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Así fue como de la noche al día pasé del mundo de los más miserables al de los más ricos, sin que mediara transición alguna entre los dos extremos. Hasta entonces había visto que el campesino, trabajando de sol a sol, no ganaba ni un pengo al día, y en cambio ahora veía que los señores pagaban tres veces más por una cajetilla de tabaco egipcio. Mi madre se despertaba a las cinco de la madrugada y se deslomaba hasta altas horas de la noche, pero no ganaba lo que costaba el desayuno que las damas se hacían llevar entre bostezos a su cama del hotel a las once de la mañana.

Desde entonces, por las mañanas, al llegar desde Újpest y entrar en el vestíbulo de columnas de mármol, me sentía como si me hubiera introducido furtivamente en la fortaleza del enemigo. Odiaba esa clientela internacional, refinada y de rostro aburrido. Los odiaba por todos mis males, por estar mi madre cada día más flaca, por no poder yo ir a la escuela, por ser el mundo tal y como era. Sin embargo, las cosas me iban bien. El primer conserje me puso con Elemér, quien me trataba como si fuera su hermano. La manutención era excelente. Nunca en la vida había comido como allí. A pesar de todo, me sentía perdido. En el pueblo me trataban como a un perro, pero formaba parte de una comunidad. El campesino me pegaba una buena zurra si me pillaba robando fruta; con todo, la siguiente vez que me veía me preguntaba: «¿Cómo te van las cosas, bribonzuelo?». Estos no me pegaban ni me gritaban. Sencillamente me ignoraban. Miraban a través de mí como si fuera transparente. Me recordaban a las carpas del invernadero; también parecían estar rodeados de cristal. Los veía, vivía en su proximidad y, no obstante, eran inalcanzables. Si me cayera muerto ahí mismo, pensaba a veces, ellos seguramente seguirían sonriendo, con cortesía y sin sentido, como los ciegos. Quizá algún señor se quitaría el monóculo, se acercaría al teléfono con un semblante de fastidio y con voz aburrida llamaría al conserje: «Oiga… aquí hay un cadáver. Manden subir al director, que quiero presentar una queja».

Ni siquiera los botones me admitieron entre ellos. Eran chicos de Budapest y despreciaban a los campesinos. Les parecía ridículo mi dialecto, mi comportamiento, mi forma de pensar y, en general, todo mi ser. Eran húngaros de Horthy hasta la médula: tenían almas de ciclista. Se erguían hacia arriba y pisoteaban hacia abajo, como todos en la regia patria húngara. Con el andar de los años, el sistema social en que vivían les daba a cada uno un título o un rango, y como en el país no había rango tan bajo que no tuviera otro inferior, incluso el paria más miserable se consolaba con poder pisar a alguien. En el hotel había un señor director general, un señor director ejecutivo, un señor director, un señor subdirector, un señor gerente, un señor vicegerente, un señor director de departamento, al igual que había un señor primer conserje, un señor conserje, un señor conserje adjunto y, ¡ay de aquel que se atreviera a llamarles por el apellido en vez de por su título!

—¡Qué idiotas! —estalló Elemér en una ocasión—. Si les da una patada una persona de rango superior, ellos enseguida se vengan en la piel de un inferior, en vez de unirse y echar colectivamente a los que idearon todo este sistema.

Pero Elemér solo hablaba así cuando estábamos solos. Delante de los demás la mayoría de las veces callaba, y si muy de vez en cuando decía algo, por lo general sopesaba cada una de sus palabras. Los botones lo respetaban en todo, nunca le contradecían, pero más tarde me sorprendió ver que no lo querían y que en secreto lo apodaban Cara de Palo.

Los botones no paraban de espiar a los huéspedes, de olisquear y de cotillear, y solo se sentían bien si hurgaban con el hocico en la inmundicia moral. Eran como la fruta tierna pasada, que aunque no está aún madura, ya ha empezado a pudrirse en su interior. El olor dulzón de la podredumbre llenaba todo el hotel. Era eso lo que sentía a través de la delicada fragancia de los perfumes franceses, aunque entonces aún no lo sabía. Tan solo olía, intuía algo que me causaba repulsa desde el primer instante, pero que por otro lado me atraía con una fuerza alarmante.

