Por la noche, al llegar al hotel, tuve la impresión de que algo había sucedido. Seguía con los nervios a flor de piel, sobreexcitado, y sentía un desasosiego indefinido, cuyo origen no sabía explicar. No había cambiado nada, la vida en el hotel giraba en la órbita definida por la dirección, como un planeta por descubrir al que no le afectan las leyes ordinarias de la existencia terrenal. Sobre las mullidas alfombras ni siquiera se habrían oído los pasos de la Muerte; todo estaba tan silencioso, tan frío y tan elegante que parecía que allí no pudiera suceder nada extraño. Y, sin embargo, flotaba algo insólito en el ambiente, algo que, como el aire, era invisible e intangible.
¿Qué podía haber pasado? Aún sufría los efectos de la borrachera de la noche anterior. Manci y los hors d’oeuvres me habían empachado y terminé por creer que simplemente era yo el desajustado. Pero entonces dos empleados cuchichearon algo, o quizá fue la corriente, que cerró una puerta de golpe, y de pronto volvió a envolverme el desasosiego. «Ha sucedido algo», me dije.
No vi a ningún conocido. Los compañeros ya se habían ido a casa, el bar aún estaba vacío. Solo había un camarero malhumorado haciendo solitarios en una de las mesas mientras se rascaba un grano de la calva.
—Buenas noches —le saludé pensando que tal vez me informaría.
Pero el viejo ni siquiera levantó la vista.
—Buenas —respondió con un bostezo.
—¿Qué hay de nuevo? —pregunté—. ¿Ha pasado algo?
—Sí —contestó hurgándose el grano—. Una vaca pasó volando por encima del tejado.
Volvió a bostezar y acto seguido extrajo un espejo del bolsillo y se miró el grano de soslayo.
—Se ha roto una pata —añadió.
—¿Quién?
—La vaca.
Se le escapó una risa estúpida. Su voz ronca resonó fantasmagóricamente en el local vacío. A esa hora el bar parecía un cadáver en traje de noche. El día anterior había sido una bella mujer, habías bailado con ella, habías sentido su cálido y jadeante aliento, sus ojos, su cabello, sus hombros te habían vuelto loco, y ahora estaba allí tendida, sin vida, con las lentejuelas rotas, y te dabas cuenta de que tenía pechos postizos.
Me senté en mi puesto. Tras el silencio y la oscuridad se escondía el sopor. En la pared una mosca se echaba una siesta, rascándose de vez en cuando con una de las patas traseras. Era una mosca muy vieja, muy cansada, quizá también tenía un grano en la calva.
De pronto oí mi propia voz.
—Nunca más —gruñí, aunque no sabía muy bien a qué me refería: si a Manci o a todo el género femenino, si a la borrachera o a algo totalmente distinto y más esencial.
Se me nubló la cabeza, las náuseas sacudieron mi estómago. Me hubiera gustado vomitar sobre el mundo entero, pero más que nada sobre mí mismo. Quizá nunca había odiado a nadie tanto como a ese extraño, a ese muchacho con uniforme rojo que llevaba mi nombre y apellido. Hubiera deseado desprenderme de mi piel como hacen las serpientes e iniciar una nueva vida en un paraíso libre de tentaciones.
De pronto el recinto me pareció insoportable; era como si hubieran extraído con una bomba el aire de su interior. Me asomé al bar y grité:
—¿Puedo ir afuera un rato?
El viejo se encogió de hombros.
—Tanto me da —dijo, y siguió rascándose el grano.
La puerta exterior del bar daba al Danubio. Era una noche agradable, y la avanzadilla del verano ya había acampado en los montes de Buda. En las cimas se iban encendiendo los focos que bañaban con luz de plata la ciudadela, el palacio real, el bastión de los Pescadores y el mirador. También se veía ya el lucero vespertino, que se entretenía mirándose en el río junto a las farolas de la orilla, pero el cielo aún estaba teñido de tenues colores opalinos y dibujaba imágenes pasajeras sobre el agua. Se oía la música de los cafés, el viento a veces entremezclaba el jazz y los ritmos gitanos, y del parque llegaba un fuerte olor a lilas. Por el paseo de la orilla discurría una colorida riada de gente. Las mujeres, bajo las costosas chaquetas de piel, llevaban ya vestidos de verano, y los hombres, en su mayoría, iban sin abrigo. Todo era luz, fulgor, fragancia y música; la primavera lo llenaba todo, absolutamente todo. Me quedé observando a los ricos que paseaban y suspiré.
A continuación, sin más, mi alma infantil se colmó de felicidad. Pensé que pronto llegaría el verano, y el verano significaba la vuelta de Patsy, y ella significaba la felicidad. Llegaría el verano y con él la felicidad. No sé por qué, pero estaba convencido de que cuando Patsy llegara todo se solucionaría. Toda mi vida. Le confesaría lo de la noche anterior, se lo confesaría todo, no se puede iniciar una nueva vida arrastrando mentiras.
Me invadió una emoción solemne, una serenidad enorme. Sentí que hasta entonces mi vida había sido una fase transitoria, que esperaba mi tren en una estación de paso y tal vez no importaba a qué me dedicase entretanto; con qué mataba el tiempo, con quién hablaba, con quién me besaba. La vida empezaba justo entonces y era bella y maravillosa.
A mis espaldas se abrió la puerta. Del bar salió una joven, tendría unos quince o dieciséis años. Era una chica mona, no tenía nada de particular, una joven proletaria bien arreglada. Llevaba un vestido de volantes almidonado, medias de hilo blanco y zapatos de charol negros. El cabello, moreno y liso, le caía sobre los hombros recogidos en dos gruesas trenzas; en cada una destacaba un lazo de color rosa y del cuello le colgaba una cruz dorada. «¿Qué estará haciendo en el bar?», pensé.
