cuestión en lo alto de la pila que había en la mesa del señor secretario o, de no estar en ella, la ponían allí a escondidas. El enchufe de dos dígitos ya conocía personalmente al señor secretario, que ejecutaba idéntica operación en la mesa de su superior. El de tres dígitos conocía al superior, y lo que es más, se tuteaba con él. El de cuatro era amigo del consejero ministerial. El de cinco, del secretario de Estado, y así sucesivamente hasta llegar a los ministros.
Doni, en efecto, era un enchufe de seis dígitos. Como correspondía a su rango, solo sobornaba a honorables, ilustrísimos y excelentísimos señores, por lo que a nadie se le habría ocurrido llamarlo mediador. Solo los enchufes de uno, dos o tres dígitos «mediaban» para obtener algún favor. Los de cuatro ya «intervenían», los de cinco «respaldaban el asunto» y los de seis «gestionaban por el bien público».
La «gestión» de Doni se veía facilitada —más allá de su propio rango— por el hecho de que su difunto suegro había sido años atrás uno de los hombres más influyentes del país. El auge de Doni se inició el mismo día en que contrajo matrimonio con la hija de aquel; el porqué y el cómo de tal enlace solo lo sabían los iniciados, pero eso ya no viene a cuento.
Se decía que Doni imitaba en todo a su suegro. El anciano había sido un aristócrata de pura cepa, un conde y una personalidad tan ilustre que en las ocasiones más solemnes se sentaba a la derecha del omnipotente Horthy, y en términos generales solo se diferenciaba de Jesucristo en que el escenario de sus actividades era la tierra, más concretamente la tierra húngara, que en aquella época guardaba escaso parecido con el cielo.
La viuda del conde salía con frecuencia en la sección de «Noticias de sociedad» de los periódicos. Tiempo atrás había sido una mujer de resonada belleza, y los periodistas de la sección de «Noticias de sociedad» seguían tildándola de tal. Era más de treinta años menor que su marido, a quien, según los rumores, engañaba desde el primer día de su matrimonio con un caballero del Ministerio de Asuntos Exteriores, algo que todos sabían menos el conde, aunque se decía que él también sospechaba algo. No sé qué habría de cierto en ello pero, de hecho, una vez muerto el conde el caballero se casó con la condesa y las cuarenta mil fanegas que venían en el lote. En aquella época ocupaba un alto cargo en la embajada húngara de París, y la esposa de Doni, la excelentísima señora, visitaba a su madre en dicha ciudad.
El perro de la esposa de Doni fue el primer animal en mi vida por el que sentí una clara animadversión. Al verlo me invadía cierta irritación. Me enfurecían su porte aristocrático, sus lentos y majestuosos andares de diplomático y, en general, todo lo que tenía que ver con él. Era una aversión recíproca, que en el caso de César se manifestaba no tomándome en cuenta. Me ignoraba, como los demás huéspedes. Su repulsa resultaba comprensible desde el punto de vista humano y también desde el —por así decirlo— perruno. Los demás botones siempre lo agasajaban, por un lado porque era el perro de la esposa de Doni, y por otro porque quien lo sacaba a pasear recibía propina. Yo no lo mimaba, aunque a decir verdad tampoco lo podía sacar a pasear, ya que no me dejaban abandonar mi puesto en el ascensor.
Cada mañana, cuando Doni salía del ascensor, arrojaba la correa del perro al primer botones con el que se topaba y decía con el aire despistado de los aristócratas:
—Oye… muchacho… ¿cómo te llamas? Saca a César a pasear.
Una mañana no encontró a nadie en el vestíbulo y entonces se dio la vuelta y se me acercó con el perro.
—Oye… muchacho… ¿cómo te llamas? —preguntó, y sin esperar la respuesta, tal como hacía siempre, dijo—: Cuida de César hasta que vengan a buscarlo.
Así que nos quedamos los dos solos. En la conserjería, al parecer, se olvidaron del perro, porque solo vinieron a buscarlo dos horas más tarde.
Ambos nos sentíamos incómodos. Primero tratamos de ignorarnos, pero con el paso del tiempo resultó ser una estrategia impracticable. Cuando venía un huésped, tenía que pedirle a César que hiciera el favor de entrar en el ascensor y, si mostraba un interés excesivo por las medias de seda de una dama, me veía obligado a intervenir. Su presencia me cohibía. El perro también estaba intranquilo. Nos observábamos nerviosos.
