5

Una noche al llegar a casa y subir al tercer piso vi con asombro que había luz en nuestra cocina. No podía imaginar qué pasaba. A esa hora mi madre ya solía dormir y si estaba despierta tampoco encendía la luz, pues no podíamos permitirnos ese lujo. Reconocí la voz de Mári y entonces me quedé aún más perplejo. ¿Qué haría Mári a esas horas con mi madre?

Abrí la puerta. Mi madre estaba tumbada en la cama con el rostro amarillento y, pese al frío glacial, tenía gotas de sudor en la frente. Mári estaba sentada en el borde de la cama con una cazuela de sopa en el regazo, de la que mi madre comía con afán. Las miré callado.

—Vamos, no te quedes ahí como un pasmarote. No me moriré tan fácilmente. Mala hierba nunca muere.

—¿Qué pasa? —logré soltar por fin.

—Se ha puesto mala —me contó Mári—. Estaba lavando en casa del primer conserje y se desmayó junto a la artesa.

—Pero esta vez no me han llevado al San Roque —bromeó mi madre—. Al que se desmaya de verdad parece que no lo llevan.

—¿Has ido al médico?

—Llamaron a uno. Ha sido él quien me ha hecho recobrar el conocimiento.

—¿Y qué ha dicho?

—Pues… lo que suelen decir. Que descanse, que coma bien. —Hizo un gesto de resignación—. ¡Que se vayan a la porra!

Siguió tomando la sopa. Se hizo un silencio, y solo se oía la música cíngara procedente de la taberna. Los párpados de mi madre se cerraron, recostó la cabeza sobre el colchón y se quedó dormida con la cuchara en la mano. Mári se puso en pie sin hacer ruido.

—La pobre está muy débil —susurró, alejándose de la cama—. Dime, Béla —preguntó—, ¿come bien tu madre?

«Pero ¿es que come?», pensé.

—No lo sé —musité, pero entonces me acordé de que a mi madre le daría mucha vergüenza si otros llegaran a saber que pasaba hambre, y enseguida añadí—: Claro, seguro.

Mi madre gimió en sueños. La miré y vi su rostro rígido y descolorido, y sentí la punzada de un miedo escalofriante. «¿Qué pasará si se muere de hambre por la noche? —pensé—. El otro día también se quejó de que el tacaño del primer conserje pensaba que hacer la colada gratis significaba que no tenían que darle de comer siquiera.» ¿Quién sabe desde cuándo estaría sin comer?

—Mári —empecé a hablar, y me asusté al oír que me temblaba la voz.

Se volvió hacia mí, sorprendida.

—¿Qué hay, Béla?

—Pues —tartamudeé—, no sé cómo decirlo. Me da mucha vergüenza. Por la mañana mi madre me dio dinero para comprar pan, pero yo…

—¿Te lo has gastado? —preguntó Mári.

La señorita gorda de la oficina de correos me había preguntado lo mismo cuando no tenía suficiente para comprar los sellos. Ahora ya sabía que en esas ocasiones hay que decir que sí. Asentí.

—¿Podría prestarnos una rebanada?

—Claro, cómo no —contestó Mári, y salió corriendo.

Vivían enfrente de nosotros, así que no tardó mucho en volver. Traía un panecillo entero, casi le doy un beso por su amabilidad. «Dios mío —pensé—, qué bien le sentará a mi madre.»

—Pero no le diga nada —susurré, porque sabía bien cómo era la que me trajo al mundo.

—Ni se me pasaría por la cabeza —dijo, y me guiñó un ojo con complicidad—. Pero la próxima vez no te gastes el dinero. Buenas noches.

—Buenas noches, Mári. Que Dios la bendiga por su amabilidad.

La puerta se cerró a su espalda y reinó un silencio aterrador. Abajo en la taberna los gitanos seguían tocando. Me acordé del pobre Berci. Él también se desmayó una vez. Fue en clase de geografía. El señor maestro dibujaba en la pizarra los ríos de Hungría y el golpe seco de un cuerpo cayendo al suelo rompió la calma. Fue en primavera. En otoño lo enterraron.

