Mientras tanto en casa acontecieron hechos misteriosos. Una noche, al entrar en la cocina, encontré a mi madre ante el espejo luciendo un vestido de seda, sí, no me he equivocado, un vestido de seda, y aunque parezca increíble se estaba pintando los labios.
—Tu padre me lleva al teatro —me contó muy emocionada—. Ya sabes, con actores de carne y hueso.
No sé qué contesté, creo que nada. Sabía de sobra que el teatro era un sueño inalcanzable incluso para los obreros bien remunerados, y que solo las damas llevaban vestidos de seda. ¿Qué habría pasado? ¿Les habría tocado la lotería? Estaba inquieto porque, para ser sincero, intuía que eso nada tenía que ver con la suerte.
Delante de mi padre, claro está, no me atreví a plantear preguntas. Los observaba mudo y sentía una extraña opresión en el estómago. Mi padre también estaba flamante. Llevaba un precioso traje azul, se notaba a la legua que no lo había comprado en el trapero como solía hacerse en Újpest, o mejor dicho, como se había hecho anteriormente, porque en aquella época ya no alcanzaba ni para eso. Así arreglado parecía aún más gallardo, más joven y atractivo. Estaba sentado sobre la mesa, columpiaba los pies, y en sus bellos ojos grises —la perdición de las mujeres— se reflejaba una alegría pícara. Se notaba que estaba satisfecho consigo mismo y con el mundo. Tarareaba una cancioncilla de moda y jugueteaba con la cadena de oro de su reloj, porque con lo bien que últimamente le iban las cosas tenía incluso cadena de oro.
Mi madre, al parecer, adivinó mis pensamientos y de pronto la vi rara. Hacía un tiempo que me daba la sensación de que se turbaba al toparse conmigo, algo que antes pocas veces ocurría. Cuando yo llegaba a casa ellos ya no estaban, y cuando ellos llegaban yo dormía profundamente. De vez en cuando, medio dormido, los oía entrar en el cuarto: se cambiaban de ropa y volvían a irse. Salían casi todas las noches. Tenían «programas», lo decían así, como los señores, aunque entre nosotros seguíamos hablando como campesinos. Las pocas veces que estaban en casa tampoco podía charlar mucho con ellos porque antes de acostarme leía tanto que por la tarde se me pegaban las sábanas y tenía que apresurarme para llegar a tiempo al hotel. Además, cada uno estaba muy ocupado con sus cosas. Yo, con el futuro, y mi madre, con el presente, que —ahora ya me doy cuenta— debía de ser tan maravilloso para ella como lo era el futuro para mí.
Pero por entonces yo no pensaba así. Si un hijo anda tan harapiento como yo, muestra escasa empatía por una madre enfundada en vestidos de seda. Sentía furia y envida. «¡Vaya padres! —me decía con amargura—. Estamos apañados. Nadie se extrañaría si en la calle les pidiera limosna.»
Mi madre debió de pensar en algo similar, porque se sonrojó.
—Dime, Miska —se dirigió de pronto a mi padre—. ¿Podrías llevar a arreglar tu traje marrón para el muchacho? Ya sabes, aquel que ya no usas.
—¿Para qué? —se sorprendió él con jovialidad—. Mejor le compro uno nuevo. —Fue entonces cuando me miró y se quedó de piedra—. ¿Cómo le dejas salir así a la calle? —le preguntó indignado a mi madre, y estoy seguro de que su indignación fue sincera. Él era así. Hasta entones sencillamente no se había percatado del aspecto de mendigo que tenía su hijo—. Podías haberlo dicho antes —le reprochó a mi madre.
«Antes», aquella palabra resonó en mi interior. Sí, al parecer, este cambio no se había producido de un día para otro. De pronto me acordé de que mi madre llevaba ya mucho tiempo sin mencionar la botella de lejía y que también había notado otros indicios, pero no había hecho caso. El futuro, ese futuro tan maravilloso, ese Futuro con mayúscula se había apropiado de todos mis pensamientos y, al igual que un caballo con anteojeras, solo miraba adelante sin ver lo que sucedía a mi alrededor.
