6

En una de las páginas de mi vieja agenda aparece una nota misteriosa:

«3 de julio de 1928, a las 8.42 de la mañana. P. ¡La primera vez!». Me acuerdo perfectamente de aquella «primera vez». Al entrar dos nuevos clientes en el ascensor, enseguida sentí una emoción peculiar.

—Vamos, ¿a qué esperas? —soltó furioso el conserje que acompañaba a los recién llegados—. Al tercer piso, rápido.

Me puse en marcha. «Son ingleses o estadounidenses», pensé, porque aquel conserje solía ocuparse principalmente de gente de allí. A los clientes anglosajones los cortejaba con tanto esmero que los muchachos lo llamábamos Mister Empalagoso. Era un joven pelirrojo, de piel clara, regordete. Tenía el carácter de una araña revestida de caramelo. A los subordinados les chupaba la sangre, pero en cambio hablaba con los extranjeros ricos como si quisiera atraerlos a su telaraña con azúcar como reclamo. También había una expresión para eso:

—Otra víctima bañada en almíbar.

Mister Empalagoso se estaba aplicando precisamente a eso. En esta ocasión la «víctima» era un hombre de unos cuarenta años, alto y rubio, pero mi atención no se centró a él. Mis ojos eran solo para la hija, la chica más bonita que había pisado un ascensor desde la creación del mundo, o al menos eso creía yo. Tendría uno o dos años menos que yo. Una cabellera dorada le llegaba hasta los hombros; sus ojos eran grandes, negros y traviesos; los labios, carnosos y redondos, y tenía la nariz más respingona que jamás había visto. La miraba de soslayo, con el rabillo del ojo, con cautela, como si el manejo del ascensor acaparara toda mi atención. Siempre observaba de esa manera a los clientes «interesantes», era un método probado, nadie se daba cuenta. Pero entonces sucedió algo sin precedentes.

La chiquilla me sonrió. Primero pensé que había descubierto algo raro en mí o que se había dado cuenta de que la espiaba. Pero al salir del ascensor volvió a sonreírme y me quedó claro que no lo hacía con malicia. Era una sonrisa cálida, amigable, una sonrisa cómplice. Me emocioné tanto que se me olvidó cerrar la puerta. Oí la señal, sabía que alguien esperaba el ascensor, pero yo seguía allí con la puerta abierta mirando al pasillo, que ya estaba desierto. No había ni un alma, tan solo un solitario reloj en la pared que con su tictac parecía marcar el instante histórico. Eran las ocho y cuarenta y dos minutos.

Hasta las diez creo que me equivoqué de piso en nada menos que media docena de ocasiones. Entonces, por fin, volvieron a aparecer. La chiquilla se había cambiado, llevaba un ligero vestido con estampados de flores y una bolsa de baño se columpiaba en su mano. Al entrar en el ascensor me sonrió y, para mayor sorpresa, saludó en húngaro.

—Buenos días —dijo con un encantador acento extranjero.

Pero no volvió a mirarme, lo que me serenó un poco. Quién sabe, tal vez en el extranjero las chicas sonrían a todos los chicos. De todas maneras, no quería resignarme. Esperaba algo aunque no sabía qué.

Hasta las cinco no sucedió nada. Pensaba ya que había subido en el otro ascensor cuando de súbito la vi aparecer al final del pasillo. Nada más verme me sonrió. Me puse tan nervioso que apenas pude cerrar la puerta. Estábamos solos.

—Dime. ¿Está mi padre vuelto?

—Aún no he visto al señor —contesté—. Es eso lo que me está preguntando, ¿verdad?

—Sí —se rio—. Yo otra vez no sé hablar húngaro. Todos los años, si vengo, ya no sé. Eso que ya hablé, cuando yo era pequeña así. —Y señaló con la mano lo «pequeña» que había sido.

—¿Es usted húngara? —pregunté, sorprendido.

—Oh, no —volvió a reír—. Yo soy americana. Pero el mío padre trae a mí todos los años, si viene a la sucursal de aquí para… ¿cómo se dice? Espera. —Sacó del bolso un pequeño diccionario—. Supervisar —leyó—, supervisar nuestra sucursal de aquí. American company, ¿sabes? Petróleo. ¿Tú entiendes cuando yo lo hablo húngaro?

—Sí, habla usted muy bien —la halagué mientras atendía nervioso la señal. El ascensor ya llevaba un buen rato parado, pero la chica no salía—. Disculpe —le dije por fin, turbado—, están llamando el ascensor, tengo que bajar.

—Yo voy también —respondió con buen humor—. Yo espero mi padre. Mucho tiempo es aburrido sola, ¿sabes?

—Sí —contesté como un necio, porque no se me ocurrió nada mejor.

Abajo esperaba un señor mayor furioso.

—¿Es que estás durmiendo? —me gritó—. Llevo cinco minutos esperando el ascensor.

Quise excusarme como se suele hacer en esos casos, pero no me atreví a abrir la boca porque la chiquilla hacía unas muecas tan graciosas detrás del señor que temía echarme a reír en cuanto me pusiera a hablar.

