8

El invierno se introdujo en la ciudad de puntillas, como un malhechor. Por la mañana aún brillaba el sol, los crisantemos lucían en los jardines de Buda sin sospechar nada; los señores paseaban por la orilla del Danubio con los abrigos desabrochados. Por la tarde el cielo se encapotó inesperadamente, un furioso viento del norte barrió las calles y esparció por la ciudad una espuma indefinible que no era ni nieve ni lluvia. Por la noche me despertó el frío. Atravesaba la habitación una corriente de aire gélido, la ventana y las puertas chirriaban y en el tejado se oía un golpeteo siniestro. El viento ululaba de forma que podía pensarse que afuera, en la oscuridad de la noche, se estaba llevando a cabo una matanza. Cuando al día siguiente salí a la calle, la ciudad estaba tan callada que parecía que a todo el mundo se le hubiera muerto algún familiar. El viento había dejado de soplar. Por el Danubio bajaban cascotes de hielo. Nevaba.

Sucedió ese día. Por la tarde se estropeó el ascensor y, como hasta la mañana siguiente no lo podían arreglar, dejaron que me fuera. Serían las diez cuando entré en casa. En la cocina no había luz. Con el sigilo de costumbre me acerqué a la mesa a tientas, coloqué sobre ella el paquete de comida y entré en la habitación, pero cuando iba a acostarme me invadió una sensación extraña. Volví a la cocina y encendí una cerilla. Mi madre no estaba en la cama. Entré con la lumbre en la habitación y allí tampoco estaba. Llevaba casi un año viviendo con mi madre, pero nunca había sucedido eso; claro que, en condiciones normales, yo volvía dos horas más tarde. «¿Será que nunca está a esta hora?», me pregunté. Tuve un presentimiento desagradable. Resolví no dormirme hasta que volviera mi madre, pero estaba tan cansado que en cuanto me eché me venció el sueño.

Me despertó el ruido de la puerta abriéndose. Quise decir algo, pero de la cocina llegó una voz de hombre. Hablaba con mi madre. Susurraban. La voz de ella me resultaba tan extraña que primero pensé que tal vez no fuera ella. Soltaba unas risitas de colegiala.

—No deberías haberme hecho beber tanto vino —dijo—, estoy mareada, como si hubiese montado en un carrusel.

—No me negarás que te lo has pasado bien, ¿eh? —preguntó el hombre con deje ligeramente beodo.

—No lo niego. ¡Cuánto tiempo llevaba sin probar vino! ¡Cuánto tiempo sin escuchar música cíngara! ¿Qué hora será?

Oí el chasquido de una cerilla. Encendieron el quinqué.

—El reloj se ha parado —constató el hombre.

A mi madre eso le pareció de lo más divertido.

—Está de huelga —comentó retozona—. Suelo darle cuerda a las ocho. Seguro que se ha enfadado porque no me he ocupado de él. ¿Cómo dice la canción?

—¿Cuál?

—La que siempre pedías para mí.

El hombre empezó a canturrear en voz baja. Tenía un bello timbre de barítono. Tarareaba una canción melancólica y mi madre lo acompañaba.

Sentí una presión desagradable en el estómago. ¿Qué es esto? ¿Mi madre bebe en secreto? ¿Y trae hombres a casa? Quizá otras veces también recibía visitas, pero yo nunca me había dado cuenta. Sentí asco e indignación. Mi madre rio.

—¿Por qué te ríes? —preguntó el hombre.

—Es que me río cuando me viene a la cabeza.

—¿El qué?

—Que ni siquiera me reconociste. No me lo hubiera imaginado.

—Pero al rato me acordé de ti —se justificó el hombre.

—¡Al rato! Eso puede decirlo cualquiera. Me has mirado como si nunca me hubieras visto. Me gustaría saber por qué me has dirigido la palabra.

—¿Por qué? Porque me mirabas. ¿No es así?

—¡Cómo no iba a mirarte!

—Pues eso. Si una mujer tan bella como tú me mira, es evidente que le tengo que hacer caso. Así soy yo. No puedo remediarlo.

—Tienes una forma de hablar muy dulce. —Mi madre volvió a reírse—. Qué cara más tonta has puesto cuando te he llamado por tu nombre.

—Pues… mucho ha llovido desde la última vez que nos vimos.

—Mucho, sin duda alguna —replicó ella, y la oí suspirar muy claramente.

