4

El edificio donde vivíamos parecía una estación terminal. Allí iban a parar los que ya no tenían nada, y los que aún nada tenían partían de ese punto. Los jóvenes matrimonios de proletarios que aún creían en los milagros compartían rellano con desempleados maltrechos con numerosos hijos, que ya no creían en nada, absolutamente en nada. También entre los jóvenes había más de un parado, pero los mayores de cuarenta años se llevaban la palma. De qué vivían estas familias, nadie lo sabía, tal vez ni ellos. Hombres aplicados, fuertes como bueyes, perdían el tiempo todo el santo día en los pasillos de la casa en espera de que sus hijos o hijas, aprendices de quince años, les consiguieran algo para cenar. En más de una familia eran esos chiquillos espabilados los que mantenían a los demás. Al aprendiz de vez en cuando le caía alguna propina o algún trabajo extra y si no, incapaz de soportar el hambre que pasaban sus hermanos pequeños, se iba a robar. En el tribunal de menores no había paro y la plantilla de policía también trabajaba al completo. Apenas había días en que alguien no llamara sigilosamente a la puerta de la cocina:

—Llega la poli.

O bien:

—¡Que viene András el Inútil!

Muchas veces eran los niños los que daban la noticia.

—Oigan, que aquí está el ¡Eh!

Así llamaba la generación más joven a los policías. El ¡Eh! corriente era el agente de a pie, y el ¡Eh! con tono elevado, el policía a caballo. Si el ¡Eh! se llevaba a uno, tan solo decían:

—El pobre —y luego añadían—: Vaya mala pata.

Y eso que la casa no era ninguna guarida de ladrones. La mayoría de los vecinos eran obreros, personas honradas y bienintencionadas que no tenían más culpa que vivir y querer mantener a sus familias.

A nuestro lado vivía un anciano ebanista a quien llamaban tío Gábor. Al tío Gábor se le mostraba un gran respeto a pesar de que todos sabían que le faltaba un tornillo. Era un hombre alto, bien parecido, de rostro serio y majestuoso. Andaba más derecho que una vela y cuidaba mucho su aspecto. En los pantalones gastados siempre se planchaba unas rayas impecables, nunca se olvidaba de lustrarse los zapatos remendados, y sus enormes bigotes blancos de húsar eran inconcebibles en alguien que no durmiera con la bigotera puesta. Era viudo, pero en su diminuta casa vivían cuatro personas. Alquilaba la habitación a tres obreras jóvenes y él dormía en la cocina. En tiempos mejores había tenido su propio taller en un pueblo cercano a Budapest, donde trabajaba con tres ayudantes. Fabricaban ataúdes. Confió en la muerte y no salió decepcionado. Había reunido toda una fortuna, y llegó a tener ocho mil coronas en la caja de ahorros, pero entonces estalló la guerra, lo llamaron a filas y tuvo que cerrar el taller. Luego llegó la revolución y los rojos declararon que la moneda antigua no valía nada. Vino la contrarrevolución y los blancos declararon que la nueva tampoco. Después le tocó el turno a la inflación y entonces ninguna de las dos monedas tuvo valor. El tío Gábor, ya anciano, se quedó sin blanca y los excesos de la historia mundial le afectaron la cabeza. Tenía la manía de que los siniestros féretros actuales iban en contra del espíritu cristiano, según el cual, como bien se sabe, se pasa a mejor vida, por lo que no hay razón para ponerse triste. Empezó, pues, a fabricar ataúdes alegres. Los enlutados clientes se mostraron recelosos ante la innovación y el tío Gábor acabó por enfadarse con la aldea. Se trasladó a Budapest para intentar llevar su iniciativa a buen puerto en la capital, pero a falta de dinero no pudo montar un negocio propio; y como tampoco encontró empleo, pronto se vio en el nutrido grupo de los desempleados.

