Un día se armó un gran escándalo en el vestuario. La causa fue la toalla común, y los protagonistas, Franciska y Gyula. En principio Franciska tenía razón. Gyula se había secado con la toalla de todos, aunque había sido él mismo quien al enfermar dijo que a partir de entonces únicamente utilizaría la suya. Franciska no fue desagradable con él; ese chico con cara de niña solo lo era con quienes a todas luces eran más débiles que él. Tan solo dijo:
—Gyula, por favor, no uses nuestra toalla.
Así que no había razón alguna para que se armara semejante escándalo. Gyula, además, se comportaba con exceso de celo desde que se había enterado de lo que tenía, y tal vez había utilizado la toalla por pura distracción. Se habría olvidado de su enfermedad, lo que le sucedía muy pocas veces. Se notaba, o al menos a mí me lo parecía, que siempre pensaba en «eso». Se había vuelto tan introvertido y poco hablador que no entendíamos por qué se quedaba a esperarnos hasta la mañana. Creo que aparte de nosotros apenas tenía amigos o alguien con quien poder hablar de su problema. Pero también es verdad que con nosotros casi no abría la boca. La mayoría de las veces se quedaba sentado, con la cabeza caída y en silencio, fumando un pitillo tras otro. No es que antes tuviera un carácter pendenciero, pero desde que le había sucedido «eso», se había vuelto muy reservado. Por eso no entendimos su reacción ese día. En lugar de hacer caso a la advertencia, siguió secándose adrede con la toalla común.
—¿Es que tienes alguna objeción? —dijo con voz siniestra, y se acercó a Franciska con gesto amenazante—. Atiende, voy a usar la toalla que me dé la realísima gana.
Sabíamos que no tenía razón, estaba claro, pero curiosamente todos nos pusimos en contra de Franciska.
—No te metas con él —advirtió Lajos.
—¿Que yo me meto con él? —se indignó Franciska—. ¿Queréis que nos lo pegue a todos?
Tenía razón y nos lo dijo en un tono objetivo, casi cortés. Gyula no la tenía y además había reaccionado de manera bastante grosera. ¿Por qué nos pusimos todos en contra de Franciska? Al fin y al cabo tampoco es que suspirásemos por las delicias de la sífilis y estábamos tan expuestos al peligro como él. En cuanto a mí, podía haber explicado mi postura contra él por el deseo de venganza, ya que había sido muy insolente con mi madre, pero los demás no habían sufrido afrentas personales y, sin embargo, actuaron igual. Había algo en su voz, su mirada y su forma de ser, no sabría decir qué, pero tenía algo que exasperaba. Hay una clase de personas que indigna hasta con sus verdades y aquella mañana, al parecer, sentimos por instinto que Franciska pertenecía a ese grupo.
—Sé que no tengo razón —dijo Gyula inesperadamente—. Pero es mejor coger la sífilis de una mujer que cobrar dinero por acostarse con un hombre. ¿Entiendes? —Y agarró al otro por las solapas.
Franciska chilló como una vieja loca.
—¡No grites! —le gruñó Elemér—. Te van a oír.
—Pues que me oigan —protestó Franciska con voz aguda, de capón—. Que se entere todo el mundo. Decidle al sifilítico que no me toque.
Por suerte, Elemér se abalanzó sobre ellos y los separó.
—Suéltalo, Gyula —ordenó—. Y tú cierra el pico.
Gyula apartó al chico de un empujón.
—Tienes razón, Elemér —rezongó—. No se debe pegar a las mujeres.
La «mujer» no dijo nada, se puso el uniforme bajo el brazo y salió medio vestido. Pero al llegar al pasillo, donde ya se sentía plenamente seguro, se dio media vuelta.
—¡Qué asco! —Y escupió—. Cerdo sifilítico.
Gyula salió corriendo tras él, pero Elemér le cortó el paso.
—¿Quieres que todos se enteren y que ese mocoso ría el último?
