Unos días después, en una lluviosa tarde de octubre, de repente paré el ascensor entre la segunda y la tercera planta, justo donde Patsy me había besado, y dije en voz alta:
—Me voy a América.
Al poco rato caí en lo ingenuo de la idea. ¿Cómo llegar a América si para ir a Újpest no tenía otro medio de transporte que caminar? Pero de poco sirvió tan sereno razonamiento. Tenía un objetivo y no podía ni quería ignorarlo.
Desde entonces América se volvió el escenario de mis fantasías, en las que la protagonista, claro está, siempre era Patsy. Pero solo soñaba así de noche, camino de casa; durante el día me ocupaban asuntos más prácticos. Antes que nada decidí aprender inglés lo más rápido posible. Sí, pero ¿cómo? ¿Cómo podía agenciarse un chiquillo pobre unos conocimientos de inglés? La escuela era un sueño inalcanzable, así que la descarté sin más. «Aprenderé solo —me dije—, únicamente debo conseguir un libro. Pero ¿dónde? ¿Cuánto costará?» No tenía ni idea.
Empecé a investigar y lo hice metódicamente. Cuando libraba, en vez de descansar, me iba a Pest a mediodía y estaba hasta tarde mirando los escaparates de las librerías. No me atrevía a entrar porque ya sabía que con esa ropa no convenía personarse ante los señores. Podrían ignorarme. Podrían echarme. Poco a poco me di cuenta de que había tiendas que vendían libros usados, y en estas me centré. Las visité una por una y un día encontré lo que buscaba.
Se aburría en un escaparate de la calle del Emperador Guillermo, como esperándome. El corazón me empezó a latir con fuerza nada más verlo. Era un libro bonito, grueso, con tapas de colores, rodeado por una faja que rezaba:
CON ESTE LIBRO APRENDERÁ PERFECTAMENTE INGLÉS EN MEDIO AÑO SIN PROFESOR Y EN SU PROPIO HOGAR
Y abajo, en una ficha de cartón, ponía:
EJEMPLAR DE SEGUNDA MANO, EN BUEN ESTADO, 2,20
Nunca en la vida había tenido dos pengos con veinte florines, pero la idea de reunirlos para poder comprar palabras inglesas me consolaba enormemente. Allí mismo juré que pasara lo que pasase conseguiría los dos pengos con veinte. Lo único que me preocupaba era que mientras tanto vendieran el único ejemplar.
Al día siguiente, después del trabajo, fui a toda prisa a la calle del Emperador Guillermo para comprobar si seguía en el escaparate. Allí estaba. Me tranquilicé. Desde entonces cada noche daba un rodeo: lo primero era ir a visitar el método de inglés. Lo miraba a través del cristal igual que se miran el pobre mozo y su amada a quien rondan pretendientes adinerados y cuyo padre tal vez ha pactado ya el matrimonio.
Otro día me di cuenta de que el primer conserje hojeaba un diccionario inglés-húngaro. No pude quitármelo de la cabeza en todo el santo día, y la jornada siguiente decidí dar un gran paso adelante. Me acerqué al hombre.
—Señor primer conserje —le dije presa de la emoción—, ¿me podría prestar el diccionario inglés-húngaro unos diez minutos?
—¿Para qué? —preguntó—. No estás estudiando inglés, ¿no?
—Sí que estudio —le dije—. ¿Me lo podría dejar? Solo serán diez minutos.
—Está bien —accedió—. Pero procura devolvérmelo en ese plazo porque me puede hacer falta.
—Sí, señor primer conserje. Se lo agradezco de veras.
Al momento robé una hoja de papel de la oficina y apunté tantas palabras como pude. No fueron muchas porque no paraban de llegar huéspedes y siempre me veía obligado a interrumpir el trabajo. Diez minutos después devolví el diccionario y empecé a memorizar lo que había copiado. No resultó fácil. Llevaba escuchando húngaro toda la vida, no había oído otro idioma antes de llegar al hotel. Pero lo que aprendí nunca lo olvidé. Incluso hoy, a veces, pronuncio mal ciertas palabras que copié de aquel diccionario, tan bien grabado se me quedó lo que tan mal aprendí.
A partir de entonces siempre le pedía prestado el diccionario. No me atrevía a tenerlo durante más de diez o quince minutos por temor a que no volviera a dejármelo. Pero si el primer conserje se iba a almorzar o a cenar y no había nadie alrededor, rápidamente cogía el diccionario y empezaba a copiar como un poseso. Era tan goloso con las palabras inglesas como otros niños lo son con la mermelada. Y cuanto más comía, más hambre me entraba. Era insaciable.
