Por la mañana mi madre me despertó a sacudidas.
—Vamos, levántate ya —dijo—. Tenemos que irnos.
No aclaró adónde, y yo tampoco se lo pregunté. De todas formas, ya lo sabía. Era una mañana de invierno fría y gris, justo como yo me sentía. Pensaba en mis planes que se habían ido a pique como la cosecha tras el granizo. Qué lástima, qué lástima, pero ¿había remedio? Me acordé de aquella nefasta mañana de otoño en que la vieja me tildó de canalla y auguró que terminaría en la horca por querer matricularme en la escuela. Finalmente fui más listo que ella. Eso me consoló. También sería más listo que mi madre. Con la educación sucede lo mismo que con el pan: a los niños pobres les tocan pocas rebanadas.
Una penumbra amarillenta inundaba la habitación.
Me incorporé. Manci seguía durmiendo. Producía unos sonidos como de sierra; daba la impresión de que tenía la garganta de madera y que se la estuvieran serrando para poder sacar el aire. Fuera había dejado de nevar. «No hay nada bueno en ser pobre», me dije.
Salí a la cocina y me lavé. Mi madre me puso delante un vaso de leche y una rebanada de pan. El pan estaba duro por mucho que lo hubiera cortado ante mis ojos. De todos modos, no me extrañó. Sabía muy bien que los pobres no compran pan tierno porque es demasiado bueno y se acaba pronto. Pero la leche sí me sorprendió. Hasta entonces no conocía otra leche que la que dan las vacas o cabras. Esta era de otra clase. La habían inventado los señores para la gente pobre. La llamaban leche desnatada, pero más bien la tenían que haber llamado leche deslechada. Tenía un color más gris que blanco y sabía más a agua que a leche. Antes de ponerme a comer, saqué el librito y la apunté junto al pan en el recuadro del debe. Lo anoté de manera ostentosa en presencia de mi madre, pero no con la intención de la noche anterior, cuando el estofado de col. Aquello me lo había dictado el corazón; esto, las malas pulgas. Quise demostrarle a mi madre que nuestra relación era puramente comercial; la comida la aceptaba como un crédito y no como regalo.
Ella no dijo nada. Se puso un ajado abrigo marrón y un viejo pañuelo negro, luego sacó de la cama plegable el edredón y la almohada y los envolvió en una sábana. Yo había dormido en el suelo, pero también tenía edredón y almohada, así que mi madre los metió en otra sábana. Llevó el bulto a la cocina y me lo dio.
—Coge esto —dijo—. Yo llevaré el otro.
Sentí curiosidad por saber por qué llevábamos la ropa de la cama al hotel, pero no se lo pregunté para que no se le ocurriera pensar que quería hacer las paces.
Bajamos por la estrecha escalera sin dirigirnos la palabra. En las paredes sucias y carcomidas por el salitre negreaban los garabatos. Aquellos instructivos tratados versaban en primer lugar sobre la relación entre el hombre y la mujer, con especial hincapié en los órganos sexuales, que los autores no se habían olvidado de dibujar junto al texto para no dar lugar a malentendidos. Las inscripciones eran muy variadas, e incluso había entre ellas manifestaciones líricas. Recuerdo que en el tercer piso apareció lo siguiente junto a un corazón atravesado por una flecha: 18 DE MAYO DE 1926: ÉRAMOS MUY FELICES. Según los indicios, la política también inquietaba a los vecinos. En la pared del retrete de la segunda planta alguien hacía una propuesta deshonesta al jefe de Estado y otro parroquiano de ideas afines había escrito: ¡A MÍ TAMBIÉN! Las frases que más abundaban eran del tipo: ¡QUE MUERAN LOS QUE DESOLLAN A LOS OBREROS! ¡VIVAN LOS OBREROS ORGANIZADOS! ¡BURGUESES, TEMBLAD! Entre la primera y la segunda planta un poeta desconocido había escrito lo siguiente sobre el primer ministro, parodiando una canción popular:
Avanza el coche levantando el polvo,
va István Bethlen en el asiento rojo,
piensa que el pueblo húngaro lo ama,
que lo ama, que lo ama…
La verdad es que su muerte reclama.
