14

Serían las nueve de la noche cuando sonó el teléfono.

—¿Eres tú, Béla? —preguntó una voz.

—Sí, ¿quién habla?

—Elemér.

Me estremecí. ¿Qué querría? Tal vez Fanciska me había delatado y… Cerré la puerta de la cabina, para que nadie me oyera.

—Dime —le dije, nervioso.

—¿Podrías esperarme por la mañana?

—¿Por qué?

—Quisiera hablar contigo.

—¿Ha pasado… algo?

Se hizo un silencio, y luego:

—Sí.

—¿Qué?

—Ya te lo diré mañana. Nos vemos a las ocho y media en la entrada.

—Está bien.

Miré el reloj. No eran ni las nueve y media. Tenía que esperar once horas más. Once horas son seiscientos sesenta minutos y en momentos así de poco valen las grandes palabras. Pensé en los terribles días del hambre, las caminatas de seis horas, las noches de tos. Pensé en Berci, en mi madre, en la botella de lejía. Y me pregunté: ¿ha valido la pena?

Me invadió el miedo. Al decir que sí, una voz decía en mi interior: no. Al decir que no, otra voz contestaba: sí.

Sí. No. Sí. No. ¿Quién tenía razón?

¿Franciska? Sí. Una vez más. Él no habría cometido una estupidez como la mía. Primero se preguntaría: «¿Qué beneficio me aporta?». «Solo yo puedo ser tan idiota», me decía. Pero en el fondo estaba orgulloso de mi «idiotez». Me sentía orgulloso de nos ser tan «listo» como él. Y le envidiaba.

Elemér llegó, como siempre, puntual, con una puntualidad que «daba risa», según decían los compañeros. No llegaba ni antes ni después de la hora fijada. Entró por la puerta a la hora exacta, cuando en el reloj de la esquina la manecilla marcaba el número seis.

—¿Me acompañas? —preguntó—. Voy a la comisaría.

Al oír «comisaría» me estremecí instintivamente.

—Tengo que llevar las fichas de los clientes que llegan y se van —dijo, y señaló el fajo de volantes.

Claro, me acordé de que lo hacía cada mañana. Tal vez me estaba volviendo loco.

—Vamos —dije, y nos pusimos en marcha.

Caminamos sin hablar, uno junto al otro. Elemér sin duda esperaba que yo iniciara la conversación, pero yo no decía ni pío. Me limitaba a velar por mi «reputación». Caminaba a su lado con las manos hundidas en los bolsillos y la barbilla apretada contra el pecho, como solía hacer cuando era niño.

Fue él quien rompió el silencio.

—¿Lo has oído?

—¿Qué?

—Que Franciska está hospitalizado.

—¿Qué le pasa? —pregunté con una tranquilidad forzada.

—¿No lo sabes?

—¿Debería saberlo?

—Tú fuiste el último que habló con él.

—Entonces aún estaba bien.

No le miré, pero sentía que sus ojos se clavaban en mí.

—Pues ahora está en un estado bastante lamentable —dijo—. Los médicos temen que tenga lesiones internas.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Para ser franco, tengo que admitir que a mí lo que me preocupaba no eran las lesiones internas de Franciska. Se trataba más bien de mis propias lesiones. Levanté la mirada, pero el rostro de Elemér no revelaba nada. Era, como siempre, inexpresivo. «Cara de Palo», pensé, irritado.

—¿Y en el hotel qué dicen? —tanteé.

—Dicen que ha tenido un accidente de tráfico.

—¿Accidente de tráfico?

—Sí.

Casi me lo creí. ¿Por qué no?, me animé. A veces se dan coincidencias extrañas.

—¿No le habrá atropellado un coche?

—No. —Elemér permaneció un instante callado—. Creo que lo del accidente es un cuento.

Notaba algo raro en su voz. No me atreví a mirarlo.

—¿Por qué?

No me contestó enseguida.

—Creo que le han pegado.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Fui a verlo al hospital.

—¿Pese al boicot?

Hizo como si no hubiera notado la ironía.

—Sí —repuso—. Temía que otro más terminara como Gyula.

Lo dijo con llaneza, con naturalidad, como si el alma de todos nosotros estuviera a su cargo y él tuviera que pagar con su vida por ellas. Sentí vergüenza.