Monkey —dijo al salir el señor—. Dime, ¿usted te gusta esto trabajo?

—No sé —contesté con una evasiva, porque no quería mentir y tampoco me atrevía a decir la verdad.

—Esto es aburrido, ¿no? —preguntó—. Siempre arriba, abajo, arriba, abajo, todo día. Y hay muchos monkey así. ¿Usted qué quieres hacer?

—Estudiar —contesté.

—¿Qué?

—De todo

Se echó a reír.

—¿De todo? ¿Todas cosas? ¿Usted quieres ser sabio?

—Me gustaría —confesé, y sentí que me sonrojaba.

Mientras, el ascensor se detuvo. Abrí la puerta, pero la chiquilla quería hablar.

—Yo vi eso enseguida —dijo.

—¿Qué es lo que vio, señorita?

—Que tú eres una clase de… —No encontró la palabra, se puso a pensar—. Que tú tienes aquí. —Lo solucionó señalándose la cabeza con el dedo índice.

—¡Oh! —balbucí, y me puse aún más colorado.

La chiquilla sacó una bolsa de golosinas y me ofreció una. Estuvimos un rato mascando sin hablar. No sé cómo se sentiría ella, pero lo que yo no sentía era el sabor del caramelo.

—¿Cuántos años eres usted? —preguntó.

—Voy para los dieciséis, señorita.

—Yo pensé que tienes más —afirmó—. Porque tú eres tan grande. Yo soy trece.

—Yo también pensaba que tenía más —le devolví el piropo—, muchos más.

—Oh, aquí en Budapest todos piensan así. Porque yo pinto mis labios. He oído que si aquí chica pinta sus labios, echan de escuela. Tontería, ¿no?

Quise responder, pero la respuesta se me atragantó. Vi que llegaba su padre. «Ahora viene la bronca —pensé—. Seguro que el viejo se ha dado cuenta de que su hija hace buenas migas con el ascensorista.»

Pero no sucedió nada de eso. El «viejo» me lanzó una sonrisa amable y su hija no pareció avergonzada. Me señaló con gesto alegre y le explicó algo a su padre en inglés, pues no hablaba nada de húngaro. Entonces él volvió a sonreírme. Y cuando salió, me puso en la mano un pengo.

Fue mi primera ganancia. Por la noche, al llegar a casa, coloqué la moneda junto al paquete de la comida, sobre la mesa de la cocina, sin decir nada. Mi madre también guardó silencio —seguíamos sin dirigirnos la palabra—, pero a la mañana siguiente no me registró los bolsillos. ¿O quizá no me di cuenta? Aquella mañana dormía profundamente porque había pasado media noche en vilo. En medio de la oscuridad no podía evitar ver aquellos ojos traviesos y aquella nariz respingona, y me revolcaba febril en la cama, como un enfermo.

Llevaba medio año en el hotel y nunca me había pasado algo semejante. Las señoritas o no me dirigían la palabra o, si lo hacían, hablaban desde las alturas, como el almuecín cuando llama a la oración desde el alminar de la mezquita. Estaba tan habituado a que no me tomaran en consideración que no entendía la conducta de la americanita. ¿Estará enamorada de mí?, me preguntaba emocionado. Pero por la mañana constaté más sobriamente que eso era una idiotez.

Al día siguiente volvió de la piscina a las cinco de la tarde. Esperó de nuevo a su padre, que no llegó hasta mucho después de las seis. Subía y bajaba conmigo en el ascensor y, si no había huéspedes, aprovechábamos el tiempo para charlar. De repente me reprobó:

—¿Por qué usted dices a mí siempre «señorita»? Yo tengo nombre. Patsy. Escrito así. ¿Tienes lápiz? —Le alargué la agenda con el lapicero. Escribió su nombre, que sigue apuntado—. ¿Ves? —indicó—. Ahora tú escribe tu nombre aquí. —Lo hice—. Béla —leyó, letra por letra—. En inglés no hay nombre así. Pero me gusta. Bonito nombre.

—En húngaro tampoco existe Patsy —constaté—. Pero también es un nombre bonito.

Se rio.

—Ambos de nosotros tenemos bonito nombre, ¿no?

Yo también reí. Estuvimos varios minutos así. Al rato me sorprendió:

—¿Cuánto dinero haces tú, Béla?

—Nada —respondí, avergonzado.

No quiso creerme.

—Entonces, ¿por qué tú estás aquí en el ascensor?

—Porque tal vez más adelante me paguen.

—¿Cuánto?

—Según. Hay chicos que ganan hasta cuarenta o cincuenta pengos al mes.

Patsy no estaba nada satisfecha.

In America —dijo— hombre ascensor gana más en dollars. Eso que dollar vale cinco veces más que pengo. Y puede estudiar mientras, si él quiere.

—¿De verdad? —me asombré.

—Claro —contestó—. Tú sabes, tu país es bonito, pero no es bueno.