A eso de las doce de la mañana accioné la palanca un instante antes de lo debido y la puerta le pilló la cola. Entonces lo acaricié. Eso fue todo.
Sin embargo, desde entonces nuestra relación cambió. Seguía guardando las distancias, pero ya no había hostilidad entre nosotros. César empezó a notar que yo existía. No se permitía confianzas, pero a veces movía su aristocrática cabeza en dirección a donde yo estaba y me miraba con una cortesía distante, como se mira a un conocido lejano que, aun sin ser un amigo, es una persona aceptable y decente.
Días después sucedió algo curioso. Doni solía darle chocolate al perro, lo que a mí, siendo del campo, me parecía una barbaridad. El excelentísimo señor, que también era de origen rural, seguramente se percató de ello, porque una vez me dijo con tono de disculpa:
—Fue la excelentísima señora quien lo acostumbró.
Una mañana, cuando volvió a confiarme a César, me puso en la mano un puñado de chocolatinas.
—Dáselas —dijo—. Chocolate Gerbaud, del mejor de la ciudad. Le gusta.
Sucedió sobre las once de la mañana. Yo no había probado bocado desde las siete de la tarde del día anterior y tampoco entonces había comido suficiente. La cuestión es que cuando Doni se fue me metí en el ascensor con el perro y las golosinas y detuve el artefacto entre dos pisos, donde nadie podía sorprenderme. Acto seguido me atiborré de chocolate.
César me miró con rabia, o eso me pareció.
—¿Por qué te da pena que me lo coma? —gruñí, masticando a dos carrillos—. Tú puedes tragar hasta hartarte, pero yo me muero de hambre.
No le conmovió mi queja, y se alzó sobre las patas traseras exigiendo lo que era suyo. Si le daba una seguramente se tranquilizaría, pero entonces sonó la señal y me metí en la boca las chocolatinas que quedaban. César empezó a ladrar como un poseso. Temía que lo oyeran y me echaran bronca por estar parado entre dos pisos con gente aguardando el ascensor. Pero también quería acabarme el chocolate, y, además, con la boca llena no podía presentarme ante los clientes. En cambio, él ladraba cada vez con más furia, y la señal volvió a sonar. Eso bastó para que mis debilitados nervios se vinieran abajo. Me eché a llorar.
Entonces sucedió algo extraño. Cuando César se dio cuenta de que lloraba, apretó su costado contra mí y empezó a gemir. Yo era un experto en perros, sabía que tales cosas existían, pero nunca hubiera imaginado que ese perro de morro altivo y aburrido fuera capaz de algo semejante.
Cuando Lajos vino a buscarlo para llevarlo de paseo, le pedí que me sustituyera unos minutos en el ascensor y bajé a la cocina a pedir un hueso «para el perro de la excelentísima señora».
Se lo di y César irrumpió en ladridos alegres y desenfrenados. Fue la primera vez que lo vi feliz. Cambió todo su ser. Dejó de ser un cánido aristocrático y fue sencillamente un perro contento por haber recibido un hueso.
A la mañana siguiente se me acercó y dejó caer a mis pies el chocolate que le había dado Doni. Estoy plenamente convencido de que lo hizo en señal de agradecimiento, aunque también es posible que estuviera harto de los dulces. Baste decir que desde ese momento lo empecé a querer más que a los huéspedes bípedos.
Siempre le conseguía un hueso bien grande cuando me lo confiaban. Una vez Doni se dio cuenta.
—¿Tú le das huesos al perro? —preguntó consternado.
Le miré con cara inocente.
—Es un hueso muy sabroso, excelentísimo señor —dije—. Fíjese cómo le gusta.
—Puede ser —concedió, seguramente acordándose de su infancia en el campo—. Pero si se entera la excelentísima señora te parte la cabeza.
Era como si él también le tuviera un poco de miedo. De hecho, me daba la impresión de que todos se lo tenían.