Eso convenció a Gyula. Hizo un gesto mudo de resignación, como diciendo: ¿qué le vamos a hacer? Y luego, titubeante, con movimientos automáticos, sacó la cajetilla y encendió distraídamente un cigarrillo, se puso el sombrero y se marchó sin despedirse.
Pensábamos que con eso el asunto estaba zanjado, pero no fue así. Lo peor estaba por venir. En realidad nadie supo qué sucedió, pero al día siguiente echaron del hotel a Gyula.
Estábamos convencidos de que la mano de Franciska se ocultaba tras el despido y quisimos vengarnos. Justo estábamos pensando en cómo hacerlo cuando Elemér entró en el vestuario y declaró que aquello no estaría bien.
—Ya sé que todo apunta en esa dirección, lo reconozco —dijo—, pero no significa nada. Las apariencias engañan.
Elemér era un chico fuera de lo común. Yo sabía que no simpatizaba con Franciska. Era algo que nunca había confesado a nadie, pero en las primeras semanas que pasé con Elemér me di cuenta de que sentía cierta aversión por él y no me costó trabajo comprender por qué. Lo curioso era que sentía una especie de remordimiento por ello y me pareció que era eso lo que se ocultaba ahora tras sus palabras.
—No conviene guiarse por los impulsos —dijo con inusual vehemencia. Indicó que nos acercáramos a él y bajó la voz—. Prestad atención —susurró—, dentro de unos días habré averiguado qué ha pasado, y si es verdad lo que decís, me pondré de vuestra parte. ¿De acuerdo?
—¿Cómo lo vas a averiguar? —preguntó Antal.
—Por un camarada —repuso Elemér, pero pareció arrepentirse nada más decirlo, porque se sonrojó.
Fue así como supimos que también había un camarada en las «altas esferas» del hotel, pero no nos aclaró de quién se trataba.
Los muchachos aceptaron la «moción» y cada uno se marchó a hacer su trabajo. Fue una mañana normal, una mañana ordinaria de día laborable, una mañana igual a cualquier otra, y yo pensaba en mil cosas menos en que el asunto pudiera afectarme o acarrear serios cambios en mi vida.
Pero sí lo hizo. Por la tarde el comandante me mandó llamar y me preguntó con tono amigable, incomprensiblemente amigable, si estaba dispuesto a ocupar el puesto de Gyula. Yo, claro está, dije que sí, porque en la Hungría de entonces los chicos pobres no tardábamos mucho en aprender que a ciertas preguntas planteadas por los señores solo se podía dar respuestas afirmativas. Y como el señor comandante lo sabía tan bien como yo, no acerté a comprender por qué se andaba con rodeos. Enfatizó en varias ocasiones que si no quería no tenía que aceptar el nuevo cargo, y en caso de quererlo solo me confiaría el puesto si mis padres declaraban por escrito que no tenían inconveniente en que trabajase en el turno de noche. También dijo que yo le caía muy bien y que quería que ganara más. De noche en el bar, por si no lo sabía, la gente solía beber y el alcohol ablanda prodigiosamente el corazón de los señores y abulta las propinas. Por supuesto yo no tenía nada contra eso, pero me inquietaba un poco el «benévolo paternalismo» del comandante porque entre otras cosas también había aprendido que al pobre le conviene estar al acecho si el señor se dirige a él con «benévolo paternalismo».
Solo entendí por qué era tan incomprensiblemente amigable conmigo años más tarde, cuando ya llevaba mucho tiempo fuera del hotel. Fue entonces cuando me enteré por primera vez de que —según decían— había alguna ley o decreto que prohibía que muchachos de mi edad trabajaran de noche. No me he molestado en averiguarlo, así que sigo sin saber con certeza si en realidad existía alguna norma en este sentido, lo que de hecho no cambiaría nada, porque si la había solo era papel mojado como tantas otras normas en Hungría.