Volvimos a callar. Un buen rato después me atreví a preguntarle:

—¿Y qué dijo Franciska?

—Dijo lo mismo.

—¿Que había tenido un accidente de tráfico?

—Sí.

—¿No dijo nada más?

—No.

—¿Y a la dirección también le dijo lo mismo?

—Supongo.

—¿No estás seguro? Me refiero a que… —De pronto cerré la boca.

Elemér me miró con ojos inquisidores.

—¿Querías preguntar si había delatado a alguien?

—Sí.

—No creo —dijo, sin dejar de escrutarme.

Sentí que me sonrojaba. Pero no pude resistirme a hacer otra pregunta:

—¿Y por qué no?

—Porque entonces esa persona ya no estaría en el hotel. Los señores no hacen la vista gorda en asuntos así.

«Así que no hay ningún problema», pensé aliviado. Pero luego me pregunté sobresaltado: «¿Y entonces por qué quería hablar conmigo?».

Ya se veía el inmenso edificio amarillo de la comisaría. Tenía que averiguarlo. Pero ¿cómo…, cómo se lo preguntaría sin descubrirme? Aminoré la marcha.

Elemér me miró.

—¿Bajamos unos minutos a la orilla? —preguntó.

—Sí —repuse. Quería saber más.

Atravesamos la plaza y bajamos al muelle. No había nadie a excepción de unos marinos más allá, en el puerto desierto. Nos sentamos en unos escalones.

—¿Le has pegado tú? —preguntó Elemér sin más.

Me miró con tal sinceridad con sus ojos de gato viejo que no me atreví a mentirle.

—Sí.

No dijo nada. Se quedó mirando el agua, pensando un buen rato, y luego, con una frialdad impresionante, con un interés casi científico, preguntó:

—¿Por qué lo has hecho?

Me exasperaba su calma. Me encogí de hombros.

—Lo sabes muy bien.

—Yo sí lo sé —contestó—. La cuestión es si lo sabes tú.

—No te entiendo. —Y lo miré perplejo.

—Si te cabreas no lo entenderás nunca —añadió con un tono de voz seco y doctoral, pero en aquellos ojos de gato viejo que por edad no le correspondían entreví su buena voluntad—. Quisiera hablar contigo en serio. Dime, ¿por qué lo hiciste?

Volví a encogerme de hombros.

—Como ves, yo tenía razón.

—¿En qué?

—No se ha atrevido a delatarme.

—No. ¿Y qué?

—¿Y qué? —solté, cada vez más irritado—. Se reía de vuestro genial boicot. De esto no va a reírse. Esto no lo va a olvidar. La próxima vez que quiera delatar a alguien se acordará de su «accidente de tráfico». Cruzará la calle con mayor precaución.

—Es posible —admitió Elemér—. Pero tú no solo le has pegado por eso… ¿O sí?

—No —repuse, y me invadió una vaga inquietud—. ¿Cómo lo sabes? —pregunté con asombro pueril.

—A mí me pasaba lo mismo. Todos empezamos así. Uno se enfrenta a un sinvergüenza cualquiera y se imagina que acaba de emprender una cruzada contra todos los sinvergüenzas del mundo. Solo por Franciska tú no lo hubieras arriesgado todo. Lo que provocó tu conducta era algo más hondo, y estas cosas no pueden arreglarse pegando a la gente.

—¡Sí, solo se solucionan así! —contesté acalorado—. Precisamente ayer me di cuenta de ello. ¿Has charlado alguna vez con Franciska?

—No.

—¡Ajá! Si hubieras oído las cosas que me dijo, no me estarías hablando así. ¿Crees que a esos tipos se les puede convencer? ¡Una leche! Es imposible, ¿y sabes por qué no? Porque… —De súbito me detuve. Parecía tan terrible, tan indignante lo que iba a decir que no me atrevía a hacerlo. Pero entonces nuestras miradas se cruzaron y al ver en sus ojos ese tremendo e inquebrantable sosiego, me irrité. Decidí confesárselo y lo hice casi gritando—: ¡Porque tienen razón! ¿Entiendes? Ellos tienen razón.