Me miró indecisa.
—¿Es usted el señor Béla? —preguntó.
—Sí —contesté pasmado.
—El camarero me dijo que lo encontraría aquí.
—¿Y bien?
Miró al suelo desconcertada. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo turbada que estaba. Estaba blanca como la cera y tenía los ojos rojos e hinchados. Permaneció un rato callada y luego me volvió a mirar.
—¿Elemér se ha ido ya a casa?
—Sí. ¿Por qué?
—Le traía recuerdos —dijo con un tono de voz algo tenso, evitando que nuestras miradas se cruzasen. A usted también.
Yo no entendía nada.
—¿De quién? —pregunté.
—De Gyula —respondió, y vi que le temblaban los labios.
—¿Cómo está Gyula?
—Que… ¿cómo está? —Me miró asustada y se echó a llorar—. ¿Es que no se ha enterado?
—¿De qué?
—Ha salido hasta en el periódico. En todos los diarios de la tarde.
—No entiendo —dije nervioso—. ¿Qué es lo que ha salido en los periódicos?
La joven se puso a sollozar desconsoladamente, y yo apenas entendía lo que me decía.
—Se acabó —tartamudeó—. Se acabó. Murió en el acto.
—¿Cómo? —reaccioné—. Gyula ha mu… —Ni siquiera fui capaz de decirlo—. ¿Qué ha pasado, por el amor de Dios?
—Al pobre lo echaron —gimoteaba la joven—. Lo expulsaron, ¿lo sabía?
—Sí —dije impaciente—. ¿Y qué?
—Pues que hoy ha venido a recoger sus papeles y… se despidió de todos y… bajó también a la cocina a decir adiós y… cogió un cuchillo, el más grande y… se lo clavó en el corazón y… —Lo demás ya no lo entendí, se perdió entre el llanto.
Eso era lo que había sucedido, me dije, y sumido en la impotencia me quedé petrificado junto a la chica, que no dejaba de llorar. La gente que pasaba nos miraba. Le toqué el brazo.
—Venga conmigo al parque —le dije—. Allí podremos hablar más tranquilos.
Me siguió obediente.
El parque estaba oscuro y tranquilo, en el aire flotaba la densa fragancia de las lilas. Nos sentamos en un banco. Solo entonces caí en la cuenta de que ni siquiera sabía quién era la muchacha. ¿O sí?
—¿Es usted Katica? —pregunté.
—Perdone, no me he presentado —se lamentó—. Debo de parecer una loca. Dios mío. Quién lo hubiera pensado. Anoche… —Interrumpió la frase y me miró—. ¿Cómo sabe que soy Katica?
—Gyula hablaba mucho de usted, señorita.
Noté que se me había pegado esa forma de hablar que los pobres adoptan cuando quieren parecer refinados, del mismo modo que se ponen el traje de los domingos para ir a una boda.
Katica permaneció un rato en silencio.
—¿Qué decía de mí? —preguntó tímida.
—Que era su prometida —contesté.
—Y… ¿qué más?
Lo pidió con una voz tan suplicante que me compadecí de ella.
—Decía que la quería mucho. Que nunca había amado tanto a nadie.
Bueno, eso nunca se lo había oído a Gyula, pero aun así pensé que no faltaba a la verdad.
Katica rompió a llorar de nuevo.
—Entonces, ¿usted lo comprende?
—¿Cómo?
—Lo que hizo, eso.
—Dios mío —exclamé, pero luego me limité a mirar al suelo porque me di cuenta de que no podía decir otra cosa.
Ella también permaneció callada. Luego se volvió hacia mí.
—¿Usted sabía lo que tenía? —me preguntó en un susurro.
—Sí —asentí—. ¿Y usted?
—Qué va —dijo con gesto resignado—. Solo me enteré por la carta de despedida. Ya sabe, la misma en que le manda recuerdos a usted. Y en ella también ponía que nunca había amado tanto a nadie y que… —otra vez lágrimas— me esperaría en el cielo y… dígame, ¿cómo pueden compaginarse dos cosas tan distintas?
—Oh, señorita… —Suspiré y de repente me sentí tremendamente viejo—. Créame, una cosa no tiene que ver con la otra. Eso en sí no es relevante para un hombre. Lo digo por experiencia, hágame caso. Uno ama a una mujer y se va con otra a la que no ama. ¿Por qué? En realidad no lo sé. No se puede remediar. O sea, sí se puede, pero en ocasiones no. Resulta difícil de explicar. Usted es tan joven, señorita. Créame, esa mujer no significó nada para Gyula.
—¿Que no significó nada? —dijo Katica mirándome—. Pues escúcheme, señor Béla. Gyula me escribió que solo había estado una vez con aquella —tragó saliva—… con aquella mujer. A mí en cambio me conocía desde pequeña, decía que me amaba y yo no podía imaginarme la vida sin él. Ahora tampoco puedo, nunca podré y, sin embargo…, ¿fue importante lo nuestro? Gyula murió de eso. ¿Y dice usted que no significó nada?
Iba a contestarle, pero las palabras se me atragantaron. Me vino una idea sofocante, un pensamiento temible. No pude sacármelo de la cabeza.