Una noche el botones que me relevó me dijo:
—Ve a conserjería. Tienes una carta.
Primero creí que me estaba tomando el pelo. ¿Quién iba a escribirme, y, además, mandarme la carta al hotel? Pero entonces el corazón me dio un vuelco. «¡Patsy!», pensé y fui como un cohete.
No era una carta, sino una postal. Había llegado de París; recuerdo que era una reproducción del arco del Triunfo. Solo había escrito un par de palabras, pero mi imaginación las suplió con otras que no hubieran cabido ni en un centenar de postales como aquella. Di brincos de alegría.
Desde entonces esperaba siempre al cartero. Tuve que esperar mucho. La siguiente postal vino de Nueva York. Patsy decía que había llegado bien, que ya deseaba que volviera a ser verano para venir a verme de nuevo y que hasta entonces le escribiera «muy mucho y con muchos detalles». Hasta ahí todo en orden. Esa postal me hizo todavía más feliz que la que llegó de París. Pero me di cuenta de que en correos habían estampado el matasellos sobre el remite, con tan mala suerte que resultaba imposible descifrar la dirección. Esperé a la próxima postal. ¿Qué otra salida me quedaba? Fue en vano. No recibí otra. Ya llegará mañana, me consolaba, y al día siguiente volvía a decir: ya llegará mañana.
Entretanto trataba de obtener la mayor cantidad posible de información sobre América. Si me llegaba a las manos un periódico, antes que nada miraba las noticias sobre el país. Devoraba las informaciones sobre ultramar como si en ellas me hablaran de conocidos. Me acuerdo de que en una ocasión en el número dominical de un diario se publicó la biografía de un famoso millonario que había llegado a América siendo un niño pobre, un mendigo. Recorté el artículo y desde entonces siempre lo llevé encima, entre la fotografía de Patsy y sus dos postales. Si la vida me trataba mal, me consolaba diciendo: «En América todo será distinto». Al ver algo indignante, me decía: «Esto en América no podría suceder». América se convirtió para mí en la Tierra Prometida de la Biblia, y Patsy, en la Bella Durmiente que esperaba mi llegada allende los mares.
Poco a poco me dio por escribir poemas. Todo empezó como la tisis, con fiebres leves e inesperadas, de forma furtiva, casi imperceptible. Camino de casa, en lugar de tramar historias me dedicaba a componer poemas, pero tampoco les daba importancia, al igual que antes a mis fantasías. Escribía como puede ladrar un perro. Hubo semanas en que cada día hacía uno o dos poemas. No me preocupaba si eran buenos o malos. A mí me gustaban, y si alguien hubiera llegado a decirme que eran nefastos seguramente le hubiera creído sin necesidad de ponerme a llorar como una Magdalena. No sabía con qué rasero medirlos: solo conocía la poca poesía que habíamos estudiado en la escuela. La verdad es que la lírica nunca me había interesado demasiado. Me inclinaba por las ciencias, más que nada, por la historia y la geografía, y me hubiera gustado aprender idiomas, muchísimos idiomas. Pero poemas… ¿para qué?
Ahora de repente empezaba a sentir su sabor. Devoraba las rimas con un hambre perruna. En el hotel había infinidad de revistas literarias; de los números caducados recorté los poemas y los leí sin excepción. Me provocaban una sensación extraña. Eran muy bellos y, sin embargo…, un no sé qué me alejaba de ellos. Me recordaban a las damas emperifolladas, con rostro de porcelana, que entraban en el ascensor envueltas en nubes de perfume y zapatos con un mondadientes por tacón. Las admiraba pero no me gustaban. No es que mis propios poemas me parecieran mejores. Claro que no. Sabía que las damas de finas mejillas eran grandes señoras y yo, en cambio, era un campesino cualquiera. Estaba muy convencido de que lo que leía era literatura, y de que en cambio yo escribía simples garabatos. No lo constataba con tristeza, sencillamente lo acataba y punto. Me sentía bien versificando, y como tampoco costaba dinero, pues a ello me dediqué.
