Había una noche a la semana que no se parecía en nada a las demás. Era una noche especial, cuesta ponerlo en palabras. En cuanto me despertaba me emocionaba pensar que tendría la noche libre y que hasta la tarde siguiente podría hacer lo que me viniera en gana. «Tal vez suceda esta noche», pensaba con la cabeza aturdida, y me desperezaba como un gato sobre el tejado. Estaba desnudo, la noche de verano me contemplaba a través de la ventana, y la fragancia de las acacias subía hasta la tercera planta. A esa hora no había nadie en casa. Deambulaba soñoliento, iba de un lado para otro, me lavaba a fondo, con mucha calma, me contemplaba largamente en el espejo.
A esa hora todo parecía muy hermoso. Estaba ante el espejo y pensaba en los miles y miles de mujeres que también se miraban en uno, se arreglaban y se preparaban, y que tal vez había una entre ellas que lo hacía para mí. ¿Cómo sería? Me lo preguntaba y buscaba en el espejo como si pudiera verla. Esos instantes eran los más bellos. A esa hora aún todo parecía posible, aún podía suceder lo inesperado.
Me vestía como si me preparara para una ocasión especial, aunque ni yo mismo sabía cuál. No me esperaba nadie en absoluto, ni siquiera un perro sarnoso, y tampoco sabía adónde ir. Tenía una cita con la casualidad, esperaba la gran aventura, el encuentro providencial tantas veces ansiado.
Subía al tranvía con la sensación de que «sucedería algo». Dios sabe qué me imaginaba. Tal vez que en la próxima parada subiría el prodigio y «sucedería algo» que nunca me había ocurrido. Por supuesto, nunca pasaba nada. El tranvía de las afueras traqueteaba adormecido y en sus asientos, en lugar del prodigio, viajaba la pobreza. Sobre los duros bancos de madera dormitaban jóvenes proletarias agotadas; venían del trabajo, y en sus rostros cansinos se notaba que, si soñaban, a lo sumo lo harían con una buena cena. No, en el tramo que mediaba entre Újpest y la estación de Nyugati nunca se produjeron milagros.
Me apeaba en la última estación y caminaba por la ciudad sin rumbo fijo. Miraba a las mujeres como si de veras esperara a alguien, a una persona en concreto, y temiera no localizarla entre la muchedumbre. En ocasiones, me paraba ante un poste de anuncios, donde solían darse cita los enamorados, y hacía como si aguardara a alguien. No me pregunten por qué. No lo sé. Simplemente me ponía allí a esperar. El poste estaba coronado por un reloj eléctrico y yo observaba cómo avanzaba la manecilla a saltos y trataba de parecer impaciente, como los enamorados felices que tienen motivos para esperar e impacientarse.
En ocasiones, al otro lado de la calle divisaba a una chica, y presa de la excitación me lanzaba tras ella. Algo me atraía a modo de imán, algo había prendido fuego a mi imaginación. Desde lejos las mujeres parecían diosas, y mirándolas por la espalda, uno podía imaginar infinidad de cosas. «Quizá sea ella —pensaba—. Sí, quizá sea ella.» La seguía un rato, luego… Lo dejaba. Pese a que las había jóvenes y bonitas y que otras parecían llamarme con la mirada… No sé. De repente dejaban de interesarme.
Pensaba en ella. Me imaginaba qué sucedería si pasara frente a mí y… «¡Qué idiotez! —me dije—. Para empezar, ella nunca va a pie. Y aunque viniera andando y nos encontráramos, ¿qué pasaría? Nada. La saludaría, me desdeñaría el saludo y seguiría su camino.» Cuando estaba sereno, zanjaba el asunto de esta forma, pero luego volvía a soñar sobre lo que pasaría si, a pesar de todo…
—Oh, ¿eres tú, András? —diría con esa voz aguda y cantarina que tenía, y me tocaría juguetona la punta de la nariz con sus dedos enguantados—. ¿Adónde vas?
—Al cine.
—¿Sí? Yo también.