Pero empecé a fijarme y cada día me preocupaba más. «¿De dónde sacan esta ingente cantidad de dinero?», me preguntaba. La forma de vida de mi padre no había cambiado, mi madre trabajaba menos que antes y… ¡demonios!, seguro que me habría enterado si de veras les hubiera tocado la lotería.
Una noche, cuando mi padre no estaba en casa, le pregunté a mi madre sin rodeos:
—¿Cómo es que de repente tenéis tanto dinero?
—¿Cómo? —dijo mirándome—. Lo gana tu padre.
—¿Con qué?
—Haciendo negocios.
—¿Qué negocios?
—No lo sé. Toda clase de negocios.
—¿Para quién trabaja?
—Para nadie. Trabaja por su cuenta.
—¿Tiene una tienda?
—No, no es tendero.
—¿Tiene algún despacho?
—Qué va.
—Entonces, no lo entiendo —afirmé.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Nada, para ser sincero. O se trabaja por cuenta propia o por cuenta ajena. No hay otra alternativa.
Al parecer mi madre no se había detenido a pensarlo. Me miró algo sorprendida, luego se encogió de hombros y tan solo dijo:
—Bueno, pues él trabaja así y ya ves lo bien que le va.
Con eso dimos por concluida la conversación. Eran ya pasadas las siete, tenía que irme al hotel. Mi madre llevaba otra vez un vestido nuevo y esperaba a mi padre. Iban a salir.
Sentía que algo no cuadraba, aunque tratara de convencerme de que todo estaba en orden. «Además —pensaba—, ¿qué tengo yo que ver eso? Ellos tampoco se rompen la cabeza pensando en mí.»
Volví a considerar a mi madre como a una extraña, como en la infancia. Tenía dieciséis años, no la entendía, claro, ¿cómo iba a entenderla? La miraba con los crueles ojos de la adolescencia, con hostilidad y desconcierto. ¿Qué había sido de aquella mujer sencilla, natural y decente? Unos meses antes aún me hacía gracia verla imitar el carácter excesivamente desenfadado de mi padre, pero ahora no tenía ni que intentarlo. Resultó ser una buena discípula, pues aprendía con una velocidad vertiginosa.
Un día, al llegar a casa, la encontré en la cama.
—¿Estás enferma? —le pregunté.
—¡Qué enferma ni qué narices! —contestó mi padre en su lugar; estaba en calzoncillos, afeitándose—. Estuvimos de jarana toda la noche —relató con alegría—, llegamos a casa a eso de las seis.
—Y tu padre ni siquiera me ha dejado ir a trabajar —agregó mi madre, y se incorporó entre bostezos—. Dime, ¿podrías llamar a esa señora desde el hotel?
—Sí. ¿Qué le digo?
Inventó una mentira tan enrevesada que me dio vergüenza tener que decirla. Pero no hizo falta, porque la señora, al enterarse de con quién hablaba, se puso hecha una furia y gritó tanto que no me dejó decir ni una palabra más.
—¡Ya es la cuarta vez que me lo hace! —chilló—. ¡Pues no habrá una quinta! ¿Entendido? Conmigo no. ¡Una mujer así no volverá a cruzar el umbral de mi casa! Dígale que…
Del resto no me enteré, porque colgué el auricular.
Cuando le relaté la conversación, por unos instantes el rostro de mi madre volvió a ser como antes, esa cara asustada de campesina que tan familiar me resultaba desde la infancia.
—¡Ya ves! —dijo mirando a mi padre—. ¿Te lo había dicho o no?
—¡Qué más da! —Y rio—. Lo pasamos muy bien. Que la señora esa se vaya al cuerno.
—A ti no te preocupa —se lamentó ella—, pero al paso que voy perderé a todos mis clientes.