—¡Madre! —dije, asustado.

Mi madre se estremeció.

—¿Qué pasa?

—He traído un poco de pan. ¿No quieres comer?

—Sí —contestó sin fuerzas, pero cuando se lo llevé ya estaba otra vez dormida.

Me senté en el borde de su cama y esperé. Dormía tan profundamente que me daba pena despertarla. Me quedé allí observando su rostro sufrido, y no sé cómo pero yo también me quedé dormido. Soñé que era monaguillo y tocaba la campanilla en el entierro de mi madre. Me despertó mi propio llanto. Mi madre seguía durmiendo, soltando unos ruidos roncos y silbantes, y a veces gimoteaba como un niño pequeño. El petróleo se había agotado en el quinqué, la mecha candente humeaba en la oscuridad. La apagué. Solo al tocar la lámpara caliente me di cuenta del frío que tenía. Encendí una cerilla y miré la hora. Eran las tres y media. «Dentro de hora y media tengo que ponerme en marcha —pensé—. Debo dormir porque si no habrá problemas en el hotel.»

Entré en la habitación y me acosté, pero no pude conciliar el sueño. Los dientes me castañeteaban por el frío. Manci no estaba en casa, así que me levanté y empecé a andar de un lado a otro de la habitación. Estuve en pie hasta la madrugada, pero cuando salí de casa ya sabía qué iba a hacer.

A mediodía me las arreglé para llegar tarde al almuerzo y solo me presenté en la cocina cuando los demás ya se habían dispersado. Me llené los bolsillos de papel y cuando no me veían envolví en él la comida. Solo me comí lo que no podía guardarme: la sopa y el guiso. Por la noche hice lo mismo con la cena. Camino de casa el hambre me torturaba tanto que apenas pude resistir la tentación. Pero entonces me acordé de mi madre y de repente se me quitaron las ganas de comer.

Mi madre ya estaba dormida cuando llegué.

—Buenas noches —dije en voz alta.

Me miró sorprendida, porque otras veces no la despertaba.

—¿Pasa algo? —preguntó.

—Qué va —le contesté—. Solo quería saber cómo estabas.

Hizo un gesto de resignación.

—Ya ves, hecha un pellejo.

Pues sí, saltaba a la vista. Rápidamente cambié de tema.

—¿El médico no te recetó ningún medicamento?

—No —repuso algo nerviosa.

La conversación se nos resistía.

—¿Ha venido Mári? —aventuré, solo por decir algo.

—Sí.

—¿Alguien más?

—El sabatario ha venido por la tarde.

—¿Qué quería?

—Nada. Se enteró de que estoy enferma. Me ha leído unos fragmentos de la Biblia.

Seguí preguntándole por esto y lo otro y unos diez minutos más tarde dejé caer:

—He traído un poco de comida. Aquí está.

Del bolsillo extraje el paquetito. Eran dos trozos de carne, una buena cantidad de patatas y dos rebanadas de pan. Se me hizo la boca agua y vi que mi madre también tragaba saliva. Pero apartó la comida.

—Cómetelo tú, hijo —dijo—. A los adultos les cuesta menos pasar hambre.

—¿Quién diablos pasa hambre? —dije airoso—. Hay tanta comida en ese hotel que comemos hasta reventar. Siempre dejo la mitad.

Mi madre me miró extrañada.

—¿No te lo acabas?

Lo preguntó incrédula, con un deje de indignación en la voz. Me di cuenta de que me había pasado de la raya. Yo tampoco la creería si me dijera que dejaba comida. Enseguida añadí:

—Ya sabes, no quería guardarla delante de los demás.

—Claro —asintió, porque eso ya lo entendía. Los pobres no hacen gala de sus problemas.

—Pero ahora soy más astuto. He aprendido un truco.

—Ten cuidado, hijo, no vayas a tener problemas.

—¿Te parezco un tonto? ¿No soy bastante listo?