Todo era muy raro. Allí estaba por ejemplo ese chico con rostro de niña que había sido tan descarado con mi madre la primera vez que habíamos estado en el hotel. Se llamaba Ferenc, pero ya en los primeros días me di cuenta de que a sus espaldas los demás lo llamaban Franciska. Le pregunté a Elemér por qué, pero evadió la pregunta. Era un chico púdico que se sonrojaba con facilidad y entonces también se puso colorado.

—¡Tonterías! —gruñó, y zanjó el asunto con un gesto de desinterés.

Si Elemér no hubiera actuado de un modo tan enigmático, habría pensado que el mote de Ferenc se debía a su cara de muchacha, pero así me percaté de que se trataba de otra cosa, lo que no hizo más que avivar mi interés.

Un día sucedió algo curioso. El primer conserje preguntó:

—¿Dónde está Ferenc?

—Viene enseguida —contesté, porque Franciska había dicho que subía a la 302 y yo ya sabía que en las habitaciones solo nos daban órdenes breves, y luego volvíamos al vestíbulo o informábamos de adónde nos habían mandado ir.

Pero cuando el primer conserje se alejó, Antal, otro botones, me dijo con irritación:

—¿Es que eres tonto?

—¿Por qué? —pregunté.

—Has dicho que venía enseguida.

—Dijo que iba solo a la trescientos dos.

—Precisamente por eso. Entonces no viene enseguida.

—¿Por qué? —pregunté con asombro.

—¿Por qué? —repitió Antal con un tono desdeñoso, y en vez de responder hizo un gesto de desprecio, como dando a entender que no valía la pena perder el tiempo respondiendo a un tonto como yo.

Pero, en efecto, Franciska no bajó: se quedó en la 302 durante más de una hora. No lo entendía. Si fuera una cosa de faldas, aún, pensé. Pero en la 302 vivía un caballero alemán mayor y muy rico, el representante en Budapest de una empresa química de Renania. A ver quién lo iba a entender.

Sí, todo era muy raro. Sobre Elemér también se cuchicheaba mucho. Me picaba la curiosidad, pero los chicos no me confiaban sus secretos. Solo por casualidad pillaba alguna que otra frase.

—Chicos —notificó una mañana Lajos—, no os lo vais a creer. Mi viejo se cruzó con Cara de Palo a las tres de la madrugada. ¿No os había dicho que iba a reuniones secretas?

Luego en otra ocasión, después de que Elemér le hubiera echado una bronca por algo, murmuró a los chicos:

—Mirad qué importante se cree. El comunista.

Eso, claro está, no me lo creí. Elemér no era judío y yo lo tenía por un muchacho honrado. Aunque tampoco le entendía del todo. Siempre sospechaba que decía solo la mitad de lo que pensaba. Nunca estaba alegre, ni triste tampoco. Era un cara de palo. Hablaba con la apatía de un anciano, tan preciso e impersonal como un código legal. No podía imaginarme cómo vivía, qué hacía una vez que se desprendía del uniforme. Nunca hablaba de sí mismo y cuando trataba de preguntarle, siempre esquivaba la respuesta.

Y eso que me tenía afecto. Me cuidaba, se aplicaba a enseñarme como una gata a su cría, aunque debía de sufrir mucho conmigo. A un campesino le cuesta comprender los asuntos de los señores, pero tal vez eso era algo que le agradaba de mí. Cuando pretendía agradecer sus favores, solo hacía un gesto con la mano.

—Tonterías —refunfuñaba en tales ocasiones—. Somos proletarios, tenemos que apoyarnos, eso es todo.

Aquel término fue la primera palabra extranjera que aprendí. Seguía sin saber qué significaba, pero me parecía la más bonita del mundo. Para mí quería decir que Elemér me tenía por un igual y que yo pertenecía a alguna comunidad.

