Aquel año parecía que la primavera hubiese vuelto loco a todo el mundo. Por las mañanas mis compañeros llegaban ojerosos y formaban corrillos como si fueran conspiradores. Tenían la cara llena de granos y misterios, se enseñaban cartas y fotografías, y cualquiera que se preciase llevaba un mechón del cabello de una chica en la billetera. Algunos se lo tomaron muy en serio, como Antal, que se enamoró «apasionadamente» de Flóra, la camarera de la tercera planta. Otros prefirieron dedicarse a la caza libre, como Gyula, que ligaba con las chicas en la calle o en el parque y al día siguiente nos informaba sobre sus gloriosas conquistas. Los hubo que se vieron metidos en graves problemas, como Lajos, que a punto estuvo de ser padre: con la primavera pudo al fin ir con su novia Ilus a los bosques de Hüvösvölgy; en invierno habían tenido que conformarse con besos en el cine. Pero también había muchos que únicamente hablaban por hablar. Estos andaban mintiéndole a todo el mundo para librarse de la terrible sospecha de que aún eran vírgenes. Aunque en aquellos días locos nunca se sabía si por la noche se haría realidad lo que por la mañana no había sido más que una mentira. En la temprana primavera de la adolescencia el amor se nos acercaba como un cálido chaparrón estival que veíamos avecinarse con nuestros propios ojos. Aún no nos mojábamos, pero veíamos que al otro lado de la calle las gotas de lluvia ya levantaban el polvo y sabíamos que tarde o temprano también nos empaparían a nosotros.
Se hablaba de mujeres durante todo el santo día. Los muchachos intercambiaban los conocimientos técnicos en materia amorosa como si fueran cromos. Solo los amantes novatos y los estudiantes de medicina de primer año son capaces de analizar con semejante profusión de detalles y tan escrupulosa exactitud los secretos del cuerpo femenino. Hablaban en voz alta, con aires de superioridad, y utilizaban palabras soeces, pero muchas veces me daba la impresión de que estaban tan asustados y desconcertados como yo. En ocasiones entraban por la mañana al lavabo ariscos y huraños, permanecían callados e irritables durante días enteros y generalmente tardaban mucho en decidirse a pedir consejo a un compañero.
—Oye, dime —susurraban entonces en algún rincón apartado—, ¿a ti también te ha sucedido que…?
Pues sí, todo eso era fruto de la primavera. En invierno el amor salía caro y a mis compañeros no les alcanzaba para ello. Solo Franciska tenía dinero, pero él no lo gastaba en mujeres. Para los demás, que solo se interesaban por el sexo débil, el invierno era el tiempo de las vacas flacas. Ni ellos ni sus amigas tenían casa propia, como mucho hubieran ido con ellas a una casa de citas, pero no se lo podían permitir. Se besaban en los portales oscuros, en los bancos apartados de los parques cubiertos de nieve o al otro lado del río, en Buda, bajo los románticos arcos del bastión de los Pescadores, donde cada noche rompían las bombillas de las farolas, con tal insistencia que por fin los responsables renunciaron a reemplazarlas. Luego estaban, cómo no, los cines baratos y sospechosos de los callejones, que los vecinos de la capital llamaban «cochambrosos». Si a uno le daban una buena propina y en casa no pasaban apuros mayores, entonces se llevaba a su novia a un cine de esos y al día siguiente no era de la película de lo que contaba maravillas, sino de los pechos de la mujer en cuestión y, para ser sinceros, no solo de sus pechos. Había incluso cines «cochambrosos» que se habían amoldado a los nuevos tiempos y se habían preparado con perspicacia para esta clase de clientela. En dichos locales ponían a disposición de los enamorados pequeños y acogedores habitáculos que en la lista de precios de la taquilla aparecían como «palcos», en los cuales, según relataban los muchachos, se podía hacer «de todo». Antes de encenderse las luces, sonaba un timbre de manera discreta pero con gran insistencia, para guiar a las parejas desde el séptimo cielo hasta la tierra y que no las pillaran desprevenidas. Pero también eso era cuestión de dinero, o sea, una cuestión sin solución, porque los «palcos» costaban mucho más que las butacas ordinarias y los chicos pocas veces tenían recursos suficientes para costearse siquiera una de estas.
