Era una noche cálida, de escasa actividad, apenas había gente en el bar. La orquesta de jazz tenía un descanso de media hora, y los camareros jugaban al siete y medio. El conserje también jugaba a los naipes y yo había ocupado su puesto en la entrada. Caía una tibia lluvia tropical que todo lo llenaba de humedad; el aire era sofocante. Serían las dos de la madrugada. Me entretenía escuchando adormecido cómo caían las gotas de lluvia, y a veces me quedaba dormitando un par de minutos.
De pronto un automóvil se detuvo ante la puerta. Había cuatro personas dentro: ella, Brochón, el armero vienés con cara de ostra y un hombre al que no había visto nunca. En cuanto les abrí la puerta del coche, me saludaron entre gritos, alegres y achispados. Se habían divertido a lo grande, todos estaban algo bebidos.
La mujer me reconoció.
—Oh, ¿eres tú, András? —dijo con esa voz aguda y ligeramente cantarina, como de costumbre—. ¿Cómo estás?
—Muy bien, gracias, su excelencia.
Ella también había bebido mucho. Estaba recostada y adormilada en el asiento, pero en sus ojos jugueteaban todos los hijos ilegítimos del diablo. Estaba muy guapa con el recogido aflojado, relajada pero excitada por el alcohol, nunca la había visto así. El corazón me latía con frenesí.
Los primeros en apearse fueron Brochón y el armero. Extendí sobre ellos el enorme paraguas y los acompañé hasta la puerta de entrada; luego volví al vehículo. El caballero desconocido le decía algo al oído a la mujer, que se reía con ganas, con musicalidad, como trinando.
Tuve que esperar. Las gotas de lluvia golpeaban la tela del paraguas, sentía que las rodillas me temblaban.
¿Quién sería ese hombre?
Por fin se apearon. Bajo el paraguas la mujer se agarró a mi brazo, el diputado caminaba en el lado opuesto. Llevaba sombrero de copa, tenía que levantar mucho el brazo, pero entonces era la señora quien se mojaba.
—Baja un poco el paraguas —dijo, y al hacerlo, tiré el sombrero del diputado.
El viento arrastró el sombrero, el diputado tuvo que salir corriendo tras él porque la señora me arrastró hacia la entrada. Le estaba abriendo la puerta cuando nos alcanzó el diputado con el sombrero manchado de barro.
—¡Estúpido! —me gruñó, y descargó sobre mí una sonora bofetada.
Fue tan inesperada que cuando quise darme cuenta ya habían desaparecido. Sentí una furia descomunal. Le voy a pegar en presencia de la señora hasta dejarlo medio muerto, me juraba, pero el campesino sensato decía en mi interior: no lo harás. Te echarían, te pondrían en la lista negra y además ni siquiera llegarías a pegarle. Lo defendería el personal, el Estado, la ley, todo el mundo; y a ti, ¿quién te echaría una mano? Te llevarían a rastras a la policía, volverían a darte culatazos hasta hacerte perder el sentido, te encerrarían en un calabozo, te mandarían a un reformatorio, porque eres pobre y pueden hacer contigo lo que les plazca. ¡No puede ser!, se rebelaba el amor propio en mi interior. Pero sabía de sobra que sí podía ser, y el sentimiento de impotencia me enfureció aún más. No sabía qué hacer. La rabia casi me hizo llorar. Entonces sentí algo cálido sobre el rostro.
Lo toqué: era sangre. Al verla perdí la escasa serenidad que aún me quedaba. Era la sangre de mi padre, una sangre densa y peligrosa; la sensatez campesina de mi madre ya nada podía hacer. Sentía que iba a hacer algo, algo que no haría nadie en su sano juicio, pero ni yo mismo sabía qué.
—Me las pagará —rezongué, mientras las pasiones se arremolinaban en mi interior como espoleadas por el mismísimo diablo.
De pronto oí gritar mi nombre. Era la voz del maître; entré. Me miró como si hubiera saqueado la caja del hotel o algo aún peor. Era un hombre calvo, descarnado, con rostro de lacayo, un auténtico «espíritu de ciclista», como decía Elemér. Pisoteaba hacia abajo y se erguía hacia arriba y yo, cómo no, me encontraba abajo, justo bajo la suela de sus zapatos. Me asió violentamente de la manga de la chaqueta y me arrastró a un rincón.
—¿Qué ha pasado? —susurró.
Se lo relaté. Me escuchó negando con la cabeza, y estaba claro que no lo hacía a causa de la bofetada.
—Después pasaremos cuentas tú y yo —dijo con tono siniestro—. Ahora lávate la cara y ve al bar, que te llama su señoría.
Tenía que ponerme en marcha, pero no me moví. Iba a decir algo, pero ni yo mismo sabía qué. La ira me hacía temblar.
—Se te han puesto los pelos de punta, ¿a que sí? —dijo sonriendo con sarcasmo y enseñándome sus dientes postizos.
—Qué va —le espeté—. Hubiera ido a verle aunque no me llamara. A mí no se me puede pegar así como así.
—Cierra el pico —me ordenó en voz baja—. Puedes alegrarte si el asunto se zanja con esa bofetada. ¿O es que no sabes quién te la ha dado?