—¡Qué importa! —Mi padre interrumpió el afeitado y, tal como estaba, con el rostro enjabonado, se acercó a mi madre y la abrazó—. Ya falta poco para que no tengas que trabajar —dijo, y le cantó al oído con picardía:
Te compraré un cuarto lleno de espejos,
podrás mirarte de cerca y de lejos…
—¡Anda, quita, loco! —dijo mi madre y lo apartó, pero cuando me fui al cuarto oí que estaba cantando con él.
Sí, la buena mujer había perdido la cabeza. Si no cantaba, lloraba, y esto no es ninguna licencia poética. Cuando no la oía cantar en la cocina, después solía ver que tenía los ojos enrojecidos por el llanto. Primero pensé que también se inquietaba por lo mismo que yo, pero luego me di cuenta de que no. Ni mucho menos. Lo que la atormentaba eran los celos. Por enésima vez habría vuelto a descubrir algo.
Una tarde me despertaron sus lamentos. Estaba en la cocina con Mári. Sin duda se trataba de un asunto de faldas, porque la vecina la consolaba diciendo:
—De esta se cansará como se cansó de las demás. Solo te quiere a ti.
—Sí —sollozaba mi madre, amargada—. A mí. Y a todo el género femenino. A nadie más.
Se notaba en su voz que no se lo creía. Y eso que había mucha verdad en ello, por fortuna no sabía cuánta. A veces me daba la impresión de que mi padre estaba literalmente enamorado de todo el género femenino, y además con tanta pasión como la que sienten otros hombres por una sola mujer. Era incapaz de pasar junto a una mujer sin establecer ningún contacto físico con ella, por leve que fuera. Si no había otro modo, usaba el pretexto de un apretón de manos para dejar caer una caricia, pero también las toqueteaba en otras partes del cuerpo, y ni siquiera en mi presencia podía contenerse. Lo curioso era que no solo le interesaban las chicas bellas y jóvenes. Llegué a verle con una mujer a la que, con la salvedad de mi padre, seguramente nadie habría cortejado. Daba igual que fuera muy vieja o muy joven: con tal de que llevara falda, Miguelindo sentía curiosidad por saber qué se escondía debajo. También es verdad que no tenía que esforzarse mucho, pues las mujeres se derretían por él.
Ahora ya lo entiendo, desde luego que sí. Miguelindo era exactamente la clase de hombre por el que las mujeres están dispuestas a ir hasta el infierno tras haber caído en la tentación. ¡Qué locas están las mujeres!, pensaba en aquel entonces, pero ahora que los dieciséis años quedan muy lejos veo que andaba algo equivocado. Porque las cosas son, como son: quien quiera ser un experto debe practicar, y en las artes del amor solo sobresale quien, como Miguelindo, se dedica de pleno a ello. Los demás hombres serán personas excelentes, buenos maridos, padres ejemplares, pero en el terreno del amor nunca dejarán de ser meros aficionados, y las que puedan permitírselo, cómo no, siempre preferirán ponerse en manos de un maestro. Es una verdad triste, ya lo sé, pero no por ello deja de ser cierta. No dudo que las lágrimas del aficionado sean reales, pero no es él quien hace llorar al público. Para eso hace falta un actor, un actor de verdad, y el buen actor es siempre un farsante: conoce los resortes del alma y los manipula con mente fría. Sin embargo, el público termina diciendo: «Nunca olvidaré aquella noche».
Miguelindo era un gran actor. No obstante debo decir, porque mentiría si dijera otra cosa, que mi madre no podía haber soñado con un marido mejor. Claro que en este caso el término «marido» es una exageración, y no solo en el sentido jurídico, pero yo nunca he vuelto a ver a un marido que sea tan bueno, atento y cariñoso con su esposa como lo era Miguelindo con mi madre.