Yo no diría nada. Estaríamos muy cerca, sentiría ese perfume exótico y penetrante, su cabellera pelirroja lanzaría destellos bajo la luz.
—¿Quieres venir conmigo? —me preguntaría—. Voy al Ufa.
El Ufa era por aquel entonces el cine más lujoso de Budapest. Siempre terminaba entrando allí aunque resultara caro, al menos para mi presupuesto. La localidad más barata costaba ochenta florines, en las dos primeras filas casi tocando la pantalla. Por el mismo precio, en un cine de barrio podía sentarme en un palco; aunque claro, se trataba de esos cines «cochambrosos», y además aquí podía encontrarme con ella, y uno está dispuesto a hacer muchas cosas por sus principios, incluso morir.
De todas formas el Ufa era un lugar maravilloso. En las noches de verano se descorría silenciosamente el techo y de pronto uno se encontraba sentado bajo el firmamento. Bajo las estrellas y esperando que se produjera el prodigio. Pero ya saben cómo son las cosas. Las mujeres bellas siempre se sentaban al lado de otros. A mi lado se ponían viejas que olían a ratón, comerciantes de caballos gordos y sudorosos o, en el mejor de los casos, una joven que casi desaparecía en el abrazo de su novio, como si yo no tuviera ya bastantes problemas. Las películas alemanas parecían natillas: eran baratas, empalagosas y artificiales, y muchas veces salía antes de que terminaran. Me recordaban a las palabras de Elemér, quien en numerosas ocasiones me había explicado que el cine era una especie de opio embrutecedor que el burgués metía en la pipa del proletario para que no se percatara de la realidad. Tenía razón, pensaba con remordimientos de conciencia, y me iba a casa enfurecido para ponerme a estudiar socialismo a destajo.
En una ocasión sí tuve una aventura. Se sentó junto a mí después de empezar la proyección; tocaban una melosa canción alemana, de manera que prácticamente hizo su entrada en mi vida con acompañamiento musical, como una prima donna. Era rubia, joven y en la oscuridad me pareció preciosa. Mi brazo inició una cautelosa conversación con el suyo y al final de la sesión ya tenía su mano en la mía. Santo Dios, ¡qué emoción tiene un gesto así cuando tienes dieciséis años, y más aún si tienes unos dieciséis años tan acalorados como los míos! Sonaba la música, estábamos a oscuras, los actores se besaban en la pantalla y sobre nosotros centelleaban las estrellas. Todo parecía tan irreal como la película en la pantalla, pero era más bello, mucho más bello.
Sí, ese era el encuentro providencial: la gran aventura tan ansiada… hasta que se encendieron las luces.
No, no es que fuera fea. Era una joven bastante mona, pero… ¡era tan distinta a como la había imaginado en la oscuridad! De súbito dejó de llamarme la atención.
—¿La puedo acompañar a casa? —pregunté.
—No —contestó, presumida, y meneó la cabeza como un pájaro.
—¿Por qué no?
—Pues porque no.
Empecé a suplicar, pero todo en vano.
—Además, no voy a casa —dijo al final. Hacía muecas y no paraba de negar con la cabeza al hablar—. Es que tengo una cita.
Eso me enfureció. Hay que ver cómo son las mujeres.
—Entonces no la entretengo más —le dije secamente.
La joven no se movió.
—Es una noche preciosa —constató—. El verano ya ha llegado. ¿Qué hora será?
—Medianoche.
—¿Le apetece tomar algo en una cafetería?
—Si acaba de decir que tiene una cita.
La chica empezó a reírse por lo bajo.
—Lo he dicho por decir.
—¿Por qué?
—Si quiere saberlo, porque no suelo salir con desconocidos.
—¿Soy un desconocido? —le pregunté con tono sentimental y, mientras, pensaba en el pobre Gyula y en la mujer enigmática, a la que había conocido en circunstancias similares. «Esta también será un buen bicho», pensé. «Se deja tocar por el primero que se le cruza en el camino y va a cafeterías a medianoche»—. ¿Por qué no contesta? —seguí interrogándola con voz afectada.