No, no lo sabía. El maître me lo dijo, y por muy hombre que me sintiera, al oír el nombre se me puso la piel de gallina. Era un nombre hartamente conocido y temido, y no solo para mí. Su señoría, antes de ser diputado, había sido un asesino profesional: uno de los oficiales más sanguinarios del Terror Blanco. Había matado y hecho matar a centenares de inocentes con la máxima autorización de Horthy, el almirante, general, gobernador y dios todopoderoso de la Hungría regia. Cazaba judíos y comunistas, pero era él quien determinaba si lo eras o no, según lo que le pagaran por ello, o al menos eso se contaba en mi pueblo. Porque también cometió sus canalladas por allí, en un bosque cercano: mandó a doscientas personas cavar su propia fosa e hizo enterrar vivas a más de una. Ocho años después de los hechos, los niños evitábamos la zona, porque en el pueblo se rumoreaba que en los árboles había apostados fantasmas. La verdad es que entonces aquellas tumbas ya se habían limpiado, porque entretanto nos «habíamos consolidado», lo que en un lenguaje menos pomposo significa que el país se había debilitado tanto por las sangrías de la guerra y de las tres revoluciones que ya no había necesidad alguna de asesinar a escondidas. Habíamos pasado a ser un país refinado y civilizado, y se mataba legalmente a las pocas personas que se atrevían a abrir el pico. Les organizaban incluso juicios públicos y, para que no se les pasara por la cabeza quejarse por las torturas a que habían sido sometidas, ambas cámaras del noble Parlamento habían aprobado la ley del palo. Con una paliza autorizada por el poder, presionaban al procesado hasta que firmase una confesión en base a la cual lo ahorcaban de manera legal. No en vano Horthy se jactó más adelante de que Hitler y Mussolini habían aprendido mucho de él. Es verdad que los precedió a los dos, y los hombres de Estado franceses e ingleses, entonces aún todopoderosos y que habían tratado como a perros sarnosos a los representantes de la Hungría democrática, no habían tenido inconveniente en hacer buenas migas con él, al igual que hicieron más tarde con Mussolini y Hitler. Y mientras tanto los asesinos a quienes Horthy debía su poder, en vez de terminar en la horca, acabaron obteniendo puestos codiciados; así fue como ese hombre llegó a ser diputado parlamentario. En unas elecciones normales no le hubieran dado ni diez votos, pero en este país «consolidado», junto al nombre del campesino se acostumbraba a escribir a quién había votado, por lo que la viuda depositaba su voto en favor del asesino de su marido, pensando que de lo contrario el señor candidato terminaría degollando también a su hijo. Resumiendo: había elegido a mi contrincante con singular acierto.
—¿Qué quiere de mí el señor diputado? —le pregunté al maître.
—Abrazarte seguro que no —contestó, y volvió a exhibir sus dientes postizos—. Solo te digo que cierres la boca si no quieres meterte en problemas, y haz lo que ordene. Vamos, date prisa.
Entré en los servicios y me lavé la sangre. Al secarme ante el espejo, de repente comprendí la situación. Sí, su señoría no me llamaba para abrazarme, y el señor comandante nunca me daría la razón. Así que, pasara lo que pasase, había llegado mi fin; pero en vez de ponerme triste, sentí un curioso alivio: ya no tenía nada que perder. Soy libre, como los pájaros, me cago en quien me dé la realísima gana. Ya casi me alegraba de que las cosas salieran así. «Pase lo que pase —me dije—, lo seguro es que a ese señor de la chistera le pagaré lo que le debo.»
En el espejo vi que tenía el rostro muy pálido. Me lo pellizqué hasta que recobró su color, luego me estiré, apreté instintivamente la barbilla contra el pecho, como hacía de niño, y salí de los servicios.
Me pareció que todo el mundo tenía la mirada clavada en mí, y ya no me preocupé más que de mi «reputación». Caminé lentamente, con grandes pasos de labrador altanero, como solía hacer aquellas noches de verano en que después de la cosecha iba camino de casa en compañía de los adultos. Oía la canción; es más, me puse a cantarla en voz baja:
Soy tan fuerte como tú,
pego fuerte, igual que tú.
—No tararees —siseó el maître—. ¿Tan alegre estás?
—Nunca he estado más alegre —le contesté con insolencia, y entré en el bar.
Allí tampoco aceleré mis pasos, solo levanté la cabeza en alto, fue así como me acerqué a él.
Soy tan fuerte como tú,
pego fuerte, igual que tú.
Me detuve ante su mesa. Me cuadré, porque a los niños campesinos se les había inculcado con tal perseverancia que tenían que ponerse firmes en presencia de los señores que lo hacían aunque no quisieran.
—A su disposición —dije lenta y pausadamente, como un viejo campesino, sin dejar de mirar fijamente a los ojos del señor diputado.
El señor diputado estaba removiendo su bebida y de momento se quedó sin decir nada. Delataba señales alarmantes de exceso de alcohol. Tenía los ojos turbios y el rostro tan hinchado que parecía un queso. «Cadáver de ahogado —pensé—. Es igual que el cadáver de un ahogado.»
La mujer lo miró y, como el hombre seguía sin hablar, de pronto se volvió hacia mí.
—András, el señor diputado siente haberte pegado —dijo.
Vi que lo que decía no se correspondía con la realidad, aunque el señor diputado hizo un leve gesto de asentimiento. Estaba más claro que el agua que lo hacía por complacer a la mujer, lo que me hizo aún más feliz. Esperaba algo tan distinto y ahora era precisamente ella… Del asombro me quedé, tal vez, con la boca abierta. Sigo sin saber por qué lo hizo. Bueno, no niego que hubiera algo de humanidad en aquella mujer loca; tal vez le di pena de verdad, tal vez yo le gustaba un poco, pero creo que lo que más la excitaba de la situación era la gracia de desafiar a aquel hombre. Sin duda, le agradaba aleccionar al famoso enfant terrible, probar su poder sobre él. Lo miraba con desafío, con una extraña sonrisa.