Pero no se dio por aludido. Con las herramientas que le quedaban, instaló un taller en la cocina y siguió llevando una vida tan laboriosa como la de antes. Se levantaba a las cinco en punto, empezaba a trabajar a las seis, dejaba el cepillo a las doce y durante el «receso del almuerzo» se iba a buscar trabajo. Nunca encontraba nada, pero no se desalentaba. Volvía a casa, se quitaba la ropa de calle y seguía trabajando hasta las seis en punto. ¿Qué hacía? En primer lugar amuebló la casa, y lo hizo de manera admirable. Pintó los muebles con los colores nacionales, porque era muy patriota y estaba orgulloso de ello. En la habitación había tres camitas, verdaderas obras de arte. Estaban decoradas con tallas de madera y pintadas de rojo y verde sobre fondo blanco. En la cabecera dos angelitos rojos sostenían un corazón blanco, en el que figuraba el nombre de la ocupante en letras verdes: Sári, Bözsi o Borcsa. En cuanto el tío Gábor notaba algún desperfecto, enseguida acudía con sus herramientas para repararlo, porque más allá de los féretros alegres, también era un maniático del orden. Las muchachas no podían mover nada de su sitio, ni siquiera las sillas, bajo cuyas patas había en el suelo cuatro círculos de colores: rojo, blanco y verde.

Si alguien en los alrededores necesitaba muebles, le llevaba al tío Gábor la madera y todo lo necesario, y este los hacía con esmero y presteza. Luego le pagaban o no, y más bien ocurría lo segundo. De todos modos, últimamente, pese a aquellas ventajosas formas de pago, escaseaban los encargos, porque la gente que vivía en la zona ni siquiera tenía para materia prima. Tampoco eso desalentó al tío Gábor. Siguió trabajando por cuenta propia. En qué, eso nunca lo decía. En nuestra casa se oían sus martillazos todo el día, y cuando dejaban de oírse sabíamos que eran las seis de la tarde.

Una vez mi madre me mandó a su casa a buscar un martillo y entonces me enteré de lo que hacía. Estaba preparando un ataúd. Era alegre, y en los cuatro lados había querubines que sacaban la lengua, como burlándose del mundo.

—¡Esto no es nada! —me aseguró el tío Gábor—. Ya verás cuando esté terminado. Pero me llevará unos meses más.

—¿Unos meses? —pregunté—. ¿Para quién es el féretro, tío Gábor?

—Para mí —repuso.

—¿Está de broma?

—No, hijo —dijo con rostro serio—. Como en la tierra no me dan ocupación, trabajo para el cielo.

Así era el tío Gábor. Lo apreciaban todos los vecinos de la casa, pero él solo tenía un amigo: Áron el sabatario. Eran como uña y carne, pero reñían sin parar. Al tío Gábor le hubiera gustado declarar la guerra al mundo entero para reconquistar las antiguas fronteras de Hungría; en cambio, Áron detestaba la violencia y solo creía en el reino de los cielos. El sabatario era un hombre extraño, larguirucho. Su cara delgada, como la de Jesucristo, estaba coronada por una melena de león: Tenía una rala barba pelirroja, la nariz, prominente y puntiaguda, era increíblemente fina y casi tan transparente como el pergamino. Tendría unos cincuenta y cinco o sesenta años, pero aparentaba muchos más. El sabatario era vigilante nocturno en el depósito de chatarra más cercano, ante el que habíamos pasado en Nochevieja. Allí le veía cada noche al volver a casa, leyendo la Biblia dentro de su chabola.

—Si no fuera por él —me dijo en una ocasión, el tío Gábor—, haría ya tiempo que este edificio no existiría.

—¿Qué quiere decir con eso, tío Gábor? —pregunté, y el viejo me lo explicó.