La excelentísima señora era una figura legendaria en el hotel. Se contaban historias bastante extrañas sobre ella. Una vez, por ejemplo, abofeteó brutalmente a la doncella del segundo piso, la dócil y servicial Eszter, porque su nuevo traje de noche le quedaba pequeño y la pobre chica no había sido capaz de abrochárselo. Luego le regaló el traje, que costaba doscientos cincuenta pengos.
—No es mala persona —opinó Eszter—, pero está loca. Nunca sabes lo que va a hacer.
—Es una tipa de primera —comentó Gyula con pose de experto—. Amigo, ¡qué tetas tiene… así! —Señaló—. Todo natural: no lleva sostén. Te juro que es la mejor hembra que he visto en mi vida.
Los superlativos eran de uso obligado al hablar de la excelentísima señora. Tenía las «tetas más fabulosas», «las piernas más bellas», «las nalgas más dulces», «el cabello pelirrojo más reluciente». Daba las mejores propinas. Era la huésped más amable. Y la más grosera. Armaba el alboroto más sonoro cuando bebía demasiado en el bar, lo que sucedía a menudo. Podía decir las palabras más soeces. Era la señora más refinada. En general, era la «más» en todo.
Si un botones nuevo se quejaba de un cliente, los veteranos se limitaban a señalar con desdén:
—¡Eso no es nada en comparación con la esposa de Doni!
Pero si halagaba a alguien, también le decían:
—¡Eso no es nada en comparación con la esposa de Doni!
Insistían de un modo incomprensible y a veces ridículo en que la esposa de Doni era insuperable. Recuerdo que una vez le trajeron a alguien una cesta de flores de casi dos metros de alto y la chica de la floristería dijo que era la mayor cesta que jamás les habían encargado. No pudieron resistirse. Tres botones dijeron al unísono:
—¡Tendrías que haber visto las flores de la señora de Doni!
La señora de Doni era, entre otras muchas cosas, la mujer más irresistible. Se rumoreaba que todos los hombres enloquecían por ella. Los botones podían recitar de corrido la lista completa de sus admiradores, entre los que figuraban los varones más ilustres de la ciudad.
—Pero ella les toma el pelo —decía Gyula—. Los engaña a todos.
—A András no —intervino Antal—. Con él se acostó.
—Qué bien lo sabes —se burló Gyula—. ¿Estabas allí de carabina?
—No hacía falta —repuso Antal—. Hasta un ciego lo hubiera visto.
—¡Carajo! —se enfureció Gyula, que por algún misterio inexplicable se aferraba a la inaccesibilidad de la señora de Doni—. ¿Por qué iba a querer a András? Anda ya, ¿a Horthy no, pero a ese mocoso de quince años sí?
—Hay casos así —intervino Lajos—. Lo que buscan es carne fresca. Es precisamente eso lo que quieren.
—Entonces, ¿por qué mandó expulsar a András del hotel? —preguntó Gyula, irritado.
—Porque se cansó de él —contestó Lajos—. András armaría un lío y, ¡hala!, lo despachó.
—Iros al cuerno —zanjó Gyula el debate—. En lugar de boca parece que tengáis una cloaca.
Gyula andaba en lo cierto. Pero la conversación no hizo más que avivar mi interés por la excelentísima señora.
Esta charla había tenido lugar cuando Elemér aún trabajaba en el turno de día. Después me acordé de que cuando mi madre le había preguntado si quedaba algún puesto vacante, él habló de un chico a quien acababan de echar por culpa de una excelentísima señora. Traté de sonsacarle algo más, pero él contestó con evasivas al igual que cuando le había preguntado por qué a Ferenc lo llamaban Franciska. Volvió a sonrojarse.
—¡Tonterías! —dijo con un gesto de desdén—. Dezsö tuvo mala suerte, eso es todo.
Así que se llamaba Dezsö. Al menos me enteré de eso.
En otra ocasión, cuando Antal estaba más hablador, le pregunté:
—¿La señora de Doni también tenía relación con un tío llamado Dezsö?
—¿Dezsö? —me miró Antal—. Querrás decir András.
—¿Cómo?
—Pues que Doni le bautizó András y se le quedó pegado el nombre.