«Así que son viejos conocidos —pensé—, y llevan tiempo sin verse.» Eso me tranquilizó un poco. Pero entonces él dijo:

—Dime Anna, ¿no podría dormir aquí contigo?

—¡Qué cosas dices! ¿Te has vuelto loco?

—Bueno, bueno, tampoco es para ponerse así. En el peor de los casos, podría dormir en la habitación.

—Ya te he dicho que tengo una inquilina. ¿Por qué quieres dormir aquí?

El hombre calló un instante. Luego dijo:

—Te lo diré sin rodeos. Lo que pasa, Anna, es que no tengo casa.

—Pero si has dicho que vivías en la avenida Váci.

—No es cierto. En realidad acababa de llegar a Pest cuando nos hemos encontrado junto a la estación de Nyugati.

—¿No vives en Budapest?

—Sí, normalmente sí.

—Entonces, ¿por qué no tienes casa?

—He estado fuera.

—¿Dónde?

—En muchas partes.

—¿Y eso por qué?

—Por negocios.

—¿Te dedicas a hacer negocios?

—La mayor parte del tiempo.

—¿Qué tipo de negocios?

—Todos.

Así estuvieron un buen rato. Mi madre le preguntaba una cosa tras otra, y él siempre contestaba con evasivas. Empecé a sentirme incómodo. «Hay algo raro en ese hombre», me dije. Dios sabe a quién había traído mi madre a casa.

—Entonces, ¿no puedo pasar la noche aquí? —insistió.

—Ya te he dicho que no puede ser. Pero si no tienes casa, podrías preguntar a los Bognár. Viven en el segundo. Tal vez aún estén despiertos. ¿Te acompaño?

—No hace falta.

—¿Por qué no?

—No importa. Olvídalo.

Siguió un silencio de varios minutos.

—Oye, ¿no te habrás gastado todo el dinero en la taberna?

No hubo respuesta.

—¡Qué cosas! —se escandalizó mi madre—, eres la persona más frívola que he conocido jamás. Me invitas a cenar, pides vino y más vino, das propina hasta a los músicos gitanos y luego no te queda dinero ni para pagarte una cama.

—Así soy yo. No puedo remediarlo —se enorgulleció—. Si me divierto con una mujer, no pienso en el después. Nunca me preocupo por el dinero cuando tengo compañía femenina. Así soy yo.

—No has cambiado nada, ¿verdad?

—No mucho —reconoció—. Y eso que han pasado quince años.

—No te quites años. Hace ya más de dieciséis. ¡Si lo sabré yo!

Me invadió una terrible sospecha. ¿No será mi…? Tenía un nudo en la garganta.

En la cocina se hizo un silencio. Luego mi madre dijo:

—Si Manci no vuelve con el último tranvía, entonces no me importa, puedes dormir en su cama. Ojalá supiera qué hora es.

—Hace rato que ha pasado el último tranvía.

—¿Cómo lo sabes? No tienes reloj.

—No lo necesito para saberlo —se jactó el tipo—. Los marinos siempre saben la hora. Lo llevan en la sangre.

«¡Marino! —me dije—. “Más de dieciséis años… ¡No lo sabré yo…!”» Me cubrió un sudor helado.

—Prefiero dormir aquí fuera, contigo —susurró el hombre, y de pronto se oyó el ruido apagado de un forcejeo.

—No, vamos… ¿Te has vuelto loco? ¡Que lo va a oír el chico!

—¡Qué más da! Ya tengo ganas de verlo.

—Hasta ahora no tenías tanta prisa.

—¿Cómo iba a tenerla, si ni siquiera sabía que existía? —Y en voz más baja añadió—: Anna… venga, no seas así… eres la madre de mi hijo, ¿no?

Un objeto de metal cayó al suelo con estrépito.

—Ya ves —susurró el hombre—, acabarás despertándolo tú.

Se produjo otro silencio.

—Bueno, entra en la habitación —concedió mi madre—. Pero no enciendas la luz. La cama está al fondo, contra la pared.

—No te preocupes, muñeca. Un buen timonel no se pierde ni en la noche más oscura. Buenas noches. ¿No me das ni un beso?

—Buenas noches —contestó mi madre, lacónica e impaciente.

La puerta se abrió con cuidado y se volvió a cerrar. Pasos lentos y cautelosos, alguien iba a tientas. De repente el crujido de la cama. El ruido de una persona desvistiéndose. El golpe apagado de un zapato que cae al suelo.