La verdad es que en aquella época una ley así no me hubiera entusiasmado. Tenía dieciséis años y la enigmática vida nocturna sobre la que tanto hablaban mis compañeros me tentaba incluso más que las pingües propinas. Así que poca falta hacía que trataran de convencerme. Accedí sin poner pegas. Al día siguiente le anuncié con gran entusiasmo al comandante que mis padres no se oponían a que trabajara en el turno de noche, y con ello se inició un nuevo capítulo en mi vida.
Los primeros días tenía la impresión de vivir en otro continente, en un mundo nuevo, novelesco, lleno de aventuras, donde había otro clima, otras costumbres, y donde todo, absolutamente todo, funcionaba al revés. Me ponía el uniforme cuando los demás se lo quitaban, y a la hora en que la vida del bar alcanzaba su cenit tres cuartas partes de la ciudad ya dormían. Al despertarme decía «buenas noches», y al acostarme, «buenos días». Vivía en Budapest como los demás y, sin embargo, me encontraba en otra dimensión, un mundo donde el sol salía a medianoche y se ponía al amanecer, en un país cuyos ciudadanos vivían del o para el amor, y donde no existía nada más que eso.
Todo giraba en torno al amor: los bares nocturnos, los burdeles, las elegantes salas de fiestas, las tascas conocidas por las cuchilladas que allí se habían asestado y los tugurios donde constantemente se temía recibir una visita policial. Era el amor lo que mantenía despiertos los selectos hoteles a orillas del Danubio, los pisos de soltero alquilados entre cuatro que disponían de habitaciones con entrada separada para viajeros de paso, las innumerables casas de citas, lugares de reunión y salones de masaje, por no hablar de los recintos gratuitos del consorcio Mauthner. Era eso lo que hacía sonreír a las damas de tez de porcelana, a las zorras de la esquina que eran verdaderas máquinas de placer y a las agotadas camareras que cobraban salarios miserables. Era el amor lo que hacía inclinarse a los porteros enfundados en uniformes de general, a sus colegas llenos de varices que saludaban a los huéspedes a la entrada de los locales, a los taberneros, a los camareros, a las ancianas vendedoras de flores y a los taxistas a la caza de parejas de enamorados. Era el amor lo que hacía entonar a las cantantes en sus relucientes trajes de noche y a las miserables cupletistas de suburbio, muertas de hambre. Era eso lo que hacía bailar a los proletarios y a la clientela selecta; lo que hacía tocar a la orquesta de jazz, a la banda de cíngaros con frac y a la de aficionados; lo que hacía llorar al violín, reír al saxofón, tocar al batería su instrumento como un demente. Por amor se compraban rosas rojas y canciones románticas para las buenas mozas. Por amor se bailaba, se cantaba y se tocaba música. Por amor había penumbra, susurros y champán. Por amor se buscaban las manos y los pies bajo la mesa. Por amor brillaba la calle las noches de luna, cuando mi tarea consistía en abrir la puerta a las parejas que salían y parecían encaminarse todas ellas al mismo sitio, a la misteriosa Meca del amor.
Sí, el amor era la causa de todo eso y yo ese amor aún no lo tenía.
«Eso» pasó en mi primera noche.
Entre el bar y el guardarropa había un tenebroso recinto que comunicaba con los servicios y las cabinas telefónicas. Yo montaba guardia allí con mi gallardo uniforme de botones dorados, entre el aseo de las damas y un teléfono. Mi tarea era tan oscura como el recinto donde me apostaba. Contestaba al teléfono, traía y llevaba mensajes, de vez en cuando sustituía al conserje, a la señorita del guardarropa y, en general, a cualquiera a quien hubiera que sustituir. Pero también era a mí a quien a las tres de la madrugada mandaban a la farmacia a buscar preservativos, y era yo quien tenía que llamar a los cónyuges de los maridos y las esposas para transmitir unas mentiras burdas y gastadas. Yo era el ordenanza que comunicaba a la esposa del jefe que la conferencia podía alargarse hasta la madrugada, el chófer que avisaba al marido de que su esposa no llegaría a casa hasta la mañana siguiente porque el automóvil se había averiado en la carretera. En una ocasión me hice pasar por policía y como tal le di a entender a la mujer de un fiscal que el acusado seguía sin confesar y posiblemente no le arrancarían nada hasta el día siguiente.