Pero ahora todo era diferente: era primavera, y por las mañanas los muchachos contaban con gran entusiasmo:
—Anoche llevé a la chavala al hotel Mauthner.
El hotel Mauthner era lo que los escritores de antaño llamaban «el seno de la naturaleza». Debía su nombre al mayor comerciante de semillas, que en los parques anunciaba en pequeños letreros que el césped en cuestión era fruto de las semillas Mauthner. De forma que del hotel Mauthner había que hablar en plural, porque no había uno, sino muchísimos, todo un consorcio, todo un trust hotelero que acogía gratis a los enamorados pobres e impacientes.
De entre nosotros, Gyula era el cliente más antiguo del hotel Mauthner. Lo considerábamos un tenorio infame y sin escrúpulos, y en nuestro grupo se le tenía un gran respeto. Era un adolescente de rostro pecoso, un tipo larguirucho, muy amable y bastante necio. Se podría decir que amaba a las chicas al por mayor: exhibía sus cartas, sus fotos y hasta sus prendas más íntimas, e informaba con meticulosidad de sus habilidades e ineptitudes amatorias. Tanto le gustaba fanfarronear que después de un agotador turno de noche no se iba a casa, sino que se quedaba a dormir hasta la mañana en un rincón del sótano para poder relatar sus últimas conquistas.
Este donjuán de bolsillo, este ingenuo seductor, fue la primera víctima de la primavera. Una mañana nos hechizó a todos al afirmar:
—Chicos, creo que ahora sí ha sido un flechazo. Estoy locamente enamorado.
Los muchachos, claro está, empezaron a preguntar quién era y de dónde venía, a lo que Gyula, para nuestro mayor asombro, confesó que él tampoco lo sabía.
—No tengo ni idea —dijo—. Todo comenzó en el tranvía. La mujer quiso subir la ventanilla y yo, naturalmente, le eché una mano. Y claro, que si caída de ojos, que si manitas, aterrizamos en Hüvösvölgy. Lo bueno viene ahora: la chica no me quiso decir ni su nombre de pila. Me susurró: «No preguntes nada, yo tampoco lo haré, es primavera y somos jóvenes». ¿Qué os parece? Yo creía que eso solo se veía en el cine. A propósito, a la chica no la cambiaría por ninguna de esas rubias oxigenadas de Hollywood. ¡Chicos, os digo que es una mujer de bandera!
Nosotros, claro, queríamos saber más y Gyula no se hizo de rogar. Nos obsequió con una descripción detallada, y así nos enteramos —a grandes rasgos— de que la fémina en cuestión era la mujer más bella, más elegante, más misteriosa y, en resumen, más extraordinaria del mundo.
—¿Y después qué? —preguntó Lajos—. En el Mauthner, ¿qué pasó?
Gyula silbó.
—Atentos —dijo—. No habéis oído nada igual. Allí estoy con ella en el oscuro bosque y no me deja ni tocarle las manos. Al querer besarla, me dio tal bofetón que vi las estrellas. Vaya, me digo, aquí no haremos negocio y le solté que tenía la abuela enferma. Bueno, pues ella me suelta que también debe irse. «¿Ni siquiera me das un beso de despedida?», le pregunté. «De acuerdo», responde, «si te portas bien, no tengo inconveniente. Pero solo un besito.» El besito se convirtió en uno de agárrate y no te menees. Ella se excitó tanto que allí mismo me la follé. ¿Os lo podéis imaginar?