Al llegar a la planta baja, mi madre aceleró el paso. Aunque procuró pasar con sigilo por delante de la portería, la puerta se abrió de golpe y una voz campanuda le gritó:
—No tan rápido, señora.
Vi que a mi madre se le ponían las orejas coloradas.
—Feliz Año Nuevo —dijo turbada, y me dio un tirón en la manga de la chaqueta—. Saluda al señor portero.
—Buenos días —rezongué.
Sin embargo, el señor portero no correspondió ni a los buenos días ni al feliz Año Nuevo. Se quedó parado en la puerta mirando a mi madre como un dios vengativo. Era un hombre de enormes dimensiones, un alemán entre rubio y pelirrojo, de acuosos ojos azules. En aquel rostro rojo, tosco y picado de viruelas se dibujaba una telaraña de finas arterias azules y su narizota de amplias aletas delataba su amor por las bebidas alcohólicas. Seguramente estaba desayunando, porque del bigote le goteaba el café y se hurgaba en la boca con la remolacha que tenía por índice. Cuando por fin logró extraer el resto de comida que le estorbaba, dijo sin transición:
—¿Qué hay del alquiler?
Mi madre señaló los bultos.
—Precisamente ahora vamos a la casa de empeños, señor portero.
—No le he preguntado adónde van —gruñó el hombre—. He preguntado qué hay del alquiler.
—Se me ha ido en los billetes de tren, señor portero —se quejó—. He tenido que traer a mi hijo del pueblo y ahora no tendremos ni con qué taparnos, porque aquí está la ropa de cama que llevo a la casa de empeños. Ya sabe usted que yo pago religiosamente.
—¡Pagaba! —repuso el portero, lacónico—. Ya debe dos meses de alquiler.
—¿Qué culpa tengo yo de haber pasado seis semanas en el San Roque? Casi me muero de esa pulmonía, ahora también debería descansar y comer bien, eso me dijo el médico. No hago más que trabajar como una negra todo el santo día, y aun así no me llega para pagar el maldito alquiler. Pero ¿qué solución me queda? Dígame usted. Usted también es un buen cristiano, señor portero.
El señor portero no entró en debates de índole religiosa. Tras hurgarse de nuevo en la boca con el índice, solo dijo:
—Ustedes siempre tienen algún pretexto.
Se hizo un silencio. Mi madre no respondió. Vi que tenía muchas ganas de irse pero no se atrevía, esperaba a que aquel hombre omnipotente le diera la venia.
—Yo solo le recomiendo —afirmó por fin con tono de mal agüero— que me traiga ese dinero, porque si no la desalojo en un santiamén. ¿Entendido?
—Sí, señor —contestó mi madre con humildad, y me tiró de la manga—. Ven, Béla.
Tuvimos que andar tres cuartos de hora hasta llegar a la casa de empeños, ya que no nos llegaba para el tranvía. Al ser día festivo, el negocio estaba cerrado, y creí que habíamos hecho todo el camino en balde. Sin embargo, mi madre entró en el edificio, cruzó el patio y llamó a la puerta de la planta baja.
Abrió un anciano con cara de pez. Tenía los ojos saltones como un lucio, y su cabezota calva se movía de un lado a otro como si siempre estuviera protestando contra algo.
—Buenos días, señor —saludó mi madre con mucha humildad, como solo saben hacer las mujeres pobres de Hungría ante los señores.
Cara de Pez asintió, pero no dijo nada. Se comportaba como un sordomudo. Dio media vuelta sin hablar, como si no estuviéramos allí, y arrastrando los pies pasó por una oscura antesala en dirección a una puerta. Lo seguimos en silencio con nuestros bultos.