Esto ahora suena bastante raro, pero a mí entonces me pareció de lo más natural. Era una costumbre antigua, una tradición que también se respetaba en la casa de nuestro terrateniente. Un verdadero señor ni siquiera se tomaba la molestia de aprender el nombre de sus criados. El sucesor del sirviente anterior, además del uniforme heredaba su nombre. Los lacayos, las doncellas y las muchachas podían cambiar, pero su nombre era siempre el mismo. De esta manera, los señores dejaban de relieve, aunque no lo hicieran ex profeso, que a los criados no los consideraban seres humanos, sino simplemente objetos de uso diario que formaban parte del mobiliario, igual que la mesa del comedor.
Yo, como he dicho, no lo encontraba nada indignante. Tan solo me sentí un poco raro cuando una mañana Doni me dijo:
—Oye… muchacho… ¿cómo te llamabas? —Y, en contra de lo que solía hacer, esperó mi respuesta. Después de darle a entender con mucho respeto que me habían bautizado con el nombre de Béla, con la voz más natural del mundo dijo:
—Yo te llamaré András. Ya me he acostumbrado.
—Sí, excelentísimo señor —contesté muy educado. Pero en la espalda, no sé muy bien por qué, sentí escalofríos.
Y eso que entonces aún no conocía a la excelentísima señora. Para mí era solo un número de habitación, como lo era el resto de los huéspedes, y los números no dan miedo.
Sin embargo, al entrar una mañana en el vestuario para ponerme el uniforme, los chicos estaban enfrascados en una conversación muy agitada.
—¿Qué pasa? —pregunté, ya que últimamente me confiaban sus secretos.
—¿Es que no lo has oído? —se asombró Lajos—. Ha llegado la esposa de Doni.
Nada más entrar en el ascensor supe que se trataba de ella. Los chicos la habían descrito tantas veces que al verla me sentí como un niño pequeño a quien se le aparece en sueños un hada o una bruja pero aún no sabe distinguir entre ambas. Había algo en ella que me infundía tanto respeto que apenas me atreví a mirarla, y al mismo tiempo me hechizaba de tal manera que me costaba dejar de mirarla.
La señora de Doni realmente era el no va más. Me pareció que tenía veintiocho o treinta años, pero ahora sé que las mujeres de su clase son de edad indefinible. Quizá tenía diez años más, pero también es posible que tuviera diez menos. Lo que más me cautivó fueron sus ojos. Eran los ojos más grises que había visto en mi vida, de un color gris manchado de azul, como el cielo de invierno cuando el sol se agazapa tras las nubes y te deslumbra al mirarlo. Tenía los ojos ligeramente rasgados y debajo de ellos, como si su mirada le hubiera chamuscado la piel, unas pequeñas medias lunas cenicientas. El cabello pelirrojo le llegaba hasta los hombros, tenía una nariz fina y recta, y una boca grande y exótica en la que se esbozaba un gesto lánguido, un mohín de enfado como el de los niños después de llorar. Se ponía un perfume penetrante y turbador, cuya fragancia permanecía en el ascensor durante horas, o eso me parecía. Y, en efecto, no llevaba sostén.
Siempre que entraba me invadía una extraña excitación. Solía ajustarse los guantes e irse directa al espejo, como la mayoría de las mujeres. Se arreglaba el cabello, el velo o el sombrero, pero se veía claramente que era un simple pretexto. En realidad lo hacía para mirarse. Las demás se comportaban igual cuando estaban solas en el ascensor, pero ella se observaba de otra forma. Había mujeres a las que yo notaba tan enamoradas de sí mismas que a veces creía que no tardarían en besar su reflejo. Las había que estaban enfadadas consigo mismas o como mínimo con la noche anterior, que había dejado una huella en sus caras. Se palpaban nerviosas las arrugas alrededor de los ojos y, por lo general, recurrían —como último remedio— a la borla de la polvera. También las había apáticas, que se examinaban con la frialdad e indiferencia de un comerciante que va a colocar una mercancía en el escaparate. Lo que más les estorbaba a unas eran las medias, a otras, el corsé, que daba un chasquido cuando lograban reajustárselo.