No, no nos lo podíamos imaginar, lo cual no hacía más que acrecentar el interés de la historia. El cine, los folletines de la radio y de la prensa hablaban tanto de encuentros y aventuras amorosas que en secreto todos deseábamos dar con una mujer así de enigmática. Esperamos emocionados la continuación del romance, pero este, desgraciadamente, no siguió la pauta de las obras de arte antes citadas. La mujer no acudió a la siguiente cita, lo que más o menos se ajustaba aún a los procederes novelescos. Lo que ya no cuadraba era que Gyula no se pusiera melancólico, como hacían los protagonistas de los seriales, sino que empezó a cortejar a la nueva ayudante de cocina. Pero todo eso no era nada. El giro más sorprendente se produciría después.
Unas dos o tres semanas después, cuando el asunto ya casi había pasado al olvido, notamos cambios extraños en Gyula. Dejó de hablar de mujeres, nada le interesaba, y hasta rompió con la cocinera. Adelgazó, estaba pálido y se comportaba como si estuviera de luto.
—No puede olvidarla —afirmó Antal, que gracias a Flóra era todo un experto en amores apasionados. Los demás también estábamos convencidos de que era el amor no correspondido lo que corroía el alma del chico.
Pero una mañana Gyula reveló su secreto. Cuando yo entré en el vestuario ya lo había contado todo, y por el rostro de los muchachos comprendí que habían oído algo importante.
—Mi hermano mayor lo tuvo —dijo Márton al cabo de un rato—. Te puedo decir si tienes lo mismo.
—Vamos a los aseos —propuso Franciska, siempre muy cauteloso—. Aquí podría entrar alguien.
Se encerraron en los servicios y al salir estaban desconcertados y algo asustados.
—Lo de mi hermano no era así —afirmó Márton—. Mejor ve a ver a un médico.
—Pero si no tengo un céntimo —gruñó Gyula.
—Entonces ve al patronato de socorro.
—¿Cómo voy a ir allí? —reaccionó Gyula con enfado—. No dejaría ni que me tocaran el dedo meñique, y mucho menos mi… —y no terminó la frase.
No era el único que pensaba eso del patronato de socorro. Los que podían iban a la consulta de un médico «normal». Los chicos ni siquiera trataron de convencerle. Además, ya era tarde y todos teníamos que volver al trabajo.
Elemér, que había estado todo el tiempo presente, no dijo nada. Se peinó en silencio, se puso el uniforme e hizo como si el asunto no le importara en absoluto. Pero cuando Gyula se dispuso a salir con los demás, lo llamó.
—Si quieres te recomiendo un médico —susurró—. No te cobrará.
—¿Cómo que no? —preguntó Gyula, y miró a Elemér algo desconfiado—. ¿Qué médico es?
—Un médico muy bueno.
—Entonces, ¿por qué no cobra?
—Por solidaridad proletaria —contestó Elemér y en sus ojos, demasiado maduros para su edad, asomó un destello—. Es un camarada —dijo en voz más baja—. Un socialista.
—Yo no soy militante —aclaró Gyula.
—Si lo fueras no te hubieras pringado con esas guarradas —contestó Elemér con rigor—. Estarías mejor informado. Serías un hombre, no solo un macho. Pero ahora no se trata de eso. —Hizo un gesto con la mano. Su tono de voz era neutro, como siempre, pero muy decidido—. Hoy mismo irás a ver a ese médico. ¿Entendido?
—Sí —contestó Gyula. El enorme muchacho permanecía ante Elemér, una cabeza más bajo que él, como si estuviera ante su padre—. Sí —repitió obediente—, iré hoy mismo, sin falta.
Al día siguiente, sin embargo, no se le vio en el vestuario.
—¿Lo ha visto alguien? —preguntó Elemér.
—No —apuntó Lajos—. Parece que algo no anda bien.
Esperamos un rato, porque todos queríamos saber qué le había dicho el médico, pero al final tuvimos que irnos. Elemér y yo éramos los últimos. Ya íbamos a salir cuando se abrió la puerta de los aseos y apareció Gyula.