Sentí que el corazón me latía en la garganta. Mi madre abrió el plegatín y se acostó. Pocos minutos después también gimió la cama de la habitación. Luego silencio, silencio y más silencio.

Los minutos se diluían, transcurrían con una lentitud insoportable. De la cama llegaba una respiración tranquila, regular. Fuera no se oía nada. Los dos dormían. De vez en cuando se desprendía del tejado un bloque de nieve, que hacía vibrar las ventanas y se estrellaba contra la galería levantando una niebla arenosa. Se oía el goteo del grifo en la cocina. «Mi padre», pensé, y me tapé la boca para que no me oyeran llorar.

Estaba a punto de conciliar al sueño cuando de pronto se abrió la puerta. Entró en el cuarto un haz de luz amarillenta que resaltó el contorno de las enaguas de mi madre. Se acercó de puntillas a la cama y empezó a despertar a ese hombre.

—Levántate —susurró—, ha llegado Manci.

—Demonios —gruñó mi padre aún medio dormido, pero luego saltó de la cama, se puso la ropa a toda prisa y fue a la cocina.

Siguió una larga conversación en la que mi padre también tildó de hermosa señorita a Manci en varias ocasiones, y esta —por lo que pude deducir de su tono de voz— curiosamente no se enfadó en absoluto por que un extraño hubiera dormido en su cama.

—Así estará caliente —dijo entre risitas, y me pareció que tenía la voz distinta a la habitual.

Por fin les dio las buenas noches y entró en el cuarto.

—¿Duermes? —preguntó en un susurro.

Decía lo mismo cada noche, pero yo nunca contestaba. Siempre que entraba, yo hacía como si estuviera roque. Sentía por ella una mezcla de odio indefinible y de curiosidad que me ponía la piel de gallina y, aunque era incapaz de admitirlo, también le tenía un poco de miedo. No podía olvidar la mirada ebria con que me había repasado de arriba abajo en Nochevieja, cuando me sacó de la cama. Sí, le tenía un poco de miedo.

Oí cómo encendía la lámpara y se quitaba la ropa. Conocía tan bien el proceso que incluso con los ojos cerrados sabía predecir cuándo se sacaría las medias, cuándo se desabrocharía el sostén y todo lo demás. También me sabía de memoria los ruidos que se oían una vez que estaba desnuda. El crujir de la cama, el rumor del periódico extendido sobre su cuerpo, el chasquido de sus labios al echar un trago de la botella de pálinka, y el chisporroteo mudo del quinqué al apagarlo. Luego seguían unos minutos de silencio y después un ronquido profundo y pavoroso que en medio de la oscuridad sonaba como si tuviera la garganta de madera y se la serraran para poder expulsar el aire.

Pero ese día solo percibí a medias lo acostumbrado. Atendía continuamente a lo que transcurría en la cocina. Había calma, como si no hubiera nadie, a pesar de que mi padre aún no había salido. ¿O no lo había oído marcharse? Incluso aguanté la respiración para escuchar mejor. En vano. Solo había silencio, un silencio exasperante. No sé cuánto rato estuve pendiente de cada ruido, si cinco minutos, media hora o una eternidad; había perdido por completo la noción del tiempo.

De pronto se oyó un susurro.

—No. Miska… que te van a oír…

—Qué va, si están roncando.

—Vamos… Miska… Por favor…

—Anda, no te pongas así…

—Miska…

La cama crujió. Únicamente se oían sonidos desencajados, inarticulados. Las palabras se encendían y flotaban por el aire hasta apagarse, negras e irreconocibles, como cenizas. Siempre había pensado que solo los enfermos mortales gemían, jadeaban y expiraban así. Me hubiera gustado quedarme sordo para no oírlo, pero a su vez atendía a cada detalle, como si fuera un médico que examina los síntomas de una enfermedad desconocida.

Cuando se restableció el silencio, yo también concilié el sueño. No sé cuánto dormí, era aún muy oscuro cuando me desperté sobresaltado. En la cabeza me pesaba una densa niebla; recuerdo que creí haberlo soñado todo. Volví a dormirme. Cuando desperté de nuevo, tenía la camisa empapada en sudor. «Ya debe de ser tarde —pensé—, mi madre puede entrar en cualquier momento.» Esa idea me provocó un pánico inexplicable. No quería verla. Ni a ella ni a aquel hombre. Nunca. Nunca más.