La puerta daba a la casa de préstamos. Era un negocio miserable, de una única habitación. El viejo encendió la luz, se colocó en la punta de la nariz unas gafas atadas con hilo y luego hizo una seña para que abriéramos los hatillos, pero siguió sin dirigirnos la palabra. Estuvo largo rato mirando y palpando los dos edredones y las cuatro almohadas y por fin, muy generosamente, abrió la boca y con voz gutural dijo:
—Tres pengos.
—¿Por todo? —preguntó mi madre, asustada.
—No, por cada pluma de pollo.
Mi madre no respondió, solo suspiró. Luego se quitó el abrigo.
—¿Y por esto cuánto me da?
—Nada.
—¿Por qué? —preguntó mi madre con asombro—. Abriga mucho.
—Es posible —dijo Cara de Pez—. Pero solo las princesas llevan prendas así, y no suelen venir por aquí.
Mi madre se puso el abrigo y se quedó pensativa, sin saber qué hacer.
—¿Algo más? —preguntó el viejo con impaciencia.
Mi madre no dijo ni sí ni no; vi que se debatía en su fuero interno. Por fin se dio la vuelta y se quitó del cuello una pequeña cruz que pendía de una fina cadena de oro. Como queriendo limpiarse la boca, le dio un beso tímido y rápido. Luego, sin decir nada, la colocó ante Cara de Pez.
—Dos —dijo este—. En total, cinco.
Entonces mi madre se le acercó y dijo avergonzada y en voz baja, casi susurrando:
—Estoy en un gran aprieto, señor.
—Seis. —Hizo un ademán con la mano y metió la mano en el bolsillo para sacar los pengos de plata.
Mi madre solo se atrevió a hacer cuentas después de salir a la calle.
—¡Seis pengos! ¿Qué hago con ellos? El alquiler de un mes son veinte, y debo cuarenta más. Dios mío, ¿qué será de nosotros?
No supe decírselo. Caminamos hacia la parada del tranvía sin hablar. Hacía mucho frío y bajo los pies la nieve crujía como el vidrio roto.
—Será desagradable dormir sin edredón —dijo mi madre—. El muy sinvergüenza solo nos ha dado un pengo por cada uno. Con lo bien que se dormía con ellos.
«Con lo bien que se dormía con ellos», repetí en voz baja.
En el aire flotaban copos de nieve extraviados. El cielo estaba hundido, el horizonte, blanco. La mirada de mi madre se perdió en la lejanía.
—Sin embargo, lo que más me duele es la cruz —dijo—. Era de mi abuela, que se la dio a mi madre. —Suspiró—. Así es, hasta Jesucristo abandona a los pobres.
No me miró, yo tampoco a ella.
—Era una cruz bonita —dije.
Me hubiera gustado halagar hasta su abrigo, que había sido objeto de burla, tanta pena me daba entonces. Casi me sentó bien agarrarla del brazo cuando resbaló en la calle, que estaba helada. Pero mi madre estaba enfadada incluso con el tiempo.
—Hace un tiempo de perros —gruñó—. Hace más frío que en el infierno.
—En el infierno hace calor —dije bien informado—. Allí no hace falta ni edredón.
Mi madre esbozó una leve sonrisa.
—Quién sabe, tal vez saldremos ganando con el cambio.
Llegó el tranvía, subimos. El vagón estaba casi vacío. Mi madre, sentada junto a la ventanilla con la cabeza gacha, miraba fijamente sus zapatos. La observé a la luz de esa mañana gris. Solo entonces me percaté del mal aspecto que tenía. «Claro —pensé—, la pulmonía. Berci también murió de eso el pasado otoño. Debería comer bien. Y descansar.»
—¡Madre! —le dije.
Hacía ocho años que no pronunciaba esa palabra; sonaba extraño. Mi madre también lo notó.
—¿Qué pasa?
—Si entro a trabajar en ese hotel, entonces… —Hubiera preferido callarme, pero ya era tarde para no continuar—. Entonces —tartamudeé— recuperaré esa cruz, porque… ninguna otra mujer debería llevarla.
Mi madre me lanzó una mirada extraña, luego volvió a fijarse en sus zapatos. Vi que le temblaban los labios.