En la penumbra de aquel cuartucho, las mentiras zumbaban con monotonía soñolienta, como abejas alrededor de una colmena. Todos hablaban susurrando, como entre bastidores. El bar era el escenario donde la gente se aferraba en la medida de lo posible al texto de una comedia de enredos, pero cerca de los aseos había que vérselas con la realidad, por lo que se bajaba la voz. Ahí hombres y mujeres, que habían dejado a su pareja bailando en el salón, iban a buscar apaños. Allí cuchicheaba el galán impaciente con el camarero que, a cambio de una buena propina, le prometía mezclar algo en la bebida de la dama reacia, algo que «ya verá usted, dará el resultado deseado». Allí los caballeros fumaban nerviosos a la espera de bellas damas a quienes no se atrevían a acercarse a la luz pública, en el bar. Allí se daban bofetadas los hombres celosos, intercambiaban sus tarjetas de visita los miembros del casino que jugaban a ser elegantes. Allí citó una madrugada un tipo de traje gris a un famoso director de banco, a quien le enseñó por breves instantes un documento oficial y luego dijo en voz baja y con cierta teatralidad: «Haga el favor de seguirme sin llamar la atención».
Mientras, dentro, la gente bailaba charlestón, porque era eso lo que estaba de moda, y al llegar la madrugada, todos cantaban a pleno pulmón acompañando al cantante:
Nada más bello que mi amor,
sus ojos brillan como una flor,
moreno el pelo,
morena la piel,
sus besos saben a dulce miel.
Las parejas se apretujaban en la pequeña pista de baile, los focos de colores hendían la espesa niebla de tabaco; las joyas lanzaban destellos sobre las pálidas pieles femeninas, retronaba el bombo, silbaban ansiosas las flautas, en lo alto flotaban globos y a mí, que nunca había visto nada parecido, todo me parecía tan hermoso e irreal como un cuento de hadas.
Me gustaba la vida nocturna, esa enorme y pomposa locura; ¿qué muchacho de dieciséis años no se hubiera entusiasmado? Además, ganaba mucho, las propinas me pesaban en los bolsillos, podía comer y beber todo lo que quisiera. Regentaba la cocina una mujer muy eficaz, grande como un bisonte, a quien todo el mundo llamaba Iluci. Esta Iluci era un cielo. Tenía cincuenta y tantos años y pesaba más de cien kilos, pero aun con esa edad y ese peso tenía un amante tan joven que la primera vez que lo vi creí que era su hijo. Era una mujer morena, los ojos le echaban chispas, le encantaban la bebida, las canciones y las obscenidades, pero los domingos iba directamente del hotel a la iglesia a confesarse y comulgar. Enseguida me cogió cariño y me alimentó como a las ocas de mi pueblo. Me hacía comer los carísimos hors d’oeuvres, que me sabían a gloria y que ya se habían incluido en la cuenta de tres o cuatro clientes. Se echó a reír cuando la primera noche le pedí un vaso de agua.
—No querrás coger el cólera, ¿verdad? —Y me señaló la hilera de botellas de champán que, entrada la madrugada, los camareros solían recoger medio llenas de las mesas—. Igualmente hay que tirarlo —explicó—. Así que mejor te lo tomas a mi salud.
Con el tiempo me acostumbré a la vida paradisíaca, pero esa primera noche no pude dominarme. Comí hasta reventar, probé todos los manjares desconocidos que pude y bebí del mejor champán francés con la ansiedad de un caballo que ha hecho una larga carrera.