Pero de pronto surgieron algunos síntomas preocupantes. Me empecé a enamorar de mis propias obras y criticaba los «poemas señoriales», tal como los denominaba en aquel entonces. «Se parecen a los dulces de la confitería —pensaba—. Son para señores empachados que ya no saben qué hacer con su cuerpo y su alma.» Pero como era un joven campesino con los pies sobre la tierra pronto superé la megalomanía. Me decía: verdes están las uvas, paleto. Sin embargo, acabé por desconfiar también de mi escepticismo. Hasta que un día tomé una decisión.
El plan, en un principio, me atemorizó, pero por fin me dije: ¿y por qué no? Corté el membrete de los papeles del hotel y copié en ellos mis poemas. Entonces ya tendría treinta o cuarenta. Titulé la «colección»: «Si no tienes perro, ladra tú mismo». Luego los metí en un sobre con la dirección del mayor diario de la ciudad. El problema era que en aquella época correos no enviaba gratis ni la más bella poesía. Yo no tenía sellos, y mucho menos dinero para comprarlos. Estuve unos días esperando un giro de la fortuna hasta que se me ocurrió una idea salvadora. Llevé la carta a la redacción y se la entregué al primero con el que me crucé.
—Lo manda un caballero —mentí—. Me dijo que la entregara aquí.
Sin esperar la respuesta, giré sobre mis talones y salí a la calle.
A partir de entonces, no abría los periódicos por delante sino por detrás, donde se publicaban los «Mensajes del redactor». Estaba a la espera del veredicto. No sé cuánto tiempo pasé así, porque me pareció un período muy largo; lo que por otra parte no significa nada, ya que cuando tienes quince años y toda una vida por delante, curiosamente eres mucho más impaciente que cuando ya has vivido buena parte de tu vida.
Un día se me cortó la respiración al abrir el periódico. Entre los «Mensajes del redactor» estaba el siguiente:
Béla R. Sus poemas, aunque algo inmaduros, sorprenden por su talento y su inmensa originalidad. La pieza titulada «Mi armónica» se publicará en el número dominical. Persónese en la redacción entre las cinco y las siete de la tarde.
Fue como un terremoto. No sabía cómo reaccionar. Entré en los aseos, me encerré y me invadió tal sensación de gratitud que enseguida las lágrimas brotaron de mis ojos.
—¡Oh, Dios Misericordioso, te lo agradezco! —musité, juntando las manos en señal de plegaria, y a falta de un altar más apropiado me arrodillé allí mismo, ante la taza de porcelana. Espero que las autoridades celestiales no lo tomaran a mal.
Al día siguiente libraba. Pasé la mañana con los nervios a flor de piel. Me preparaba para la visita a la redacción como si fuera una pedida de mano. En efecto, era como un noviazgo, un compromiso serio para toda la vida, claro que aún lo ignoraba. Simplemente me abandoné a mi destino.
Salí de casa a mediodía para llegar al periódico a las cinco en punto. Estábamos a finales de noviembre, pero aún hacía un tiempo inusitadamente benigno. Caminé hacia Pest con lentitud. Me atenazaba un miedo sin motivo claro, un sabor amargo me llenaba la boca de tanta tensión. Traté de imaginar cómo iría la conversación: las preguntas del editor, mis respuestas y, en general, todas las eventualidades posibles e imposibles. No sabía si pagaban por un poema así y mucho menos cuánto. «Dios mío —pensé—, si me dieran dos pengos, desempeñaría de inmediato la cruz de mi madre.»
Al llegar a la redacción, la emoción ya me causaba retortijones. En el vestíbulo solo había un empleado que se entretenía pegando sobres sentado a un escritorio. Era un alemán de unos treinta años, rechoncho, con cara de sargento, y sobre sus labios resaltaban unos arrogantes bigotes rubios. En cuanto alzó la vista me di cuenta de que aquel tipo de mirada azul acuosa me iba a echar.
—¿Qué quieres? —me gruñó.
—Quisiera hablar con el señor redactor.
—¿Con cuál de ellos? —preguntó, malhumorado—. Aquí hay más redactores que langostas en una plaga.
Quedé desconcertado. No me había preparado para una pregunta así. En la cabecera del diario ponía «a cargo del redactor», por lo que siempre había pensado que no había más que uno. Y como la sección en que me contestaron se llamaba «Mensajes del redactor», me pareció evidente que la había escrito el redactor en persona. No sabía qué contestar.
—Con uno de ellos —balbucí al fin, para que viera que no era un prepotente, y añadí con humildad—, con cualquiera, por favor.