El sudor me cubrió todo el cuerpo. Sí, yo pensaba que Manci no significaba nada, pero tal vez resultara que lo que tuve con ella fuera importante. Quizá en mi sangre estuviera ya germinando la semilla mortal que había plantado la noche anterior. Y entonces no habría Patsy, no habría América y no habría nada de nada. Se acabaría todo antes de haber empezado. ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Qué me importaba ella? Una sola palabra de Patsy valía más que todo ese cuerpo, que toda esa mujer que toda esa… asquerosidad. ¡No tenía que ver nada con ella, nada, nada! Estaba en una estación de paso deseando que llegara mi tren y de pronto me envenenaban en la sala de espera.
—¡Horrible! —dije casi a gritos—. ¡Horrible!
Katica sollozó y luego se produjo un largo silencio. Desde el paseo se oía la música cíngara, las lilas se mecían en el viento, todo era luz, fulgor, fragancia, música, la primavera lo llenaba todo, absolutamente todo. Dentro de poco sería verano y… De repente sentí la mano de Katica en mi brazo.
—¿Usted también llora? —inquirió entre lágrimas.
Me sentí tremendamente avergonzado.
—Tengo que irme —le dije de repente—. Seguro que me estarán buscando. Es muy tarde.
Se levantó, y yo también. Pero antes de irme se me acercó y me miró como un cervatillo asustado.
—¡Béla! —dijo en voz baja.
—¿Sí?
—¿Usted también piensa que la culpa es mía?
—¿Por qué iba a pensarlo?
La miré asombrado.
—Böske me dijo que yo tenía la culpa. Böske es una amiga mía.
—¿Cómo dice?
—Pues que si yo hubiera hecho con Gyula lo que aquella mujer… Es que Böske y su novio… —Se echó a llorar—. Dios mío, todo esto me va a volver loca.
No sabía qué contestar. Tal vez tenía razón aquella Böske. Es posible. Pero no era el momento de andarse con rodeos.
—Esa Böske es una cualquiera —dije con rudeza, mostrando un odio salvaje y sincero—. Es una mujer ordinaria. No le haga caso. Usted no debería tener amigas así. Los hombres buscan a mujeres puras e inocentes como usted.
—Y luego se van con otras que… —Me agarró el brazo y preguntó casi gritando—: ¿Por qué, dígame, por qué?
—¡Porque somos animales! —estallé—. ¿Entiende? ¡Animales! Unos animales asquerosos y depravados. Peores que los animales.
Solo entonces me di cuenta de que gritaba, pero ya no pude contenerme. No sé qué dije, no sé cómo me despedí de Katica, tampoco sé si me despedí de ella. Solo recuerdo que en cuanto llegué al hotel entré en los aseos para averiguar si ya se me «notaba». Y no. Pero entonces recordé que Gyula solo lo notó dos semanas después y me quedé tanto tiempo llorando en solitario que cuando volví al bar ya estaba tocando la orquesta de jazz.
¡Señor Stux, menudo derroche!
Esta será una larga noche.
Tras la hora del cierre no me atrevía a volver a casa por temor a encontrarme con Manci. Me tumbé en un rincón del sótano, como solía hacer el pobre Gyula, pero no pude conciliar el sueño hasta que llegaron los compañeros. Entonces entré con ellos al vestuario y escuché entre escalofríos la historia del suicidio de Gyula, que en sus relatos se había convertido en una sangrienta y enmarañada tragedia.
De hecho, tampoco sabían nada. Ninguno de ellos había sido testigo del suicidio y los pocos empleados que sabían algo prefirieron mantener la boca cerrada, porque en esos asuntos la dirección no tenía clemencia: cualquier indicio de indiscreción se castigaba con el despido inmediato. Los periódicos, que en esos casos siempre se dejaban sobornar, solo publicaron, entre las tantas noticias del día, que «en un elegante hotel a orillas del Danubio» se había suicidado un aprendiz de tal y cual nombre y edad, pero se desconocía el motivo de su acción. Pese a ello, o por eso mismo, no hubo nadie en el lavabo que no quisiera añadir algún detalle escabroso a la muerte de aquel desdichado. Antal, por ejemplo, contó que Gyula, con el cuchillo clavado en el corazón, entró tambaleándose en el vestíbulo y, cubierto de sangre, agonizando, empezó a gritar a los huéspedes que estaban al borde del desfallecimiento: «¡Me ha matado la dirección! ¡Boicoteen el hotel!».
Lajos, en cambio, le había oído decir a la cocinera, una de las muchas chicas que Gyula había cortejado, que nuestro compañero se había desangrado en los servicios que estaban junto a la cocina, cortándose las venas con un cuchillo de matar cerdos.
«Él es el culpable de mi muerte», dijo, según los rumores, y cuando le preguntaron a quién se refería, masculló con ojos desorbitados: «Franciska». Y se murió.
Esos engreídos muchachos de ciudad, que en condiciones normales no habrían hecho ningún caso a historias de este tipo, ahora escuchaban cada dramático y estrafalario detalle con rostro serio y consternado. Pese a su corrupción, en el fondo seguían siendo unos niños inocentes; la mayoría de ellos se enfrentaba por primera vez a la muerte y tras aquel suceso nada parecía demasiado increíble. El alma del pobre Gyula empezó a transmigrar: se convirtió en una leyenda, y Gyula en el protagonista de una epopeya sentimental.
No cabía duda de que había sido Franciska el delator. Elemér habló con el «camarada», y cuando le preguntamos qué había averiguado tan solo dijo, desganado:
—Lamentablemente, teníais razón.
Así que por unanimidad decidimos vengarnos de Franciska, pero a la hora de acordar cómo hacerlo los compañeros quedaron visiblemente desconcertados. El ejemplo de Gyula les intimidaba, ninguno de ellos quería exponerse, temían buscarse problemas. Se andaban con rodeos, se iban por las ramas, decían vaguedades.