—¿Estás aquí? —le preguntó Elemér, asombrado.
Gyula no contestó. Se limitó a estar allí, ante los aseos, blanco como la cal, como si no hubiera oído que le hablaban.
—¿Has ido al médico? —inquirió Elemér.
Gyula asintió con la cabeza, pero seguía sin abrir la boca. El silencio era insoportable.
—¿Y qué? —disparó por fin Elemér.
Gyula se nos acercó más y se derrumbó sobre el banco. Sus labios se abrieron, quiso decir algo, pero no le salía la voz. Se tumbó y rompió a llorar desconsoladamente.
—Sí-fi-lis —balbuceó entre sollozos—. Sí-fi-lis.
Nos quedamos mudos. Miramos al muchacho, asustados como niños, sin saber qué hacer. Al rato Elemér se sentó a su lado y le rodeó con el brazo.
—Te vas a curar —dijo en voz baja.
—No estés tan seguro —gimió Gyula—. Ayer leí en un libro de medicina que muchas veces vuelve a aparecer. Y aunque no reaparezca, más tarde puedes volverte loco y… ¿qué será de Katica? —reveló sin transición alguna.
—¿Quién? —preguntó Elemér, asombrado.
—Mi… mi… prometida —sollozó Gyula—. Íbamos a casarnos cuando yo ganara un poco más y… —No pudo continuar porque solo emitía sonidos inarticulados.
Lo escuchamos petrificados. Este adolescente fanfarrón que nos daba parte de cada una de sus aventuras con todo detalle nunca había mencionado a Katica.
Permanecimos un buen rato en silencio. Luego Elemér dijo:
—A ella también la tienes que llevar al médico.
—¿Por qué? —preguntó Gyula.
—¿Que por qué? —repitió Elemér, algo irritado—. Tarde o temprano se dará cuenta de que se lo has pegado.
—¿A Katica? —Gyula lo miró incrédulo—. Pero ¿tú qué te crees? A Katica no la he tocado. Con ella me quiero casar… quería casarme con ella —añadió con amargura, y volvió a echarse a llorar.
El asunto, cómo no, causó sensación. Los muchachos trataron de hablar del «caso» como si fueran viejos profesores de medicina, como se espera de hombres expertos que han visto mucho y ya no se asombran ante nada, pero sus ojos reflejaban miedo al posarse en Gyula. Él era la primera víctima, y los altivos soldaditos del amor, que habían partido hacia el campo de batalla con tanta euforia, ahora lo miraban horrorizados y hubieran preferido correr a refugiarse bajo las faldas de sus madres. Algunos incluso hicieron voto de castidad, y nadie habló de mujeres… durante tres días. Luego, poco a poco se repusieron e intentaron convencerse de que nunca habían estado asustados. Una mañana volvieron a sentarse alrededor de uno que se había enredado en otra singular y extraordinaria aventura amorosa y lo interrogaron excitados —que si «quién era y de dónde venía»—, y al oír los detalles rieron mucho pero con algo de inquietud. Sobre Gyula prefirieron no hablar, al igual que los soldados no mencionan a un compañero caído. Hicieron como si nada hubiera pasado y todo volvió a ser como al principio.
Los huéspedes del hotel no necesitaban recurrir al consorcio Mauthner, pero no por ello carecían de problemas amorosos. Subir a una mujer a la habitación estaba terminantemente prohibido. Esta regla ética, a la que se aferraban los «mejores» hoteles, era tan inmoral como el régimen que la había ideado. De hecho, quien alquilaba una suite podía subir a todas las mujeres que quisiera; y a los que solo podían permitirse una habitación, nadie les podía impedir que reservaran otra para la dama que unas horas más tarde «saldría inesperadamente de viaje». El problema era que los nuevos huéspedes tenían que pasar por ciertas formalidades, y las señoritas de buena familia, que guardaban con celo su reputación, al igual que las señoras decentes que respetaban el sacramento del matrimonio, no querían asumir tales riesgos. Entre otras cosas había que rellenar unos formularios para la policía. Eso quizá no las asustaba tanto, porque podían dar datos falsos, pero sí temían que mientras los cumplimentaban alguien las pudiera ver y pensar mal, cuando en realidad ellas no habían mostrado ninguna mala fe al aceptar la invitación.