—Entonces dele la mano a András.
El señor diputado me alargó la mano de la misma forma en que uno le acerca la muela al dentista. Lo agarré desprevenido, pero en ese mismo instante sentí un dolor tremendo.
—Espero no haberte apretado la mano demasiado —dijo con un tono de voz maliciosa y una cortesía irónica.
—Qué va —le contesté—. A mi mano eso no le hace nada.
—¿Ah, no?
En su rostro amarillento se dibujó una sonrisa fea y empalagosa, y apretó con más fuerza.
El dolor ya casi resultaba inaguantable, pero sentí en mí la mirada de la mujer y ni siquiera rechisté. Me acuerdo que de frente colgaba una lámpara con pantalla roja; fue eso lo que miré fijamente y apreté los dientes.
La orquesta de jazz dejó de tocar, en el bar reinaba un silencio sepulcral. La lámpara empezó a temblar ante mis ojos.
—Suéltelo —advirtió la mujer a su señoría.
—No se preocupe —dije—. No me duele en absoluto.
—¿En absoluto?
El señor diputado soltó una sonrisita y me apretó la mano aún más fuerte.
—En absoluto —repetí, obstinado.
La mano me dolía tanto que los matices habían dejado de existir para mí. La ira y el odio me cegaban los sentidos. Aparté la mirada de la luz y le miré a la cara. Ahora su rostro parecía un queso fundiéndose por el calor. Tenía la cara perlada de gruesas gotas de sudor y en la frente se le habían hinchado las venas. Sus ojos estaban enrojecidos.
Por fin no aguantó más. Me soltó la mano.
—¿De qué está hecha tu mano? —preguntó negando con la cabeza, e hizo un amago de sonrisa.
Lo miré a los ojos y le respondí en voz alta:
—Es una mano de campesino, señoría.
Sentí en mí la mirada de la mujer, y se la devolví furtivamente. De sus ojos se desprendía algo palpable, los sentía sobre mí como una mano, una mano que parecía acariciarme. Me sonreía. Acto seguido, le dijo al señor diputado:
—Ahora deje que sea András quien le apriete la mano.
—¿La mía? —El hombre se dio aires de superioridad y no vaciló en extendérmela. Ya puede apretar, ya.
Contemplé su mano. Era hermosa, señorial, de dedos largos y blancos. «La mano de un asesino», pensé.
—Adelante —me animó, y le cogí la mano.
Titubeé durante un instante, luego la apreté tanto que también me dolió a mí. El rostro del diputado se torció por un instante.
—¿Duele? —preguntó la mujer con tono burlón.
—¡Qué va! —Hizo un gesto de desprecio con la que tenía libre y miró muy airoso—. Vamos chiquillo, sigue apretándola si puedes.
No me hice de rogar. Apreté con todas mis fuerzas. Toda la ira que sentía en mi interior —que no era poca— la concentré en apretar esa cuidada y pálida mano de asesino.
Los acompañantes, borrachos, me observaban aguantando la respiración. Estaban sentados alrededor de la mesa, tiesos como figuras de cera. El maître, desde unas mesas más allá, me indicó con un gesto furioso que la soltara ya, pero no le hice caso. Seguía apretándola con todas mis fuerzas. «¡Tu madre! —despotricaba en mi interior—. ¡La madre que te parió!»
El diputado seguía tratando de sonreír, pero en el rostro retorcido por el dolor la sonrisa parecía más bien la mueca de una calavera. Lo miré y de pronto me pareció ver otro rostro, el de una vieja campesina de pelo desgreñado, a la que en el pueblo llamaban simplemente Vilma la Loca. Doña Vilma pasó a ser Vilma la Loca tras ver cómo este señor diputado enterraba vivo a su marido.
No sé qué hice en aquel instante, solo recuerdo que de pronto el señor diputado emitió un chillido y retiró bruscamente la mano.
Seguía habiendo un silencio mortal. Yo estaba cuadrado, a la espera de lo que pasara.
—Está bien, András —oí entonces la voz de la señora—. Ya puedes irte.
La miré. Nunca había visto sus ojos así. No sé qué escondían; a los dieciséis años aún no se es capaz de descifrar la mirada de las mujeres, pero con lo que veía en ella me emborraché más, sin haber bebido siquiera una gota de alcohol. Di un taconazo como lo hacen los soldados y dije:
—Que pasen una buena noche.
Todo el mundo me miraba, pero yo no miré a nadie. Salí al igual que había entrado, con grandes pasos de labrador altanero, cuando en realidad me hubiera gustado brincar de alegría.
Soy tan fuerte como tú,
pego fuerte, igual que tú.
Al salir del bar, el maître me agarró del brazo y me arrastró furioso hacia la cocina.
—Si vuelve a llamar al muchacho —susurró a uno de los camareros—, decidle que se ha ido a casa.
Sin más, abrió de golpe la puerta de la cocina y me empujó con fuerza.
—Luego saldamos cuentas tú y yo —me gritó, y cerró la puerta a mis espaldas.
En la cocina todos estaban ya enterados del «asunto». Iluci me miró la mano muy preocupada, aún se veían las huellas del apretón.
—¿Te ha dolido? —preguntó.
—A él sí —contesté, y di el tema por zanjado.
Los camareros también me preguntaron, pero no dije más. La verdad es que me hubiera gustado hablar de ello, incluso fanfarronear un poco, pero siendo del campo sabía que eso no resultaba ni conveniente ni de buena educación. A quien hace algo encomiable lo van a adular de todas formas; en caso contrario poco vale sacar pecho. Pero sí encendí un pitillo, lo que en otras ocasiones no me hubiera atrevido a hacer, y los camareros lo consintieron sin comentarios. Eso era el mayor reconocimiento que podían darme: considerarme un hombre que bien se merece un cigarrillo.