—Fue de tu bisabuela —dijo—, y después de tu abuela. Las dos rezarán por ti en el cielo.
Entonces yo también me puse a mirarme los zapatos. El tranvía seguía su camino. Estuvimos callados un buen rato.
—No eres mal chico —dijo mi madre—. Lo que es malo es la vida. La pobreza.
—Así es —asentí, y no hablamos más.
El hotel estaba en la calle Mária Valéria, donde la noche anterior habíamos visto todos esos automóviles, abrigos de piel y alhajas. Mi madre admiraba con un fervor casi religioso aquel templo de la riqueza.
—Es bonito, ¿verdad?
—Precioso —confirmé para complacerla.
Estuvimos esperando en la puerta, porque el conserje no estaba. A través de los cristales vi las enormes columnas de mármol del vestíbulo, las alfombras, las arañas de cristal, los enormes sillones, y no pude evitar pensar de nuevo en los cuentos de hadas.
—¿Qué hacen aquí parados? —nos preguntó entonces un portero vestido de general que apareció como por arte de magia. Dijo, palabra por palabra, lo mismo que había dicho el policía en el puente; hasta tenía la voz parecida, o al menos me dio esa impresión. Era un hombre de unos cuarenta años, huesudo, bien afeitado, muy alto, muy delgado y muy severo.
—Con su permiso —dijo mi madre haciendo una torpe reverencia—, quisiera hablar con el señor primer conserje.
—¿De qué asunto? —preguntó el portero, desconfiado.
—Empleo —contestó mi madre—. Se trata del chico.
El portero me miró. Vi, o al menos me lo pareció, que encontraba ridícula la idea de que un chiquillo tan pequeño y harapiento trabajara en un hotel tan grande y selecto. Pero se limitó a decir:
—A mí el primer conserje no me ha dicho nada. Mejor diríjase a él por escrito.
—Pero, señor —contestó mi madre, nerviosa—, el señor primer conserje me dijo…
El portero no llegó a enterarse nunca de lo que había dicho el primer conserje. En ese instante, tras la puerta de vidrio, apareció un hombrecito obeso cuya presencia cambió radicalmente los modales del empleado. En su cara arisca se dibujó una sonrisa almibarada y abrió la puerta de un tirón. Pero, entretanto, le gritó a mi madre:
—¡Ya está bien, largo de aquí!
El hombrecito obeso salió por la puerta, seguido de un criado que llevaba el equipaje. El antipático portero habló con ese hombrecito feo y gordo con la misma humildad que mi madre había gastado antes con él.
—Sí, señor, enseguida le traigo el automóvil —dijo atropelladamente, y acompañado del criado salió corriendo hacia el coche sin perder un segundo.
Mi madre se detuvo unos pasos más allá.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó desesperada, como si yo pudiera aconsejarla. Casi se echó a llorar, tan impotente se sentía—. Ay, Dios mío —le salió del alma—, es como si tuviera la negra. Con la falta que nos hace ese dinero, ya ves en qué aprieto estoy.
Pues sí, eso sí que lo veía. ¡Y cuánto lo veía! Todos tratan a los pobres como un trapo sucio. ¿Y por qué? ¿Por ser pobre? ¿Acaso Jesucristo fue rico? Apreté los puños.
—Vamos —le dije con aquella seguridad inexplicable que me invadía cada vez que decidía actuar.
—¿Adónde? —preguntó, asombrada.
—Ven, rápido.
Vi que el portero estaba entretenido detrás del automóvil, colocando el equipaje con la ayuda del criado. Agarré por el brazo a mi madre y, ¡zas!, entramos en el hotel. En el amplio y suntuoso vestíbulo, la mujer movía la cabeza de un lado a otro presa del miedo.
—Dios mío —susurró—, ¿cómo lo vamos a encontrar?
—Pues preguntaremos —contesté con una seguridad inexplicable—. Mira, ya viene alguien.
Hacia nosotros venía un tipo uniformado. Era un chiquillo rubio, con cara de niña, y apenas tendría un año más que yo.