Así me enteré de por qué aquel bloque de tres pisos se erguía aislado en medio de solares desiertos. Una vez, contó, hubo allí una colonia obrera, pero en los tiempos de la inflación una empresa compró las casas para construir en su lugar una fábrica. Los edificios se fueron demoliendo uno a uno y los habitantes se vieron en la calle de un día para otro, porque en aquellos años escaseaba tanto la vivienda que hasta a los ricos les costaba trabajo procurarse un techo. Los vecinos de nuestra casa también recibieron los avisos correspondientes, pero Áron, el sabatario, contestó que no pensaba irse. Dijo que tenía un contrato y que no lo podían desalojar. La empresa llevó el asunto a los tribunales, pero al obstinado sabatario no le pudo ir mejor: el caso llegó a manos de un juez que había huido de Transilvania. Los rumanos, al ocupar la región habían obligado al juez a abandonarla, por lo que el anciano huyó con su numerosa familia a Budapest. Allí pasó ocho meses viviendo en un vagón de tren, como otros muchos húngaros llegados de Transilvania. Al parecer, el juez nunca había olvidado esos ocho meses de su vida en el vagón, y el sabatario ganó el pleito. Desde entonces circulaban sobre él historias prodigiosas y en el barrio todos lo respetaban.

La pura verdad es que había tenido suerte. La empresa recurrió la sentencia, pero entonces llegó la deflación y la sociedad, que se había enriquecido con la inflación, quebró. El plan de la fábrica se quedó en nada y la casa, junto con el montante de la deuda, pasó a manos de un gran banco. Entre los centenares de empleados que tenía el banco apenas unos cuatro o cinco sabían de la existencia del edificio y solo uno de ellos lo había visto en una ocasión, cuando acudió a firmar el traspaso de la propiedad. A principios de mes el portero llevaba al banco el dinero que recaudaba en concepto de alquiler, y la cifra quedaba apuntada en una cuenta corriente. La casa pasó a ser un ítem más en la serie de posesiones del banco, un ítem de poca monta, tan insignificante que nadie se ocupaba de él.

De esta forma, el portero era el gallo de la casa. Tenía un poder sin límites, echaba al que le venía en gana, y como no se podía conseguir vivienda, el desahuciado se quedaba literalmente en la calle. El portero lo sabía y disfrutaba de su poder con placer enfermizo. Trataba a los inquilinos como a galeotes. Era un hombre de pocas luces y bruto a más no poder, pues apenas sabía leer y escribir. Había servido durante quince años en el ejército como sargento; fue allí donde perfeccionó sus dotes de maltratar a la gente. En aquella época, en Újpest, ser sargento no solo implicaba un rango sino un concepto. Si de alguien se decía que era todo un «sargento», no significaba necesariamente que el tipo fuera militar. También los había en todos los terrenos de la vida civil. Eran proletarios que ya no formaban parte del proletariado pero que tampoco se habían integrado aún en la burguesía, y trataban a sus semejantes con menos piedad que los capitalistas más crueles.

Conseguir un puesto de portero no resultaba fácil. Los candidatos tenían que ser gente de absoluta confianza, o sea, más o menos como nuestro portero. Además, y allí estaba el quid de la cuestión, los propietarios les exigían una caución muy cuantiosa. Nuestro portero obtuvo la caución gracias a su esposa, y ella pudo casarse gracias a ese dinero. Era una mujer tremendamente fea, tanto que costaba trabajo hasta mirarla, y no digamos acostarse con ella. Era una mujer descarnada, con ojos de mosca y cara de rábano. Había trabajado de cocinera en casa de un cura en Vác, quien al morir le dejó el dinero: nunca he visto una cocinera tan flaca como ella.

—¡Pero tiene la tisis! —decía el portero, guiñando el ojo, cuando estaba ebrio, para que viéramos que no era tan tonto como se pudiera haber pensado.

Esperaba la muerte de su esposa como otros esperan el primer premio de la lotería. Si discutían —y lo hacían varias veces al día—, los niños nos acomodábamos ante la puerta de su casa para deleitarnos escuchando sus insultos.

—¡No pienso estirar la pata! —chillaba entonces la mujer—. ¡Te sobreviviré, cerdo asqueroso! ¡Seré yo quien te vea reventar!