Iluci me colocó delante un enorme plato. Estaba lleno de manjares exquisitos, y me los comí con ganas. Luego me tomé una copa de champán y me recosté cómodamente en la silla. «La vida es bella —pensé—. Es posible que ahora me echen, pero…» Me tomé otra copa de champán y luego ya dejé de cavilar. ¡Que se preocupe otro!
De súbito oí la voz del maître.
—Cerramos —dijo.
Allí estaba, como caído del cielo, no me había percatado de que había entrado. El champán me seguía zumbando en la cabeza, le hacía cosquillas a mis pensamientos. «Así que ya han subido —pensé algo embriagado—. Ahora se estará desnudando.»
Los camareros dejaron los naipes y empezaron a recoger las cosas. El maître me miró con cara de mal agüero; evidentemente esperaba quedarse a solas conmigo. «Viejo idiota —pensé—. ¿Crees que te tengo miedo?»
Entonces sonó el teléfono. Iluci descolgó el auricular.
—Sí, su excelencia —dijo—. Una botella. La marca de siempre. Sí. ¿Quién? —Su rostro se transformó—. ¿Quién dice? —repitió la pregunta—. Sí, aún está aquí. Como usted desee, su excelencia.
Colgó y miró al maître con excitación.
—Pide que sea András quien le suba el champán. ¿Qué querrán de nuevo de este muchacho?
—No le habrá dicho que aún está aquí, ¿no?
—Pues sí.
—M… —blasfemó el maître y encendió un cigarrillo con gesto nervioso—. Bueno, ya da lo mismo —soltó con un ademán de resignación, y me miró—. Sube el champán. Luego… —No llegó a decir lo que pretendía—. Luego puedes irte a casa.
Salió sin mirarme.
Iluci estaba muy agitada.
—Ten cuidado —dijo con sincera preocupación—. Ya sabes de quién se trata.
—Claro que lo sé. —Me encogí de hombros—. No se preocupe por mí.
Pero en mi interior no me sentía tan tranquilo. «No —pensé—, evidentemente el señor diputado no va a resignarse. Ahora lo tendrá más sencillo. Todo el hotel duerme y están solos en la suite.»
Iluci me dio una botella de champán fría metida en un cubo de cristal y una bandeja de plata con cuatro copas. Era champán francés, una botella grande y pesada. «Si me toca —pensé en el ascensor—, le partiré la cabeza con ella.»
Ya serían las tres. Al acercarme a la suite, las copas tintinearon con un ruido espectral en medio del pasillo desierto, donde sonaron ecos. Reinaba tal silencio que incluso se oían mis pasos en las mullidas alfombras. El amplio hueco del ascensor bordeado de rejas se abría oscuro como boca de lobo, los cables embadurnados de grasa colgaban inertes en el vacío. Nada se movía, parecía que incluso el aire se había condensado.
Me detuve ante la puerta sobradamente conocida y llamé con los nudillos.
—¿András? —Oí desde el interior la voz de la mujer.
—Sí, excelencia.
—Entra.
Pensaba que en el interior encontraría mucho jolgorio, con gente borracha hablando a gritos, pero la suite estaba tranquila, como si todos estuvieran dormidos. Al entrar, el silencio casi me golpeó en la cara, como el viento. El vestíbulo estaba oscuro, las puertas, abiertas de par en par. Me paré y miré alrededor. Dentro se vislumbraba una penumbra verdosa, como en un cuento de terror. En el fondo de la habitación, en un alto espejo veneciano, se reflejaba mi imagen y la de los muebles. ¿Qué es esto? —vacilé—. ¿Dónde están? Agucé el oído, pero solo se oía el suave tintineo de las copas sobre la bandeja y en el espejo vi que tenía el rostro muy pálido.
Por fin entré.
La mujer permanecía recostada en el sofá, fumando. Estaba sola, en la habitación solo había encendida una lámpara baja de pantalla verde; por la ventana abierta del balcón entraba el viento, las cortinas ondeaban en la penumbra. Había algo teatral e inverosímil en todo aquello. La mujer estaba inmóvil, como si fumara entre sueños, con los brazos desmadejados. Los párpados pesados y maquillados de azul ocultaban sus ojos. Me miró, pero no dijo nada. Me detuve torpe y tímidamente, no sabía qué hacer. ¿Qué le habrá pasado? ¿Estará borracha, o enferma?
—Traigo el champán —dije casi en un susurro, como si no fuera evidente que lo traía.
—Déjalo ahí —dijo por fin, lenta y pensativa, como no queriendo precipitarse en su decisión, y señaló la mesita colocada ante el sofá. Hablaba como si tuviera la lengua hinchada, tenía la voz algo ronca por el alcohol—. Puedes servirlo —añadió, y con un gesto excéntrico tiró la ceniza del cigarrillo sobre la alfombra.
Fuera seguía lloviendo. De vez en cuando las ventanas se movían por una racha de viento, como si alguien las tocara suavemente, como si la noche pidiera permiso para entrar. Descorché la botella y empecé a servir el champán en las copas. Al alzar la botella sobre la tercera, la mujer dijo:
—Basta con dos.
Se me hizo un nudo en la garganta. «Así que están solos», pensé, y miré sin querer en dirección al dormitorio. La puerta estaba cerrada.
—Siéntate —dijo entonces en voz baja y ronca; hizo una leve mueca con el labio como queriendo sonreír, pero daba la impresión de que a falta de fuerza era incapaz de hacerlo y renunciaba a la empresa.