Me puse en pie de un salto. El suelo se quejó por el repentino movimiento. Me detuve, inquieto, para descubrir si lo había oído alguien. No. Manci seguía roncando y en la cocina se oía una respiración tranquila. Me acerqué a la ventana de puntillas y la abrí con mucho cuidado. El aire cortante, con olor a nieve, me dio en el rostro. Fuera todo estaba tranquilo. El edificio reposaba. Me senté en el alféizar, pasé las piernas sin hacer ruido y salí a la galería. Bajé corriendo las escaleras como si me estuvieran persiguiendo. Al llegar a la calle me sentí aliviado, como si acabara de librarme del mal.

No quería volver a pisar mi casa. Pasé todo el día urdiendo planes para escapar, pero entretanto mi sobria mente de campesino sabía perfectamente que volvería, pues ¿qué alternativa me quedaba? Lo único que no podía figurarme es lo que pasaría cuando me topara con mi madre, y más aún, con mi… con ese hombre. Traté de tranquilizarme pensando que cuando llegara a casa mi madre ya estaría dormida, y que al día siguiente volvería a salir por la ventana.

Por la noche emprendí el camino a casa resuelto a cumplir con lo planificado. Pero al pasar junto a la chatarrería, de repente oí la voz de mi madre a mis espaldas.

—¡Béla!

Me volví, asustado. Mi madre estaba en la chabola del sabatario y me gritaba desde la puerta.

—Sí —esbocé con un nudo en la garganta, y traté de rehuir su mirada.

Ella me siguió, pero no dijo nada. Cruzamos los solares desiertos sin abrir la boca. Me di cuenta de que llevaba en la mano la bolsa con la que solía ir al trabajo por las mañanas: aún no había pasado por casa. Me había estado espiando. Esperé con recelo lo que iba a suceder.

Era más de medianoche. Por el cielo vagabundeaba una fría luna llena de invierno, en los terrenos vacíos la nieve chispeaba, en la lejanía se vislumbraba una neblina azulada.

—No tenías por qué salir por la ventana como un ladrón —espetó de pronto, sin ningún preámbulo.

No contesté. Bajo nuestros pies la nieve crujía con un ruido antinatural.

—Al fin y al cabo es tu padre —añadió. Su tono, que en un principio iba a ser de reproche, sonó más bien a perdón—. ¿No tienes curiosidad por conocerlo?

—No.

La palabra me salió de los labios como una bala mortal e hizo callar definitivamente a mi madre. No dijo nada más hasta llegar a casa.

Al entrar en el edificio, nos recibió una gran algarabía. En uno de los pisos de arriba un grupo de borrachos cantaba a gritos.

Nuestras miradas se cruzaron. Sabíamos muy bien que el todopoderoso portero no permitía ni hablar en voz alta y no concebíamos qué podía haber pasado. Era imposible que no oyera ese jolgorio.

—Sin duda, no está en casa —dijo mi madre—. Vaya bronca echará cuando llegue. ¿Dónde gritarán tanto?

—En la segunda o en la tercera planta —intuí.

—¿No será en casa?

—¿Quién iba a gritar en nuestro piso?

Mi madre no respondió, pero conforme subíamos, más nerviosa se ponía. Al llegar al tercero, comprendí por qué. El griterío salía de nuestro piso.

—¡Dios mío! —exclamó aterrada, y se santiguó.

Con el jaleo nadie se percató de que entrábamos. La cocina estaba vacía; nos detuvimos en la oscuridad y por la rendija de la puerta entreabierta miramos en el cuarto horrorizados.

El espectáculo era desolador. En la cama de Manci roncaba un hombre corpulento, con una boina sobre los ojos y el corazón de pan dulce de mi madre colgándole del cuello. Por la habitación estaban esparcidos vasos rotos, botellas caídas, restos de comida y colillas; en el suelo recién fregado brillaba el vino tinto derramado como una mancha de sangre. Todo estaba lleno de humo, los muebles parecían tambalearse en la neblina, entre nubes de tormenta malolientes en las que se entremezclaba el olor a alcohol y sudor con la pestilencia nauseabunda de los estómagos revueltos. Y estaba encendida la luz eléctrica, la costosa luz eléctrica que era un tabú hasta para Manci. Sobre el armario yacía la lámpara de mesa, caída, como si se hubiera emborrachado, y goteaba de ella el petróleo.