Recuerdo que una vez mi madre se lamentó entre sollozos de que un abogado de la avenida Andrássy —un aristócrata con dos títulos nobiliarios— la había llamado ladrona porque se le había extraviado una camisa en la colada. Mi padre hizo como si no hubiera oído nada, pero luego se fue a la avenida Andrássy y le dio una zurra tremenda al noble letrado. Mi madre solo se enteró del asunto después de que este denunciara a mi padre por agresión.
Asistí al juicio. Tenía el día libre y mi padre me prometió que después me acompañaría a comprarme un traje.
—Y nunca está de más —añadió— que entiendas de estas cosas. Hay que saber tratar a las mujeres y a los jueces. Además, será una buena función, no te vas a aburrir.
Resultó, sin duda alguna, divertido. El abogado andaba bastante flojo en lo que a testigos se refería, porque mi padre lo había seguido hasta el bufete muy temprano por la mañana, cuando aún no había nadie; así que la tunda le había caído en privado. El pasante y la estenógrafa, que llegaron cuando mi padre ya se había marchado, solo pudieron declarar que el bufete se encontraba en «un estado desolador», que vieron rastros de pelea y que el abogado les había enseñado sus lesiones. Claro que estas no llevaban la firma de su autor, y como el abogado no tenía más pruebas que el certificado médico, mi padre podría haber ganado el pleito sin problemas en caso de negar la autoría de los hechos. Un setenta y cinco por ciento de personas «honradas» hubiera procedido así, pero el pícaro Miguelindo no. ¿Por qué no? No le hubiera divertido. Además, siendo como era un comediante nato no estaba dispuesto a perderse la posibilidad de actuar. Se le notaba que se había preparado a fondo para interpretar su papel y, hay que admitirlo, lo hizo muy bien. Se irguió ante el juez como la veracidad y el honor personificados, un ejemplo para el ciudadano de a pie, como ese «húngaro sencillo pero honrado» del que tanto se peroraba en aquel entonces. Pronunció un discurso más o menos así:
—Honorable tribunal: soy una persona sencilla, y pese a ello sé muy bien que la ley no condena al que acusan sin pruebas en su contra. Pero aún más que la ley a mí me gusta la verdad. Por eso confieso, admito sin rodeos, que le di una buena zurra a este hombre. Siento de veras haber violado con ello la ley pero, como ya he dicho, la verdad me gusta más que la ley, así que honestamente también dejo constancia de que si este hombre vuelve a ofender a mi mujer, volveré a pegarle. Porque, honorable tribunal —dijo con un tono solemne—, quien no defiende a su mujer tampoco defiende a su patria, y yo defiendo a las dos; prueba de ello son, por un lado, las heridas en el rostro del abogado; por el otro, estas condecoraciones. —Y colocó ante el juez sus tres medallas de guerra, una de ellas de oro.
El abogado intervino con un deje irónico en la voz:
—Pero si esta mujer no es su esposa.
—También estoy dispuesto a defender a su esposa —reaccionó mi padre—, porque soy un buen húngaro y un buen húngaro defiende a toda mujer. Y quien se comporte de otro modo… —Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa—. Bueno, ese no vale mucho más que usted, señor abogado.
El público empezó a reírse por lo bajo, el juez tuvo que llamarles la atención dos veces, pero sospecho que él también hubiera preferido reírse. Sin duda, Miguelindo interpretaba su papel con gran maestría y poco tardó en dejar a su rival en ridículo.
Pero eso solo fue el principio. El juez le preguntó al abogado si, en efecto, había tildado de ladrona a mi madre. El abogado lo negó acaloradamente, pero su criada, a quien mi padre había llevado como testigo, juró que sí le había dicho a mi madre que era una ladrona, pese a que la camisa había aparecido finalmente. El señor abogado lo reconoció, pero siguió protestando contra la palabra «ladrona».
—¿Cómo sabe usted lo que le dije yo a la lavandera? —le ladró a la criada—. Ni siquiera estaba allí cuando todo ocurrió.
—¿Que no estaba? —estalló la bella criada—. ¿Insinúa que miento? ¡Tenga cuidado, señor abogado, porque yo también tengo novio!