—No sea tan curioso, que la curiosidad mató al gato. ¿Entramos en un ambigú?
Ambigú… Vaya palabra. Seguro que esta también tiene sífilis.
—Lamentablemente yo sí que tengo una cita —contesté—. ¿Nos vemos mañana?
—¡Ya le he dicho que no suelo quedar con desconocidos!
Ahora tenía la voz cortante, y volvió la cabeza herida en su orgullo. No le dije nada. Seguíamos ante el Ufa. La multitud se iba dispersando, las luces del cine se habían apagado.
—Es usted un tipo raro —dijo al cabo de un rato.
—¿Por qué?
—Porque sí.
Ya estaba harto del tira y afloja.
—Entonces, ¿cuándo podemos vernos? —pregunté.
No contestó, pero vi que deseaba hacerse de rogar. Callé a propósito. Ya estábamos solos ante el oscuro cine. Del interior salieron unos obreros con escaleras y herramientas, y procedieron a colocar sobre la entrada el anuncio de una nueva película. La joven fijó la mirada en el enorme cartel de colores.
—Será una buena película —dijo—. La vendré a ver.
—¿Cuándo?
—¿Qué le importa? —Me miró con un destello coqueto, luego volvió a mirar el cartel—. Creo que mañana —agregó como de paso.
—¿A qué hora?
—A las diez.
—¿Aquí, delante del Ufa?
—¡Ay, qué espabilado! —estalló. Luego añadió—: Que sea a las diez menos cuarto.
—Está bien —asentí, aunque sabía de sobra que yo a las diez menos cuarto no estaría allí, sino en el bar del hotel.
Sentí alivio al librarme finalmente de ella, pero cuando el tranvía llegó a Újpest ya había tenido tiempo de arrepentirme por no haber ido con la chica. El café quizá no hubiera costado tanto, después la podría haber llevado al Mauthner. La isla Margarita no está lejos del Ufa, podríamos haber ido paseando cómodamente, «hablando, coqueteando, haciendo manitas». A ver, ¿a quién esperaba yo en realidad? ¿Al hada Ilona, o a quién? Ahora no me quedaba más remedio que irme solo a casa. ¡Mierda!
Decidí que al día siguiente me compraría un preservativo y que la próxima vez sería más listo. Pero no compré el preservativo y en la siguiente ocasión tampoco fui más listo. Cómo no, volví a soñar con la gran aventura, con aquel encuentro providencial, hasta que me fui a casa furioso a estudiar socialismo.
En tales ocasiones apenas dormía tres horas, porque Manci llegaba a casa sobre las siete de la mañana y no quería encontrarme con ella. Había veces en que no aparecía por casa durante varios días seguidos, pero eso no se podía prever y seguía muy vivo en mi memoria el recuerdo de aquellas dos semanas horribles, cuando me miraba aterrado cada media hora para ver si ya «se me notaba». En resumen, que me iba al hotel para acompañar a Elemér a la comisaría.
Así pasé varias semanas. Después de un tiempo me volví incluso incapaz de leer. Podía estar horas sufriendo con un libro, devorando las letras a regañadientes pero sin ser capaz de digerirlas. Al final apagaba la lámpara, me acostaba y trataba de conciliar el sueño, pero no hacía más que dar vueltas en la cama y, claro está, mis pensamientos no giraban en torno a Karl Marx. Como el estribillo de una canción, volvían a mi mente las mismas imágenes: el dormitorio sumido en la penumbra… la cama… el camisón… el cuarto de baño lleno de vaho. La veía arreglándose las medias en el ascensor, y por encima de las medias no había nada, solo esa blancura que me desquiciaba, y tal vez tampoco llevara bragas. O la veía sentada en la cama, inclinada sobre su desayuno, y bajo el camisón… los blancos senos que asomaban y el hecho de que no se tapara aunque la estuviera mirando.
—¡What a handsome boy!
—¿Isn’t he?