—Habría que darle una buena tunda —soltaban—. Habría que acosarle hasta que también acabe por suicidarse.
—¿Cómo que «habría»? —estallé al fin—. Hoy mismo le daremos una buena paliza para que nunca más se le ocurra volver a hacer lo mismo.
—Sí —dijo Márton—, pero ¿cómo?
—Dejadme a mí —contesté—. Yo le daré una buena lección a ese maricón.
Esta propuesta desencadenó el entusiasmo general, solo Elemér protestó.
—No sería digno de un proletario con conciencia de clase —afirmó tajante, con su habitual tono didáctico—. Va en contra de los «ideales socialistas».
—Pues si quieres ve y dale un beso —repliqué, enfurecido.
—¡Eso! —exclamaron los muchachos.
Los «ideales socialistas» los dejaron igual de fríos que a mí; por otra parte, si no me equivoco, acerca de este tema tenían unas nociones tan turbias como las mías. Todos se pusieron de mi parte y me aproveché de la situación.
—¿Ideales socialistas? —pregunté con ironía—. Eso en mi pueblo se llama cobardía.
Todos rieron, pero Elemér ignoró mi comentario. Siguió hablando con un tono tranquilo y frío.
—Dejemos la demagogia —dijo sin resentimiento alguno—. Pensad: Franciska delataría sin más a Béla y entonces a él también lo echarían.
—Sería mi problema —espeté—. ¿Por qué te rompes la cabeza con los problemas de los demás?
—Porque esto es una acción colectiva —contestó Elemér—. Una sola persona no puede asumir toda la responsabilidad.
—Por mí, vosotros también le podéis dar una patada en el culo —anuncié en un registro menos erudito, y con ello creí que ya me había ganado el apoyo definitivo del grupo.
Pero no. Ni mucho menos. Con eso lo eché todo a perder. Nadie se atrevía a apoyarme porque evidentemente pensaban que tendrían que tomar parte en la pelea, o sea, que Franciska también los podría delatar y entonces terminarían como Gyula.
Además, surgió una nueva propuesta.
—Hagamos con él lo que él hizo con Gyula —propuso Gábor—. Le decimos a la dirección que es maricón y entonces lo echarán.
Eso sería efectivo y, además, no parecía implicar peligro alguno. Todos estaban encantados. Elemér esperó a que nos apaciguáramos para luego preguntar en voz baja:
—¿Conocéis a la familia de Franciska?
Se produjo un silencio. Resulta que no sabíamos nada de Franciska, tan solo que era «maricón».
—Ya veis —dijo entonces Elemér—. Prestad atención: el padre de Franciska es uno de los más ejemplares camaradas, un trabajador siderúrgico, un socialista de toda la vida. Lleva varios años en la lista negra, no le dan trabajo, toda la familia vive de lo que gana Franciska. No querréis que se mueran de hambre, ¿verdad?
Eso serenó un poco a los muchachos, pero tampoco ejerció mayor efecto que lo de los «ideales socialistas».
—Nunca llueve a gusto de todos —dijo Lajos—. Ya los mantendrá con lo que le saque al alemán en la cama.
Eso volvió a provocar risotadas. Elemér esperó que guardáramos silencio y esgrimió otro argumento.
—Bueno, en cualquier caso —dijo—, ¿qué os creéis? ¿Pensáis que la dirección no sabe por qué pasa Franciska media jornada en la trescientos dos? Si vosotros faltáis media hora, os echan una bronca. ¿Por qué creéis que hacen la vista gorda? Porque su amante está forrado de dinero. Es el que vende al ejército los productos químicos alemanes, y para un burgués eso es más importante que la moral. Podéis estar seguros de que una denuncia anónima terminará en la papelera, y si alguien lo delata personalmente será él quien cargue con el muerto. ¿Qué sentido tiene?
Dio en el blanco. Ya no se reía nadie. Volvieron a andarse con rodeos, a irse por las ramas.
Yo ya no tomaba parte en la discusión. Me había retirado, fumaba un pitillo tras otro y callaba. Me comportaba igual que el pobre Gyula, pensé, y se me hizo un nudo en la garganta.
El debate llegó a un punto muerto y entonces Elemér expuso su propio plan.
—Vamos a boicotearle —propuso—. No le volveremos a dirigir la palabra. Quedamos en que a partir de hoy es como si hubiera muerto, y si alguno de nosotros le habla, lo excluimos del grupo. Que levante la mano quien esté de acuerdo.
Todos votaron que sí menos yo.
—¿Y tú? —preguntó Elemér, mirándome—. ¿Se te ocurre otra cosa?
—Podéis iros a la mierda —gruñí—. Esta es la alternativa que os propongo.
Salí y cerré dando un portazo.
Eran las ocho y no me atrevía a irme a casa. Volví a acostarme en el sótano, pero tampoco pude dormir. Al final entré en el vestuario y me cambié. En el aseo volví a comprobar que no notaba nada sospechoso, lo que me tranquilizó un poco. Resolví irme a Buda a dar un paseo.
Al salir del hotel, de repente me topé con Franciska. Estaba guapo, descansado, perfumado, su rostro de niña era pura sonrisa. ¿Habría sonreído también por la noche?
Iba a seguir mi camino, pero me di cuenta de que Elemér me miraba por la ventana del vestíbulo y, como poseído por el diablo, saludé a Franciska.
—¿Qué hay de nuevo? —le pregunté—. ¿Adónde vas?
Franciska me guiñó un ojo.