En esos casos los señores actuaban con sigilo y nosotros, con mucho tacto y sin llamar la atención, subíamos a la dama a la alcoba. El contrabando de mujeres era una de nuestras principales fuentes de ingresos. Nos aportaba las propinas más abultadas, además de proporcionar otras ventajas. Gracias a ello, siempre sabíamos dónde tenía lugar una noche —o tarde— de bodas y, si la habitación contigua estaba desocupada, ahí nos metíamos en grupos más o menos pequeños. Los cuartos estaban separados por puertas cuyas hojas eran lo bastante finas para poder satisfacer en parte nuestra curiosidad. Si la llave no estaba en la cerradura, algo que nosotros, en general, nos encargábamos de impedir, entonces no solo oíamos sino que también podíamos presenciar la sesión que —huelga decirlo— resultaba en extremo instructiva, porque por un hotel pasa toda clase de gente y cada cual rinde un culto distinto a la diosa del amor.
Llevaba más de un año viviendo así. El bochornoso clima de aquella ciénaga era el culpable de mi malaria amorosa, que me tenía sumido en un estado febril desde hacía meses. Los demás, dijeran la verdad o mintieran, podían expulsar a través de las palabras el veneno, o al menos parte de él, pero yo callaba como una tumba. Había enterrado mi secreto y a veces incluso me convencí de que había muerto. Me daba asco lo que veía y hacía, y solo en ocasiones lograba serenarme. Pero era una serenidad diurna, que se veía interrumpida constantemente por la voz aguda y seductora de cada noche, y hasta dos o tres veces por semana me despertaba tras soñar que me había acercado a tientas a su dormitorio, arriba y abajo por las escaleras; y todo terminaba como suelen acabar tales situaciones.
También cambió mi aspecto. Di tal estirón que mi padre decía que se notaba cómo crecía. Medía un metro ochenta y, al igual que los arbustos en primavera, me floreció el rostro. Tenía la cara llena de granos y el vello me nacía con la obstinación de la mala hierba.
—¿Por qué no te afeitas? —me reprendió una mañana el comandante al inspeccionarnos—. Tienes la cara como un mono de luto.
Desde entonces, cada domingo me afeitaba con la navaja de mi padre. Al cumplir los dieciséis ya tenía bigote, ralo y pobre, pero tan oscuro que nadie reparaba en lo escaso que era. De hecho, aparentaba ser dos años mayor.
Las mujeres me miraban de forma distinta que seis meses atrás. Las camareras se metían conmigo, se reían, se contoneaban, y alguna incluso restregó su cuerpo contra el mío; en definitiva, todas me observaban como si tuvieran algún secreto que quisieran confiarme con la mayor urgencia. Tal vez las atraía mi mala fama, que era mucha y sigo sin comprender muy bien por qué. En una ocasión Lajos causó un gran regocijo entre los muchachos al preguntarme:
—Dime, Mister Fuego Lento, ¿a las chicas las llevas al Mauthner por orden alfabético o sencillamente al azar?
La verdad es que no me entendía con ninguna. Alguna que otra vez, no lo niego, toqueteé a alguna, si surgía la oportunidad, pero nunca iba más allá, aunque no porque ellas no quisieran. No podían entender que un mozo tan grandote y pícaro como yo pudiese esconder en su interior a un niño asustado e inofensivo que, a pesar de su bigote, su fuerza física y su malaria amorosa, seguía soñando en secreto con una niña americana de catorce años.