Pero el «cerdo asqueroso» no reventó. Se consolaba con las esposas de terceros, con ellas satisfacía lo que no podía o no quería obtener de la propia. Le gustaban las mujeres muy jóvenes, y como estas no le correspondían, simplemente las chantajeaba. Si una de esas mujeres no pagaba el alquiler el primer día del mes, subía a su casa cuando el marido estaba fuera y le decía sin rodeos:

—Bueno, querida, o me paga el alquiler o si no…

—¡Que viene el «o si no»! —decían las mujeres al ver que entraba en casa de una joven cuyo marido no estaba en casa.

Nosotros, los chicos, también decíamos lo mismo y entonces, sin más, alguno se traía de la cocina el reloj para ver cuánto «tardaban».

Lo suyo era más bien propio de un coleccionista perverso. Después de aprovecharse de una mujer, por lo general no la volvía a mirar más: se lanzaba tras otra. Luego, abajo en la taberna, si salía el tema, hablaba con indiferencia.

—¡Asunto cumplido! —soltaba, y para que vieran que decía la verdad, exponía con profusión de detalles las dotes sexuales de la fémina en cuestión.

Tenía, sin embargo, un amor imposible. Su nombre era Mária, pero en casa todos la llamaban Mári. Era rellenita como una paloma, morena, de mofletes colorados, increíblemente joven. Iba y venía por los pasillos como el viento, llevaba y traía las noticias, visitaba a todos los vecinos sin distinción. Compartía la alegría y la tristeza de todos. Se reía, lloraba, hablaba sin parar y, pese a la expresa prohibición del portero, se entretenía cantando a grito pelado. A ella, claro está, no la reprendía el «cerdo asqueroso». Con solo verla se le ponía tal cara de tonto que el edificio entero se reía de él. Pero con Mári poco podía hacer. No podía chantajearla porque pagaba con puntualidad y además odiaba al portero. Una vez que la abrazó, recibió tal sopapo que no es que yo lo viera, sino que lo oí desde el tercer piso.

Mári estaba casada y solo amaba a su marido. Lo quería con pasión, y su amor resonaba por todo el inmueble. El objeto de su pasión se llamaba Árpád, tenía veinte años y era cajista de imprenta. Él también amaba a Mári, pero lo hacía con más recato, a su manera. Era un chico poco locuaz, pálido y bajo. Sobre la nariz fina y encorvada llevaba unas gafas con gruesas lentes que le agrandaban los ojos, por lo común irritados, de una forma pavorosa. Era el cerebro del edificio. Si alguien tenía un asunto oficial que solventar o debía escribir alguna carta o solicitud, subía al tercer piso, a casa de Árpád. Este llegaba siempre a altas horas de la noche, pues pasaba su tiempo libre en el círculo de impresores o se metía a leer en un rincón de su casa. Mári lo admiraba como otros miran las estrellas, sin esperar —o incluso sin desear— alcanzar alguna vez tales alturas.

Los dos tenían trabajo. Árpád en una imprenta, Mári en una empresa de limpieza. Vivían con una austeridad más bien propia de ancianos. Para ahorrarse el precio del billete de tranvía, iban a Budapest en bicicleta: Árpád pedaleaba y Mári iba detrás, agarrada a su marido. Él aún era aprendiz, porque había empezado a estudiar tarde. Era un chico de Salgótarján; lo habían mandado de niño a las galerías de la mina, y tuvo que recorrer un camino largo y penoso hasta llegar a aquella imprenta de Budapest.

—¡Y cuando algo se le mete entre ceja y ceja! —se jactaba Mári, y daba una palmada indicando que no había nada imposible para él.

Siempre soñaba con el día en que Árpád pasara de aprendiz a oficial.

—Cuando eso ocurra… —decía con los ojos brillantes, y echaba la cabeza hacia atrás, embelesada.

Un domingo por la tarde estábamos en la cocina los tres. Mári había traído castañas y las estábamos asando en el fogón.

—Entonces tendréis dinero de sobra —dijo mi madre—. Y si encontráis una casa mejor, os iréis de aquí dejándonos plantados como pinos.

Mári hizo un gesto enigmático.

—No puede ser —apuntó.

—¿Por qué no?

—Pues… por el niño.

—¡Vaya, qué cosas! —reaccionó mi madre—. ¿No estarás encinta?