—Sí —contestó con seriedad—. Eres listo, ya lo sé. —Miró al suelo y luego dijo, sin levantar los ojos—: Deberías estudiar.

No le respondí. En el silencio solo se oía el goteo del grifo.

La mirada de mi madre se concentró en la comida.

—¿De verdad que no quieres?

—Ya te he dicho que no tengo hambre.

—Vamos, cómete al menos la mitad.

—¿Quieres que me dé una indigestión?

Eso acabó de convencerla.

—Está bien —dijo. Esbozó una sonrisa avergonzada y le hincó el diente a una de aquellas suculentas chuletas de cerdo.

Tuve que sentarme porque tenía el estómago vacío y empezaba a marearme. Fue un momento inolvidable, uno de los momentos más hermosos de mi juventud.

A partir de entonces cada día me llevaba la comida a casa. Las cortas raciones y las largas caminatas me debilitaron tanto que a la hora en que se encendían las lámparas apenas podía tenerme en pie. Esperaba el cambio de turno y al mismo tiempo lo aborrecía porque el mayor desafío llegaba después: volver caminando a Újpest. Me arrastraba como un animal herido y al llegar a casa muchas veces estaba al borde del desmayo. Y entonces vino otra calamidad.

El comandante, según parece, no soportaba la vida sin el ejército y por eso se entretenía jugando a soldados con nosotros. Por las mañanas nos mandaba formar en fila, como a los reclutas, y con todo rigor pasaba revista a la tropa. Los botones de cobre de nuestros rojos uniformes debían relucir, y a los que no tenían impecable la raya del pantalón les esperaba la condena eterna. Había que peinarse el pelo de forma reglamentaria: pegado al cráneo y con la raya a la izquierda. Nos examinaba las uñas, las orejas, el cuello; a veces incluso nos olisqueaba como un perro y menuda bronca le caía al que olía a sudor.

En una de esas inspecciones me rugió:

—¿Qué botas son estas?

No supe qué contestarle. ¿Debería haberle dicho que eran las botas del señor maestro y que había tenido que sufrir lo indecible para conseguirlas? ¿Que por su culpa me habían metido en la cárcel, que me habían llovido culatazos y que me habían desterrado del pueblo? ¿Que por su culpa no podía ir a la escuela? ¿Qué podía decirle?

Se produjo un tenso silencio. Creí que había llegado el fin del mundo. Entonces, de pronto, Elemér habló:

—Señor comandante, le han salido ampollas en los pies. Los tiene vendados, por eso lleva unas botas así… tan viejas y tan grandes.

Pero al señor comandante no le importaba el estado de mis pies. Zanjó el asunto así:

—¡Que no te vuelva a ver con eso en los pies!

—Bien, señor comandante.

—No digas «bien», sino «a la orden».

—A la orden, señor comandante.

—Rompan filas.

Una vez el comandante se hubo marchado, Elemér se me acercó.

—Deberías comprarte unos zapatos —susurró.

—Ya.

—¿No tenéis dinero?

—No.

—Pues algo habrá que hacer.

—Sí, pero ¿qué? —Me encogí de hombros—. Ya verás como me echan. Además, en el peor momento.

—¿Por qué?

—Mi madre está enferma. Muy enferma.

Elemér no dijo nada, se limitó a mirar al vacío. Estuvo un buen rato sin abrir la boca.

—Yo tampoco tengo dinero —dijo como disculpándose, luego se me acercó un poco más—. Que no te vea —musitó—, escóndete en cuanto aparezca.

—¿Y de qué va a servir —objeté— si tengo que presentarme en las inspecciones?

—Le diré que te he mandado a alguna parte. Estás bajo mis órdenes, déjame hacer a mí.

—Vale —me encogí de hombros—, pero ¿hasta cuándo durará?

—Ya inventaremos algo —dijo, pero su voz delataba escasa esperanza.

A mi madre no le mencioné nada. La pobre tenía ya bastantes problemas. Dejó la cama en cuanto pudo y sin más remedio que ir a trabajar. Todo volvió a su cauce.

Pero una noche me recibió muy contenta.