De pronto estaba de un humor espléndido. El mundo nunca me había parecido un lugar tan seguro como aquella madrugada; lo único que no acababa de entender del todo era por qué me flaqueaban las piernas al volver a mi puesto. Pero tampoco me preocupaba. ¡Al demonio con las preocupaciones! Que se preocupen los preocupados, pero no yo. Me sentía raro, sí, pero se trataba de una rareza positiva, de modo que no me inquietaba. La orquesta tocaba:
¡Señor Stux, menudo porte!
Esta será una larga noche.
Solo me di cuenta de que cantaba al ritmo de la orquesta cuando sentí que me clavaba la mirada un cliente salido de la nada. Gracias a Dios, él también estaba bastante borracho y en vez de reprenderme me gritó campechano:
—¡Viva la vida! ¡Nunca moriremos!, ¿verdad, muchacho?
—Así es —repliqué—. Solo mueren los que beben agua.
Entonces el tipo me tendió un pitillo egipcio y constaté conmovido que todo el conflicto proletario-burgués era una majadería. Este burgués, por ejemplo, era un puro encanto, ¿no? ¿Tenía alguna razón para no quererle? Los quería a todos, sobre todo a las burguesas, que también me sonreían al verme tan alegre. «¡Ay, gatita! —suspiraba al ver a las más guapas encerrarse en los servicios—. Con qué ganas te seguiría. Vaya meneo te daría.»
¡Señor Stux, qué decadente!
Pero te quiero locamente.
De donde estaba sentado solo se veía una parte del bar. Allí había una pareja de lo más divertida, los había estado observando toda la noche. Me parecía curioso que al entrar se hubieran tratado con mucha distancia; él la llamaba «distinguida señora» y ella se portaba como tal. Luego se compenetraron a una velocidad tan vertiginosa que no pude quitarles el ojo de encima. Me hubiera gustado aprender a desenvolverme igual. Los vigilaba como un perro a su presa. El hombre era apuesto, plata en las sienes, rostro agitanado: un impetuoso señor de Transilvania. Llevaba unas tres semanas en el hotel, pero a ella no la había visto nunca. Me tentó lo suyo, para qué negarlo, y estaba casi tan excitado como el caballero. Era una mujer de mirada traviesa, fogosa, muy rubia, muy suave, apetitosa. Al salir de la cocina vi que ya estaban acaramelados, pero eso no era comparable a lo que vino después. La mujer, ya algo bebida, se echó hacia atrás; estaba casi tumbada junto al hombre, cuya mano… «Vaya —me dije—, no puede ser, ¿estaré borracho?» Una de las manos del hombre parecía moverse bajo la falda mientras que con la otra sostenía el cigarrillo como si nada, y yo me preguntaba si las dos manos obedecían al mismo amo.
No pude resistir la tentación, me levanté y me acerqué. Pues no, no eran imaginaciones mías. Algo se movía debajo de la falda.
Me quedé alucinado. El tipo susurró algo al oído de la mujer y luego se puso de repente en pie y vino hacia mí. «Bueno —me dije—, aquí se va a armar un buen lío, menuda bronca me echará por estar espiándolos.»
Pero el «tipo» no tenía eso en mente. Me entregó su ficha de guardarropía y además me sonrió.
—Enseguida se lo traigo —dije aliviado, pero cuando me disponía a irme me puso una mano en el hombro.
—Espera —dijo en voz baja, y me deslizó una moneda de cinco pengos en la mano al tiempo que miró breve pero elocuentemente a la dama y luego a mí otra vez.
A un experimentado contrabandista de mujeres no le hacía falta más. Enseguida comprendí de qué se trataba.
—De acuerdo, señor —contesté en un tono discretamente malicioso, resuelto pero sin confianzas—. ¿Ahora mismo?
—Sí —contestó—. Pero ten cuidado. La señora ha bebido bastante. Me entiendes, ¿verdad?
—Naturalmente.