Sí, parecía que la primavera hubiese vuelto loco a todo el mundo. Mis padres también estaban muy raros. Algo había cambiado en casa. Flotaba en el ambiente algo sospechoso e inquietante. Lo notaba como notan los enfermos de gota el cambio de tiempo, pero no sabía explicarlo. A decir verdad, tampoco me importaba demasiado. Uno está tan ocupado con sus cosas cuando tiene dieciséis años que apenas le queda tiempo para fijarse en los demás. «Están raros», me decía, y enseguida dejaba de pensar en ellos. Pero otras veces pensaba: «Les pasa algo».
A mi madre le cambió el aspecto. Tenía la cara más llena y colorada, pocas veces la oía toser. La silueta se le volvió más atractiva, el andar más liviano; por alguna razón incomprensible había rejuvenecido. De su rostro desapareció la amargura, esa desesperación apática, casi soñolienta, que tanto me entristecía ya de niño. Tenía la mirada más mansa, los rasgos más suaves; desprendía una curiosa jovialidad. Sonreía mucho y se comportaba de manera algo misteriosa, como si supiera algo que no podía compartir con nadie.
Primero creí que se debía a la vida más holgada, pero luego me di cuenta de que iba desencaminado. Lo noté en el cabello. Un día me sorprendió ver que se había peinado. Hasta entonces siempre había llevado pañuelo y, como suelen hacer las mujeres pobres, en casa apenas se lo quitaba. El pelo negro y graso se le pegaba al cuero cabelludo, y en la nuca quedaba rematado en una trenza deforme. Esa trenza desapareció. Fue Mári quien se la cortó y, tras una deliberación larga y minuciosa, mi madre pasó a llevar un peinado como las señoras. Ya no tenía el pelo graso y pegajoso; ahora le envolvía la cabeza un ondulado pelo azabache, y me di cuenta de que tenía el cabello hermoso.
Luego descubrí sus piernas. Se cortó las faldas y de pronto se puso de manifiesto que también tenía unas piernas bonitas. Cuando mi padre no estaba en casa, ella se dedicaba a «operar» la ropa que tenía. Amputó mangas largas y gastadas, escotó blusas cerradas y les puso botones nuevos, bonitos cuellos hechos por ella misma e incluso coquetas chorreras en alguna. Bajo esas blusas «operadas» abultaban con tersura unos senos sorprendentemente atractivos que hasta entonces no había notado, al igual que las piernas y el cabello. Siempre la había considerado un ser asexuado y ahora me daba cuenta de que era una mujer. Esta revelación —no sé por qué— me turbó de un modo extraño. Hay muchas mujeres en el mundo, pero madre solo hay una. Me sentía desconcertado al mirarla. Una madre no debería ser mujer.
Antes, cuando llegaba del trabajo, comía algo y luego se iba a dormir. Ahora, sin embargo, parecía que la vida empezase al entrar en casa. Se encerraba en la cocina y pasaba, inexplicablemente, un buen rato lavándose y acicalándose. Se ponía ropa limpia que aún olía a jabón y plancha, y antes de sentarse se recogía la falda para no arrugarla. Siempre que la veía así me entraban ganas de reír. Sabía que si mi padre entrara en ese instante, ella enseguida se sentaría sobre su falda recién planchada e intentaría desenvolverse con el mismo desenfado y soltura que él.
Yo observaba esa transformación con recelo. Mi madre seguramente intuía lo que me pasaba por la cabeza, porque ella tampoco se encontraba a gusto cuando estábamos a solas. Eran tardes en que hablábamos poco. Yo me dedicaba a estudiar inglés; ella, a coser y esperar. Si a eso de las diez mi padre aún no había llegado, empezaba a insistir para que me fuera a la cama.
—Se te cierran los ojos —decía, y la notaba aliviada si al fin le contestaba:
—Sí, es tarde.