—¿Sabes lo último? —preguntó sonriente.

—No, ¿qué?

—Se acabó el aprendizaje. Te van a dar un puesto.

—¿Cómo lo sabes?

—Por el primer conserje. Dice que lo demás ya depende de ti. Si haces bien las cosas podrás ganar hasta dos o tres pengos de propina al día.

La cara le brillaba de emoción, demasiado. Todo era en vano, no podía seguir callando.

—Madre —apunté—, me temo que no habrá puesto.

—¿Por qué?

—Porque hay un problema. Al señor comandante no le gustan mis botas.

—¿Qué tienen de malo?

—No sé. Al señor maestro le parecían bien. Pero, claro, un meñique suyo valdría más que el señor comandante, monóculo incluido. Siento decepcionarte.

Pero para mi mayor sorpresa mi madre dijo:

—Si no hay otra salida, compraremos un par.

No daba crédito.

—¿Y qué será del alquiler de la casa?

—Si es verdad lo que dice el señor primer conserje, en tres o cuatro días habrás recuperado lo que cuesten los zapatos.

—Tienes razón. —Respiré con alivio—. Ya ves, ni se me había ocurrido.

Hice novillos en la escuela de aprendices y me fui con mi madre a comprar zapatos. Fue un gran acontecimiento. Así quedó reflejado en mi vieja agenda, en la página del debe: «18 de febrero de 1928. 7 pengos con 20 florines a mi madre por unos zapatos». Y abajo puse entre paréntesis: «Pero son sin usar, completamente nuevos». Pues sí, tenía unos zapatos «completamente nuevos». Preciosos. La gente no debía de entender por qué me miraba constantemente los pies. Lo que más me gustaba de los zapatos es que crujían. Suena extraño, pero solo crujen los zapatos que aún no se han desgastado, y yo nunca había tenido algo por el estilo. Así que estaba orgulloso, tremendamente orgulloso.

En efecto, me dieron un puesto, pero de poco me sirvió. Me asignaron uno de los ascensores y seguramente se habrán dado cuenta de que nadie da propina al botones que los maneja. Allí estaba yo, pues, con mis bonitos y crujientes zapatos, mostrando mi sonrisa más seductora a los huéspedes, inútilmente. Como mucho lograba que los más generosos me correspondieran con otra sonrisa.

Al enterarse mi madre, me miró de una forma que creí que se desmayaba.

—Dios mío —dijo, blanca como la cal—, los siete pengos los quité del alquiler.

Nunca la oí quejarse cuando no tenía nada que comer, pero por el alquiler se lamentaba sin parar. A nadie le gusta que le pongan de patitas en la calle, pero su constante terror resultaba casi enfermizo.

—Mientras uno pasa hambre entre cuatro paredes —decía— sigue siendo un ser humano. Pero si no se tiene ni eso, entonces solo queda… —Y señalaba la botella de lejía.

¡Cuántas veces la oí decir lo mismo! Me estremecía cada vez que veía aquella botella.

Sin embargo, el 1 de marzo nos libramos. Mi madre le prometió al portero que a partir de entonces le haría la colada gratis, y este le dio de plazo hasta el 1 de abril.

El 1 de abril cumplí quince años. Nadie se dio cuenta, y hasta a mi madre se le olvidó. A la pobre la traía de cabeza el asunto del alquiler y no mi cumpleaños. Tenía que pagar noventa pengos, según vi en mi cuaderno, pero solo logró reunir treinta. Así que no pasé un cumpleaños feliz. Me tiré todo el día rompiéndome la cabeza con lo que podía ocurrir si nos echaban de casa, y se me paraba el corazón al pensar en la botella de lejía.

Ese día el hotel estaba inusitadamente alegre: era el día de los Inocentes en Hungría y la gente se entretenía gastándose bromas. «Nací en un día de broma —pensé—, no tiene nada de extraño que la vida se burle de mí.» Me equivocaba continuamente de piso, la gente me echaba broncas, y yo incluso temía perder la compostura. Llegó la noche y apenas podía contenerme. Quería saber a toda costa qué habría sucedido en casa, y a su vez me daba miedo llegar a averiguarlo.