—Oficialmente, al Ministerio de Defensa.
—¿Y extraoficialmente?
—Adivínalo.
—¿De paseo?
—Sí. ¿Tú vas a casa?
—Aún no. Voy a dar una vuelta.
—¿Por qué no subimos al monte Gellért?
—De acuerdo —asentí, y me fui con él.
Elemér seguía mirando por la ventana, lo que me produjo una perversa satisfacción. Me puse a silbar.
—¿Le has visto? —preguntó Franciska.
—¿A quién?
—A Elemér. Nos estaba espiando.
—¿Y qué?
Franciska me miró con ojos escrutadores; eran azules, distantes, fríos como el acero.
—Me han excomulgado —dijo con ironía—. ¿No tienes miedo?
—Solo le tengo miedo a Dios Padre. Y no siempre.
«Así que ya lo sabe —pensé—. ¿O simplemente sospecha algo y quiere sonsacármelo? Pues ya puede esperar sentado.»
—¿No te sorprende? —preguntó.
—¿Qué?
—Que ya lo sepa.
Para chincharle, no indagué más. Seguí silbando la canción del señor Stux.
—Tengo buenas fuentes de información, ¿no? —Se rio—. Qué idiotas. ¿Boicot? Vaya gracia. Elemér seguramente ha vuelto a soltar el rollo de los ideales socialistas.
Traté de sonreír. No sé si lo conseguí.
Era una mañana hermosa y soleada. Ya íbamos por el puente. ¿Qué pasaría si lo tiraba al río? Y sin querer me estremecí, porque pasó a nuestro lado un policía.
Franciska me tomó del brazo.
—Chico —dijo con tono confidencial—, te juro que me impresionas.
—¿Por qué?
—Porque pasas de ellos. Sabes de qué lado tienes que ponerte.
—¿Lo sé?
—Claro. No seas tan modesto. Llevo algún tiempo observándote. Primero estaban esos americanos, luego los excelentísimos señores, y ahora el turno de noche. Tú eres el único de los muchachos que sabe de qué va la cosa. —Ahora hablaba con absoluta sinceridad. Me sentí muy desconcertado. Cada vez parecía apreciarme más—. No entiendo por qué no nos hemos hecho amigos antes. Juntos llegaremos lejos. ¿Sabes por qué?
—A ver, ¿por qué?
—Porque sabemos a quién hay que arrimarse. Esos inútiles se pasarán la vida recogiendo boñigas de caballo, porque corren tras un carro que va de vacío. —Me sonrió—. En cambio, nosotros sabemos de qué va la cosa. ¿Ideales socialistas? —Torció el gesto—. ¿Tú qué opinas de eso?
—No sé. No entiendo de esas cosas.
—Yo sí entiendo —afirmó en tono despectivo—. Mi padre es socialdemócrata. A mí me dan ideales socialistas hasta para desayunar.
—¿Y tú qué opinión tienes?
—¿Qué pienso? —Se encogió de hombros—. Que tienen razón. La pobreza es mala. ¿Y qué? La muerte también lo es. Vete a combatir la muerte. Siempre ha habido muerte y siempre ha habido pobreza. Lo único que cuenta es si te gusta ser pobre.
—A quién le va a gustar.
—Claro. Entonces, ¿qué es eso de conciencia proletaria? La cuadratura del círculo. A nadie le gusta ser pobre. ¿Y cómo se remedia la pobreza? Con dinero, ¿verdad? ¿Dónde puedes encontrar dinero? Allí donde lo hay. ¿Dónde lo hay? Entre los ricos. Ya ves. Entonces, ¿para qué voy a querer seguir con los pobres? Es como lo de la zorra y las uvas. Solo dice que los capitalistas están verdes quien no es suficientemente listo para ponerse a su nivel. Bueno, y los tipos como Elemér, que son peores incluso que los idiotas.
—¿Por qué?
—Porque no son idiotas, y sin embargo viven como si lo fueran. En vez de ayudarse a sí mismos pretenden salvar el mundo. Menuda gracia si lo piensas bien. Fíjate en Elemér: son ocho en un mismo cuarto, tres de sus hermanos ya han muerto de tisis, pero él tiene principios.
—¿Tú no tienes principios?
—Sí. La diferencia es que yo no me aferro a ellos. La vida no es una ciencia exacta, donde todas las cuentas cuadran. Yo siempre me guío por el principio que me da mejor resultado. ¿Para qué aferrarme a algo que no me dé provecho?
—Pero tú también te beneficiarías si se aboliera la pobreza.
—¡Si se aboliera! ¿Dónde lo han hecho? ¿Cuándo?
—Por eso luchan, ¿no? Algún día lo conseguirán.
—¡Algún día! Me encanta. Después de que me muera, ¿no? Pues oye, yo me cago en eso. Mira a mi viejo. Se ha pasado toda la vida luchando por sus ideales. ¿Y de qué le ha servido? De nada. No ha logrado mejorar las cosas, pero ha echado a perder su propia vida. Desde que tengo uso de razón no he visto en casa más que miseria, penas, enfermedad y miedo. Cada vez que un policía entra en el edificio, a mi madre le da un ataque de corazón. El viejo ya ha estado cuatro veces en chirona, en una ocasión dos años seguidos. Tuvieron que operarle tres costillas tras la paliza que le dieron los guardias. Está en la lista negra, no le dan trabajo en ninguna parte, parece una presa en una cacería y siempre ha sido así. Nunca hemos tenido lo suficiente para comer, nunca hemos tenido ropa decente, nunca hemos tenido un día agradable. Siempre hemos vivido como perros. ¿Por qué? Por el futuro, dice el viejo. Y yo, su hijo, ¿no soy su futuro? Contéstame, por favor. ¿Qué me dices?