—Con cualquiera no puede ser —afirmó el ingenioso hombre—. Don Cualquiera ha salido de cacería. Será mejor que le escribas.
—Pero, por favor —dije nervioso, y ya me disponía a explicarle que me habían llamado cuando se abrió una puerta y se oyó la voz de un señor:
—¡Bence!
Bence me dejó plantado y entró presuroso en el despacho. Me quedé solo. Y entonces me vi en el espejo.
Fue un instante pavoroso. En el espejo que teníamos en casa solo podía verme la cara y los espejos del hotel reflejaban a un muchacho bien plantado, bastante guapo, ataviado con un vistoso uniforme rojo. Ahora en cambio veía a un mendigo asustado y harapiento, con ropa remendada a más no poder, con pantalones cortos, sin calcetines. «Dios mío —pensé—, si el señor redactor llega a verme así tal vez cambie de opinión y no publique mi poema el domingo. Seguro que al escribir “su talento y su inmensa originalidad” se imaginaba a un señor refinado y ahora…»
Oí que se abría la puerta, y me alejé de un salto del espejo.
—Sí, señor redactor —se oyó la voz de Bence—. Enseguida llamo a la imprenta.
En ese momento tomé una decisión. Cuando Bence volvió al vestíbulo, yo ya estaba en el pasillo corriendo hacia las escaleras. Nunca llegué a saber cuál de los muchos redactores había escrito aquel precioso «Mensaje del redactor», y el hombre en cuestión tampoco se enteró de quién era yo porque nunca más volví a pisar aquella redacción.
Eso pasó un lunes o un martes y me hubiera gustado retirarme a una cueva, como hacen los osos, para dormir hasta el domingo. No sé qué esperaba de ese día. Tal vez un giro en mi destino, una señal celestial, un milagro. Uno solo siente algo así una vez en la vida: cuando espera que su primer poema aparezca impreso. Fueron días de prodigios y desgracias. A veces me sentía presa de un miedo supersticioso, temía morir antes del domingo y no llegar a ver mis versos en el periódico. Por las noches me despertaba y me repetía el poema durante horas, entusiasmado por alguna rima que me parecía hermosa y desesperado por algún adjetivo no tan logrado. Me bastaba con ver el diario en cuestión en las manos de un huésped para que el corazón me empezara a palpitar sin freno. «Ahora ni me ves —me decía—, pero el domingo tú también leerás mi poema, eso es, mi poema. Porque tú eres un señor y yo un pueblerino cualquiera; sin embargo, es este campesino el que sabe hacer versos y tú, con esas manos de muñeca que tienes, nunca sabrás.»
El mundo giraba en torno al poema. «Dios mío —pensaba—, ¡si se lo pudiera mandar a Patsy! ¿Qué diría? El próximo verano, cuando vuelva, un día regresaremos a la isla Margarita, nos sentaremos entre las ruinas por donde no pasa nadie y entonces se lo entregaré sin decir nada. “¿Cómo pudiste escribir algo tan bonito?”, preguntará ella, y yo contestaré: “Tú has sido mi musa”. Entonces me abrazará y me besará como hizo antes de irse, pero esta vez yo le devolveré el beso y eso será nuestro compromiso. Y si en América le preguntan quién es su novio, ella dirá: un poeta. Un poeta de verdad.»
Así soñaba, de día y de noche. El sábado tanta tensión acabó por ponerme enfermo. Me torturaba un punzante dolor de cabeza, sentía el chasquido de un espasmo en el estómago y la garganta. Me pasé las horas esperando que llegara la noche, pero cuando al fin llegó y me relevaron de turno, me invadió un peculiar vacío, un desengaño inexplicable.
Me sentía incapaz de irme a casa. Deambulé por las calles y de repente me encontré ante el edificio del periódico. «Ya lo estarán imprimiendo», pensé, y di vueltas al edificio con el corazón a mil, como sintiéndome el asesino que vuelve al lugar del crimen. La imprenta estaba en los sótanos, sus ventanas daban a un tranquilo callejón. Estaban abiertas y me asomé. Me asaltó el olor fuerte y acre a pintura, la peligrosa fragancia de las musas. Era la primera vez que lo sentía y fue un gran momento. Al fondo traqueteaban las rotativas, el papel se deslizaba entre los cilindros. «Están imprimiendo mi poema», me dije, y se me empañaron los ojos. Es algo que solo pueden sentir los poetas adolescentes cuando les publican su primera composición, o los padres mayores cuando sus hijas se visten de novia.