Me senté en el borde del sillón y aguardé, conteniendo la respiración.
—Bebe —dijo, y vacilando, como si estuviera sonámbula, alargó la mano hacia su copa.
De reojo yo seguía mirando en dirección al dormitorio. ¿Qué se traerá entre manos?
—A… la salud de su excelencia —tartamudeé, y era tanta mi turbación que apuré el champán de un solo trago.
Ella estuvo un buen rato bebiendo sorbo a sorbo, pensativa, con el rostro serio como un entendido catador, sin dejar de mirarme siquiera un instante a través de su copa. Me miraba soñolienta, pero curiosa, como se mira un paisaje nocturno a través de la ventanilla del tren, cuando ya casi se te pegan los párpados.
—Ahí estás muy incómodo —dijo de repente. Su voz era extrañamente mansa, pero de algún modo también imperativa—. Quiero que te sientas a gusto —añadió con voz cantarina, y señaló la mesita—. Ahí tienes cigarrillos.
—Gracias —balbucí, y me eché un poco para atrás en el sillón, pero no toqué los cigarrillos.
Se produjo un silencio. El bochorno no había cesado. El aire estaba tan húmedo que parecía que en vez de lluvia cayera agua hirviendo del cielo; el viento tampoco traía alivio, era cálido e inquietante, como el aliento de una mujer excitada.
Esperaba que se abriera la puerta.
La habitación estaba ahora llena de ruidos. Las cortinas musitaban, movidas por el viento, como susurrando, algo crujía, algo crepitaba en alguna parte, no adivinaba qué, a ratos parecía que los ruidos procedían del dormitorio.
—¿Por qué miras la puerta sin parar? —preguntó de repente.
—No la miro —repuse tontamente, y sentí que me sonrojaba.
Entonces la señora se inclinó hacia delante, extrajo un pitillo con la punta de los dedos y me lo colocó entre los labios.
—Puedes encenderlo tranquilamente —dijo, y me sonrió de una forma extraña, como un fogonazo—. Estamos solos.
La cerilla me tembló en las manos cuando encendí el cigarrillo, la sangre me hervía. Estamos solos. Estoy solo con ella.
Sin querer, la miré, pero ella no dijo nada. Estaba inmóvil, reclinada en el sofá, mirándome como si fuera un paisaje nunca visto. Ahora de pronto me pareció extraña, como si no fuera la mujer que conocía. Como si solo me recordara a alguien, a otra mujer, que era ella y, sin embargo, no era ella, de la misma forma que recuerda el retrato a la modelo cuando el pintor ha hecho el trabajo en ausencia de la persona real. ¿La habré imaginado así en mis sueños, o en la oscuridad, estando con Manci? Lo ignoro. Resulta difícil de explicar. Ahora tenía algo en el rostro, en su ser, que hasta entonces solo había intuido vagamente; algo que se había convertido en una realidad física, que hasta entonces había sido invisible e indefinible, como cuando la sal cristaliza en el agua del mar y el agua se convierte en una sustancia sólida, con peso y volumen: en un cuerpo tangible. Era tan bella que me hubiera gustado echarme a llorar o a gritar, o lanzarme sobre ella, morderla y estrangularla, o morir allí mismo, a sus pies. «Me he emborrachado», pensé. Luego volví a pensar: «Morir aquí, a sus pies».
—¿Cuántos años tienes? —preguntó entonces.
—Voy a cumplir diecisiete —respondí.
—¡Diecisiete! —repitió reflexiva, y asintió, como si fuera un médico al que el síntoma ha revelado la gravedad de la enfermedad pero no lo menciona y solo se lo dice más tarde a los familiares—. Bebe —dijo con un tono casi consolador, con la voz de una persona que ya ha probado el remedio y que sabe que alivia la dolencia.
Llené las copas y bebimos. Ahora volvió a mirarme a través de su copa, con seriedad, con atención, casi con mirada de entendido, como si de veras fuera un médico que narcotiza a su paciente y no empieza la operación hasta que el sopor llega al grado preciso.
No me atreví a mirarla, mi vista se perdía por la puerta abierta del balcón. El Danubio brillaba negro en medio de la noche húmeda y bajo las gotas de lluvia parecía burbujear igual que la pez cuando cuece. Todo el mundo parecía algo así: oscuro, nebuloso, calentado hasta el punto de ebullición.
—¿Estás mirando las estrellas? —preguntó.
Pensé que lo preguntaba en broma. Sonreí.
—Esta noche no hay estrellas —dije algo entrecortado, porque en ese momento también mi lengua parecía estar hinchada.
La mujer se inclinó hacia delante, su rostro era un enigma.
—Las hay —afirmó en voz baja, como una confidencia, como quien informa sobre un descubrimiento de gran trascendencia—. Las estrellas siempre están en el cielo, pero no las ves a causa de las nubes. —Eso la hizo meditar un rato, luego asintió lenta, pero enérgicamente; se notaba que volvía a reflexionar sobre el asunto, pero ahora ya daba su visto bueno definitivo—. El cielo está lleno de estrellas —dijo— y no las vemos. —Eso la entristeció. Suspiró—. He bebido mucho —constató—, ponme un poco más.
Volvimos a beber. Me daba la sensación de que el champán no me llenaba el estómago sino la cabeza. Estaba mareado. La apoyé en el respaldo de la silla, ya no podía sostenerla. Pesaba mucho; tenía el cuerpo lleno de champán y estrellas.
—Es hermoso —dije meditando.
—¿El qué? —preguntó.