Me dolió un poco que hablara así de Hungría.

—No es un mal país —dije—. El pueblo es buena gente, créame. El problema son los señores.

—¿Por qué el pueblo soporta?

Sonreí. La pregunta parecía tremendamente ingenua.

—¿Y qué se puede hacer?

—¡Cambiar el gobierno y ya está!

Y me reí en voz alta. «Vaya con la niña», pensé.

—No puede ser —contesté con voz de maestro impaciente—. El gobierno está en manos de los señores. El pueblo no puede interferir.

—Este es el asunto —repuso Patsy con vehemencia—. In America, si el pueblo no quiere el gobierno, entonces echa.

—¿Lo echan? —pregunté, animado.

—Lo echan, claro. Ellos eligen otro nuevo. ¿Por qué no? Nosotros somos un libre país.

—¿Y no hay pobres?

—Sí.

—Y a ellos, ¿por qué no les ayudan?

—Oh —sonrió Patsy—, pobres siempre ha habido y siempre habrá.

Aquello me hizo bajar de las nubes. El señor maestro nunca había dicho eso. Elemér tampoco. Pero a Patsy no le comenté nada.

Desde entonces cada día esperaba a su padre, y yo suspiraba por la hora que iba a pasar con ella en el ascensor. Con el tiempo, en vez de venir a las cinco volvía de la piscina a las cuatro y media, en ocasiones a las cuatro. Luego subía y bajaba conmigo en el ascensor.

A los chicos, claro está, les llamó la atención aquella extraña amistad. Hacían comentarios, se mofaban, nos espiaban. Me consideraban un paleto ignorante y no entendían qué podía querer de mí esa «damita».

—A fuego lento se cuece el puchero —comentó una vez Antal con mala leche, y se me pegó el mote.

Desde entonces me llamaron Mister Fuego Lento.

Una vez Patsy me dijo al volver de la piscina:

—¿Por qué no tú vienes a nadar conmigo?

La pregunta me sorprendió tanto que no supe qué decir. Pensé que me tomaba el pelo.

—¿Tú no quieres?

—¡Cómo no iba a querer!

—Entonces, ven.

Ya nos llevábamos bastante bien, hasta me atrevía a bromear con ella. Le dije:

—Vale, ¿cuándo?

—Mañana.

—De acuerdo.

Patsy me dio con el dedo en el costado.

—¿Por qué tú ríes? Yo le digo al director y él te deja ir. ¿No me crees?

—Claro que sí.

—¿Apostamos?

—Venga —dije para no llevarle la contraria, porque seguía pensando que lo decía en broma.

Sin embargo, al día siguiente el comandante me llamó.

—¿Te orientas por la ciudad? —preguntó.

—Sí, señor —mentí sin pestañear.

—Entonces ahora te vas con la señorita americana y le enseñas Budapest.

—Sí, señor comandante.

Sentí que me ponía rojo como un tomate. Por fortuna el señor comandante no me miró, porque se estaba limpiando el monóculo.

—Y que no haya quejas. Pórtate con todo respeto, ¿entendido? ¡Nada de confianzas!

—Sí, señor comandante.

—Si tienes gastos, los apuntas. ¿Llevas dinero encima?

—No, señor comandante.

El comandante garabateó algo en un trozo de papel y me lo extendió.

—Con esto vas a caja. Allí te darán diez pengos. Mañana pasarás cuentas, hasta el último florín. —Se colocó el monóculo y me miró con rigor—. Hasta el último florín —repitió con tono siniestro—. ¿Entendido?

—Sí, señor comandante.

—Puedes irte.

Y me dieron un billete de diez pengos. Sabía que existían, pero nunca había visto ninguno. Fue emocionante. No sabía en qué bolsillo metérmelo, temía perderlo.

Patsy ya me esperaba delante del ascensor.

—¿Qué creías? —dijo, y sus ojos parecieron más traviesos que nunca.

En la calle le pregunté:

—¿Qué quieres ver, Patsy?

—La cara tan fea de tú —respondió alegre.

Yo, sin embargo, me puse serio.

—El señor comandante dijo que quería usted ver la ciudad.

—¿De verdad? —se asombró—. ¿Quién se lo habrá dicho?

Nos echamos a reír, tanto que apenas pudimos parar.

—En realidad, ¿adónde nosotros vamos?

—No lo sé —confesé—, a donde quiera.

—¿Te gusta la playa de la isla Margarita?

—Nunca he estado en la isla Margarita.

—¡Santo Dios! —dijo con asombro—. ¿Tú vives en Budapest y no has estado en la isla Margarita? Yo vengo de otro extremo del planeta para verla. Es el más bonito lugar del mundo.

Me convencí de ello cuando llegamos, aunque en realidad mucho no vi. Los antiguos edificios tomados por los búhos, los flamantes hoteles de lujo, los árboles centenarios y las pistas deportivas más modernas, el legendario monasterio y la llamativa sala de fiestas, la exuberante fronda de los arbustos entre las ruinas y los parterres dispuestos con arte, el infinito césped de la pista de polo y la rosaleda que parecía sacada de un cuento de hadas: todo ese paraíso del Danubio se desdibujó ante mis ojos, como el fondo borroso de un nítido retrato. Solo la veía a ella; el mundo se limitó a ser un paisaje nebuloso e irreal.