No pude dormirme hasta la madrugada. Por la mañana, al ir al adiestramiento de los levente, el periódico del domingo ya estaba en la calle. Me lanzaba señales luminosas, pero lo hacía en vano porque no podía comprármelo. ¿De dónde iba a sacar dieciséis florines? En la pista deportiva pregunté a cada uno de los muchachos si tenía el diario, pero si alguno lo tenía, no era el que yo buscaba. Por fin, me vi obligado a recurrir a mi madre.
—Madre —dije torpe y desconcertado—, ¿me puedes dejar dieciséis florines?
—¿Para qué los quieres? —preguntó sorprendida, porque hasta entonces nunca le había pedido dinero.
—Quería comprar un periódico.
—¿Te has vuelto loco? ¿Cómo se te ocurre gastar el dinero en eso?
Me sonrojé. La composición de poemas constituía un secreto inconfesable, lo guardaba con un pudor casi enfermizo. Nunca le había hablado de ello a nadie, y mucho menos a mi madre. Ahora, sin embargo, tenía que confesarlo.
—Yo… he escrito en el diario —tartamudeé.
Mi madre me miró, boquiabierta.
—¿Has escrito algo para el periódico?
—Sí.
—¿Qué has escrito?
—Un poema.
—¿Y lo han impreso?
—Sí.
—¿Por qué?
—Pues… porque les ha gustado.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo han escrito. Aquí está, mira.
Saqué la agenda, en la que, por si las moscas, había pegado el «Mensaje del redactor» para evitar que se perdiera. Mi madre lo leyó, me miró y luego, como no daba crédito, volvió a leerlo. Después se quedó callada.
—¿Dónde has aprendido a escribir poemas? —preguntó al fin.
—En ninguna parte, madre.
—Entonces… ¿cómo es que lo sabes hacer?
—No lo sé. Me viene, sin más.
—¿En serio?
—A veces. No siempre.
—¿De qué depende?
—No sé. Quizá de Dios.
—Hum.
Mi madre se miraba los zapatos, como hacía siempre cuando estaba nerviosa.
—En ese caso, con gusto me gastaría los dieciséis florines —afirmó, sin levantar los ojos.
—¿No los tienes? —pregunté en voz baja.
—No. Ayer fue primero de mes.
No contesté. ¿Qué podía decirle? Mi madre se quedó un rato allí parada, luego salió a la cocina sin decir nada. Para mis adentros maldije nuestra situación todo lo que pude, pero de nada sirvió. Saqué mis apuntes de inglés y traté de estudiar. No podía. Me era imposible dejar de pensar en el poema. Todos lo podrían leer, menos yo.
Desde el pasillo se oía cantar a Mári. De repente, dejé mis notas sobre la mesa.
—¿Adónde vas? —preguntó mi madre.
—A casa de Mári —repliqué.
—¿Por el periódico?
—Sí.
Mi madre hizo un gesto de resignación.
—Irás en vano. Ellos leen el Népszava.
—Entonces tal vez lo tenga otro vecino del edificio.
—Nadie lo tiene.
—¿Cómo lo sabes?
Mi madre se sonrojó, como si la hubiera pillado haciendo una travesura.
—Ya lo he preguntado —confesó, y me dio la espalda haciendo como que estaba ocupada en algo urgente.
Volví a la habitación. Intenté estudiar, pero tampoco ahora podía. Unos minutos más tarde entró mi madre.
—Oye —me dijo—, le hago la colada a una quiosquera; quizá nos deje echarle un vistazo al periódico.
—¿Tú crees? —pregunté, esperanzado.
—Sí —repuso—. Si está la vieja, no habrá problema, pero a la hija no la conozco bien. Ven, vamos a intentarlo al menos.
No me hice de rogar.
—¿Dónde vive esa señora?
—En Buda —contestó—. En el bulevar Margit.
—¿En el bulevar Margit?
—Sí. ¿Por qué te asombra tanto?
—¿No será mucho para ti? Tres horas de ida y tres de vuelta. Será de noche cuando lleguemos a casa.
Mi madre se encogió de hombros.
—Es domingo, no tengo nada mejor que hacer —contestó con forzada desenvoltura—. Nos llevaremos pan. Otra cosa no hay para almorzar.
—Muchas gracias, madre.
—¿Gracias por qué? —bromeó—. ¿Por tenerte a pan y agua?