—Lo que ha dicho de las estrellas.
La mujer suspiró.
—Tú también te has emborrachado.
—Sí —dije con tono pensativo, y asentí, como quien está al tanto de la gravedad de la situación.
—Enséñame la mano —dijo súbitamente.
Ya nada me extrañaba, eso tampoco. Extendí la mano. La agarró con dos dedos, como si fuera un objeto frágil y delicado, pero todo mi cuerpo se estremeció, como si de sus dedos saliera un flujo eléctrico, una corriente extraña, de alta tensión. Estaba ocupada en mi mano. La observaba, la giraba, pensaba. Luego levantó la vista.
—¿Sabías de quién era la mano que estabas apretando? —preguntó.
—Sí —contesté.
—¿Y no tenías miedo?
—No —dije, pero luego me corregí—: Una vez hube empezado, ya no.
—Claro —asintió—. Solo la idea es terrible, siempre es la idea lo que da miedo. El hecho —torció los labios— no es nada, ¿verdad? Tomándolo así, la vida entera no es nada. —Hizo un gesto de desdén con la mano—. Uno la supera como hace con una operación. Es solo la idea de la operación —dijo con voz ronca, y de repente se calló. Tenía la mirada perdida; enarcó las cejas, se estremeció ligeramente—. Lo que es terrible —pronunció lentamente esta palabra, y como si temiera que la pudiera oír, se me acercó más—. Hay que beber —susurró—. Beber mucho. O creer en algo profundamente. —De repente, se echó a reír, con una risa extraña, histérica—. Yo bebo —anunció con desprecio, y como habiendo puesto punto final al asunto, continuó con un tono muy distinto—: Apriétame la mano.
La miré sin comprender.
—¡Apriétamela! —insistió.
Le agarré la mano. Era delicada, blanca, hermosa, era tierna y frágil como un polluelo. «¿Cómo apretarla?», pensé. Pero entonces las rodillas y las manos empezaron a temblarme notablemente, y para que no lo notara, le di tal apretón que el rostro se le retorció de dolor.
—¿A mí tampoco me tienes miedo? —preguntó con una voz extraña.
—Un poco —confesé, y le solté la mano.
Me miró escudriñadora.
—¿Por qué? —preguntó.
¿Por qué?… Es verdad, ¿por qué? Me quedé pensando un buen rato.
—Es tan bella —dije a continuación.
Hablábamos susurrando, como si tramáramos una conspiración.
—Aprieta —dijo—. Apriétamela como apretaste la suya.
—Le dolerá —musité.
—No te preocupes por eso —dijo con un gesto de desprecio. Y luego añadió con un tono casi inaudible—: A veces sienta bien.
Ahora había algo alarmante en ella. Las pupilas se le habían dilatado, los labios entreabiertos le temblaban. Luego se echó hacia atrás con esa extraña mezcla de resolución y de miedo que se siente al subir a la mesa de operaciones. Cerró los ojos, apretó las mandíbulas; esperaba el dolor.
Al agarrarle la mano, se estremeció. Dobló las piernas, la falda se le subió por encima de las rodillas, vi que las juntaba. En la falda, pegada al cuerpo, se marcaban las ligas, pero no aparecía ninguna otra señal. «No lleva bragas», pensé, y como si me diera un calambre, le apreté la mano.
Sentía el dolor atravesándole el cuerpo. Las piernas se le encogieron, la falda se le subió más y por encima de las medias asomaron los muslos, tan solo una fina franja blanca, pero casi me cegó.
La miré hipnotizado. Qué pasaría si ahora…
—¡Más! —susurró jadeando—. ¡Aprieta más!
«Está loca —pensé—. Se ha vuelto loca.» Y entonces de veras le tuve un poco de miedo.
—¡Más…! ¡Más…!
Unas veces suplicaba como un niño, con voz entrecortada y llorosa, otras gritaba, deliraba, exigía:
—¡Más…! ¡Más…! ¡Más…!
La miraba hechizado y horrorizado. Hasta entonces el dolor y el placer me habían parecido fenómenos tan contrarios como el agua y el fuego o el nacimiento y la muerte, y ahora, ver fundirse ambos me dejó tan abatido que me quedé helado. La mujer tenía un rostro espectral, con una fealdad animal y una belleza sobrehumana. Me recordaba un poco a los santos mártires, o a los locos tranquilos y tímidos… a algo inexpresable que solo existe en el infierno sangriento de los sueños y que no puede expresarse con palabras.
No pude seguir viendo cómo sufría; volví la cabeza. Miré asustado y callado a la nada. De repente oí un chillido reprimido. La miré y se me cortó el aliento. La falda se le había subido del todo y… no llevaba bragas, confirmé. «Ahora, si me sentara al otro lado, frente a ella…»
De pronto tuve la impresión de que me estaba observando. La miré furtivamente, con el rabillo del ojo y, en efecto, tenía los ojos abiertos. Miraba cómo yo la observaba, pero no se bajó la falda. Nuestras miradas se cruzaron. «Ahora», pensé y me incliné hacia sus labios. Pero entonces de pronto se puso en pie.
—Tengo muchísimo calor —dijo—. Voy a bañarme.
«Lo he echado toda a perder», pensé rabioso, y me levanté.
—Buenas noches —gruñí, malhumorado.
La mujer se volvió.
—¿Quieres irte ya? —preguntó, y pareció asombrada.
—No —balbucí.
—Entonces espérame —dijo—. Termino en un par de minutos. —De pronto se agarró al respaldo de mi silla—. Estoy mareada —susurró, y se apretó la mano contra la frente.