En la sala estalló una carcajada.
—¡Silencio! —gritó el juez, pero se notaba que estaba de parte de mi padre.
Para ser fiel a la verdad, me veo obligado a apuntar que, gracias a una conversación posterior, supe que la criada no había estado presente en la discusión. ¿Por qué juró lo contrario y por qué arriesgó su trabajo? No lo sé, y tal vez sea mejor no indagar en ello, lo cierto es que mi padre «había hablado» anteriormente con ella.
Al final, teniendo en cuenta los atenuantes, a mi padre solo le pusieron una multa de unos cuantos pengos, lo que le enfureció, aunque no por el dinero. Le irritaba otra cosa.
—Si llego a saber que saldría tan barato —dijo al quedarnos solos—, te juro que le rompo la cabeza.
Luego se puso a imitar al juez, al abogado y en primer lugar a él mismo, al «húngaro sencillo pero honrado», con tal gracia que tanto mi madre como yo nos tronchamos de la risa. Me he cruzado con mucha gente capaz de imitar a otros, pero nunca y en ninguna parte he visto a nadie que supiera burlarse de sí mismo de una forma tan despiadada.
Sin embargo, la compra del traje quedó en el aire. Por el camino mi padre se encontró con un viejo amigo y se alegró tanto de volver a verlo que me dejó plantado. Solo me gritó desde la esquina:
—¡Ya te compraré el traje el próximo día que libres!
Pero tampoco me lo compró; no me lo compró nunca. Tenía muy buen corazón, pero muy mala memoria. Cuando me veía, creo que habría hecho cualquier cosa por mí; pero si no me veía, mucho me temo que se olvidaba incluso de mi existencia. Además, mi siguiente día libre cayó en domingo, con todas las tiendas cerradas, y después siempre surgía algo imprevisto, o nunca coincidíamos. En las pocas ocasiones en que nos cruzábamos, me preguntaba siempre:
—A ver, ¿cuándo te compro ese traje?
—El próximo día que libre —le decía, pero siempre acabábamos aplazándolo por un motivo u otro.
Por fin dejó de mencionarlo, y yo también tuve cierta culpa en ello. Me daban repelús él y su dinero. No lo niego, si me hubiera comprado el traje, lo habría llevado con orgullo, pero nunca se lo pedí ni se lo recordé; hasta ahí podíamos llegar.
Así, poco a poco, el asunto quedó sumido en el olvido. Mi madre, Dios sabe por qué, tampoco se lo recordó, pero un día arregló el raído traje marrón de mi padre y yo me sentí muy elegante con él, aunque bien pensado debía de tener un aspecto bastante cómico. El «arreglo» consistió en recortar las mangas de la chaqueta y las perneras del pantalón, con lo que el traje no sufrió cambios esenciales en la talla: en aquel traje cabían dos como yo.
A mi padre le gustaba dar… siempre y cuando no se le olvidaran las cosas. En una ocasión en que mi madre le pidió dinero, resultó que no llevaba ni un florín encima.
—Es que en las escaleras me he encontrado con el desgraciado de Jóska —relató— y me ha contado lo mal que le iba.
—¿Cuánto le has dado? —le preguntó mi madre.
—No lo sé —repuso—. Todo lo que llevaba en el bolsillo.
—¿Ni siquiera lo has contado?
—Qué va.
—Vamos —dijo mi madre—, a ti ya no te hace falta volverte loco. ¿Por qué haces esas cosas?
—¿Por qué? —Mi padre se encogió de hombros y luego se echó a reír—. Así es Miguelindo.
Recuerdo otro caso que no solo define a mi padre, sino otros muchos aspectos de la Hungría de entonces.
Una noche mi madre subió riéndose del lavadero.
—Hay que ver, esta Mári —dijo, pero no podía continuar de tanto reírse.
—¿Qué le ha pasado esta vez? —le preguntó mi padre, porque con Mári siempre pasaban cosas raras.