Serían finales de agosto. El verano sesteaba perezoso a la sombra espolvoreada de oro de los panzudos árboles. Del Danubio venía un viento tibio que transportaba una fragancia de flores y jirones de una lejana música. Todo parecía de ensueño, era como si el mundo se hubiera puesto el sombrero de medio lado.

No sabíamos qué hacer con la alegría que nos embargaba. Echamos a correr sin motivo y luego paseamos tan lentos como gusanos aquejados de gota. Había momentos en que teníamos que decirnos algo con tanta urgencia que interrumpíamos al otro a gritos, en otros estábamos un cuarto de hora sin dirigirnos la palabra.

Patsy iba de mi brazo; yo, sin embargo, no me atrevía ni a tocarle la mano. De noche no podía dormir por su culpa, me imaginaba muchas cosas de las que me arrepentía por la mañana, como si hubiera tramado un asesinato. Cosas que se podían hacer con Borcsa y otras chicas por el estilo, pero con Patsy… no, nunca. Me hervía la sangre más que a muchos chicos de dieciocho años, pero también pensaba con más inocencia que la mayoría de las niñas de trece. Seguía considerando que el amor carnal y el espiritual eran completamente distintos. Hay chicas como Borcsa y hay chicas como Patsy: suponía que así eran las leyes de la vida. Amaba a Patsy con el corazón, un amor sagrado e intocable.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Patsy.

—En nada —respondí—. Es cierto, la isla Margarita es el lugar más bonito del mundo.

No fue hasta llegar a la orilla que me acordé de que no llevaba bañador.

—Allí te lo dan. —Indicó uno de los edificios—. Cámbiate, luego nosotros nos encontramos en ese banco. ¿Ves?

—Sí.

Cuando, con el traje de baño en la mano, me disponía a entrar en el vestuario, vi que Patsy seguía donde la había dejado. Conversaba con un chico de más o menos mi edad. Iba todo de blanco: traje, zapatos y panamá; en el ojal lucía un clavel rojo. De súbito me arrepentí de haber ido. No podía competir con personas así, pensé abatido, y traté de escabullirme. Pero Patsy me vio y me presentó al muchacho.

—El conde B… —dijo—. Miki para los amigos.

El apellido lo conocía de sobra: lo habíamos estudiado en clase de historia. Ni siquiera el conde de nuestro pueblo era de tan ilustre y antigua alcurnia, y aun así lo consideraban todopoderoso. Estaba terriblemente avergonzado.

—Este es mi amigo —me presentó Patsy.

El conde me miró y sonrió condescendiente. Seguramente pensaría que traía un mensaje de algún hotel y la palabra «amigo» era una exageración americana. Pero cuando vio que Patsy actuaba en consecuencia con lo que decía, en su rostro apareció una especie de mohín forzado.

—Mucho gusto —concedió, en un tono tal que hubiera dado diez años de mi vida por poder pegarle una bofetada.

No me tendió la mano. Intercambió algunas palabras con Patsy y luego se despidió.

—Cosas así no se pueden hacer en Hungría —dije.

—¿Cuáles cosas? —preguntó Patsy.

—Presentarme a un conde y decirle además que soy su amigo.

—¿Es que tú no eres mi amigo?

—Sí, pero…

—¿Pero?

Me puse bien erguido.

—Yo no soy un señorito —dije casi con hostilidad, y añadí, aunque seguía sin saber lo que significaba—: soy un proletario.

—¿Y qué? —se rio Patsy—. Tú eres mi amigo. El conde me importa un bledo. Vamos, ve a cambiar, borrico.

Fue la primera vez en mi vida que me puse un bañador. Al salir del vestuario me sentía totalmente desnudo. Creía que todos me miraban.

Patsy ya estaba tomando el sol sobre la arena. Al verla en bañador me turbé tanto que no sabía qué hacer. Sentí que ella también me miraba, aunque no le veía los ojos, que estaban ocultos tras unas gafas de sol. Se produjo un silencio desagradable. Durante minutos no pudimos decir nada.

—Hace calor —habló al fin.

—Sí —contesté—. Mucho.

Luego continuamos callados. El sol abrasaba, los bañistas gritaban. Cerré los ojos y de repente me rodeó una peculiar calma, como si estuviera en el fondo del mar con el rumor de las cálidas olas sobre mi cabeza. «Estaría bien besarla —pensé—. Al menos en la mano.»

De repente Patsy se puso en pie. No muy lejos había media docena de chicos tumbados boca abajo sobre la arena.

—Dime —preguntó en voz baja—, ¿cuál de ellos es el conde?

No entendí qué pretendía. La miré sorprendido.

—No lo sé.