—¿Adónde van? —preguntó con una voz que me volvió a traer el recuerdo del policía.
Mi madre le sonrió con ternura.
—Quisiéramos hablar con el señor primer conserje, por favor.
—¿Aquí?
El chico nos miró como si nos hubiéramos extraviado en un templo y ahora lo estuviéramos profanando con nuestra presencia.
—¿Dónde podemos encontrarle? —preguntó mi madre con la misma candidez de antes.
—Aquí no —repuso el chiquillo con rudeza—. Hagan el favor de irse.
Mi madre ya se disponía a salir, pero yo di un paso hacia delante. No podía contenerme más. ¿Incluso un mocoso como este podía humillar a mi madre? Lo miré fijamente.
—No hacemos el favor de irnos —dije, preparado para el combate—. Y no te creas tan superior solo porque llevas esos pantalones rojos.
El rostro del chiquillo adquirió un tono más colorado que el de sus pantalones. Le tembló la voz al espetarme:
—Salgan, o si no…
—¿Qué ocurre? —se oyó detrás de nosotros la voz de otro chico uniformado.
El de la cara de niña me señaló.
—Es un impertinente —dijo—. Enseguida daré parte.
Mi madre me daba tirones en la manga de la chaqueta, pero a mí en aquel momento no me hubiera asustado ni el mismísimo diablo.
—Queríamos hablar con el señor primer conserje —dije con terquedad—. Y este chico le ha faltado el respeto a mi madre.
El otro mozo tendría ya unos diecisiete años. Tenía un rostro prematuramente envejecido y era bajo, callado y serio. Me escuchó con paciencia, pero no se entrometió en la discusión.
—Hagan el favor de venir conmigo —dijo con un tono tranquilo y objetivo, e hizo una señal al otro indicándole que él se encargaba del asunto. El de la cara de niña se encogió de hombros, furioso, y giró sobre sus talones. Nosotros seguimos al que tenía cara de viejo.
No sabíamos adónde nos conducía. Cruzamos con él el vestíbulo, nos hizo bajar unas escaleras y llegamos a los sótanos.
—¿Adónde nos lleva? —preguntó mi madre con timidez.
—A ver al primer conserje —contestó el chico—. ¿No era allí adonde querían ir?
—Pues sí —repuso mi madre, aliviada, y sus ojos se llenaron de agradecimiento—. Gracias por su bondad, joven.
—Es un placer —dijo el chico, a quien aparentemente turbaba la humildad de mi madre—. Lo siento —añadió más tarde—, de verdad siento que ese mocoso… —No terminó la frase, solo hizo un ademán con la mano—. Así son. Almas de ciclista.
—¿Cómo? —preguntó mi madre.
—Almas de ciclista —repitió el chico—. Se yerguen hacia arriba y pisotean hacia abajo. Una vieja costumbre húngara.
Su voz era monótona, y cuando hablaba tenía el rostro tan inmóvil que parecía tallado en madera. Su piel era grisácea, y los dientes, pequeños y amarillentos. Pero sus ojos despedían calor humano. «Habrá visto muchas miserias», pensé.
El trato humano del chico aflojó la lengua de mi madre. Le contó con profusión de detalles por qué habíamos ido allí. Él la escuchaba con semblante serio.
—Hay una vacante —dijo al fin—. Hace unos días echaron a un chico. Era un buen muchacho, pero una de las huéspedes lo denunció —se dirigió a mi madre—. Un asunto de faldas, ya sabe usted, una excelentísima señora. —Lo de «excelentísima señora» lo pronunció con la misma repulsa que si se hubiera tragado un huevo podrido. Luego se dirigió a mí y agregó—: Aquí hay que tener mucho cuidado.
No entendí bien de qué me hablaba, pero no me atreví a preguntárselo por temor a que me considerara un paleto ignorante. En ese instante el chico se detuvo ante una puerta.
—Ahora lo aviso —dijo—. Hagan el favor de esperar.
Unos minutos más tarde apareció acompañado del primer conserje.