Los borrachos se tambaleaban abrazados unos a otros. Eran unas figuras curiosas, más que curiosas, o al menos yo no había visto nada semejante. Conocía a campesinos, obreros y señores, pero estos no formaban parte de ninguna de esas categorías. Para ser señores tenían un aspecto demasiado miserable y para ser pobres, parecían demasiado distinguidos. Iban vestidos con la ligereza de los niños malcriados, pero en su dejadez había algo penosamente premeditado. Llevaban corbatas de colores chillones, de los bolsillos frontales de sus chaquetas asomaban estridentes pañuelos de seda, y su forma de hablar era aún más extravagante que su indumentaria. Utilizaban una jerga retorcida, las palabras brotaban de sus labios con expresión desencajada, apenas entendía lo que decían. Se tambaleaban alrededor de la mesa y, abrazados en un corro, bramaban una instructiva coplilla, muy en boga en aquella época:

Dicen que en Budapest no hay rameras.

Pero ¿quiénes son todas esas damas,

princesas, baronesas y condesas?

Mayores putas nunca vio mi sesera.

En medio del grupillo había un hombre alto y bien plantado. Con una botella de vino vacía dirigía a la orquesta de borrachos. Su voz de barítono ondeaba como una bandera sobre la de los demás, el cabello negro como la pez le bailaba sobre la frente, sus dientes fuertes y sanos casi brillaban. Miré aquel rostro desconocido y me pareció que nunca había visto ninguno más familiar. Sentí un extraño pálpito en el corazón. ¿Por qué me sonaban esos ojos grises de bandolero, esos pesados párpados caídos, esos labios carnosos y sensuales, esa nariz, esa frente, ese mentón obstinado y cuadrado? Me estremecí. De pronto me di cuenta de que los conocía del espejo. Aquella cara que veía por primera vez era mi propio rostro. Ese hombre, con el que nunca había hablado, era mi padre. Quería salir corriendo, pero me quedé allí observándolo. No podía evitarlo.

De repente, como si hubiese percibido mi mirada, se dio media vuelta. Al verme entreabrió la boca y se hizo un silencio en la habitación. Todavía hoy me parece oírlo. Era un silencio que se tambaleaba ebrio, y sentí cómo se apoyaba contra mí queriendo tirarme al suelo. Mi padre se me acercó, me tomó por la barbilla y me miró a los ojos. Luego esbozó una sonrisa. Aquel gesto no era canallesco en absoluto, sino una sonrisa mansa, casi emocionada. Se le desparramó por el rostro como agua limpia y le borró los turbios rastros de embriaguez. No pronunció ni una palabra, se limitó a mirarme y sonreír. Una sonrisa seria.

Pero al instante pareció que se avergonzaba. ¿O era la borrachera, que volvía a apoderarse de él? Emitió un grito de placer, con una sola mano me levantó y, como si fuera una ligera copa de vino, me colocó sobre la mesa.

—¡Señoreeees! —bramó, igual que un pregonero—. ¡Este de aquí es el hijo de Miguelindo!

No sabría definir lo que sentí en ese instante. Creo que nada en absoluto, como el paciente a quien han administrado anestesia local: ve, oye, sabe que lo están operando, pero no siente nada. Miré sin decir esta boca es mía a los borrachos de rostros abotargado que me examinaban como si fuera un monstruo de feria completamente tatuado.

—Tres veces hurra por el hijo de Miguelindo —gritó alguien, y desde las cuatro esquinas del cuarto se oyó un estrépito:

—¡Hip, hip, hurra!

—¡Hip, hip, hurra!

—¡Hip, hip, hurra!

Mi padre me observaba apoyado contra la pared con la mirada del escultor que acaba de terminar su obra.

—Vaya, qué bien —dijo, satisfecho—. Anna, lo hemos hecho pero que muy bien. A ver, calamidades, ¿qué os parece? Estáis ante todo un poeta.

—¿Poeta?

—¡Y de los buenos! —se jactó mi padre, que sacó del bolsillo el periódico—. ¡Aquí está! Escribe en el diario más importante. Echadle un vistazo.

Uno de los borrachos le quitó el periódico de la mano y empezó a leer mi poema en voz alta. Se me encogió el estómago. Me hubiera gustado estrangular a aquel tipo. Aunque, en realidad, el hombre estaba encantado.

—¡Vaya rimas! —constató, después de terminar de leerlo—. ¿Es verdad que solo tiene quince años?

—¡Como lo oyes, compadre! —repuso mi padre henchido de orgullo—. Es un prodigio de chico. Será un poeta más grande incluso que el gran Sándor Petöfi. ¡Y qué músculos tiene! —añadió sin transición alguna, porque entretanto había empezado a palparme los brazos—. Ha salido a su padre. Tocad, tocad.