—Claro —dijo Elemér sin mostrar ninguna señal de asombro—. De eso se trata precisamente. Quien quiera llegar a ser alguien en este mundo, a grandes rasgos tiene que proceder como Franciska. ¿Cómo sería posible cambiarlos? Es el mundo lo que hay que cambiar, Béla, de eso se trata. Entonces sus verdades se convertirán en mentiras y sus vilezas ya no tendrán razón de ser. ¿Crees acaso que Franciska es peor que los demás? Qué va. Entiéndelo: el mundo actual es de los que son como Franciska. Todos llevamos en nuestro interior a un Franciska, lo que ocurre es que no asoma de buenas a primeras. Ya verás, en la vida te encontrarás con miles y miles de personas honradas y decentes que, si tuvieran que tomar partido en una situación crítica, no serían mejores que él. Entonces oirás los lamentos de los burgueses: «Ay, qué mala es la gente». Pero no. La gente no es mala ni buena. La gente es gente. Quiere vivir y vive como puede. ¿Que hoy solo puede vivir así?, pues vive así. ¿Qué remedio les queda? «Si se quiere aullar, hay que hacerlo en la manada», dicen los burgueses tan tranquilamente. Si quieres, en eso también tienen razón. Hay que unirse a los lobos. O enfrentarse a ellos. No queda otra alternativa. Hay que elegir entre estas dos. ¿Me sigues?

—Sí —contesté, y de pronto me acordé de lo que le había dicho Menyhért, el marino, a mi padre: «En un mundo como el nuestro solo tienes dos alternativas: hacerte revolucionario o sinvergüenza».

Sí, al parecer hay que optar por una de estas dos salidas. Ni que decir tiene que hay sinvergüenzas buenos y honrados, como por ejemplo mi padre; al igual que los hay pequeños e insignificantes, con el corazón podrido como Franciska, o altivos y pomposos como el excelentísimo señor. Pero ¿qué diferencia hay entre ellos? Al fin y al cabo da lo mismo. Si hay que tomar partido, uno se hace revolucionario o sinvergüenza. O aúllas con los lobos o te enfrentas a ellos.

—Sí —le dije, y mi voz adquirió un tono solemne—. Acabo de aprender algo para toda la vida.

Elemér me puso la mano en el hombro.

—Serás un buen socialista, Béla.

—¿De verdad? —pregunté con ardor infantil.

—Sí —concedió, y me sentí como en la ceremonia de fin de curso de la escuela, cuando me entregaron el libro.

«Oh, Dios mío —pensé—, cómo me gustaría sentirme parte de algo. ¡Salir de esta bruma, de esta turbación, encontrarme por fin a mí mismo y tener un lugar entre la gente!»

—Dime —le pregunté emocionado—, ¿militas en el partido?

—Sí. Estoy en el movimiento de jóvenes obreros.

—¿Me podrías llevar contigo?

—Sí —respondió, pensativo—. Pero habría que hacerlo paso a paso.

—¿Por qué?

—Porque aún no sabes lo suficiente.

—¡Pero si los demás también son aprendices! —me rebelé—. ¿Todos saben más que yo?

—Todo lo contrario —afirmó Elemér—. No son tan inteligentes como tú. El talento implica peligro, Béla. Tú además fuiste campesino, y la burguesía tiene al campesinado sumido en la más oscura ignorancia. Me temo que te desconcertaría tanta luz de repente. Sin ir más lejos, Franciska te sacó de tus casillas hasta el punto de que casi le rompes la crisma. No tienes ni idea de lo que vas a ver cuando te integres en el movimiento. Espera, Béla, y aprende.

—Pero ¿cómo narices voy a aprender si no estoy entre ellos?

—Leyendo.

—No tengo dinero para comprarme libros.

—Ya te los traeré yo —dijo, y con un gesto torpe metió la mano en el bolsillo de la chaqueta—. Hoy te he traído uno.

Extrajo un libro manoseado y desencolado que se titulaba El abecedario del socialismo.