La esposa de Doni no formaba parte de ninguno de estos grupos. Ella se contemplaba como admira el entendido en arte su cuadro más apreciado, cuyo valor conoce de sobra pero cuyos defectos no se le escapan, es decir, con la escrupulosa minuciosidad del experto. Y el corsé no lo hacía sonar porque, como puede constatar, no llevaba. Tenía un vestido de seda negro que se ceñía a su cuerpo de tal forma que, cada vez que se lo veía puesto, me daba la impresión de que estaba desnuda y tan solo se había pintado de negro. No, a buen seguro que la excelentísima señora no llevaba corsé ni faja ni nada, y lo que es más, según pude comprobar con posterioridad, tampoco usaba liguero con enganches, como las otras mujeres.
Se sujetaba las medias con ligas y una vez vi en el espejo cómo se las arreglaba —estaba de espaldas a mí—, y cómo por encima de las medias no había nada durante un buen trecho, tan solo una blancura exasperante; a veces incluso sospechaba que tampoco llevaba bragas.
Pocas veces bajaba con su marido; generalmente lo hacía con una amiga. Los botones llamaban a la amiga Brochón, en primer lugar porque era flaca y alta como el mango de un brochón, y en segundo lugar porque se maquillaba la cara tan blanca que se diría que su mayor deseo era parecer un cadáver. De esa blancura amortajada solo sobresalían sus gruesos labios de color morado, que acentuaban aún más su cabellera negra y brillante, lisa y suelta. Era la mejor amiga de la excelentísima señora. Cuando Doni salía de viaje, lo que sucedía con frecuencia, Brochón a veces pasaba la noche con su esposa. Su novio era un armero vienés con cara de ostra, que siempre se alojaba en el hotel cuando realizaba visitas a Budapest. En qué medida era su novio, no lo sé, pero según los chicos, lo era, y mucho.
Los primeros días la esposa de Doni no salió con César. Se levantaba a mediodía, cuando al perro ya lo habían traído de vuelta de su paseo matutino; por las noches, cuando regresaba, César ya había concluido su segundo paseo. Sin embargo, un día lo llevó con ella y a eso se debió mi buena fortuna.
Nada más verme, César estalló en ladridos de alegría. Como de costumbre, intentó acercarse a mí, pero su dueña, como siempre, se fue directa al espejo y arrastró al perro, que no se resignó. Tiraba de la correa, en señal de que quería venir a mí, y como su dueña no se daba por enterada, empezó a ladrar con furia. Por fin ella se volvió y preguntó irritada:
—¿Qué pasa?
No sé si se dirigía a mí o al perro, pero en cualquier caso no me dio tiempo a responder, porque César le dio tal tirón a la correa que la excelentísima señora casi se cae para atrás.
La agarré en el último instante. La tuve en mis brazos durante solo un momento, pero casi me abrasó tocarla. Sentí que se me encendía el rostro.
Su excelencia me miró. Primero fugazmente, pero después volvió a fijarse en mí y allí se quedó. No me miraba como a un ascensorista, sino… ni yo mismo sabía cómo. Me vino a la mente un recuerdo lejano, pero no pude distinguir cuál era. Solo sentí que me temblaban las rodillas.
Entonces la excelentísima señora esbozó una sonrisa.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con cierta musicalidad.
—Béla —contesté, y solo mucho después me acordé de que tendría que haber dicho András.
—¿Y cómo es que no te había visto hasta ahora? ¿Eres nuevo?
—Llevo más de un año aquí, su excelencia.
—¿En el ascensor?
—Sí. A su excelencia la he llevado muchas veces.
—¿De verdad? —preguntó con asombro, y volvió a mirarme de esa forma extraña.
De pronto supe a qué me recordaba aquella mirada. Manci fue la que me había mirado así cuando salí desnudo de su cama. Sentí que volvía a ruborizarme.
Entretanto, César me lamía la mano.
—Por lo que veo os lleváis la mar de bien —dijo sonriendo—. ¿Eres tú quien lo saca a pasear?
—No, su excelencia.
—¿Y por qué no, si os caéis tan bien?
—No puedo dejar el ascensor.
—¿Quieres ser tú quien lo acompañe a la calle?
—Sí, su excelencia.
—Está bien —concluyó—. Lo propondré.
Con eso se puso en marcha, pero al pasar a mi lado volvió a sonreírme y con la yema del dedo me tocó, juguetona, la punta de la nariz.