—Mírala —señaló mi madre por la ventana—, hay toda una asamblea a su alrededor.
Los tres nos asomamos. La «asamblea» estaba en el pasillo de la primera planta, habría una docena de mujeres congregadas en torno a Mári y ella no paraba de hablar, parecía una cotorra.
—¿Se está peleando con Rózsi? —preguntó mi padre, porque desde allí no se veía bien.
—¡Qué va! —contestó mi madre—. Están regateando.
—¿Por qué?
—Por el cochecito de Rózsi.
—¿Y eso? —se asombró él—. ¿Está encinta?
—¡Qué va! —dijo ella, y volvió a reír—. Pero Árpád acabará sus años de aprendiz el próximo sábado y ella va diciendo por toda la casa que en ese mismo instante concebirán un hijo. Ya han calculado el día de su nacimiento y le han puesto nombre y todo. También lo llamarán Árpád.
—¿Y si es niña?
—De eso me río precisamente —continuó mi madre—. Dice que no será niña. Se ve que los científicos ya han resuelto cómo hacerlo y que Árpád lo ha leído de un libro.
—¿Y cómo se hace?
Le dio vergüenza contarlo en mi presencia, pero mi padre se burló de ella.
—Puedes hablar tranquilamente —dijo—. Este muchacho ya no cree en la cigüeña. A ver, ¿cuál es esa solución científica?
—Pues que —mi madre se sentía confusa, no encontraba las palabras—, que… si es el hombre quien más goza, entonces será niña; y si es la mujer, será niño. Y el sábado por la noche Árpád se encargará de que Mári disfrute más.
—Fácil de decir —comentó mi padre con mala uva—. Con lo enclenque que es ese Árpád, mucho me temo que será niña.
—Qué mala sombra —le respondió mi madre, pero también se rio por lo bajo.
Mientras tanto la «asamblea» continuaba, y Mári no paraba de hablar.
—¿Acaso le parece demasiado caro? —preguntó mi padre.
—Qué va, el precio ya lo tienen pactado. Pagará a plazos, un pengo al mes durante nueve meses. El problema es que Rózsi no quiere entregarle el cochecito hasta que haya cobrado cinco pengos. Y Mári lo quiere ya.
—¿Para qué diablos?
—Solo para mirarlo, dice. Quiere imaginar al pequeño Árpád metido en el cochecito. La pobre cree que así se cumplirá antes su sueño. Está tan ansiosa por el bebé que ni siquiera ha concebido, que se ha vuelto loca de la espera.
Mi padre no dijo nada durante un buen rato, se limitó a observar a Mári sonriendo. Luego declaró:
—Nueve pengos es mucho por ese cochecito. Yo le consigo uno por la mitad y lo podrá tener enseguida. Ve y díselo.
—¡Anda ya! —protestó mi madre—. No vuelvas a hacer locuras. La pobre mujer se muere de ganas de tener el cochecito y seguro que te olvidas a la media hora.
—No se me olvidará —insistió mi padre y, en efecto, no se le olvidó.
Al día siguiente le trajo un cochecito a Mári. Se lo trajo de regalo. No era un cochecito usado como el de Rózsi, ni tampoco un cochecito proletario. Era uno señorial, habría costado una fortuna.
—¡Santo Dios! —se horrorizó mi madre—. ¿Y dónde has encontrado el dinero para esto?
Nunca nos enteramos del precio del cochecito; fue un secreto, como todo lo relacionado con mi padre.
El sábado por la noche lo llevamos a casa de Mári. Mi madre y yo entramos primero, porque mi padre se había quedado atrás con el cochecito para que hiciera mayor efecto. Fuimos con aire festivo, pero lo que encontramos poco tenía que ver con eso. Mári tenía el rostro hinchado de llorar y Árpád parpadeaba tras sus gruesas lentes como un gato cuando hay tormenta. Por educación no hicimos preguntas, nos comportamos como si no nos hubiéramos dado cuenta de nada.
—Buenas noches —dijimos.