Luego me asaltaba el recuerdo del primer András, con el que, según se rumoreaba, había mantenido relaciones. Después de medianoche ya me había olvidado del «según se rumoreaba». Si tuvo relaciones con él, ¿por qué no conmigo? Ya me había llamado una vez, me parecía oír su voz:
—András… ¿eres tú?
Ay, si entonces no me hubiera comportado como un idiota y hubiera entrado…
Siempre empezaba así, y lo más vergonzoso era que a las tres de la mañana ya no pensaba en ella, me hubiera conformado con cualquiera, incluso con Manci. Me decía una y otra vez que la esperaría, pero al alba siempre recobraba el juicio. No voy a echar a perder mi vida por una hora, ¿verdad? Me levantaba con mucho sueño, con dolor de cabeza y me iba con Elemér a hablar de socialismo.
Pero un día no fui. Había soñado que estaba con Manci, pero con una Manci pelirroja y con los ojos rasgados y de color gris, luego ya no era Manci sino ella y al final volvió a ser Manci y todo acababa como aquella mañana en que volví a casa borracho. Eran ya pasadas las siete cuando me desperté. «Ya es tarde para levantarme —pensé—. Si viene, me encontrará en casa; y si no viene, ¿para qué levantarme? Además, es poco probable que llegue, ya son más de las siete. Pero si viniera y se diera el caso… Al fin y al cabo tampoco surgió ningún problema la vez anterior.»
Vino y se dio el caso. Luego volví a tener miedo y asco, y volví a jurar que nunca más lo haría. Pero tampoco aquella vez hubo problemas y el siguiente día libre volví a esperarla. Volví a tener miedo y asco, y la semana siguiente… vuelta a empezar.
Un día, en efecto, compré preservativos y desde entonces desapareció el miedo. Cierto es que seguía sintiendo asco, pero ya no era un asco real, sino adulto, malicioso; sabía que en pocas horas se me habría pasado.
En el hotel había un conserje que había contraído paludismo durante la guerra. La enfermedad le reaparecía cada determinado tiempo, pero ya no se asustaba, se había habituado a ella, se había acostumbrado como el perro se acostumbra a ladrar.
—¡Ay! —decía dos días antes—, que viene la fiebre.
Se iba a casa, se metía en la cama, se tomaba sus píldoras y unos días después estaba de nuevo en su puesto como si nada hubiera pasado.
«Lo mismo sucede con el deseo carnal», pensé. Reaparece como el paludismo. Y si hacia el fin de semana me sentía incapaz de dormir, me decía: «¡Ay!, que viene la fiebre».
Y yo tampoco le tenía miedo; me había habituado a ella, conocía el antídoto. Había dejado de ser un niño. Era un hombre sabio y desvergonzado. Cada semana me acostaba con Manci y al día siguiente estaba en mi puesto como si nada hubiera pasado.
Con el paso del tiempo, esta rutina me tranquilizó. Pude volver a leer y a dormir, y las brumas del remordimiento de conciencia se evaporaron paulatinamente. Me tranquilizaba diciendo que no por ello dejaba de ser un buen socialista. A fin de cuentas, Manci era una proletaria. Es más, bien mirado, era otra víctima del capitalismo.
Sin duda, la excelentísima señora no encajaba con tanta facilidad en mis «ideales socialistas». Trataba de no pensar en ella, y más o menos lo conseguía… durante seis días. El séptimo, al meterme en la cama de Manci, sucedía con una constancia hiriente lo mismo que había pasado aquella primera noche de borrachera. Al principio Manci me preguntaba por ella, luego ya era yo el que hablaba sin necesidad de preguntas. Ella siempre estaba allí con nosotros y al apagar la luz, Manci se le parecía cada semana más. Había instantes —instantes oscuros, enfermizos, locamente hermosos— en los que Manci dejaba de existir: solo estaba ella, solo ella. Una vez a la semana me acostaba con una mujer a la que no había visto desde hacía cuatro meses.
Y entonces, de repente, una noche entró en el bar.