Me quedé mirando la cubierta amarillenta y me puse triste. Me acordé del libro de inglés de la avenida del Emperador Guillermo. En aquel libro ponía que en medio año cualquiera podía llegar a dominar el inglés «sin profesor y en su propio hogar». Este, en cambio, no enseñaba más que el abecedario. ¿Y dónde estaba el resto? Me hubiera gustado preguntarle cuánto tiempo se necesitaba para aprender qué era el socialismo, pero no me atreví, porque temía que el gran sabelotodo se riera de mí. No obstante, decidí que en cuanto se marchara me volcaría en el libro y no me movería de allí hasta devorarlo. Le demostraría lo rápido y capaz que era de aprenderme el socialismo y algún día sabría incluso más que él.

—Si te apetece —siguió Elemér— me puedes esperar por las mañanas. Damos una vuelta y hablamos de tus lecturas.

—Vale.

—Y no les digas nada a los compañeros —añadió—. Ni les comentes que he ido a ver a Franciska ni que… Bueno, no les comentes nada. El boicot lo mantenemos. Creo que a partir de ahora, tú tampoco tendrás ganas de hablar con él, ¿no es así?

—Sí.

—Entonces me voy —dijo, poniéndose en pie.

Se levantó como un dependiente atento y esforzado que acabara de convencer a su cliente de la calidad de la mercancía y la fiabilidad de la empresa. Había algo en él que me daba risa y al mismo tiempo admiraba. Lo miré y de pronto me invadió tal sentimiento de gratitud que no supe qué hacer. «Dios mío —pensé—, ¡cuánto le debo! Primero me prestó su traje, luego su amistad y ahora la mente.»

—Gracias, Elemér —se me escapó.

—¿Gracias por qué? —preguntó extrañado.

Su expresión era neutra: volvía a ser Cara de Palo.

—Por el libro —contesté, e intenté poner cara de palo como un buen socialista.

Pasaron dos semanas y seguía sin «notarme» nada raro. Me iba tranquilizando. A mi alrededor también se apaciguaron las cosas. Mandamos una corona de flores al entierro de Gyula y le olvidamos rápido. Su lugar fue ocupado por otro muchacho, un tal Boldizsár, y un día a Franciska le dieron de alta en el hospital. Durante un tiempo lo observé con recelo, pero al final me convencí de que nada tenía que temer. Cuando nos cruzábamos hacía como si nunca en la vida nos hubiéramos visto y yo, naturalmente, evitaba llamarle la atención. Los demás lo boicoteaban de veras, lo que era muy encomiable pero nada difícil, porque Franciska nos rehuía de tal manera que sin el boicot tampoco hubiésemos podido hablarle. Por cierto, el accidente de tráfico no pareció dejar ninguna secuela. Iba guapo, relajado, perfumado, igual que antes: un rostro de muñeca y todo sonrisas. A Boldizsár el uniforme de Gyula le quedaba como anillo al dedo, no hubo que cambiar ni un botón. Se adaptó al trabajo con tal perfección que apenas notamos el cambio. No era tonto ni listo: era neutral, como Suiza. A las pocas semanas ni siquiera lo notábamos, ya era como una pieza del mobiliario. La vida en el hotel giraba sin sobresaltos por su órbita de costumbre y los días eran grises como burros que van siempre por los mismos senderos trillados.

Desde el percance, rehuía a Manci como a la peste. Cuando el bar cerraba no me iba a casa para evitar encontrarme con ella; de madrugada me acostaba en uno de los rincones del sótano, dormía hasta las ocho y media y luego acompañaba a Elemér a la comisaría. Así un día tras otro. Tras cumplir Elemér su tarea, bajábamos andando al Danubio, dábamos una vuelta por Buda, por entre las casas de planta baja que parecían hechas de pan dulce y en las que aún estaba de moda el Biedermeier, con las ventanas adornadas con geranios y donde las jovencitas tocaban al piano «Para Elisa».

Estos tranquilos paseos matutinos resultaban muy placenteros. Elemér tendría por aquel entonces dieciocho años, y yo, dieciséis. La nuestra era una amistad curiosa. Nos encontrábamos cada día, nos sentíamos tan apegados como solo pueden sentirse dos adolescentes, pero nunca intercambiamos confidencias. Elemér seguía siendo hermético, no hablaba de sus asuntos personales y tampoco preguntaba sobre los míos. Exponía incansable los «ideales socialistas». Empezó, en efecto, por el abecedario, y me guió por la jungla de esa ciencia desconocida con la serenidad, la prudencia y la profesionalidad de un cazador de leones. Me traía un libro manoseado tras otro y yo los devoraba con un hambre canina; hubo semanas en que casi leía uno por día.