—Claro que lo eres.
—Ya ves. Pero yo me cago en aquello por lo que él ha luchado toda la vida. No necesito ese mundo, se lo regalo. Entonces, ¿de qué le ha servido la lucha? ¿Qué sentido ha tenido?
—No todos piensan como tú.
—Pero tampoco como él. ¿Cómo diantre sabe que a la gente le gustará el mundo que él desea para todos? ¿Tengo razón o no? ¿Por qué no respondes?
—Tienes razón —dije, y me quedé desolado al darme cuenta de que lo decía en serio.
Sí, tenía razón, la tenía en muchas cosas, era horrible.
Subíamos por la ladera del monte. Desde allí los antiguos paganos habían arrojado al obispo Gerardo al Danubio cuando pretendía convertirlos al cristianismo. ¿Qué pasaría si yo ahora…?
Le solté el brazo.
—¿Tienes un pitillo? —pregunté, y mi voz sonó extraña. Él no lo notó.
—Aquí tienes —dijo con amabilidad y me extendió una pitillera de plata.
En su interior había cigarrillos egipcios, diez a cada lado. En mi pueblo un labrador tenía que trabajar cuatro días enteros para ganar lo que valían esos veinte cigarrillos. Entonces, ¿quién tenía razón?
—Vamos a sentarnos —propuso Franciska.
Nos acomodamos a la sombra de un arbusto de lilas. En el aire flotaba una fragancia dulce y cálida, el claro estaba repleto de flores silvestres de todos los colores, una brisa suave y tibia peinaba la crecida hierba. El murmullo de la ciudad quedaba lejos. No había ni un alma; un pájaro cantaba sobre nuestras cabezas. Súbitamente voló en picado, cazó un insecto y siguió con su vuelo y su canto. Todo era idílico. Los animales grandes se comían a los más pequeños, y abajo en la ciudad la gente hacía lo mismo. Fumábamos sin hablar.
De pronto Franciska se volvió hacia mí.
—¿Sabes que soy yo quien mantiene a toda la familia?
—¿De verdad?
—Sí. ¿Y sabes cómo me lo agradecen? Ayer mi hermano menor me echó en cara, delante de toda la familia, que era un gamberro, un cerdo egoísta. ¿Crees que mi padre le dio una bofetada? Nada de eso. No dijo ni una palabra, pero sé que opina lo mismo. Toda mi familia piensa igual. ¿Qué te parece? Yo, que los mantengo a todos, soy el egoísta y mi padre es el altruista, aunque si por él fuera hace tiempo que habríamos muerto de hambre. —Irritado, le dio un golpecito al pitillo para que cayera la ceniza—. Pero no será por mucho tiempo —dijo enfadado—. Le conseguiré un puesto a mi padre, para que no los desahucien y luego los dejaré plantados como a una estaca.
—¿Vas a conseguirle un puesto?
—Claro, no lo va a hacer el Partido Socialista.
—¿Y cómo puedes conseguirle un trabajo tal y como está el mundo?
Franciska permaneció en silencio un instante.
—A ti te lo puedo decir —soltó, bajando un poco la voz—. He hablado con el alemán. A ese no le costará ningún esfuerzo.
—Así que a tu padre le darán trabajo.
El chico frunció el entrecejo y su mirada se perdió entre las volutas de humo.
—Bueno, no es tan fácil —concedió al fin.
—¿Por qué?
—Ya sabes que ese alemán es buena persona, pero tiene una manía. Mejor dicho, dos: los rojos y los judíos. Hermano, seguro que nunca habías oído algo parecido. Dice que en Alemania los van a eliminar, pero no de una forma tan chapucera como hicieron los blancos aquí, que como mucho arrojaron al Danubio a los redactores del Népszava o degollaron a unos centenares de judíos y luego aquí no ha pasado nada, todos en paz. Dice que eso fue una chapuza. Hay que exterminarlos legalmente, dice, sin secretos, de una forma limpia, ordenada, con precisión alemana.
—¿Y sabe que tu padre es rojo?
—Ahora sí. Lo malo es que no se ha enterado por mí. Ya sabes, se lo tenía que haber dicho poco a poco, dorándole la píldora. Pero ahora ya da igual. Fui tonto al no contárselo. Se enteró en la fábrica donde quería conseguirle un puesto.
—¿Y qué pasó?
Franciska silbó.
—¡Casi nada! Tendrías que haberle visto. Le dio un ataque de furia. Que si lo había puesto en una situación delicada, que si me creía que él podía ayudar a un hombre como mi padre… Que la gente así debía morir con su familia y todo, etcétera, etcétera.
—¿Y qué vas a hacer?
—Déjamelo a mí. —Hizo un gesto tranquilizador—. Primero haré que el tipo se consuma de ganas.
—¿Cómo?
—Lo sabes de sobra —contestó algo irritado—. Bastante hablan de mí en el hotel. —Me miró y luego añadió con misterio—: Pero hay algo que ignoran.
—¿Qué?
—Que está colado por mí.
Lo dijo con tanta naturalidad como si el alemán fuera una mujer, o si la mujer hubiera sido él y el alemán un amante consumido de amor. Debí poner cara de tonto ya que con un tono casi hostil me preguntó:
—¿Por qué me miras así?
—Es que… —balbucí— nunca había conocido a nadie así. —Bajé el tono de voz involuntariamente—. En realidad, ¿cómo funciona? ¿Un hombre de esos puede enamorarse de otro hombre igual que yo de una mujer?