Al volver del guardarropa, los dos me esperaban en la puerta. Era cierto que ella había bebido bastante, más bien demasiado, pero así estaba aún más apetecible. En sus ojos brillaba la impaciencia de tal forma que un extraño calor me invadió todo el cuerpo. Al ayudarla a ponerse la capa de armiño, rocé «sin querer» sus hombros desnudos y la dama seguramente pensó lo mismo que yo porque se dio media vuelta y me sonrió.
Fui volando al vestíbulo para ver si acechaba algún peligro y constaté con satisfacción que no había nadie. Las grandes arañas de cristal ya estaban apagadas hacía rato y solo algunas lámparas soñolientas interrumpían la oscuridad. No había moros en la costa. Volví a buscarlos, o mejor dicho, entreabrí la puerta y les hice una señal indicándoles que salieran.
Los andares de la dama eran bastante delatadores, pero gracias a Dios no nos cruzamos con nadie; yo mismo los subí en el ascensor de día, que a esas horas no se utilizaba. Estaban pegados uno al otro, muy juntitos, el hombre tarareaba, la mujer entrecerraba los ojos y yo no paraba de darle vueltas en mi cabeza achispada a lo que harían en la habitación.
Bajaron en el tercer piso. Cuando estaba cerrando la puerta vi que la mujer se tambaleaba. Se apoyó contra la pared, se apretó la mano contra la frente y empezó a tragar como si tuviera algo en la garganta.
—¿Qué te pasa? —preguntó el hombre, algo asustado.
—No lo sé —respondió con un hilo de voz—. Estoy mareada.
El hombre hizo un gesto para que me acercara.
—¿Podrías subir un café bien cargado?
—Sí, señor.
—Date prisa.
Pero, a pesar de la prisa que me di, no pude subir el café hasta media hora más tarde, porque entretanto tuve que sustituir a la chica del guardarropía. Cuando al fin volví y llamé a la puerta, no contestaron. Pensé que el hombre habría creído más conveniente acompañar a la dama a su casa, pero como abajo ya habían pasado la factura del pedido, abrí la puerta con mi llave maestra para dejarle el café a su legítimo dueño.
El recibidor estaba a oscuras, pero todas las puertas estaban abiertas de par en par. De repente me eché para atrás y la bandeja casi se me cayó de la mano. A través del salón vi que más allá, en el dormitorio iluminado… «¿Qué es eso? —pensé—, ¿estaré borracho?» Primero me pareció ver una estatua, un desnudo femenino sentado, pero… ¿cómo puede haber una estatua encima de la cama?… y…
No sé cuánto tiempo estuve mirándolos. Es posible que solo fueran unos segundos, unos minutos o mucho más. De pronto el café caliente se me derramó sobre la mano y eso me hizo volver en mí. Coloqué la bandeja en la mesa del salón y salí como pude, dando tumbos, de aquella penumbra.
De alguna forma logré alcanzar el ascensor, pero no pude ponerlo en marcha. Había sido demasiado para una sola noche: eso y el champán francés.
El pecho me quemaba, el ardor casi me abrasó el corazón. Me derrumbé mareado sobre el asiento tapizado y caí en un estupor. Tenía la boca seca, me notaba la lengua hinchada y me torturaba una sed insoportable.
Me observaba como un necio. ¿Qué es esto? ¿Qué me ha pasado? Pero luego se me pasó el mareo y recobré mi hombría.
«¡Viva la vida! ¡Nunca moriremos! —me dije—. Tengo sed, eso es todo.»
Y como no quería coger el cólera, bajé a la cocina y me tomé otra copa de champán.
No sé cómo llegué a casa; sospecho que tampoco entonces lo supe. Mis padres no estaban, lo que le sentó muy bien a mi estado de ánimo ya de por sí bastante optimista. Bien por ello.
—Veamos —dije en voz alta, y enseguida constaté que estaba hablando solo, o sea que estaba borracho, o mejor dicho, no lo estaba, porque si hubiera sido así no lo habría sabido—. Vale, vamos viendo —dije, y entré en la habitación.