—¿Sabes por qué tú no sabes? —expuso—, porque el conde desnudo es como otro hombre. O es menos. Mírate. Tú eres más grande que él. Tú eres más fuerte. Tú eres inteligente como tres condes. ¿Comprendes, borrico?

Oh, sí. Eso lo entendía, vaya que si lo entendía. Absorbía cada una de sus palabras como la tierra se empapa de las gotas de lluvia en tiempos de sequía. Lo malo era… ¿por qué de los pobres no hablan así? Si de los condes pensara lo mismo que de los pobres, ahora debería decir que «condes siempre ha habido y siempre habrá». «Solo aplica sus ideas sobre la igualdad a unos y no a todos», me dije, y de repente entendí algo de cuya trascendencia solo fui consciente mucho más tarde. Pero de eso no le hablé a Patsy.

Se me acercó.

—Tú estás no bien aquí —dijo en voz baja—. Aprende English y ven a América. Allí hay chance para ti.

—¿Qué? —pregunté.

Chance. ¿Cómo se dice en húngaro?

No daba con la palabra. Rebuscó en su bolsa de baño, pero no encontró el pequeño diccionario. Llamó al conde.

—¡Miki!

—¿Sí?

El chico vino.

—Dime, ¿cómo dices en húngaro chance?

—Oportunidad —contestó el conde.

—¿Entiendes ya? —Patsy me miró—. In America hay oportunidades. Aquí no hay.

—¿Por qué crees que no? —preguntó el conde, quien seguramente pensaba que Patsy lo había invitado a tomar parte en la conversación.

—Porque esto es no un libre país.

—¿Y por qué no es un país libre?

—Porque no. No hay democracia. Miki, ¿tú eres demócrata?

—Yo soy húngaro —contestó el conde ingeniosamente—. Y estoy orgulloso de ello.

—¿Por qué? —preguntó Patsy con tono provocador.

—¿Tú estás orgullosa de ser americana?

—No. ¿Por qué estoy? Dónde tú naces, es casualidad; pero a América la gente fueron porque no querían el país donde fueron nacidos.

—¿No ama a su país?

—Sí, pero no por nacer allí por casualidad.

—Entonces, ¿por qué lo prefiere?

—Porque para mí allí es mejor. Aquí en Europe veo todas partes lo mismo. El francés está orgulloso de ser francés y odia al alemán por ser alemán. El alemán está orgulloso de ser alemán y odia al francés por ser francés. Tú, Miki, estás orgulloso de ser húngaro y odias al rumano, al serbio y qué sé yo. Toda Europe es así.

—Con todo yo sí me siento orgulloso de ser húngaro —insistió el conde, ya un poco irritado.

—¡Orgulloso! —Patsy hizo un gesto de desdén—. Mira ese viejo que allí barre la arena. Yo lo respeto, porque yo respeto todos trabajos. Pero si viene aquí y dice que él está orgulloso de ser barrendero y odia el mozo de carga porque no es barrendero, entonces yo digo que el barrendero está loco. Tú Miki también estás así, loco. Toda Europe está así, loca.

Continuaron así durante media hora. Yo no tomé parte en la polémica, me limitaba a escucharlos con la boca abierta. «Dios mío —me decía—, ¿cómo se atreve a hablar así con un conde? Debe de ser bueno ser americano. Un americano rico. Claro que ser rico es bueno hasta en el infierno.»

Los días pasaron con la rapidez propia de los días felices. Agosto desembocó en septiembre y las hojas de los castaños de Indias que había ante el hotel empezaron a tomar el color de la herrumbre. Aún hacía calor, pero al verano se le escapaba ya su ardiente aliento, igual que a un atleta que se desploma justo antes de la meta. El otoño empezaba a subirse a los montes de Buda.

Una mañana Patsy me informó:

—En una semana viajamos, Béla.

Sentí un nudo en la garganta, pero no dije nada. Ella tampoco habló. No volvimos a sacar el tema del viaje. Y, sin embargo, era como si siempre nos estuviéramos despidiendo.

Un día dijo:

—Dame una foto, Béla.

—No tengo ninguna —contesté avergonzado.

—¿Y una vieja?

—Tampoco.

A la mañana siguiente vino con una cámara fotográfica y me sacó una foto. Entonces le eché valor y también le pedí una a ella. Parece que no la pillé por sorpresa, porque enseguida extrajo una de su bolso.

—Es de hace tiempo —se lamentó—. Parezco muy niña en ella.

—¿De cuándo es?

—Oh, no sé. De hace un año quizá.

Robé un papel de carta y un sobre del despacho y envolví la foto para que no se estropeara. Desde aquel día la llevé siempre encima, en el bolsillo izquierdo.

En otra ocasión se señaló la mano.

—¿Te gusta mi sortija?

—Es preciosa —fue mi halago.

Entonces se la quitó y me la dio.

—De recuerdo —dijo, y se sonrojó un poco.