—No está tan mal si te los dan con cariño —le contesté con un tono pomposo y artificial—. Es muy amable de tu parte que me acompañes hasta tan lejos.
A mi madre se le escapó una risita.
—Al cine pueden ir todos los que tienen dinero, pero un hijo poeta no lo tiene cualquiera, ¿no crees? Bueno, démonos prisa que si no, no llegaremos nunca.
Ya habían dado las tres cuando llegamos al bulevar Margit. Mi madre entró primero para explorar el terreno.
—Está ella —informó entusiasmada—. Ven.
Al entrar, la propietaria del quiosco estaba enfrascada en una conversación con un señor mayor. Era una mujer rellenita, de ojos oscuros muy vivos. Trató a mi madre con amabilidad, como si fuera su perro favorito.
—¿Qué hay de nuevo, hija?
Mi madre se quedó parada durante un instante mirándose los zapatos. Parece que le daba vergüenza que el anciano la oyera.
—Por favor, señora —dijo al rato, con humildad—, ¿podría echar un vistazo a uno de los periódicos?
—Claro —asintió—. Ahí los tiene, disponga usted.
Y siguió conversando con el cliente.
Mi madre se acercó al mostrador, pero no se atrevió a levantar el periódico. Lo hojeaba echada hacia delante y yo, de puntillas, miraba con el corazón en un puño por encima de sus hombros. De repente se me cortó el aliento.
—¡Allí, allí está! —exclamé, y noté cómo sudaba.
Mi madre se inclinó sobre el periódico y yo me estiré; así leímos mi primer poema impreso en un diario, que además era prestado.
—¿Qué te parece? —pregunté con un hilo de voz.
—No lo sé —contestó mi madre—. Si lo han impreso seguro que es bueno.
Y cuando el anciano salió, le alargó el periódico a la quiosquera.
—¿Ha leído este poema, señora?
Miró el periódico.
—Mire el nombre —la animó mi madre.
—¿Algún pariente? —inquirió la señora.
—Es mi hijo —dijo mi madre, y tragó saliva. Tenía las mejillas rojas, los ojos le brillaban—. ¡Este es mi hijo!
La señora se quedó sorprendida.
—¿Cuántos años tienes?
—Voy para los dieciséis.
—¿Y ya escribes en el periódico? —Negó con la cabeza—. Vaya, Anna —dijo en un tono complaciente—, es una gran cosa. Déjeme ver el poema.
Se colocó los anteojos y se puso a leer. Me fijé en su rostro, pero no sirvió de mucho. Estaba igual que cuando hablaba con el anciano.
—Bonito —afirmó finalmente—. Un poco moderno, pero bonito.
Me hubiera gustado preguntarle qué entendía por «moderno», pero pensé que sería mejor quedarme callado, ya que era obvio que un poeta debería saberlo. Además, seguro que no lo había dicho como un cumplido. Allí mismo me juré que no se lo enseñaría a nadie más en el mundo. A Patsy, tal vez, añadí más tarde, ella era más tolerante.
La quiosquera miró a mi madre.
—¿No estará enferma, Anna?
—¿Yo? ¡Qué va! —exclamó mi madre—. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque su hijo dice aquí que usted tose.
Mi madre quedó absolutamente desconcertada.
—¡Oh! —acertó a decir—, eso solo lo escribió… ya sabe.
—Por la rima —dijo la señora sonriendo, como si entendiera del tema.
—Sí —reaccionó mi madre—. ¿Verdad, Béla?
—Claro —contesté, y me ruboricé por completo.
Cuando mi madre, tras infinitos agradecimientos, se dispuso a irse, la quiosquera me preguntó:
—¿No quieres llevarte el periódico?
¿Que si quería llevármelo? ¡Menuda pregunta! Miré a mi madre de reojo.
—Se me olvidó traer dinero, señora —se excusó mi madre.
—No pasa nada, se lo descontaré de la próxima paga.
—Se lo agradezco.
—Yo también, señora —dije.
Cuando pisé la calle me sentí en la gloria. Durante un rato mi madre no abrió la boca; luego me reprendió:
—Eso no lo tendrías que haber escrito.
Callé. Ella bajó la voz, como si temiera que alguien nos pudiera oír.
—A los señores no les gustan los pobres que tosen —dijo—. Les tienen miedo. No les dan trabajo. Creo que será mejor no enseñarle el poema a nadie.