Las contraventanas estaban cerradas, lo que me volvió a llenar de satisfacción. «Hay que ver, los viejos han pensado en mí. Bien. Muy bien. Por este tipo de cosas uno aprecia a sus padres.»
Empecé a desvestirme. Estaba a oscuras y no me veía ni las manos, pero decidí no abrir los postigos. Al carajo la luz. No hace más que nublarle a uno el buen humor. El mundo es tan feo por la mañana, tan maloliente, tan mugriento, tan vomitivo. Por la calle andan cadáveres, gente amargada, desgraciada. ¡Y cómo te miran! Idiotas. ¿Qué sabrán ellos?
¡Señor Stux, menudo derroche!
Esta será una larga noche.
Ay, si esa rubia hubiera estado sola en la cama…
¿Cómo hubiera reaccionado la mujer si de repente hubiese entrado yo en el dormitorio? Se había fijado en mí al ponerle la capa. Había visto el deseo en sus ojos. ¿O solo me lo pareció? Bueno, y tampoco se podría haber quejado. Llevaba el café que habían pedido. Como mucho, se hubiera cubierto con la colcha. Pero tampoco estoy seguro. Su excelencia no se había tapado.
¡Ay, ay! Ella es otra cosa… Esa cabellera pelirroja… esos pechos tan dulces asomándole por el escote del camisón… ¡Qué bella debe de ser desnuda! Con toda esa cabellera… Es una pena que se depile las axilas. Con lo que me gusta que a una mujer le asome el vello por debajo de los brazos…
La rubita también las tenía depiladas. Y tampoco estaba nada mal. Ni mucho menos. Vaya, allí en la cama… ¡Acostarse con una mujer así! Bueno, ella estaba sentada. Cómo me gustaría sentarla… sentarla… oh… ¿Cómo voy a dormir así?
¡Señor Stux, qué decadente!
Pero te quiero locamente.
Ya estaba como mi madre me trajo al mundo, pero seguía sin ganas de dormirme. Iba y venía a tientas por la habitación hasta que me topé con los cigarrillos de mi padre y una caja de cerillas. Encendí un fósforo y de pronto me quedé helado.
Había alguien en el cuarto.
Alguien se reía detrás de mí.
Me volví tan rápido que la cerilla me quemó el dedo. Era Manci. Estaba acostada y se reía.
Claro, ella también llegaba por la mañana. Se me había olvidado que existía. ¿Por qué existiría una mujer así?
—¿De qué se ríe? —pregunté, irritado.
No contestó, era incapaz. La risa la sacudía de tal forma que solo emitía sonidos desarticulados.
—¿De qué se ríe? —volví a inquirir, ahora ya gritando, pero ella seguía con lo mismo, como una loca.
—Dame un pitillo —dijo al fin, exhausta.
Me acerqué a la cama. Manci encendió el pitillo lentamente y con dificultad, sin quitarme el ojo de encima.
—¿Dónde has estado? —preguntó entre risitas.
—En casa de mi chica —repuse enfadado.
Eso le hizo aún más gracia.
—¿Tan divertido es? ¿Es que no se lo cree?
—No, amiguito —dijo entre carcajadas—. Cualquier cosa menos eso.
—¿Por qué no?
—¡Bobo! —Se rio—. ¿Cómo vas a venir en este estado de casa de tu chica? —dijo, y de pronto sentí sus manos tocándome.
En ese momento me invadió aquel asco inexplicable que me provocó la primera vez que la vi. Me aparté, presa de un pánico casi pueril. «Me comporto como una niñita virgen muerta de miedo», pensé avergonzado, y no supe cómo reaccionar. El tacto de sus manos cálidas y obscenas me agradó, me atrajo con una fuerza tremenda, casi humillante; pero hubiera preferido salir corriendo. Sí, ahora volvía a tenerle miedo.