En la sortija aún sentí el calor de su cuerpo. La miré conmovido. Era fina y estaba trenzada con un cordón dorado. Llevaba engastadas tres piedrecitas, dos pequeños rubíes y en medio un diamante de menor tamaño. No tenía ni idea de qué podía valer aquello. Pensé que costaría una fortuna.

—Gracias, Patsy —balbucí—. Me encantaría, pero no la puedo aceptar.

—¿Por qué no? —se asombró.

—Porque yo no tengo anillo. No le puedo dar nada.

—¿He pedido mí algo?

—No, pero…

—¡No seas borrico! No tiene valor.

Insistió mucho, pero no di el brazo a torcer. ¡Cuánto me hubiera gustado tener un recuerdo de ella! «No es bueno ser pobre», pensé.

Su marcha estaba prevista para el 24 de septiembre. Caía en lunes y yo el domingo no trabajaba. El sábado Patsy me propuso que hiciéramos una excursión a Visegrád.

—¡Es un lugar precioso! —dijo entusiasmada—. Hay viejo castillo también, la torre de Salomón. Y el viaje en barco… Oh, My God! Me encanta el Danubio. ¿Vendrás?

—Claro, cómo no —dije con entusiasmo, porque me embriagó la simple idea de poder pasar un día con ella.

Pero cuando nos despedimos me serené. «Santo cielo —me dije—, estoy completamente loco.» No podía ponerme el uniforme del hotel en un día de descanso y con los andrajos que tenía no podía aparecer ante ella. Además, ¿de dónde iba a sacar el dinero para la excursión?

Pasé todo el día rompiéndome la cabeza, pensando qué podía hacer. Finalmente, a última hora de la tarde le escribí una carta en la que mentí: dije que me había resfriado, tenía fiebre y no podía ir de excusión. La entregué en conserjería.

—Acaban de traerla. —Y me fui rápido del hotel para que Patsy no me viera cuando se la entregaran.

Fue un domingo inenarrable. Ese día se suspendió el adiestramiento militar de los leventes, así que podía dormir. Pero tanto me había acostumbrado a madrugar que me desperté cuando rompía la mañana. Estaba solo en el piso. Manci no había venido, y mi madre se había ido a casa del primer conserje a hacer la colada porque no quería dejar el trabajo gratis para un día laborable. El edificio aún dormía. Había tal silencio que de la cocina me llegaba el goteo del agua. «Mañana se va», eso fue lo primero que pensé, y me quedé tumbado en la cama. Me dolían tanto el cuerpo y el alma que parecía que un tren les hubiera pasado por encima.

El tiempo no avanzaba, aunque hice todo lo posible por matarlo. Limpié la casa, me remendé la ropa, lavé y planché mis camisas… y apenas eran las nueve. Como no tenía nada mejor que hacer, me puse a preparar la comida. Hice sopa de patata con corteza de pan duro, que llena mucho. A las once ya había lavado las cacerolas y no se me ocurrió nada más en que ocuparme.

Salí al pasillo y me senté ante la puerta, esperando que alguien me dirigiera la palabra. Los niños jugaban al fútbol en el solar de al lado; podría haber bajado, pero no me decidía. Si se trabaja con hambre toda la semana y, para colmo, se camina seis horas al día, el domingo a nadie se le pasa por la cabeza ponerse a perseguir una pelota. Nadie reparó en mí. Los adultos no suelen pararse a charlar con los adolescentes, salvo el tío Gábor, pero este no descansaba últimamente ni en domingo. El trabajo le salía por las orejas. Del segundo piso habían desalojado a una familia en paro y su lugar fue ocupado por un cerrajero muy joven y su esposa más joven todavía. Ya llevaban tres meses en la casa, pero tenían el piso tan vacío como el día en que lo alquilaron. Dormían en el suelo, tenían dos viejos baúles y nada más. El tío Gábor se compadeció de ellos. Prometió amueblarles la casa a crédito si le conseguían la materia prima. El cerrajero se la facilitó. Y le había costado tan solo veinte florines, o al menos eso era lo que se contaba. No lejos de nuestro edificio había un aserradero que custodiaba un vigilante nocturno. El cerrajero entabló amistad con él y los dos se pasaron una semana entera jugando a las cartas. El cerrajero perdió únicamente veinte florines; según dicen, por pura cortesía. Mientras, la mujer se iba llevando la madera a casa ya que, modesta como era, no quería molestar al propietario con asuntos como el transporte.

De modo que el tío Gábor tenía mucho trajín. Trabajaba a diario en los muebles de los jóvenes, y solo le quedaban los domingos para ocuparse de su féretro. La obra maestra estaba aún sin terminar. O, mejor dicho, la había terminado en varias ocasiones pero volvía a empezarla una y otra vez porque nunca quedaba satisfecho.

—Se quiere complacer a los que mandan en el cielo —me confesó un día—, pero también se desea el reconocimiento en la tierra. Ese es el problema del artista.

Al oír sus martillazos de pronto me di cuenta de que lo envidiaba. Qué suerte poder trabajar en lo que a uno le gusta, aunque sea tu propio ataúd. Qué fortuna creer en algo, aunque se trate de una locura.