Este parecía un bebé crecido al que hubieran disfrazado de Papá Noel. Tenía la enorme panza embutida en un uniforme bordado y en el mentón lucía una barba blanca de abuelo, aunque su rostro, del que asomaban un par de ojillos de color violeta y una diminuta nariz, era más propio de un lactante. Su cutis era tan rosado que parecía un recién nacido.
—Dios la bendiga, Anna —dijo—. ¿Qué la trae por aquí?
—Le presento al muchacho, señor primer conserje.
Papá Noel me miró.
—Ya —dijo, pero no pronunció una palabra más.
Se hizo un silencio tenso.
—¿Se lo presentará a los señores? —preguntó por fin mi madre, con tono preocupado.
El primer conserje me señaló.
—¿Así?
No comprendí qué pretendía decir con el «así», y seguramente mi madre tampoco.
—No le entiendo, señor primer conserje —dijo mi madre.
—¿No me entiende? —repitió el primer conserje—. Pues mírelo. Son unos harapos con un chico dentro. En la oficina pensarían que les he llevado un vagabundo que encontré en la calle. Cómprele un traje, y luego hablaremos.
—Ay, querido señor primer conserje —gimió mi madre—, ¿de dónde saco yo el dinero para un traje?
Al querido señor primer conserje eso seguramente le importaba un comino. Miró su reloj.
—Ahora tengo que irme —dijo, y enseguida se puso en marcha—. Pues ya vendrán otro día. Que pasen un buen día.
Nos miramos sin decirnos nada. Pasamos por los sótanos sin cruzar palabra. De repente se plantó ante nosotros el chico del uniforme rojo. Debíamos de estar muy alicaídos, porque nos preguntó:
—¿Hay algún problema?
—Vaya que si lo hay —se lamentó mi madre—. El primer conserje dice que el chico va hecho un guiñapo y así no se lo puede presentar a los señores.
—¿No tiene otra ropa?
—Pues no —suspiró mi madre.
El chico me miró de arriba abajo y dijo:
—Mi traje le quedará bien. Se lo presto con mucho gusto.
—¿De veras? —se alegró mi madre.
—Claro —contestó airoso el chico—. Yo, de todas formas, tengo que llevar esto. —Y señaló con desprecio el uniforme—. Espéreme aquí —dijo, y me hizo una señal para que fuera con él.
Me condujo a un espacioso vestuario. A lo largo de las paredes se alineaban estrechos armarios de chapa. Abrió uno de ellos y sacó su ropa de calle.
—Es usted muy atento, señorito —dije, avergonzado, y sentí que me sonrojaba.
—No soy ningún señorito —repuso—. Soy un proletario, igual que tú. Puedes tutearme sin problema. Me llamo Elemér.
—Yo me llamo Béla.
Nos dimos la mano. Me hubiera gustado mucho saber qué era un «proletario», pero no me atreví a revelar mi ignorancia. Empecé a desvestirme sin decir nada.
—¿No tienes calzoncillos? —preguntó con asombro.
Me encogí de hombros.
—No hace tanto frío.
Elemér no me contestó, pero sus ojos lanzaron un destello extraño. Permaneció un rato mirando al suelo y luego dijo en voz baja:
—¿Y los de arriba piensan que esto puede continuar así?
—Sí. —Y asentí con la cabeza, porque ahora sabía muy bien de qué hablaba. Nuestras miradas se cruzaron. «En el campo seguro que habríamos sido amigos», pensé.
Elemér se quitó la chaqueta, luego la camisa, y me la ofreció.
—Póntela.
—¿Y tú?
—No se nota debajo del uniforme. ¿Sabes atarte la corbata?
—Nunca he tenido una —confesé.
Sacó la corbata del armario y me la ató por debajo del cuello de la camisa. Luego volvió a mirarme de arriba abajo.
—Esos zapatos tampoco cuelan —constató.
Ahí sí que me pilló desprevenido.
—Son unas botas muy buenas —le dije—. Eran del señor maestro.
—Ya veo —respondió Elemér—, pero mejor ponte mis zapatos.