Cada vez que llegaba a casa lo primero que me preguntaba mi madre era:

—¿Has traído dinero?

—No —respondía avergonzado, porque de momento me dedicaba a aprender y no me confiaban tareas por las que los huéspedes dieran propina.

Mi madre no decía nada, se limitaba a mirar al suelo.

—Tal vez mañana —trataba de consolarla, pero al día siguiente volvía a ir con las manos vacías.

Pasaban las semanas, se aproximaba febrero y mi madre estaba cada día más inquieta. El 1 de enero solo pudo pagar cinco pengos del alquiler y el portero la advirtió de que si a principios de febrero no saldaba toda la deuda, nos desalojaría sin más. Mi madre debía setenta y cinco pengos y solo había logrado reunir veintidós, tampoco entiendo cómo. Ganaba tres pengos al día, si trabajaba, porque no solía hacerlo más de quince días al mes. El resto del tiempo lo pasaba buscando trabajo, lo que le costaba muchísimo dinero porque las señoras vivían en Budapest y mi madre no aguantaba las caminatas. Por las noches tosía cada vez más bajo su ajado abrigo pardo que hacía las veces de edredón. Yo dormía vestido, pero ella, la pobre, no podía acostumbrarse. Estaba cada día más flaca y sus diminutos ojos negros se habían hundido en aquel rostro pálido, como queriendo esconderse de los problemas.

El 1 de febrero, al llegar a casa, parecía tan turbada que en lugar de saludarla le pregunté:

—¿Nos desalojan?

—Todavía no —contestó—. Pero si no pago lo que debo el primero de marzo, entonces… —En lugar de terminar la frase, se echó a llorar desconsoladamente—. Porque mientras uno pase hambre entre cuatro paredes sigue siendo un ser humano —sollozaba—. Pero si ya no tiene casa, no queda otro remedio que eso. —Y señaló la botella de lejía.

Me hubiera gustado consolarla, pero ¿cómo la iba a consolar? Me quedé sentado a su lado, sin poder hacer nada. Pasamos la noche sin hablar.

Al día siguiente, cuando me despertó, miré el reloj con asombro.

—¿Por qué me despiertas tan temprano? —pregunté—. Son las cuatro y media.

Mi madre se miraba los zapatos, como siempre hacía cuando se sentía desconcertada.

—Béla —dijo en voz baja—, no puedo darte dinero para el tranvía.

—No importa —contesté—. ¿Cuánto tiempo se tarda andando?

—Tres horas si te apuras.

—Bien —dije—. De eso nunca se ha muerto nadie.

Pero mi madre seguía allí parada y no dejaba de mirarse los zapatos.

—No tenemos leche en casa —dijo al fin.

—¿Qué más da? —Hice un gesto de resignación—. Además, no me gusta ese aguachirle. Dame el pan, me lo comeré por el camino.

—¡Tampoco hay pan! —Estalló en llantos—. No tenemos más que miseria.

Así pues, salí a la calle en ayunas, a las cinco de la mañana. Era una noche oscura como boca de lobo, hacía un tiempo horrible. El viento se me colaba dentro de la ropa, helándome los miembros. Hice la última parte del trayecto corriendo, pero logré llegar a tiempo. Por la noche, sin embargo, tardé más. Estaba tremendamente cansado. De vez en cuando me sentaba en un banco o en el borde de la acera. Con la cabeza caída sobre el pecho, dormitaba un rato. Al llegar a casa eran ya las doce.

Y desde entonces siempre igual. Caminaba seis horas al día. Estaba cansado todo el tiempo, tremendamente cansado, pero más que el cansancio me torturaba el sueño. Si por entonces un hada me hubiera preguntado cuál era mi mayor deseo, le habría contestado que dormir. Siempre tenía sueño. En la escuela de aprendices, adonde tenía que acudir dos veces por semana, me escondía tras el que se sentaba delante de mí y en ocasiones llegaba incluso a dormir una hora entera. En los entrenamientos de levente mi ejercicio favorito era dormir. En el hotel desaparecía a ratos y a escondidas echaba una cabezadita.