Caminé más lentamente que nunca. Era una noche fría, había niebla y lloviznaba. Andaba por las calles desiertas con el cuello subido y las manos hundidas en los bolsillos, y dondequiera que mirara veía a mi madre con los ojos desorbitados, tumbada en el camastro junto a la botella de lejía vacía.

Serían ya las doce de la noche. La lluvia me empapaba la ropa y sentía que también se me filtraba por la piel y me ablandaba los huesos. Me apoyé en una farola, la cabeza me cayó contra el pecho, y se me juntaron los párpados. La lluvia se me escurría por el cuello, por mi espalda caían regueros de agua helada. No hice nada por impedirlo. Era incapaz de levantar la cabeza.

—¡Menudo cumpleaños! —balbucí, y al mismo tiempo constaté que estaba hablando conmigo mismo en voz alta, como solía hacer Vilma, la loca del pueblo. Pero no podía parar: naciste el día de los inocentes, ¡tonto de abril! Y se ríe de ti toda la gente.

«Qué raro —pensé—, esto rima. ¿Lo habré leído en alguna parte? No, no creo… No, es imposible. Curioso.» Hablaba en verso. Me mareé. Uno se siente así cuando está entre el sueño y la vigilia, cuando la realidad se funde con la fantasía. Era una especie de embriaguez sobria, un éxtasis sereno.

Me acuerdo perfectamente de esos minutos, como los epilépticos deben de recordar su primer ataque o como los locos rememoran, en sus momentos de lucidez, la primera noche en que tuvieron visiones. Fue entonces cuando empezó todo.

Repetía los versos como cuando se repiten los compases de una antigua canción ya olvidada, o que tal vez se ha oído solo en la imaginación. Fueron unos momentos impresionantes, caí víctima de un siniestro milagro, un prodigio que no puedo explicar sin hablar entrecortadamente. Estás sentado ante la radio, con dedos titubeantes giras el dial, estás buscando algo, ni tú mismo sabes qué. De pronto oyes una música celestial. Te suena, te rompes la cabeza intentando recordarla, pero nunca la habías oído. ¿Qué es?, te preguntas. ¿De dónde viene? ¿Quién la toca? Dura unos instantes, tan solo cuatro compases, y luego se desvanece. La melodía se pierde en el éter y en vano la persigues. Mueves el mando cada vez más excitado, pero solo oyes ruidos caóticos, señales ininteligibles que parecen llegar de otro mundo —una corta, otra larga, una corta, otra larga— y no tienes ni idea de qué pueden significar. Y entonces vuelves a oírla. Ahora con toda claridad. Y la escuchas de principio a fin, perfectamente, pero sigues sin saber de dónde procede y no lo vas a saber nunca.

Preso de un estado febril, saqué del bolsillo la agenda y con el fino lapicero empecé a escribir bajo la llovizna. Aún hoy se ve en el papel el rastro de la lluvia. Fue mi primer poema. Lo copio aquí, tal y como quedó:

TONTO DE ABRIL

Naciste el día de los inocentes,

¡tonto de abril!

Y se ríe de ti toda la gente,

¡tonto de abril!

Tenías hambre y quisiste mamar,

¡tonto de abril!

Un señorito te supo robar,

¡tonto de abril!

Dicen que a todos nos toca la Gracia,

¡tonto de abril!

Mas no se aparta de la aristocracia,

¡tonto de abril!

Los ricos tienen lo que a ti te falta,

¡tonto de abril!

Lujo y hoteles y leche. ¿Te exalta?

¡Tonto de abril!

¿Creen los señores que todo irá bien?

¡Tontos de abril!

¿Es que se creen que diremos amén?

Vais a cascarla de un tiro en la sien.