El edificio cayó presa de un pesado tedio dominical, las ventanas abiertas parecían bostezar. Del piso del cajista se oía cantar a Mári:

De la otra orilla del río

dice un gorrión con su canto

tu bello amado se ha ido,

y estas aguas son tu llanto.

Acabé por hartarme. Entré en la habitación y me tumbé en la cama. Deseé, al igual que muchos millones de pobres, que no existiera el domingo. Los días laborables aún te las arreglas. Vas con prisas y no hay tiempo de pararse a pensar. Sin embargo, en domingo te quedas solo con tus penas, te encierras en casa con la soledad como con una fiera. Es mala pareja, peligrosa, puede suceder cualquier cosa. No hay nadie a quien mirar, tan solo la botella de lejía debajo del fregadero.

Mári seguía cantando:

Los encajes que te dio

han caído en el olvido.

Vas sin nido y sin calor

como un triste pajarillo.

De repente comprendí el mensaje de aquella vieja canción. Pensé que Mári seguía sin entenderla. Qué afortunada.

Llamaron a la puerta. Abrí y me pareció ver una aparición. Era Patsy.

—¿Cómo ha venido hasta aquí? —pregunté todavía petrificado.

—Yo pedí la dirección —contestó sonriendo—. A ver, ¿tienes todavía fiebre?

—No —alcancé a decir, y la hice pasar.

Yo llevaba mis pantalones cortos en estado terminal, una camisa totalmente remendada que me quedaba pequeña y las enormes botas del señor maestro. Fue entonces cuando Patsy se dio cuenta; de repente, todo encajaba. No volvió a preguntarme sobre mi enfermedad. Nos sentamos.

—¿Tus padres no están en casa? —preguntó.

—Mi madre se ha ido a trabajar —contesté con una evasiva.

—¿En domingo? —expresó con asombro—. ¿Qué negocio tiene tu madre?

—No tiene negocio alguno. —Eludí la respuesta, pero no paraba de sonrojarme.

Me sentía muy avergonzado. Primero, solo de nuestra pobreza; luego, cien veces más por haberme avergonzado de ella.

—Mi madre es lavandera —aclaré al fin—, y somos tan pobres que a veces ni siquiera nos alcanza para comer. Por eso no he ido a la excursión. Cualquier otra cosa es mentira. No me llega ni para el tranvía, debo caminar seis horas al día. Esta es la única ropa que tengo, ¡mire! ¿Hubiera ido conmigo así a Visegrád?

No respondió. Observaba la imagen de la Virgen sobre la cama, como si ninguna otra cosa le interesara. Pero tenía el rostro tan blanco como la cal.

De pronto me agarró la mano. No dijo nada, solo se me quedó mirando. Las suyas estaban calientes.

—Me hubiera gustado muchísimo ir de excursión —declaré—. ¿Me cree?

Asintió. Estuvimos un buen rato en silencio.

—Béla —dijo luego—. Me espera el taxi. Ven.

—¿Adónde?

—Da igual. A donde quieras.

—Así no puedo ir, Patsy. Y otra ropa no tengo.

—Vamos donde nadie nos puede ver. Hüvösvölgy, ¿está bien? Allí hay mucho gran bosque.

Se puso en pie, me tomó del brazo y dejé de poner pegas.

El taxi causó sensación entre los vecinos. Era quizá el primero que paraba ante el edificio. La gente se quedó con la boca abierta al verme subir. Yo no sabía qué hacer en una situación tan embarazosa.

Fue la primera vez que subí a un automóvil. «Dios mío —pensé después de acomodarme en el mullido asiento—, ojalá pudiera hacer algo por ella. Algo. Cualquier cosa. Por ejemplo, podría defenderla si nos atacaran unos bandidos. Eso no cuesta dinero. O si el chófer se diera media vuelta y la apuntara con una pistola, yo la salvaría aunque tuviera que dar la vida.» Pero el chófer solo se volvió cuando llegamos al bosque y detuvo el vehículo. Nos dio las gracias por la propina y nos quedamos solos, sin ningún peligro a la vista.

Paseamos tranquilamente. Por allí pasaba poca gente, y la mayoría eran personas de mi clase, así que me olvidé de mi ropa remendada. Patsy sacó una bolsita de cacahuetes y comimos sin hablar. Hacía calor, reinaba la calma, por entre las ramas piaban los pájaros.

En el interior del bosque nos tumbamos en un claro. El lugar estaba desierto. Estábamos solos, era como si el mundo hubiera cerrado los ojos. Callamos. Sobre la hierba había hojas marchitas, el bosque ya había empezado a mudar el color.

—Pronto llegará el otoño —dijo Patsy, quien no obstante parecía estar pensando en otra cosa.

—Sí —contesté; también yo tenía la cabeza en otro lugar.