—Buenas noches —dijeron ellos.
Luego se hizo un silencio. Pensé que solo habían reñido un poco, como suele ocurrir entre cónyuges, y que cuando vieran el regalo se pondrían de buen humor. Pero cuando mi padre entró empujando el cochecito no le hicieron ni caso.
—No vale la pena —dijo Mári—. No lo necesitamos.
—¿No lo necesitan? —Mi padre estaba perplejo—. ¿Por qué no?
Los ojos de Mári se empañaron.
—¿Para qué, si no lo usará nadie?
—¿Cómo dices? —preguntó mi madre con asombro.
Entonces Mári se echó sobre el sofá y volvió a llorar desconsoladamente.
—¡No habrá pequeño Árpád! —sollozó—. ¡No habrá pequeño Árpád!
—¿Lo ha dicho el médico? —inquirió mi madre.
—No.
—¿Entonces?
—La imprenta.
—¿Cómo que la imprenta? Árpád ha dejado de ser aprendiz, ¿no?
—Sí, eso es, y acto seguido lo han echado.
—¿Por qué?
—Porque entonces le tendrían que pagar decentemente. Y los muy cerdos no quieren.
Nos quedamos callados. ¿Qué podríamos haber dicho? Sabíamos de sobra qué significaba aquello.
Mi padre miró a Árpád.
—Pero si en la imprenta te apreciaban mucho, ¿no?
—Me apreciaban —dijo Árpád con un gesto de resignación—. Estas cosas suceden. El burgués es burgués, y lo único que le importa es el dinero. Han contratado a un muchacho para mi puesto y el trabajo se lo han confiado al aprendiz con mayor experiencia. Es lo que hacen en todas partes. No soy el único.
—Ya habíamos calculado incluso el día de su cumpleaños —lloró Mári—. ¡Ay!, ¿qué será de su cumpleaños?
—Ya encontrará trabajo en otra parte —mi madre trató de consolarlos—. ¿Verdad que sí, Árpád?
—Claro —asintió el hombre, pero su voz delataba poca esperanza.
—Casi nada, conseguir trabajo en este maldito mundo —gruñó Mári, y su amargura se desbordó—. Yo no soy comunista, pero ahora por mí ya pueden ahorcar a todos los burgueses. Son unos asesinos, merecen ser ahorcados. ¡Asesinos, asesinos, asesinos!
—No grites —le llamó la atención su marido en voz queda—. Ya sabes que el portero es un chivato.
—¡Me cago en el portero! —chilló Mári a grito pelado—. ¡Me cago en el mundo entero!
Mi madre se sentó a su lado y la abrazó.
—Vamos… —le iba diciendo con voz mimosa, como a un niño—. Ya os recuperaréis. Tampoco es el fin del mundo. Ni siquiera has mirado el cochecito.
Se lo acercó y, al verlo, el rostro de Mári experimentó un cambio radical.
—Pero si es nuevo —gritó—. ¡Y qué bonito! ¡Ay, Dios mío! Nunca había visto nada igual. Tiene hasta freno y… —La voz de repente se le serenó—. ¿Cuánto cuesta? —preguntó con cautela.
—Nada —respondió mi padre—. Es un regalo.
—¿Un regalo?
Mári se quedó con la boca abierta y luego sucedió lo que ya había leído muchas veces pero nunca había creído: lloró y rio al mismo tiempo.
—¡Ay, gracias! —Abrazó a mi madre y luego se lo agradeció a mi padre y, al final, me abrazó a mí.
—También está puesto el nombre —advirtió mi padre.
—¿El nombre? ¿Dónde?
—Aquí.
Seguramente Mári nunca había visto nada parecido. Se arrodilló junto al cochecito y fue deletreando las brillantes letras metálicas:
—Á-r-p-á-d. —Y rompió a llorar—. ¡Ay!, pobrecito pequeño Árpád, ¿qué han hecho contigo? ¿Qué será del día de tu cumpleaños?