Entonces iba a la cocina y seguía esperando. Por la rendija de la puerta la veía con la lámpara aún encendida, algo que nunca antes habría hecho. Eso también me fastidiaba. «Si el hombre la quiere ver, pues que venga a casa a tiempo; y si no la quiere ver, entonces, ¿por qué diablos lo espera y gasta el costoso petróleo? Más valdría que ahorrara para comprarme el libro de inglés», pensaba.
Mi padre a veces no llegaba hasta la madrugada. Solía despertarme, porque siempre entraba silbando y hablando en voz alta. Mi madre nunca le preguntaba dónde había estado. Hacía como si hubiera llegado precisamente a la hora que ella esperaba. Hablaban animados, bromeaban, se reían, como si no tuvieran problema alguno. Por fin se acostaban y entonces empezaba ese maldito chirriar del camastro que cada día resultaba más feroz.
Mi padre siempre estaba de buen humor. Por las mañanas se iba silbando y por las noches volvía igual. De lo que hacía entretanto, creo que mi madre sabía tan poco como yo. Trabajar no trabajaba, pero al parecer vivía bien, pues siempre tenía un aspecto inmejorable y una salud de hierro. Compraba cigarrillos Extra, a cinco florines la unidad, y él mismo reconocía que se fumaba cuarenta o cincuenta al día. Cómo podía permitírselo solo lo sabían él y el Todopoderoso.
Nos unía una extraña relación. Me impresionaban su fortaleza física, su constante buen humor, su intrepidez y la independencia —«¡A mí no me manda nadie!»— con la que organizaba —mejor dicho, desorganizaba— su destino. Le pegaba unos mordiscos a la vida como si fuera una manzana, el dulce jugo resbalándole por los labios, y si encontraba algún gusano —«¡A mí no me manda nadie!»— lo escupía y seguía comiendo con ganas. Me impresionaba su sabiduría popular, que no hizo más que ensanchar y profundizar durante sus viajes sin perder un ápice del olor y el color originales. Me impresionaba su hombría y me gustaba que a mí también me considerara un hombre; aunque me negara a reconocerlo, siempre se me avinagraba el humor cuando no lo veía por casa. Me gustaba pasar las tardes a su lado, para a la mañana siguiente darme cuenta de que no estaba sino criticando con irritación cada una de sus palabras. Las misteriosas atracción y repulsión de su magnetismo operaban simultáneamente en mí, hasta el punto de no saber definir qué sentía por él. Era un hombre irresistible, una tentación.
—A tu madre la trata como a una reina —dijo una vez Mári, y tuve que admitir que tenía razón.
Mi padre trataba a mi madre, día tras día, como los hombres de Újpest trataban a sus novias en la época en que las agasajaban con mayor ardor. Por un lado, siempre le hablaba con amabilidad y nunca se daba aires ante ella, lo que me alegraba sobremanera. Por el otro, me invadía una desconcertante ansiedad al ver cómo se la comía a besos. Me hubiera gustado que se comportara como los padres de los otros chicos. No está bien que tu padre le haga la corte a tu madre.
Todo había cambiado radicalmente desde que vivía con nosotros. Hasta nuestro piso. Antes era limpio y triste, como mi madre, y nunca sucedía nada en él. La pena había tejido su telaraña en todos y cada uno de los rincones, y en ella había quedado prendida, como una mosca muerta, nuestro día a día. Ahora parecíamos vivir en una corriente de aire. Como poeta en ciernes, definía así lo que nos pasaba: mi padre ha traído consigo el olor a vida. La frase me gustó, pero no el modo de vida de mi padre, ya que por aquel entonces la idea que yo tenía del «olor a vida» resultaba bastante difusa. Aún no sabía, o no quería admitir, que la tierra no solo despide el calor del sol y la frescura de los vientos, sino también la pestilencia del estiércol y de la podredumbre, ni que el misterio que rodeaba a mi padre era en cierto punto el misterio de la fertilidad, el misterio de la vida.