Permaneció así unos instantes, luego con pasos inseguros entró en el dormitorio. Dejó la puerta entreabierta, pero desde donde yo estaba solo se veía la cama, pues el cuarto de baño se hallaba en el lado opuesto. Oí que se abría la puerta, pero no que se cerrara. «¿No la habrá dejado abierta?», pensé excitado. Estuve un buen rato escuchando, pero la puerta no se cerró. Y entonces se oyó algo que me heló la sangre.
Ruidos desde la habitación de Doni.
Un sudor frío me cubrió el cuerpo. ¿Qué era eso? ¿Estaba Doni? Los instantes parecieron minutos, los minutos, horas, y transcurrió toda una eternidad.
Luego, de pronto, me tranquilicé. Se oyó el gimotear del perro, ese gimoteo tenue que asemeja el llanto de los niños pero que al mismo tiempo parece un gemido de placer y que conoce muy bien todo el que entiende de perros. César estaba soñando. De manera que Doni no está en Budapest, constaté, ya que sabía que de lo contrario César dormiría en el vestíbulo.
Del cuarto de baño llegaba el gorgoteo del agua. «Se está desvistiendo —pensé—. ¿O ya está desnuda?»
De repente todo quedó en silencio. Luego chapoteó el agua, y se pudo oír claramente cómo se metía y se sentaba en la bañera. Estaba seguro de que la puerta estaba abierta. Por las tardes, a solas con César, cuántas veces la había imaginado así, metida en la bañera, y ahora solo faltaba dar unos pasos para que… Súbitamente me puse en pie y me dirigí al dormitorio. Pero entonces volvió a oírse un ruido en la habitación de Doni. Me paré y agucé el oído. Sí, era César, seguro que era él, pero me detuve por si las moscas. «Acabaré por echarlo todo a perder», pensé, y volví a sentarme en mi sitio.
Unos minutos más tarde la oí salir de la bañera. «Pronto estará de vuelta —pensé—, y entonces… ¿qué pasará entonces?» Ya no comprendía nada de nada. Primero dejaba que le mirara sus muslos desnudos, luego me dejaba plantado al querer besarla, ahora se bañaba con la puerta abierta. Me quedé mirando tontamente el oscilar de las cortinas. Fuera el viento cobraba fuerza y la lluvia azotaba las ventanas. «Está loca —pensé—. Tal vez esté loca de verdad.»
—¡András! —oí entonces su voz.
—Sí, excelencia.
—Entra.
Me mareé, caminé como un sonámbulo. La mujer estaba sentada ante el tocador, de espaldas a mí, en bata de baño.
—Báñate tú también —dijo sin ningún preámbulo ni explicación, sin volverse siquiera.
—Como desee —contesté estúpidamente, y entré en el cuarto de baño.
—Oye —me dijo—. ¡András!
—¿Sí?
—El albornoz del excelentísimo señor está colgado en el perchero. ¿Lo ves?
—Sí.
—Basta que te pongas eso. Hace mucho calor.
Creí haber oído mal. «Basta que te pongas eso… el albornoz del excelentísimo señor…» Tardé varios minutos en comprender qué significaba aquello o en creer, al menos, que de verdad significaba lo que a mí me parecía.
¿Para qué habrá que bañarse antes?, cavilé ya metido en la bañera, porque el agua me había serenado un poco. Es posible que piense que voy sucio. En ese instante la odié tanto que hubiera sido capaz de estrangularla, pero unos segundos después ya no me acordaba de nada, solo pensaba que… No, en realidad era incapaz de pensar. En mi cabeza trabajaba un director de cine desquiciado, que había convertido mis ideas en imágenes, cada una un fotograma y luego, tras mezclarlas, las había montado boca abajo y les había prendido fuego. Al secarme aún me pasó por la mente que en realidad debería sentirme furioso, pero ya no recordaba por qué. ¡Ahora!, esa era la única palabra que oía, tronaba y relampagueaba en mi interior. ¡Ahora, ahora, ahora!
Al ponerme el albornoz de Doni y colocar la mano sobre el picaporte, por un instante me invadió la duda de si había entendido bien, pero entonces la puerta ya estaba abierta y yo me encontraba en el dormitorio.
Había una oscuridad total, no veía nada.
—¡Estoy aquí! —oí su voz, como si hablara en sueños.
Me dirigí a tientas en dirección a la voz. De pronto me topé con su mano extendida.
—Siéntate aquí —dijo, y obedecí mareado.
Me senté al borde de la cama. «Está tumbada a mi lado —pensé entre escalofríos—: ¡ahora, ahora, ahora!» Pero de pronto me sentí desconcertado. Ahora, sí, pero… ¿cómo empiezo? Con una muchacha campesina sería fácil, tampoco resultaría difícil con una camarera. Pero ¿qué se puede saber de una excelentísima señora tan misteriosa que te enseña los muslos y a continuación se levanta enfadada? No me atreví a moverme, pues temía «echarlo todo a perder». Permanecí sentado en el borde de la cama sin decir nada, temblando tremendamente avergonzado.
—Bebe —dijo entonces—. Allí está el coñac, sobre la mesita de noche.
Empecé a tantear. Encontré la botella, pero no vaso.
—¿Puedo encender la luz? —pregunté con torpeza.
—No —me contestó con esa voz ligeramente cantarina; parecía estar divirtiéndose.
Me armé de valor y le solté:
—¿Por qué no?
La mujer se rio por lo bajo.
—Bebe de la botella.
Bebí.
—Bebe más —me animó.
Y otra vez:
—Más.