Empezaron a examinarme como a un caballo en una feria de ganado. Mi madre aún estaba en la puerta sin decir nada.

—¡Baja de allí! —me gritó de repente, como si acabara de volver a la realidad. En un abrir y cerrar de ojos se acercó a la mesa y me dio un tirón—. ¡Miska! —le chilló a mi padre—. ¿Te has vuelto loco? ¿Qué es esto?

—¿Esto? —reaccionó mi padre con alegría—. Un bautizo. No todos los días le nace a uno un hijo de quince años. He traído a mis amigos para que lo vean. Es algo que hay que celebrar. Os estuvimos esperando, pero como no veníais… hemos calentado las gargantas.

—Para no defraudarle —intervino alguien.

—No griten, por el amor de Dios —suplicó mi madre casi llorando—. Que subirá el portero y…

—Ya ha subido —afirmó mi padre, jovial, a lo que los demás reaccionaron, yo no entendía por qué, con una tempestuosa carcajada.

Mi madre se puso pálida.

—¿Cómo? —preguntó, asustada—. ¿Y qué ha pasado?

—Pues… venía muy chulito —explicó mi padre—. Que si esto y lo otro, que nos callábamos la boca o…

—Ve al grano, ¿qué más? —le interrumpió mi madre.

—¿Qué más? —Mi padre guiñó un ojo—. Lo agarro así, de la camisa —dijo, y lo escenificó con el borracho que tenía más a mano—, y le suelto: «Macho, a Miguelindo no se le habla así. O te tomas este vaso de vino y me das un abrazo como hacen los buenos amigos o ya te puedes ir olvidando de la extremaunción. Porque Miguelindo solo necesita un golpe. El segundo ya sería profanación de cadáver».

—No te enrolles tanto —le rogó mi madre—. ¿Y qué ha hecho él?

—Pues, ¿qué iba a hacer? Ha bebido, y ni un vaso ni dos. Acaba de salir a vomitar al retrete.

—¡A mear! —dijo con dignidad el portero, que acababa de entrar en el cuarto dando tumbos.

—Vomitar tampoco tiene nada de malo —lo tranquilizó mi padre—. Lo uno viene de arriba, lo otro de abajo. ¿Qué diferencia hay? ¿Eres mi compadre o no?

—Sí, soy tu compadre —aseguró el portero—. Pero sigue con la historia.

—¡Eso! —gritaron varias personas a la vez—. Sigue contando, Miguelindo.

—Bueno —dijo él, y se sentó sobre la mesa—. ¿Por dónde iba?

—Los italianos habían torpedeado el barco —recordó el portero.

—Eso ya lo hemos oído —intervino un tipo con una cicatriz en el rostro—. ¿Qué pasó cuando te quedaste solo en el bote?

—Ahí está el problema. Que no pasó nada en absoluto. Pasé dos semanas a la deriva en ese maldito bote y no pasó nada. No había ni un alma, ni un barco a la vista. Ni comida, ni bebida, ni nada de nada. Solo el mar, yo y los tiburones. Vivía de pescado crudo, como las focas, siempre que lograra pescar alguno. Bueno, Miska, pensé, si algún día sales de esta sano y salvo, podrás decir que en el cielo te han dado vacaciones.

—¿Y cómo te rescataron? —preguntó el portero.

—Apenas lo recuerdo. Entonces ya estaba atontado por completo. Me sacó un crucero, luego dormí treinta y seis horas, pero lo realmente divertido vino después.

—¿Y eso? —se asombró el de la cicatriz.