Franciska hizo un ademán de superioridad.
—Claro. E incluso más.
—Y… ¿tú también estás enamorado de él?
—Qué va —contestó, soltando una risotada.
—Pero tú también eres de esos, ¿no?
—No.
—¿No?
—Pues no. A ver, ¿por qué me miras con esa cara de estúpido? No todos los que lo hacen lo son.
—¿Cómo?
—Algunos nacen así y otros solo lo hacen. Yo solo lo hago.
—Pero ¿cómo puedes hacerlo si no eres de esos?
—¿Cómo? Mira que eres bobo. ¿Es que en tu escuela los chicos no se lo hacían entre ellos?
—Algunos sí.
—¿Y eran todos de esos?
—No creo.
—Ahí lo tienes. Pues si se puede hacer entre compañeros, ¿cómo no voy a poder hacerlo con él?
—¿Y es lo único que hacéis? ¿Nada más?
—También otras cosas, no lo niego, pero… —Sonrió—. Tampoco es que esté mal. Además, ¿por qué no lo voy a hacer si me conviene?
—¿Solo lo haces por interés?
Franciska recapacitó.
—En realidad no lo sé. De todas formas algo hay que hacer, y en resumidas cuentas es lo mismo, ¿o no? Los chicos se gastan el dinero en ello, y las mujeres les pegan toda clase de enfermedades. Y encima ellos van explicándolo por ahí. Bueno, no seré yo quien se lo impida. Pero terminaré casándome, y ya verás con qué mujer.
Lo miré asombrado.
—¿Tienes novia?
—Aún no. Me echaré novia cuando llegue arriba.
—¿Por qué? ¿Vas a casarte por dinero?
—¡Qué va! Yo voy a querer a mi mujer, pero solo me casaré con una mujer muy bella e inteligente. ¿O te crees que solo las pobres son bellas e inteligentes?
—No. Pero ¿qué harás si te enamoras de una mujer pobre?
—Por eso quiero llegar a los círculos más altos. Si solo conozco a gente rica, no podré enamorarme de una pobre. ¿Qué te parece? De modo que sí, me casaré por amor, pero a mi manera.
¿Quién sería tan listo de demostrar lo contrario? Sí, ese muchacho acabaría casándose por amor. Me sentía estúpido a su lado. Permanecí allí tumbado boca arriba, mirando el firmamento en silencio. El cielo era azul y distante, como los ojos de Franciska.
—Dime —le pregunté—, ¿eres ateo?
—¿Yo? —Me miró casi indignado—. ¿Cómo se te ocurre? Solo los rojos y los judíos son ateos. Yo le doy a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César.
—Pues no piensas como si fueras una persona religiosa.
—¿Cómo que no? ¿Porque soy una persona realista? Pienso como la sociedad en que vivo. La sociedad es el César, ¿no? La Biblia no dice que des al buen César lo que es del buen César: la Biblia habla del César a secas. Y ya aprendiste en la escuela cómo eran los césares en aquella época. ¿Eran acaso buenas personas? ¿Por qué no me respondes?
—No —dije entre dientes.
—¿Ves? —apuntó—. Ahí tienes mis firmes bases morales y religiosas.
¿Quién podría discutírselo? En realidad volvía a tener razón. Sí, sabía dónde estaba la madre del cordero. Y llegaría lejos. ¿Y Elemér lo quería despachar con un boicot? Pobre Elemér. Pobres creyentes. Miré al cielo porque no quería que viera qué cara ponía.
—Dime —pregunté—. ¿Qué opinas del pobre Gyula?
—Terrible —contestó con tono inexpresivo—. Pobre muchacho.
—¿Crees que lo delató alguien?
—No lo sé. ¿Qué importa eso ya?
—¿Cómo? Si no lo hubieran delatado no se habría suicidado.
—Ese no era motivo para matarse. Además, como creyente desapruebo el suicidio. Era una persona débil, por eso murió. Qué se le va a hacer, así es la vida. Los débiles sucumben.
—Pero Gyula no era débil. Era más fuerte y sano que tú.
Franciska me lanzó una mirada de sospecha.
—Pero esa no es la cuestión, amigo —dijo, y percibí un deje irónico y malicioso en su voz.
—¿Ah, no?
—El más fuerte es quien logra imponerse sobre los demás. El resto no cuenta.
Permanecí en silencio. ¿Por qué no había sido Gyula el vencedor, ese Gyula fuerte y sano? ¿Tal vez porque no era lo bastante «fuerte» y «sano» para romperle la crisma a su compañero? ¿O porque se había atrevido a soñar? ¿Porque fantaseaba con que aquella zorra sifilítica era una heroína romántica? Franciska, en cambio, no soñaba. Franciska era una «persona realista». Él sencillamente se hubiera puesto un preservativo. ¿Dependía la vida de nimiedades de esa clase?
—¿El resto no cuenta? —disparé al fin.
—Claro que no.
—¿Y te parece bien?
—No sé —dijo encogiéndose de hombros—. A decir verdad, tampoco me quita el sueño. Las cosas son así y me conformo con los hechos. Soy una persona realista.
—¿Y qué pasaría si fueras tú el más débil? —le pregunté de repente, y me acerqué a él—. Mira, por poner un ejemplo, aquí estamos tú y yo. Yo soy más fuerte que tú. ¿Qué harías si quisiera estrangularte?
Sus ojos azules y distantes me miraban con tranquilidad.
—Te pegaría un tiro —dijo con el tono más natural del mundo.
—¿Llevas pistola?
—Sí. ¿Tú no?