Más tarde taché el último verso. Parece que me asusté de mi propia osadía, nada extraño, teniendo en cuenta que los poemas que estudiábamos en la escuela, y que evidentemente llevaban el visto bueno de las autoridades, nunca contenían expresiones fuertes. Cambié el verso, pero luego también lo borré y puse una línea de puntos para marcar que quedaba tal como estaba. Y al final de la página figura, bien subrayado:

«No hago poesía para los señores ni quiero hacerla. Que se vayan al cuerno».

Eso era lo que escribí al final de mi primer poema. Al final del último podría haber anotado lo mismo. Parece que no he cambiado mucho.

En casa me esperaba una buena noticia: el portero había fijado como nuevo plazo el 1 de mayo. No lo hizo gratis, tan desinteresado no era. En lo sucesivo mi madre tendría que hacer la colada gratis para tres «conocidos» del ilustre varón, lo que al señor portero le suponía nueve pengos de ingresos extras al mes, o sea, doce si añadimos su propia colada. Pero ¡qué le importaba eso a mi madre! Me recibió como si hubiéramos ganado el primer premio de la lotería.

Era el día de San Hugo, y como el hermano menor de Árpád se llamaba Hugó, el cajista y su esposa nos invitaron. Mári había repartido un buen trozo de pastel con semillas de amapola y mi madre me lo guardó. Nos sentamos a la mesa; ella comía lo que yo le había traído, y yo, su pastel con semillas de amapola. Bajo el resplandor de la buena nueva comíamos como dos compinches que acaban de librarse de la horca.

Por la mañana mi madre me besó al irme, lo que no solía hacer nunca. En cambio, cuando llegué a casa por la noche ni me saludó.

—¡Entrégame el dinero! —me soltó sin más.

—¿Qué dinero? —pregunté.

—Lo sabes muy bien —repuso enfadada—, el que ganas.

La miré consternado.

—¿Estás de broma?

Mi madre se puso en pie y se me acercó con el rostro encendido.

—¿Te atreves a mentirme a la cara?

—¿Quién miente aquí? —grité, indignado.

—¡Tú! —chilló—. ¿No se te cae la cara de vergüenza? Hoy he ido a lavar a casa del primer conserje y he vuelto a encontrar prendas con manchas de sangre entre la ropa sucia. Su esposa está demasiado vieja para esas cosas, así que le digo: «Señora, ¿usted me trae a lavar la ropa de otra gente?». A lo que ella se pone a gritar que si esto y lo otro, que si soy una desagradecida, que si mi hijito bastante gana ya en el hotel.

—¡Miente! —grité, me había sacado de mis casillas—. ¡Es una infame y cochina mentirosa!

—¡Mentiroso el que lo dice! —rugió—. Esa vieja no se atrevería a mentirme así. ¡No puede ser tan abyecta como tú!

Solo faltaba eso. Le dije cosas terribles a mi madre; ni lo recuerdo ni creo que entonces fuera consciente de lo que decía. Reñimos a grito pelado, como enemigos mortales. De repente estalló en nosotros la cantidad de odio reprimido que no podíamos lanzar contra los que lo merecían. Habíamos perdido la razón, como fieras acorraladas y hambrientas.

—Cierren el maldito pico o llamaré a la policía —bramó el portero.

Mi madre recobró la serenidad de golpe.

—Vete a tu cuarto —dijo con voz ronca—, porque si no terminaré retorciéndote el pescuezo.

Pasamos varias semanas sin hablarnos. Por la noche, al volver a casa ella ya dormía, o al menos lo simulaba. Yo seguía llevándole comida, la ponía sin decir nada sobre la mesa de la cocina y me encerraba en la habitación. De madrugada casi siempre me despertaba un sonido: mi madre hurgando en mis bolsillos. Buscaba en balde. Me hacía el dormido, sin abrir los ojos, hasta que me gritaba:

—¡Son las cuatro! ¡A levantarse!

Entonces me lavaba rápido y me iba sin despedirme.