Tenía, en efecto, un hambre canina. Mi curiosidad insatisfecha se lanzó sobre el marxismo como un lobo hambriento, engullía el pesado alimento a medio masticar y más de una vez sufrí problemas de digestión. Con el tiempo, aprendí la jerga y los términos técnicos, y al «discutir nuestras lecturas» con Elemér hacía malabarismos con las palabras extranjeras. Pero en privado, para decirlo con delicadeza, «simplificaba» el socialismo. Me parecía el típico asunto de Sándor Rózsa. Quitar el dinero a los ricos y repartirlo entre los pobres. Era eso y no otra cosa, no me cabía la menor duda. La idea no me parecía nada novedosa. Sándor Rózsa había hecho lo propio en su tiempo y yo siempre había sido un asiduo seguidor del famoso bandolero. En lo que respecta a la organización del proletariado, mantenía la misma opinión que en mi niñez, cuando pretendía reclutar a los adultos pobres siguiendo el ejemplo de las pandillas de chavales. La única diferencia, pensaba yo, residía en que los socialistas no solo pretendían reclutar a los pobres de una aldea, de una ciudad o de un pueblo, sino de los cinco continentes, lo que consideraba una idea muy acertada: ¡Proletarios del mundo, uníos!

Hasta ahí todo bien. Me parecía bonito, novelesco y sentía un entusiasmo sin reservas. No obstante, había muchos detalles que detestaba en secreto. En primer lugar, no era capaz de entender para qué servía todo ese complicado devanarse los sesos. Al pobre no había necesidad de convencerlo de que la pobreza era mala, y con el rico no valía la pena ni intentarlo. Los capitalistas eran el origen de tanta injusticia y ni se les ocurriría devolver por las buenas lo que les habían robado a los pobres durante siglos. Había que conseguir el poder por la fuerza, según Marx: por la fuerza, o sea, de la única manera posible.

—¿Y por qué no lo hacen? —le pregunté a Elemér.

—Porque aún no se puede —contestó—. La burguesía tiene una fuerza excesiva. Aún no ha llegado el momento histórico.

En un principio más o menos lo asumí, pero más adelante, al empezar a leer la sección de internacional de los periódicos, me surgieron unas dudas inquietantes. Me percaté de que el Partido —término con el que designábamos al Partido Socialdemócrata— ya estaba en el poder en numerosos países: tenía ministros y hasta primeros ministros y, no obstante, todo seguía como antes.

—¿Por qué? —inquiría yo.

—Porque aún no han tomado el poder.

—No entiendo —replicaba—. ¿Cómo es que no han tomado el poder si están en el poder?

—Porque aún no ha llegado el momento histórico —repetía Elemér.

No, eso no podía comprenderlo, y de pronto me desviaba del discurso científico.

—¡Qué bobada! —decía yo—. ¿Y cuándo llegará el momento histórico si no es ahora, cuando están en el poder?

En tales casos Elemér se salía por la tangente. Decía cosas como: «Son cuestiones muy complejas. Aún no hemos avanzado tanto en tu aprendizaje». O bien: «De momento no te ocupes de esas cosas. Primero debes tener claras las nociones básicas».

Con o sin nociones básicas, no llegaba a comprenderlo con mi cabeza de campesino, y así de claro se lo dije. A veces Elemér me miraba como mira el médico a su paciente si detecta en él síntomas preocupantes. Otras veces me daba la impresión de que en realidad le gustaban mis preguntas, aunque por alguna razón las eludía, lo cual no hacía más que desconcertarme. «No hay quien se aclare con este Cara de Palo», pensaba.

Me acuerdo de una controversia peculiar. Me hablaba de Mussolini, que en aquella época estaba considerado un semidiós en Hungría, e incluso la prensa democrática se postraba ante su grandeza. Elemér dijo que era el enemigo irreconciliable de la clase obrera, un Judas que había vendido el proletariado a la burguesía. Opinaba que el Partido debía concentrar toda su fuerza en la lucha contra el fascismo. Precisamente aquellos días leí que tras la guerra el Partido había tenido mucha presencia en Italia, y no comprendía por qué habían dejado que Mussolini llegara al poder.