—No pensaba enseñárselo a nadie —gruñí.
—¿Por qué?
—Es mejor cerrar el pico.
—Así es —asintió mi madre—. La gente como nosotros debe cerrar el pico. Oye, ¿a ti no te ha entrado hambre?
Asentí.
—Entonces vayamos a ese banco a comernos el pan —propuso justo cuando pasábamos por la plaza Pálffy.
Nos sentamos. Mi madre partió el pan en dos, me dio uno de los trozos y mordió el otro con avidez. Luego abrió el periódico. No lo trataba como en el quiosco. En cada uno de sus movimientos se notaba que era su periódico, que trabajaría para pagarlo, que podía hacer con él lo que le placiera. Alisó sobre las rodillas la páginas en las que aparecía mi poema, luego la dobló por la mitad y empezó a leer. Pronunciaba palabra por palabra, despacio, con ensoñación, los labios se le movían ligeramente al ir leyendo. Cuando lo terminó, dijo:
—Una gran cosa. —Pero entonces, al parecer, se avergonzó de la alabanza, porque enseguida añadió—: Bueno, lo ha dicho la señora del quiosco. ¿La has oído?
—Sí.
Su mirada se perdió en dirección al Danubio. Sobre el río se arremolinaba la bruma, a lo lejos un barco hacía sonar la sirena. Permanecimos largo rato sin hablar. De repente me dijo:
—Ya se arrepentirá tu padre de no haberse ocupado de ti. Ahora su apellido estaría en el periódico.
—Me vale el tuyo —dije en voz baja.
—Bueno, no hay de qué avergonzarse. Es un apellido bastante ordinario, no digo que no lo sea, pero lo han llevado buenos cristianos.
—Un día estarás orgullosa de él.
—¿Orgullosa? ¿Por qué?
—Porque haré famoso tu apellido. Lo van a conocer en todo el mundo, hasta en América. ¿Me crees?
—Es posible —dijo con la mirada perdida—. Porque si a un chico tan pobre como tú le puede pasar una cosa así a los quince años, nada parece imposible en este mundo. —Permaneció un rato callada, observando el Danubio—. Pero ¿quién sabe? —Siguió mordisqueando el pan—. Quizá un día seas famoso y reniegues de tu madre.
—¿Cómo iba a hacer algo así?
—¿Por qué no? —dijo tranquilamente, sin amargura—. Reniega de mí si eso te beneficia. Así es el orden de las cosas. No hay motivos para jactarse de una madre como yo. Además —hizo un gesto de resignación—, ¿dónde estaré yo entonces?
—No digas tonterías —le espeté—. ¿Cómo que dónde estarás? Yo te lo diré. ¿Sabes dónde?
—¿Dónde?
—Pues en América.
Sonrió.
—¿Por qué precisamente en América?
—Porque te llevaré conmigo. Allí muchos mendigos se han hecho millonarios. Yo también lo seré. Ya verás. Si nos entra hambre como hace un rato, iremos al mejor restaurante y allí podrás comer tanto que al final tendrás que tragarte esos polvos blancos que toman los señores.
—Que se los traguen ellos, maldito sea su estómago. Yo me conformaré con el estofado de col a la Székely.
—Y con pasta de requesón —añadí con seriedad.
—Y antes, ¿no te gustaría una sopa de judías? —se interesó, risueña.
—De acuerdo —asentí con gravedad—. Pero que lleve costilla ahumada.
—Eso. —Soltó una carcajada—. Estamos bien. ¿Y cuándo nos vamos?
—¿Crees que estoy de broma? Lo tengo todo planeado. Porque, ¿sabes?, voy a ganar mucho dinero en América, de eso puedes estar segura. Conseguiré una casa preciosa. Una mansión. Habrá tres habitaciones, calefacción central… hasta retrete habrá en la casa, en invierno no tendremos que helarnos en la taza del rellano. La habitación más bonita será la tuya. Compraré un sofá como el que tiene Mári y podrás remolonear todo el santo día. Te traeré una lavandera cada mes.
—¿Una lavandera? —se rio mi madre mientras se le llenaban los ojos de lágrimas—. ¿Una lavandera? —repitió entre risotadas, y me abrazó—. Aunque escribas poemas no eres más que un chiquillo. Pero tienes un gran corazón, sí señor.
Luego abrió su viejo bolso y sacó el pañuelo porque ya no reía: lloraba, lloraba desconsoladamente.