—No.
—Ya ves. —Sonrió—. La vida depende de nimiedades como estas. —Y sacó del bolsillo del pantalón una delicada y diminuta Browning—. Está cargada.
Observé la pistola en silencio. Era un arma minúscula, fina, casi femenina. «Parece de juguete —pensé—. Y si me pega un tiro, moriré. Sí, parece que la vida depende de nimiedades como estas. El corazón me palpitaba. Me invadió un temor mortal.
Franciska sonreía.
—Vámonos —dijo con desenvoltura, pero en su voz se notaba una amenaza oculta. Una orden.
Me puse en pie. Seguía sosteniendo la pistola en la mano. Ahora la tenía en la mano izquierda porque con la derecha se estaba limpiando el polvo del trasero del pantalón. «He aquí al vencedor», pensé. Miré su cara de muñeca engreída, sus ojos azules y distantes, su sonrisa. Se sentía muy seguro. Y entonces algo sucedió en mi interior.
Resulta difícil, tal vez imposible, de explicar. Era como lo que sentía de niño en la escuela al enfrentarme a toda la clase; podían haberme despedazado como una fiera y no obstante yo fui más fuerte. Me invadió la ira. Había perdido la serenidad. Era una confianza en mis posibilidades más bien propia de un lunático. «¡Qué idiotez! —pensé entretanto—. Eres idiota. Te matará.» Pero fui incapaz de seguir pensando con claridad. Me arrastró la furia, la sangre, el instinto o algo totalmente diferente que no puede reducirse a meras palabras.
—¡Pégame un tiro si te atreves! —le dije con tono bronco.
Franciska se puso pálido.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó con una sonrisa forzada—. ¿Qué te pasa?
—Te voy a dar una paliza y te dejaré medio muerto —dije sin alzar la voz—. Tú tienes la pistola. Veamos quién de los dos sale vencedor.
Franciska hizo un gesto nervioso.
—¡Vete al carajo! —dijo, y se alejó.
En ese mismo instante le di una bofetada tremenda. Franciska asió la pistola, pero de un golpe se la tiré al suelo. Empezó a chillar.
—Socooo…
No pudo decir nada más. Le metí el pañuelo en la boca y le asesté un mamporro en la cabeza que lo dejó tendido. Entonces me senté sobre su barriga.
—Muy bien —dije—. Ahora estamos tú y yo solos. Veamos quién sale vencedor. Te podría matar a puñetazos, pero no lo haré. ¿Sabes por qué? Porque entonces yo también me vería en un aprieto. Ya ves que aprendo rápido. Solo te dejaré medio muerto, porque eso no me acarreará problemas. ¿Por qué no? Porque a mí no me vas a denunciar, como al pobre Gyula. ¿Y sabes por qué no, querido realista? Porque entonces yo diría que querías abusar de mí. ¿Quién no se lo va a creer? Todo el mundo sabe que eres maricón. ¿Crees que tu alemán te sacará del apuro? ¿Que mandará que me echen del hotel? Te equivocas. Porque entonces yo lo pondré todo por escrito y lo mandaré a la prensa. ¿Que sobornáis a la prensa? Entonces te denunciaré. ¿Que sobornáis al juez? ¿De qué os servirá? Mientras tanto, habré aireado todo lo que sé sobre ti, el alemán y una refinada dirección de hotel que consiente tales cosas. Pero no será necesario. ¿Sabes por qué? Pues porque sois personas realistas. Tenéis miedo. Solo tenéis miedo a lo ordinario y tangible. A los fantasmas no les tenéis miedo. Pero ahora es el fantasma de Gyula el que está sentado sobre tu vientre. ¿No te lo crees, querido realista? Entonces fíjate: esta bofetada te la da el difunto Gyula. ¿Cómo te sientes cuando eres tú quien recibe los golpes? ¿Acaso los débiles creéis que siempre saldréis venciendo y nosotros los fuertes, perdiendo? ¿Acaso piensas que los escrúpulos de los soñadores os podían librar de pasarlo mal? Tienes mala pata, hermano, no has tenido en cuenta que hay brutos como yo que también tienen sueños. Que no solo existen tipos como Elemér. Que también hay asquerosos campesinos como yo que aún no han olvidado cómo dar palizas. ¡Pues fíjate bien, querido realista!
Le di un puñetazo y continué sacudiéndole hasta que se desmayó. Después le saqué el pañuelo de la boca, me guardé la Browning en el bolsillo y bajé al Danubio. Solo al llegar a la orilla noté lo cansado que estaba. Me senté en las escaleras que bordeaban el río. Entonces noté el bulto de la pistola contra la piedra.
Miré alrededor. No había nadie a la vista. Saqué la pistola y la tiré al agua. Luego me quedé allí, contemplando el río. La oí hundirse. Sobre la superficie se iban ensanchando unos círculos temblorosos; luego el agua quedó tan lisa que vi mi cara reflejada en ella. Sonreí.
Me empezaron a pesar los párpados y fui dando cabezadas. Me acordé de ciertas noches de verano, de cuando con catorce años me hacían cosechar trigo de sol a sol. Sentía el mismo cansancio y la misma satisfacción que entonces. La luna brillaba sobre el trigal segado. Y yo había hecho un buen trabajo. Caminaba hacia casa en compañía de los demás campesinos, nuestros pasos pesados y cansados retumbaban bajo los álamos bañados por la luz de la luna. En el casino los gitanos tocaban para los señores; nosotros también cantábamos, pero la letra de nuestra canción era bien distinta:
Soy tan fuerte como tú,
pego fuerte, igual que tú.