—No es que le dejaran —explicó Elemér—. Lo que pasa es que el rey lo nombró a él, y pasó a controlar las fuerzas armadas.

Eso parecía una respuesta clara, la comprendí. La controversia se inició de hecho al sacar el tema de Alemania. Elemér me explicó que Hitler era aún más peligroso que Mussolini, porque si el fascismo llegaba a triunfar en Alemania, entonces toda Europa sería fascista y vendrían malos tiempos para el socialismo. Allí volvió a haber algo que no me cuadraba.

—En Prusia no hay rey —dije—. Allí la policía está en manos del Partido. ¿Por qué no acaban con ese Hitler?

—Porque en Alemania hay democracia —contestó— y en un país democrático todo el mundo hace lo que le place.

—Pero Hitler quiere acabar con la democracia, ¿no es así?

—Sí —asintió.

—Pues entonces —le miré—, ¿a qué esperan? ¿Esperan a que, en efecto, acabe con ellos también?

Elemér se puso algo nervioso.

—Trata de entender —explicó— que las leyes de la democracia garantizan plena libertad a todos los partidos. La cosa no es tan sencilla como imaginas.

—¡Cómo no lo iba a ser! —salté—. Por mucha democracia que haya, si uno se empeña en cargarse a mi familia, yo lo mato como a un perro. Y quien no lo haga o es cobarde o es idiota, aunque lo más probable es que sea las dos cosas a la vez.

Elemér estaba a punto de irse por las ramas, pero no le dejé. Y al final, cuando se sentía acorralado, dijo:

—Mira, yo tampoco estoy de acuerdo en todo con el Partido, pero en Hungría no hay otro partido obrero y… —Inesperadamente interrumpió la frase; me di cuenta de que se arrepentía de lo dicho.

«Bueno —pensé—, si todos esos sabios venerables no han sido capaces de idear algo más congruente, entonces prefiero guiarme por mi sentido común.» Que me dejaran disponer de la policía prusiana, y ya verían lo pronto que solucionaba el problema de Hitler y de todos sus muchachos.

Volví a estar en el mismo punto que cuando le había arrebatado a Franciska el arma de la mano, pero Elemér ya no podía persuadirme. Lo único que había logrado era que prefiriera no discutir con él, porque temía que si le llevaba mucho la contraria no me llevaría al Partido, que era lo más importante para mí. Estaba firmemente convencido de que tenía que llegar al Partido, y que con el tiempo conseguiría el poder, al igual que había hecho en la escuela.

Sucedió que con el paso del tiempo se desarrollaron en mi mente dos ideas de socialismo. Una era la que explicaba Elemér; la otra, la que me imaginaba. La mía era una ideología turbia, magnífica, alocada y hermosa. Lo ingenuamente pueril se mezclaba en ella con lo instintivamente bueno, como solo podía ocurrir en la mente de un campesino de dieciséis años.

A mí no me preocupaban en absoluto los escrúpulos morales de Elemér. «Hay que conseguir el poder», me decía; el cómo me traía sin cuidado. La guerra es la guerra, y en la guerra todo está permitido. ¿Que se verterá sangre? Claro, por supuesto. ¿En qué guerra no ocurre? Sí, morirán miles, decenas de miles o tal vez centenares de miles de personas. ¿Acaso en la guerra de los burgueses no habían muerto millones? ¿Y por qué? A mi padre le mandaron que matara italianos porque eran nuestros enemigos mortales; a mí, en cambio, me decían que los adorase porque eran nuestros mejores amigos. O sea, ha habido un error, querido compatriota, borrón y cuenta nueva. Todos los soldados caídos en las batallas de Piave e Isonzo no cuentan, ¿vale?