Cambiamos de calzado y acto seguido me condujo al espejo. No daba crédito. Con aquel traje azul parecía todo un señorito.
Mi madre también se asombró al verme.
—¡Vaya! —dijo, y le brillaron los ojos—. Juro por Dios que no te habría reconocido.
También le gusté al primer conserje.
—¿Los conocías? —le preguntó a Elemér, al enterarse de que el traje era suyo.
—Es la primera vez que nos ve —contestó mi madre, y miró agradecida a Elemér—. Es todo un caballero, se lo digo yo.
—Bueno —propuso el primer conserje—. Hablaré con el señor comandante.
—El comandante es el jefe de personal —aclaró Elemér en voz baja en cuanto salió el primer conserje—. Es blanco, blanco como la nieve, ya me entienden. Antes de acostarse le reza a Mussolini.
Tampoco lo entendí, pero hubiera jurado que era verdad. Ese Elemér siempre sabía de qué hablaba.
Estuvimos un buen rato esperando al primer conserje, al menos una hora. Más tarde me enteré de que el todopoderoso Papá Noel le temía tanto al comandante como nosotros a él, y que lo único que le había llevado a emprender la peligrosa tarea era pensar en que le harían la colada gratis.
Por fin yo también obtuve audiencia con el ilustre comandante. Estaba sentado tras un gran escritorio y me miraba de tal forma que me dio la impresión de que para verificar lo que yo dijese era capaz de trepanarme el cráneo. Era un hombre enjuto y seco, con los labios siempre encorvados hacia abajo, como si algo le provocara un asco permanente. En el ojo derecho llevaba un disco de cristal, como el de los relojes de bolsillo. «¿Para qué servirá?», me pregunté. Su pelo brillante, peinado con raya en medio, estaba pegado al cráneo; antes habría sido negro, pero ahora más bien parecía verdoso por el tinte. El bigote tenía el mismo tono, al igual que su cara, o al menos eso me parecía a mí.
Me cuadré ante él y apreté las manos contra la costura de los pantalones, según lo reglamentario. El primer conserje también estaba en posición de firmes. Solo faltaba que resonaran los tambores.
El comandante me observó durante una eternidad, como si yo fuera un caballo en la feria de ganado. Luego se quitó el cristal del ojo y ametralló:
—¿Nombre?
Se lo dije.
—¿Año de nacimiento?
Se lo dije.
—¿Profesión del padre?
Eso no se lo supe decir. Sentí cómo me sonrojaba. Se produjo un silencio insoportable.
Finalmente fue el primer conserje quien salvó la situación.
—Murió —dijo con una sonrisa condescendiente.
—¡Deje que hable el chico! —le llamó la atención el comandante en tono incisivo.
—Sí, señor, a la orden.
—¿Cuántos años has estudiado?
—Seis.
—¿Has traído tus certificados de notas?
—Sí.
Se los entregué. El comandante volvió a colocarse el cristal en el ojo y se dispuso a analizar mis notas. Para evitar malentendidos, le aclaré con tono militar:
—Nunca en la vida he sacado peor nota que sobresaliente. A la orden, le informo.
El comandante esbozó una leve sonrisa. «Muérete», pensé.
—¿Has sido levente?
—Sí. Me dieron un premio en tiro al blanco.
Eso le gustó. Se dirigió al primer conserje.
—¿Así que conoce bien a la madre?
—Sí, señor. Es una mujer pobre, pero muy decente.
—Ya veo que viste bien al chico —constató el comandante, y luego continuó con otra ráfaga—. Claro, la gente del campo sigue siendo distinta a la chusma de Budapest. —Me miró—. Que no te vayan a estropear esos cerdos rojos.
—Sí, señor comandante —repuse, sin tener ni la menor idea de a qué se refería.
—Entonces, todo está en regla —afirmó—. Ve con tu madre a la agrupación gremial por el contrato de aprendiz. Kálmán te lo explicará.
—A la orden, señor comandante —dijo el primer conserje, y entrechocó los tobillos.