Se hizo un silencio. Las puntas de los dos cigarrillos brillaban en la oscuridad.
—Dime —preguntó entonces—, ¿has estado ya con alguna mujer?
—Claro que sí —repuse herido en mi orgullo, y añadí, para que viera que era un tipo con experiencia—: ¡A pares!
—¿Con muchas mujeres?
—Con la mejor.
—¿Vas a burdeles?
—No.
—¿Entonces?
—A su casa.
—¿Tiene casa?
—Y vaya casita…
Acompañé esta frase con un ampuloso gesto, dejando intuir enormes secretos, porque quería deslumbrarla. Quería que sintiera curiosidad, que me preguntara; y yo contestaría. Ya no me daba ni asco ni miedo; el deseo de fardar se impuso.
Manci se incorporó.
—¿Tan rica es?
—Ni se lo imagina.
—¿Un tonto la mantiene?
—¡Qué va!
—¿Y bien?
—Es una señora. Está casada.
—Y su marido, ¿quién es?
Entonces dudé.
—¿Por qué no contestas?
—¿Promete que no se lo dirá a nadie?
—¡Ay, ay!, ¡si yo soltara todo lo que me cuentan los hombres!
Me halagó que me considerase un hombre. Sí, con esa mujer se podía hablar.
—Entonces se lo digo —concedí magnánimo, y me incliné hacia ella—. Es ministro —susurré—. Mejor dicho ex ministro.
Manci silbó.
—Vaya, vaya. No te conformas con poco, ¿eh?
Yo chupaba el cigarrillo como si quisiera tragármelo.
—Dígame, Manci —pregunté excitado—, ¿usted… usted había oído hablar de mujeres así?
—Claro. —Hizo un gesto de desdén—. Buscan carne fresca. ¿Te pescó en el hotel?
—¿Cómo que me pescó? A mí no me pescan así como así.
—Déjate de tonterías, chiquillo. ¿Te da dinero?
—¿Quién ha hablado de dinero? No soy un chulo.
Dio una calada. Vi que sonreía.
—Así que solo te toma el pelo.
—¿Cómo que me toma el pelo?
—Juguetea, pero no se entrega.
—¿Se cree que soy tonto?
—Entonces, ¿qué haces aquí con el asta levantada? ¿No has dicho que venías de su casa?
—Sí, pero…
—Pero ¿qué?
—Su marido estaba en casa. Bueno. Ahora ya lo sabe.
—Ajá —dijo Manci, pero su voz no delató si me creía o no—. ¿Es muy vieja? —preguntó.
—Es más joven que usted. ¡Y qué mujer!
—Y te mueres por sus huesos…
—Pues sí —confesé.
—¿Y ella?
—Seguro que no está conmigo por mi dinero.
—¿Entonces?
—Será por el asta de mi bandera.
—No tiene mal gusto. La entiendo.
Entonces no me reí. Ya habíamos apagado los cigarrillos. El cuarto estaba a oscuras.
—Hace calor —dijo, y la oí destaparse.
Entonces me llegó un olor. No era desagradable pero volví a sentir asco. Era olor a mujer, ni peor ni mejor que el del camisón color salmón, pero mientras aquel me volvía loco, este me repugnaba. A los dieciséis años no te vas a preguntar el porqué de todo.
De todas formas, solo duró unos instantes. Luego ya solo sentía el otro olor, tan cerca y tan palpable como si su dueña estuviera a mi lado en la cama y, en efecto, ahí la tenía, aunque se llamara Manci.
—¿Estás durmiendo? —me preguntó.
—Qué va.
—Ven… acuéstate aquí…
—…
—No… tú estate quieto… déjame a mí… Así…
—…
—¿Te gusta?… Dime si te gusta… ¿Por qué no respondes?
—¡Cállese! —le grité, porque cuando hablaba no oía la voz, esa voz aguda y cantarina que se me acercaba al oído y me tentaba cuerpo y alma.