Si por «errores» así habían llevado al matadero a millones de personas, entonces, ¿para qué tener escrúpulos morales al emprender una lucha para evitar precisamente que volvieran a haber «errores» así? La nuestra sería una guerra contra la guerra: querríamos echar por tierra un régimen mundial desquiciado, incapaz de vivir sin guerras. Y si triunfábamos, implantaríamos la sociedad sin clases, en la que no volvería a haber ricos ni pobres; solo habría personas que por fin podrían amarse las unas a las otras, porque ya no tendrían razones para odiarse. Todos encontrarían un sitio bajo el sol, cada pueblo y cada persona. No habría opresores ni oprimidos, no habría ostentación ni miseria. Viviríamos una vida sencilla y pura, y en lugar de dinero pagaríamos con nuestro trabajo. La labor diaria obligatoria solo sería de cinco o seis horas, luego —así lo decía— todos podrían entregarse a tareas de orden superior. Seguiría habiendo competencia, pero no para ver quién le roba el pan al otro con mayor picardía sino para poder ofrecer lo mejor para el bien público. También habría guerras, sí, pero se librarían contra la ignorancia y la maldad, la enfermedad y la muerte.

¿Por qué iba a tener escrúpulos morales? Este fin justificaba todos los medios, hasta los más despiadados. El que se echara para atrás ante una guerra de estas características, no tendría derecho a hablar de moral. Pensé en las palabras de Petöfi:

Bribón y malvado quien por su bandera

no diera la vida si preciso fuera.

En ocasiones lloraba de emoción, al imaginar mi propia muerte. Cómo no, caía en combate, bajo el ondear de banderas rojas, en una noche de tempestad, inmediatamente antes de la victoria decisiva. Toda la ciudad acudía a mi sepelio, aullaban las sirenas de las fábricas, el tráfico se detenía.

—¡Presenten armas! —Y tras la orden las banderas rojas se inclinaban en señal de respeto ante mi féretro.

Me parecía ver a los regimientos obreros ponerse en posición de firmes, oía el batir apagado de los tambores revestidos de luto, imaginaba mi estatua en la plaza del pueblo y mi tumba, en la que estaría grabado: «Murió para que pudiera vivir la libertad».

Pero la mayoría de las veces me imaginaba vivo. Veía a Béla, el aclamado y joven revolucionario; al Béla de sienes entrecanas, miembro distinguido de la sociedad sin clases; incluso al Béla veterano de guerra, encorvado, que avanzaba a paso lento hacia la casa de la tía Rozika apoyándose en su bastón. Para entonces el Estado ya habría comprado la casa, y a la vieja la habría matado la vejez o la sed de venganza de los niños pobres. Pero a la entrada me esperarían otros chicos, hijos del nuevo mundo, regordetes y con nuevos y crujientes zapatos, y susurrarían emocionados a mis espaldas.

«De no ser por él —dirían—, seguiríamos siendo bastardos hambrientos, harapientos y abandonados, y no tendríamos más remedio que soportar los gritos de desprecio que nos lanzasen desde detrás de los arbustos.»

No, desde detrás de los arbustos nunca gritaría nadie más. Habría igualdad para los seres humanos de toda la tierra. Así será, me encargaré de ello, me juraba.

La lucha de clases y la revolución solo me interesaban desde ese punto de vista. Consideraba que se trataba de unos sinsabores necesarios por los que había que pasar, y cuanto antes mejor. «Ya no soy tan joven —pensaba con impaciencia—, ya he cumplido los dieciséis. ¿Hasta cuándo tendré que lidiar con este anacronismo que es el capitalismo? ¿Cómo me justificaré ante mis hijos? Ellos reflexionarán sobre el período anterior a la revolución como nosotros reflexionaríamos sobre los húngaros paganos o la prehistoria. Cuando lo tengan que estudiar en la escuela se aburrirán, lo considerarán imposible y ridículo, despreciarán a sus antepasados por vivir durante siglos de una forma tan necia.»

Ese mundo imaginario se convirtió para mí en una certeza. La vida real me parecía un carnaval pasajero que pronto desembocaría en el Miércoles de Ceniza. Entonces la gente se quitaría los antifaces y los disfraces y finalmente seguirían su estrella como los Reyes de Oriente, hacia el pesebre de la paz, el amor y la pureza.

Tenía ideas así de «poéticas» acerca de los tiempos venideros, todo lo pensaba con esa simplicidad. Fueron días fantásticos, da gusto recordarlos. En los sinuosos callejones de Buda florecían las acacias, en las casas de planta baja con sabor a pan dulce sonaba el piano, y el futuro parecía tan hermoso y sencillo como «Para Elisa».