—Pues que estalló la revolución, porque todo eso había ocurrido en octubre del dieciocho. La iniciaron los marineros, fueron los primeros que se hartaron. Un buen día ignoraron las órdenes, llevaron el barco al puerto y se fueron a Budapest para extender la revuelta. Fue una época maravillosa. ¡Qué tiempos aquellos! La gente se emborrachó con la llegada de la paz, los desconocidos se abrazaban por la calle, todos decían que vendría una nueva era, mucho mejor. ¿Y qué vino? Pura mierda. A Hungría la cortaron en pedazos como a una res en el matadero. Los italianos nos robaron el mar, y donde no hay mar tampoco hace falta marina, claro. Tampoco quedaron barcos húngaros y en las naves extranjeras no me dejaban trabajar. Decían que les sobraba personal. Así que me vine a Budapest, pero aquí encontré aún mayor desconcierto. Nuestro almirante Horthy ejercía de Dios Todopoderoso, y os aseguro que era un Dios bien raro. Durante la guerra había predicado que matáramos a los italianos y diéramos la vida por el rey, pero ahora echaba pestes del rey y se postraba ante los italianos. Uña y carne con el cabezón de Mussolini, y ya nadie sacaba el tema del mar para Hungría. Bueno, me digo, pues sí que ha valido la pena el esfuerzo. El pobre se había empobrecido aún más que antes, y el rico era todavía más rico. Los que tenían dinero no lo hacían trabajar. ¿Para qué?, si la Bolsa les daba más beneficios. Si ni siquiera los obreros cualificados encontraban trabajo, entonces, ¿cómo iba a encontrar algo yo, que solo entendía de barcos? Estaba como en aquel bote: ni comida, ni bebida, ni nada de nada, solo tres baratijas, pero en la casa de empeños no me daban nada por ellas.

—¿Qué hiciste? —inquirió el de la cicatriz.

Mi padre se encogió de hombros.

—¿Qué podía hacer? Hice lo que en ese bote. Traté de mantenerme a flote. Como no lo logré con trabajo, traté de hacerlo sin él. Tenía un buen amigo que se llamaba Menyhért; también había servido en la marina y luego hizo la revolución. Pues un día este Menyhért vino y me dijo: «Miska, en un mundo como el nuestro solo tienes dos alternativas; hacerte revolucionario o sinvergüenza». Y yo no me hice revolucionario. No iba conmigo. En aquel bote había jurado que si salía con vida nunca más me pondría de mal humor. Y lo he mantenido. Si la comida era mala, pensaba en el pescado crudo, y si no tenía donde dormir, pensaba en aquel bote. Así es como me he convertido en una persona feliz. Comía cuando había algo que echarse al gaznate, besaba si alguien se prestaba, y nunca preguntaba de quién era la comida o la mujer. Viví como bien podía, ¿qué más se puede pedir? Señores, lo principal es el buen humor. Uno está solo en el mar y se las arregla como mejor puede. Esa es la verdad, y lo demás, pura palabrería. Hay que mantenerse a flote, el resto no importa. Todos tienen razón, porque lo único que quieren es vivir; pero, según como se mire, nadie la tiene. De hecho, todo da igual, es como en la guerra: unos ganan y otros pierden.

—Y a otros los hacen prisioneros —añadió el de la cicatriz, como si estuviera muy bien informado, porque provocó una carcajada general.

—Tú no escuches esas cosas —me gruñó mi madre en voz alta para que lo oyeran todos, y a empujones me hizo salir a la cocina.

Serían las dos de la madrugada. Yo estaba muerto de cansancio. En cuanto me senté, me quedé dormido, pero me despertaban una y otra vez los gritos. Mi madre entraba y salía hecha una furia.

—Malditos sean sus buches —exclamó de pronto—. Se han comido el tocino de Manci.

No me lo podía creer. El tocino de Manci era sagrado e intocable, no lo habríamos cogido ni estando muertos de hambre. ¿Y aquellos se lo habían zampado? Pues sí, no había duda. Mi madre señaló el clavo del que solía colgar el tocino: solo pendía el cordón.

—¡Qué asco de gente! —refunfuñó, y abrió la puerta de una patada—. ¡Son las dos! —gritó—. El chico tiene que acostarse.

La compañía simplemente la ignoró.

—¿No me oyen? —chilló a grito pelado—. ¡Miska! ¡Venga!

Mi padre se le acercó, pero con tanto alboroto no oí qué se decían. De repente se subió a la mesa de un salto.

—Hora de cierre. Se ha acabado la fiesta —gritó con buen humor—. ¡Buenas noches, caballeros!

Sin embargo, a los caballeros ni se les pasó por la cabeza la posibilidad de irse a casa. Gritaban a pleno pulmón:

¡No, no, no! ¡No, no, no!

De aquí no nos vamos.

Hasta que el patrón

nos pegue nos quedamos.

—Pues palo para pegar no tengo —afirmó mi padre, y bajó de la mesa riéndose—. Pero si es lo que queréis, os puedo echar a puñetazo limpio.

Y sin pensárselo dos veces, agarró a dos de los tipos y los arrojó por la puerta. Hizo lo mismo con el resto de sus huéspedes hasta que el piso quedó vacío.