«¿Dónde estará mañana a esta hora? —cavilaba yo—. Dios mío, si al menos pudiera besarle las manos.» Pero evitaba hasta su mirada, como un asesino que evita la mirada de la víctima. Estaba echado en la hierba sin moverme, mirando el cielo azul en el que pastaban inmensos cirros que parecían corderos. «Qué bonito sería morir por ella», pensé en un arranque de sentimentalismo ñoño y sincero…

Una ardilla cruzó por el sendero. Patsy empezó a llamarla ofreciéndole cacahuetes, pero no obtuvo resultado alguno. La ardilla subió a un árbol y tampoco cogió el fruto cuando Patsy se lo tiró.

—Qué rara ardilla —soltó, negando con la cabeza.

—¿Por qué es rara? —pregunté.

—Porque no quiere comer cacahuetes.

—Sí quiere —le expliqué, con voz de experto—, pero tiene miedo. Todas las ardillas son así.

—Oh, no —protestó Patsy—. En New York comen de la mano de la gente en todos los parques. Es la diferencia entre América y Europe, ya ves. Aquí en Europe todos tienen miedo. Eso es lo que causa problema. ¿Sabes qué pasó una vez?

—Cuénteme.

—Era yo ocho años entonces y fui a casa de una amiga a hacer deberes de cálculo. Yo siempre fui mala en cálculo, pero la lección era tan difícil que mi amiga casi tampoco sabía hacerla. Pensamos mucho y de repente veo que son las diez. Tenía mucho, mucho miedo, porque mi amiga vivía en una zona mala, lejos, en afueras, tú sabes. Y de repente entro en una calle sin gente y un hombre me habla. Yo no sé qué dice, solo corro y entonces el hombre me agarra y yo chillo: socorro, socorro. Viene otro señor y se enfrenta al primer hombre y dice: «¿No le da vergüenza, meterse con niña pequeña?». «No digas tonterías», contesta; «yo conozco la niña y si usted no me deja, ya verá.» Y entonces los dos pelean y caen en charco, y viene policía y lleva a todos a la comisaría y llaman a mi padre. Y entonces resulta… ¿sabes qué? Que el hombre que me habló era amigo de mi padre, pero yo tenía miedo de mirar a él en la calle. El otro hombre también resulta que era bueno. Los dos personas buenas y casi matan uno a otro porque niña tonta tiene miedo. ¿Sabes qué dijo mi padre cuando vimos en Berlín, París y todas partes que los European tienen miedo unos de otros? Dijo: «A toda Europe le pasará como a esas dos buenas personas. Pero no habrá policía para poner orden».

Tiempo después cuando esta anécdota se hizo realidad histórica, pensé mucho en aquellas dos buenas personas. Pero entonces tampoco sospeché que el padre de Patsy, quien había adivinado el futuro con tanta lucidez, dejaría veinte años más tarde la empresa petrolera para asumir un alto cargo en el gobierno estadounidense, ni que se portaría tan neciamente como las buenas personas European. Parece que el miedo cambia hasta a los estadounidenses. ¿O es que en el caso del padre de Patsy no se trataba de miedo sino de petróleo? ¡Quién sabe!

Al día siguiente partieron. Bajaron tarde de la habitación, tenían mucha prisa. El padre de Patsy miraba el reloj. Patsy se miraba los zapatos. No alzó la vista cuando el ascensor se detuvo.

—Hasta el próximo verano —dijo, y salió rápido. Pero entonces exclamó—: ¡Ay, he dejado una cosa arriba!

Habló con su padre en inglés y luego volvió al ascensor corriendo. Entre el segundo y el tercer piso de repente soltó:

—Stop el ascensor.

No la entendí.

—Para —dijo impaciente.

Y paré.

—Quería despedirme —dijo en voz queda.

—Sí —balbucí, y las lágrimas me atenazaron la garganta.

No nos miramos. Estuvimos varios minutos sin hablar, entornando los ojos. De súbito me abrazó y me dio un fugaz beso en los labios.

—Vamos —susurró después, y yo puse el ascensor en marcha.

Ninguno de los dos abrió la boca. El ascensor se detuvo y Patsy salió disparada. Un minuto más tarde todo parecía inverosímil, como si lo hubiera soñado.

A la mañana siguiente me despertó la voz airada de mi madre.

—¿Has vuelto a robar? ¿No se te cae la cara de vergüenza?

La miré sin entender nada. Vi que tenía la sortija de Patsy.

—¿De dónde la has sacado? —gritó.

—No lo sé —dije tartamudeando, y le conté la historia del anillo.

—¿Es de la niña de la foto, la que llevas en el bolsillo? —preguntó.

—Sí.

Entonces me pareció descubrir una especie de sonrisa en su rostro. Pero no dijo nada y se fue a la cocina.

He perdido muchas cosas desde aquel día, pero sigo conservando la sortija de Patsy. Debo confesar que cuando la miro no se me ocurren cosas muy originales. Tan solo pienso: así es la vida. Si el 3 de julio de 1928 a las ocho y cuarenta y dos minutos de la mañana alguien no hubiera entrado en un ascensor de Budapest, tal vez ahora yo no estaría en América.