—Aún no —contestó Mári—. Pero cuando Árpád…

No habló de nada más en toda la tarde.

—Por eso ahorramos tanto —dijo casi susurrando, como revelando un gran secreto—. Nuestro niño tendrá de todo, lo juro por Dios.

—Seguro —contestó mi madre en voz queda—. El vuestro lo tendrá todo.

Mári se sentía muy unida a mi madre, como si fuera su propia hija. El sentimiento era recíproco.

—¡De no ser por ellos —dijo mi madre como en broma, y señaló a Mári con un gesto cariñoso— yo quizá no estaría con vida!

Mári se echó a reír. Yo no entendía por qué.

—Estaba yo con cuarenta de fiebre —relató mi madre—, no tenía dinero para el médico y no me querían en el hospital. «Ya sabemos que está enferma —me decían—, pero no hay camas libres. ¿Qué le vamos a hacer?, en el tejado no la podemos poner.» En otro me dijeron: «Si hiciera falta una operación urgente, sí, pero así no podemos ingresarla». En el tercero ni siquiera buscaron excusas, simplemente me indicaron la puerta, no hay, vaya con Dios, y yo tenía que seguir deambulando por la ciudad. Además, debía hacerlo a pie, porque me había gastado todo el dinero en tranvías. Tenía escalofríos, apenas me podía tener en pie, me veía más muerta que viva. Entonces el listo de Árpád ideó lo del desmayo.

—¿Cómo?

—Pues el desmayo —repitió mi madre—. Porque viene y me dice Árpád: en mitad de la calle no dejan tirado ni al más pobre, porque estorbaría el tráfico de los señores. A por los perros mandan a los de la perrera; a por las personas, mandan ambulancias. Que me lo piense, me dice. Pero ¿qué hago, le digo, si no me desmayo ni estando medio muerta? Pues haga como que se desmaya, me contesta Árpád, y me llevó a la avenida Váci. Entonces ya estaba tan enferma que juro por Dios que no me costó mucho fingir el desmayo. Un policía me dio unos empujones para que me levantara, pero Árpád me había dicho que no me moviera por nada del mundo. Pues me quedé allí en el suelo hasta que llegó la ambulancia y entonces sí que me llevaron al San Roque. Así de listo es Árpád.

—Pues sí —añadió Mári—. Es de lo más listo, y la gente no lo sabe, porque como habla tan poco…

Mientras, las castañas se habían terminado de asar y empezamos a comer. Estaban riquísimas, le hubieran gustado a cualquiera, pero a mi madre y a mí nos gustaron en especial porque la verdad es que ese domingo aún no habíamos probado bocado. Claro que a Mári no se lo dijimos.

—¡Qué vida aquella! —suspiró mi madre—. ¡Era como en un cuento de hadas! «¿Tiene hambre, querida?», me preguntaba la hermana, y me traía la leche. Y no era como la que bebemos nosotros, sino leche de verdad, leche sabrosa que cuesta treinta y cuatro florines el litro. ¡No me había ido mejor ni en el vientre de mi madre!

Tiempo después me acordé mucho de esto, cuando leí en los periódicos que en el San Roque las condiciones eran infrahumanas. Parece que en este mundo todo es relativo.

—¡De maravilla! —repetía mi madre—. Muchas veces pienso en lo bien que me vendría una pulmonía.

—Ni que lo diga —asintió Mári—. Nosotros también estuvimos hablando el otro día de que no nos iría mal pasar unas semanas en el hospital. Estar en la cama tranquilos, beber de esa leche tan rica sin tener que ir mirando cuánto cuesta. Me han dicho que a los enfermos graves a veces les dan hasta carne de pollo… ¡hay que ver! —dijo con entusiasmo, echando la cabeza hacia atrás con gesto soñador, como hacía siempre que estaba entusiasmada.

Así se soñaba en aquella casa. De allí salía yo todas las mañanas camino del hotel, donde los señores —no sé por qué, pero eso era lo que más me indignaba— pagaban dos pengos con cincuenta por una cajetilla de cigarrillos.