Yo también di un taconazo. El interrogatorio había finalizado.
Cuando mi madre se enteró de que me habían admitido, se echó a llorar de alegría.
—¡Nunca le han hecho la colada como yo se la haré a usted! —sollozó, y casi le besa la mano al primer conserje.
Me cambié de ropa y nos pusimos en camino. Aunque Elemér nos había explicado dónde estaba la entrada de servicio, nos perdimos entre las numerosas escaleras y de repente volvimos a encontrarnos en el vestíbulo de columnas de mármol. Mi madre zigzagueaba asustada por las mullidas alfombras y cada dos por tres topaba con alguien.
—Dios mío, sácanos de aquí —susurró—, porque si no lo echaremos todo a perder.
Afortunadamente logramos salir del vestíbulo, pero a la pobre se le olvidó incluir en sus rezos la puerta de entrada. El portero nos reconoció.
—¿Cómo se han atrevido a entrar? —nos gritó—. ¿Dónde han estado?
Mi madre, en vez de responder, echó a correr como si la hubieran pillado con las manos en la masa y, claro está, yo fui detrás de ella.
—¡Pordioseros, la próxima vez que os vea por aquí…! —bramó el portero, y los transeúntes nos miraron como si en efecto fuéramos malhechores.
Me hubiera gustado embestirlos para sacarles esos ojos que delataban sospecha, pero me embargó una gran vergüenza y me refugié en la selva de mis ilusiones infantiles. No había renunciado a mi antiguo plan de que cuando fuera mayor —siguiendo el ejemplo de la pandilla infantil— reclutaría una banda de adultos y, como Sándor Rózsa, robaría el dinero a los ricos para distribuirlo entre los pobres. «¡No sabéis quién soy yo! —me decía—. ¡Ya veréis quién soy yo!» En una ocasión el maestro nos había contado la historia del caballo de Troya y ahora me acordaba de ella. Sí, ahora yo también me infiltraré en la fortaleza del enemigo, me pondré su uniforme, lo serviré con gesto hipócrita, pero un día saldré del caballo de madera y entonces me vengaré del mundo de los señores ladrones, porque ese día se impartirá justicia. Habrá cañones en la calle Mária Valéria y yo entraré con la espada en alto…
Mi madre se reía por lo bajo. La miré asustado. Íbamos por la calle del Emperador Guillermo y ella, de lo feliz que estaba, se había olvidado ya del miedo pasado.
—Mi hijo… primer conserje —dijo riéndose como una chiquilla, y me dio una palmadita en el hombro—. Vaya, vaya, ya te veo con el bigote atusado, vistiendo un elegante uniforme. Entonces será igual de difícil entrar a verte y tú también mandarás al cuerno a los pobres.
—¡Yo solo mandaré al cuerno a los ricos! —respondí todo serio—. Y será un cuerno bien afilado, no te quepa la menor duda.
—¡Bah! —dijo mi madre haciendo un gesto de resignación—. Eso es lo que crees ahora. Pero cuando llegues a primer conserje pensarás de otra forma. El pobre se olvida de los suyos en cuanto está entre ricos, así es el mundo.
No lo dijo con tristeza, lo dijo sonriendo, ilusionada, hasta se echó a reír. Luego empezó a toser. Era una tos alarmante, al pobre Berci también le había pasado lo mismo. «Le compraré tocino cuando tenga dinero —pensé—, tocino bien sabroso y nutritivo, y leche, litros de leche, pero no de esa leche desnatada sino leche de verdad, con mucha nata, que le vaya bien a sus pulmones.»
—Vamos, dame unos golpes en la espalda —dijo mi madre, porque la tos no se le iba.
Le di unos golpecitos, aunque me hubiera gustado acariciarla. Mientras lo hacía pensaba en los cañones que un día tronarían en la calle Mária Valéria. Ese día la tomaría de su encallecida mano, la conduciría al vestíbulo de columnas de mármol y diría ante los ilustres huéspedes: «¡La mejor habitación para esta dama, para mi madre!».