—Ha sido una noche hermosa —constató con satisfacción—. Ven, Anna, tómate un vasito a la salud del chico.

Pero mi madre no bebió.

—¿De dónde has sacado este vino? —preguntó con hostilidad.

—No es de la botica, te lo puedes beber tranquilamente.

Le alargó el vaso, pero ella lo apartó.

—Ayer dijiste que no tenías dinero.

—¿Para qué necesita dinero quien tiene crédito?

—Por estos lares no se fía.

—Depende de a quién, sí. —Y mi padre rio.

—¿Lo has traído de la taberna de abajo?

—Sí.

A mi madre le bullía la sangre.

—¿No se te cae la cara de vergüenza? El primer día y ya te acuestas con la zorra de la tabernera, que se va con el primero que pasa con tal de que lleve pantalones.

Mi padre la miró socarrón.

—¿Quién se acuesta con quién? —preguntó con jovialidad.

—¡Tú con esa zorra! —repuso mi madre—. No te hagas el tonto. Tan listo no eres. A mí la puta esa no me fía.

Mi padre le guiñó un ojo.

—Porque tú no eres Miguelindo.

—¡Al demonio con tu hermosura! —estalló mi madre con amargura—. Nosotros pasando hambre y vosotros os zampáis el tocino de Manci. ¿No te da vergüenza? Un perro se ocupa mejor de su cachorro que tú. En dieciséis años ni te has interesado y ahora, ¿quieres meterte en casa? Que te quede claro: no me vas a chupar la sangre. Si has podido conseguir vino, también encontrarás cobijo. No te quiero volver a ver. ¡Lárgate de aquí!

Pero mi padre ni se inmutó. Apartó el vaso, se metió el tabaco en el bolsillo, se desperezó y se levantó como si nada.

—Pues adiós, hijo —soltó, y me dio una palmadita en el hombro—. Mañana hablamos. Ahora no puede ser, porque tu madre está de malas. Buenas noches.

—Buenas noches.

Me quedé solo en la habitación. En la cocina continuaba la riña. Mi madre increpó a Miska con todas las palabras soeces de la lengua húngara, que no son pocas. Lo culpó de todas las penas, amarguras y humillaciones por las que había pasado en diecisiete años y maldijo el día en que se conocieron.

Yo apenas podía tenerme en pie. Me acosté y me quedé frito. Curiosamente los gritos de mi madre no perturbaron mi sueño en absoluto, pero en cuanto se calló, me desperté. Volví a oír aquellos susurros y jadeos que el chirriar de la cama tapaba. Esta vez me chocó aún más. No los comprendía. Hacía poco mi madre insultaba a mi padre y ahora le susurraba palabras melosas. Me repugnaba mi madre, me repugnaba mi padre, me repugnaba la vida entera.

Pero al día siguiente no salté por la ventana. Fui a la cocina, como de costumbre, y me lavé en la pila. Mi padre se afeitaba con el torso desnudo ante un espejo de un palmo. En el pecho velludo lucía el tatuaje de una mujer desnuda, con las piernas abiertas y la melena suelta. El vello estaba rasurado en la zona del tatuaje, pero no del todo: la mujer tenía pelo de verdad en la cabeza y en otro sitio. Resultaba muy divertida, pero a mí no me hizo gracia. «Bueno —me dije—, vaya joya de padre.»

Él no se dio cuenta de mi reacción.

—Un día hermoso —dijo alegremente, y siguió afeitándose y silbando.

En cambio, mi madre se puso colorada hasta las orejas. Presa de los nervios empezó a escarbar la lumbre, lo que no tenía ningún sentido, y no se movió de allí mientras yo permanecí en la cocina.

Aquella noche Manci volvió en el último tranvía y entonces mi padre ya durmió «oficialmente» en la cama de mi madre. Lo sentí, lo supe al entrar a oscuras en la cocina, pero él, para evitar malentendidos, me dio las buenas noches en voz bien alta.

—No lo tendrías que haber hecho —oí a mi madre susurrar cuando cerré la puerta.

—¿Por qué? Carajo, soy su padre.

—Da igual. Le parecerá extraño.

—¿Qué más da? Ya se acostumbrará.

Tenía razón. Con el tiempo me acostumbré porque a todo se acostumbra uno. Por las noches un hombre dormía en la cama con mi madre y por las mañanas se afeitaba en la cocina con el torso desnudo. Decían que ese desconocido era mi padre.