Con las puertas y ventanas cerradas el bochorno era en el dormitorio, si cabe, aún más insoportable. La bebida parecía arder en mi cuerpo, ardía y ardía, me sacudían escalofríos.
—¿Por qué no puedo encender la luz? —repetí con voz temblorosa.
La mujer me acarició la cabeza.
—¿Eres virgen? —preguntó con voz queda.
—No.
—¿Estás con alguien?
—Sí.
Permaneció un rato callada.
—¿Cómo se llama?
—Manci.
—¿La amas?
—No.
—Entonces, ¿por qué estás con ella?
—No sé. No tengo a nadie más.
—¿Cuánto tiempo lleváis juntos?
—Un par de meses.
—¿Ha sido la primera?
—Sí.
—¿Y antes?
—Nada.
—¿No pensabas en mujeres?
—Sí.
—¿Mucho?
—Vaya.
—¿Resultaba desagradable?
—Mucho.
—¿Y ahora estás mejor?
—No.
La mujer alargó la mano, agarró la botella y bebió un poco.
—A mí me pasaba lo mismo —dijo risueña—. A veces incluso me sigue pasando. La realidad normalmente es como Manci, con el tiempo te darás cuenta de ello. ¿Sigues soñando con otras mujeres?
—Sí.
—¿También cuando estás con ella?
—También.
—¿Y qué piensas entonces?
—Toda clase de cosas.
—¿Como qué?… Anda, cuéntame.
No podía hablar. Los dientes me castañetaban y apreté las mandíbulas para que no lo notara.
—Bebe —me ordenó, y volví a hacerlo.
Ya era incapaz de mantener los ojos abiertos. Me sentía como quien está despierto y sueña a la vez. Me oía hablar, pero mi voz me sonaba extraña:
—En esas ocasiones siempre me la imagino a usted.
Se me acercó, tenía la voz muy excitada.
—¿A mí?
—A usted.
—¿Y qué imaginas?
—De todo. Absolutamente de todo. Ya me he acostado en su cama.
—¿En mi cama…? ¿Aquí?
—Sí.
—¿Y qué hacías?
—Pensar en usted.
—Eso ya lo has dicho —susurró con impaciencia—. ¿Qué más?
—Tocar su camisón.
—¿Y?
—La imaginaba a usted dentro del camisón.
—¿Qué más? —Me apretó la mano con fuerza—. Cuéntamelo todo.
—No puedo —gemí.
Ya estaba muy cerca de mí, sentía su aliento. Respiraba con avidez, de manera entrecortada, y la voz se le quebraba por la excitación.
—¿Me lo cuentas si dejo que te acerques?
—Sí.
—Ven.
Al fin la toqué, pero la mujer me apartó casi con asco. Extendí la mano, pero ya había saltado de la cama.
—¿Quieres que llame a recepción? —me gritó, y la oí descolgar el auricular.
Me quedé estupefacto. Ella tampoco se movía, reinaba un silencio alarmante. «Esto es el final», pensé.
—¿Quieres que vuelva? —preguntó susurrando.
—Sí —le supliqué.
—¿No me volverás a tocar?
—…
—Contéstame.
—No.
—¿Solo harás lo que yo te diga?
—Sí.
—¿Solo eso?
—Solo eso.
Se metió en la cama, tan lejos de mí como pudo.
—Entonces, cuéntame —bisbiseó.
—¿Qué?
—Ya sabes.
Estaba allí, tumbada a mi lado, pero tan lejos de mí como las estrellas. Los dientes me volvieron a castañetear, apreté las mandíbulas.
—¿Por qué no hablas? —preguntó con un tono de voz manso, casi tierno—. ¿Es que te da vergüenza?
—No.
—¿Quieres beber más?
—No.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—Entonces, ¿por qué no hablas?
—Porque se ha alejado de mí como si yo fuera un sapo.
La mujer calló por un instante.
—¿Prometes no tocarme?
—Sí.
—¿Seguro?
—Seguro. No me torture más.
—Está bien —susurró, y de repente sentí su mano sobre mí.
Ya no tenía que suplicarme. Hablaba, las palabras fluían de mí. Lo conté todo, pero a ella no le bastaba. No consentía alusiones, oraciones a medio terminar, todo lo tenía que nombrar, ni la palabra más obscena le parecía demasiado desagradable. Y ahora también, como cuando le apretaba la mano, me suplicaba a veces como un niño, y otras gritaba y exigía.
—¡Más!… ¡Más!… ¡Más!…
Y de pronto retiró la mano.
—No —le supliqué—. Deme la mano.
Se inclinó sobre mí y por un instante sentí el roce de sus senos.
—Ahora piensa que no estoy aquí… Piensa que estás solo en mi cama… Así… Así… Así…
Encendió la luz y me miró.
—Bien —jadeó enloquecida—. ¡Bien!…
—¿Qué hace?
—¿No lo ves?
De repente la abracé, pero me empujó aún con más fiereza que antes y cuando intenté atraparla saltó de la cama. Pero esta vez ya no llegó a descolgar el teléfono ni a gritar. La cogí, le tapé la boca y la tiré sobre la cama. Pataleaba, mordía, arañaba, ¿pero a mí qué más me daba? Me porté como un animal salvaje desbocado, me tiré encima de ella. El mundo parecía estallar en llamas, luego se hizo un silencio, como el día del juicio final.
Se durmió. Dormía profundamente entre mis brazos, respiraba tranquilamente. Fuera el viento parecía aplacarse, la aurora se vislumbraba por las rendijas de la persiana. Medio dormido oí el gimoteo de César, pero me sonó muy lejos, como si procediera de otra galaxia.
El perro de la excelentísima señora soñaba.