Así vivía en la «casa materna». Por si fuera poco, a Elemér lo pusieron en el turno de noche. Ya no había ni un alma con quien tener una charla amigable. Me sentía tan solo como en mi niñez y volví a refugiarme en el mundo de la fantasía. Por las oscuras y temibles calles de Újpest me acompañaban compañeros imaginarios a quienes les contaba lo que no le podía contar a nadie. Me inventaba tramas delirantes en las que yo era el héroe, el gran y famoso Béla, que siempre impartía justicia, que se vengaba de quienes maltrataban a los niños y que, al igual que Sándor Rózsa, robaba a los ricos para repartirlo entre los pobres. Hace tiempo que he olvidado esas fabulaciones, pero sigo recordando una historia nada novelesca y muy convencional, una ensoñación recurrente. Trataba de lo siguiente: yo era ya un hombre adulto, tenía mujer e hijos y vivíamos felices en un piso de tres habitaciones. La «acción» se iniciaba normalmente con las campanadas de medianoche y conmigo volviendo agotado a casa.

Mi esposa —que se llamaba Erzsike y, cómo no, era preciosa— salía al vestíbulo a mi encuentro, corriendo, y se me echaba a los brazos llorando.

—Ay, cariño —decía entre sollozos y risas—, ya empezaba a pensar que te había sucedido algo. ¿Es que no sabes que esperamos tu llegada con todo el cariño? Son más de las doce, ¿qué te ha entretenido?

—He venido a pie —respondía, y daba una chupada a mi distinguida pipa.

—¿A pie? —se extrañaba mi mujer—. ¿Con este tiempo? No nos va tan mal como para que tengas que andar seis horas al día.

—¡Por supuesto que no! —apuntaba con orgullo—. Pero así ahorramos.

—¿De qué sirve el dinero, querido, si te dejas la piel? No creas que podrás aguantar este ritmo mucho tiempo. Júrame, mi amor, que nunca más lo volverás a hacer.

—La vida es dura —oponía con gravedad—. Un hombre adulto debe pensar en su familia.

Al pronunciar la palabra «familia», aparecían los hijos, concretamente cinco: tres niños y dos niñas. Eran hijos legítimos que no habían probado más que leche materna durante el primer año de su vida. Todos llevaban zapatos hermosos y crujientes, y en casa incluso iban con chanclos para no tener frío en los pies. Los chicos vestían la misma ropa que el apuesto señorito que había criado mi madre, e incluso les había comprado un sombrero verde de cazador, tocado con un penacho de pelo de jabalí. Las chicas, por su parte, también relucían. Parecían princesitas. Ambas llevaban colgadas del cuello cruces de oro; les habría dado un azote si las hubieran querido empeñar.

Y los cinco a la vez me colmaban de besos y me rogaban que no volviera a ir a pie. Luego la familia por completo me acompañaba a la sala. Era una estancia preciosa. Crepitaba la leña en el hogar, y al lado había un sillón igual que el del señor maestro, y yo me acomodaba en él. Entonces mi hijo mayor me descalzaba el pie derecho, el mediano el izquierdo, y el menor entraba corriendo en el dormitorio para traerme las pantuflas, ya que con la lluvia se me habían mojado los pies —yo, a diferencia de mis hijos, no tenía chanclos—. Entretanto las dos niñas me frotaban las manos entumecidas: la mayor la derecha y la menor la izquierda, para que no hubiera malentendidos. Por fin Erzsike los mandaba irse.

—Dejad a vuestro padre —decía—, porque el pobre debe de tener mucha hambre.

—Así es —admitía yo—. ¿Qué hay para cenar?

—Estofado de col —contestaba con la mayor naturalidad del mundo.

—No está mal —constataba yo, como si fuera también lo más normal.

—Y aún otra cosa, amor mío —comentaba ella, muy cursi.

—¿Más todavía? ¿Estás de broma?

—Qué va —respondía—. ¿Por qué iba a engañarte? Con lo mucho que trabajas tienes que alimentarte bien. También he hecho un poco de pasta con requesón.

—Bueno —concedía—, ha valido la pena andar tanto. Venid, niños, vamos a rezar. Bendícenos, Señor, y bendice estos alimentos…

Con razón dice el refrán húngaro: «Si no tienes perro, ladra tú mismo».