En pleno ataque de histeria, colocó la cabeza sobre la almohada del pequeño Árpád y todos nos quedamos allí parados, alrededor del hermoso pero triste cochecito, como en torno a una tumba abierta. Nunca he visto un cochecito más lúgubre: en su interior, en vez de un niño, lloraba una madre desesperada.
Así acabó la fiesta. Al día siguiente vi cómo Mári quitaba la mesita de debajo de la ventana para colocar el cochecito en su lugar. Allí estaba, en el mejor sitio de la casa, y yo lo veía todos los días al pasar ante su ventana. Mientras, Árpád se iba en bicicleta a la ciudad, dándole a los pedales todo el santo día, pero solo se desgastaron los neumáticos, porque no encontró trabajo. Un día vendieron el viejo sofá que yo tantas veces había admirado y luego le tocó el turno al resto del mobiliario. Al final no quedó nada más que la cama, pero el cochecito siguió allí bajo la ventana, Mári no quería venderlo.
Poco a poco el pequeño Árpád se convirtió en una obsesión. Un día, cuando ya no tenían qué llevarse a la boca, Mári le dijo a su marido que pasara lo que pasase ella quería ser madre, que le daba lo mismo. Árpád se esforzó en hacerle entender que no tenía derecho a ello, que no podía asumir la responsabilidad de un bebé, pero fue en balde. Hubo una discusión tremenda, y Mári gritó tanto que se congregó todo el vecindario. Aunque al día siguiente admitió que Árpád tenía razón, al tercer día volvió a discutir con él por algún otro motivo, y así a partir de entonces. Las bellas rosas de labradora se marchitaron en su rostro, adelgazó, se volvió quisquillosa, se convirtió en una mujer gruñona y de lenguaje soez.
Una noche, cuando yo salía hacia el hotel, irrumpió en nuestra casa hecha una furia.
—¡Mirad! —gritó, y señaló en dirección del pasillo interior—. Se lleva el cochecito para venderlo.
En efecto, el pobre Árpád lo iba empujando; nunca había visto a un hombre tan triste llevando un cochecito.
—No le dejéis —suplicaba Mári—. ¡No tiene derecho a hacerlo! ¡Es un ladrón!
—Vamos, no te metas con el pobre —la tranquilizó mi madre—. Bastante le duele.
—¡No lo permitiré! —chilló Mári a pleno pulmón, y salió corriendo tras de su marido. Mi madre la agarró, la hizo entrar en la cocina y cerró la puerta con llave.
Mári se tiró al suelo y apretó los puños, como si hubiera perdido el juicio; lloraba, rabiaba, gritaba.
—¡Que matan a mi hijo! ¡Asesinos, asesinos, asesinos!
Ya en el bar del hotel me parecía seguir oyendo sus chillidos y apreté los puños, como había hecho ella, al contemplar a las parejas que bailaban. «¡Asesinos!», dije yo también.
Luego me sentí avergonzado. ¿Con qué derecho culpaba a alguien? Día tras día leía en los periódicos que en China morían de hambre miles de niños, ¿y qué sentía? A decir verdad, nada. Es terrible, concedía, y seguía hojeando el diario. Si me hubieran preguntado si eran cuarenta mil o cuatrocientos mil los niños chinos que morían de inanición, no habría sabido qué contestar. Un cero de diferencia. Cifras que no significaban nada. Estaban tan lejos de mi corazón como China, y no lograban impresionarme tanto como ese niño húngaro al que ni siquiera habían concebido.
Así es el ser humano. Así de limitado, así de miserable. En eso se apoyan ellos, por eso son tan fuertes y por eso están tan consolidados en su posición. Construyen sobre roca: la roca de la ignorancia humana. Habría que reclutar a esas madres pobres y miserables, a las chinas, a las húngaras y a todas las demás, a todas sin falta, para que gritaran al oído sordo del mundo, hasta que todos apretasen los puños: «¡Asesinos, asesinos, asesinos!».