Mi madre apenas lograba despertarme por las mañanas. Emprendía el camino de tres horas con la furia que me provocaba la falta de sueño, tiritando y con el estómago rugiendo. Cómo odiaba las muertas y desalmadas calles de Újpest, por donde en aquellas oscuras madrugadas de invierno no pasaban más que borrachos, prostitutas y ladrones. Ni los policías se atrevían a asomarse por allí a esa hora. Solo me crucé una vez con uno, pero con gusto hubiera renunciado a ese encuentro.

—¿Qué haces aquí vagabundeando? —me gritó—. A estas horas los niños deberían estar en la cama.

No le contesté. ¿Qué le podía decir? Estaba totalmente de acuerdo con él. Pero mi silencio no hizo más que enfurecerlo.

—¿Adónde vas? —bramó.

—Al trabajo —repuse.

—¿Ahora? ¿En mitad de la noche?

—Cuando llegue al trabajo ya será de día —le dije.

—¿No tienes dinero para el tranvía?

—No.

—A ver tus bolsillos.

Me revolvió los bolsillos y también me cacheó.

—¿Y a tu madre y tu padre no les da pena? —gruñó por fin, y escupió como indicando lo que opinaba de mis padres.

En el hotel nos daban almuerzo y cena abundantes, pero no desayuno, de manera que hasta mediodía trabajaba en ayunas y hacia las diez de la mañana ya estaba mareado de hambre. A mi alrededor los camareros pasaban con bandejas de plata cargadas de desayunos que bien podrían ser almuerzos, y yo miraba, aguantándome las ganas, aquellos suculentos manjares que nunca había probado: los pescados, las frutas, por no hablar del invariable solomillo del fascista lord inglés, que el ilustre señor mandaba de vuelta casi todas las mañanas por estar poco hecho o poco jugoso.

Los observaba apretando los puños. Yo tenía que caminar seis horas al día porque no tenía los cuarenta y ocho florines que costaba el tranvía; pero allí, en el hotel, se decía que Hungría les parecía ridículamente barata a los extranjeros. En efecto, para ellos lo era. Por el mismo dinero aquí les daban el doble que en su patria y aún vivían dos veces mejor. Libras esterlinas, francos, dólares y marcos fluían a raudales, y a mí no me correspondía nada, ni el precio de un billete de tranvía.

—Parece —le dije una vez a Elemér— que Hungría es el país más pobre del mundo.

—Por esta parte de mundo hay unos cuantos más —repuso Elemér—. Antes del catorce tampoco es que les importáramos mucho. Entonces pensaban que nada tenían que ver con nosotros, que les daba igual que nos aniquiláramos a la brava. Pero luego vino la guerra y las balas respetaron sus cabezas tan poco como las nuestras. ¿Te acuerdas del de la ciento ocho?

No comprendí por qué mencionaba la 108.

—¿Ese que tuvo apendicitis?

—Sí, ese —confirmó—. Fíjate. Era rico, poderoso, estaba como un roble, o al menos lo pensaba. Entonces le empezaron esos dolores y tres días más tarde, ¡cataplum! —Se me acercó—. ¿Sabes qué tamaño tiene un apéndice? Así de pequeñín. Pues Hungría es igual de diminuta si se la compara con el mundo entero, y el mundo tampoco se ocupa de ella al igual que hace un hombre sano de su apéndice. Pero si un día estos países apéndice se inflaman, entonces ya verás como todo el mundo se retorcerá de dolor. ¿Entiendes de qué te estoy hablando?

No lo seguía del todo, pero hubiera jurado que era verdad. Elemér sabía de qué hablaba y además era proletario. Del hambre que tenía notaba un gusto amargo en la boca.

—¡Ya les llegará la hora! —gruñí—. A este mundo de señores no le vendría mal una apendicitis.