Pretendía descifrar ese enigma a toda costa y no era capaz de comprender que mi madre se hubiera resignado a no plantear ni una sola pregunta. «Eso acabará mal», pensaba, y cuando, en efecto, acabó mal, me dije que ella se lo merecía. A los dieciséis años aún se ignora que para una mujer es preferible tener que pagar por la felicidad que pasar la vida sin tan siquiera atisbarla.
El primer escándalo estalló una tarde a principios de primavera. Cuando llegué a casa mi madre conversaba con la tabernera de abajo, y enseguida sospeché que no había subido para traer cerveza. Era una de esas señoras acicaladas de las afueras de la ciudad, rubia, rellena y —de un modo ordinario— podría decirse incluso que guapa. Tendría unos treinta o treinta y cinco años, hablaba haciendo pucheros, con afectación y al hacerlo entornaba los ojos. Estaban sentadas a la mesa, muy serias, y al entrar yo sonrieron cohibidas.
—Vete a la cocina, hijo —dijo mi madre, y enseguida supe que se trataba de mi padre y que habría problemas.
Tras la puerta, con ese arte refinado que había perfeccionado en el hotel, me puse a escuchar lo que decían. Primero hablaban tan bajo que apenas oía nada, pero luego la tabernera se acaloró y pocos minutos después ya sabía con toda certeza que, en efecto, el tema era mi padre.
—Y entonces va ese sinvergüenza —contó excitada— y me dice, Karolin, ya sabes que tengo familia y que esto no puede seguir así. Claro que no, eso lo sabía yo, pero ¿por qué no me lo dijo antes de seducirme? Porque, insisto, no lo mencionó, se lo juro, no soltó ni una palabra. Fue a la mañana siguiente, no lo niego, entonces lo confesó, pero claro, ya habíamos… —La frase quedó en el aire y la oí llorar—. Se lo juro —gimoteó la tabernera—, se lo confesé todo al cura y recé y encendí cirios, pero todo en vano. No lo pude dejar. Fui mala, pecadora, se lo confieso, ¿qué le voy a hacer? Soy una mujer indefensa. Me ha vuelto loca. Ese hombre es el mismo diablo. Las hechiza a todas, les roba la voluntad. A mí me sabe mal por usted, créame. Y cuando el muy canalla me dejó me fui a la iglesia y le juré a la Virgen María que no descansaría hasta que purgara mi pecado. Mucho trabajo me ha dado, pero por fin lo he conseguido. Me ha costado ochenta y cinco pengos. Que me muera aquí mismo si no es verdad.
—¿Ha pagado ochenta y cinco pengos a la Iglesia? —preguntó mi madre, asombrada.
—A la Iglesia no —contestó—. Al detective.
—¿Qué detective?
—Al que fue tras él.
—¿Tras quién?
—Pues tras él. ¿Es que no comprende? Tras ese cerdo que me mintió, el muy hipócrita, que me dijo que me dejaba porque tenía familia. Pero ahora he descubierto lo que hay de verdad en su historia. ¿Sabe, querida, cuál es la verdad?
La «querida» calló, pero eso no impidió que la tabernera le revelase la verdad.
—Que se ha liado con otra —bisbiseó—. Con una cualquiera. Una mocosa. Qué asco, ¿no se le cae la cara de vergüenza? No tiene más de dieciocho años, es una pájara de nariz respingona. La doncella de una baronesa. Sé cómo se llama. ¿Se lo digo?
—No —contestó mi madre muy decidida.
Se hizo un silencio.
—Pues… la comprendo a usted —dijo la tabernera en voz baja—. No importa con quién la engañan a una. Lo importante es que la engañan. Yo solo quise purgar mi pecado. Ya sabe lo que dice el padrenuestro: y líbranos del mal. Pues eso he hecho yo. No permito que siga mintiéndole a usted. Aquí vengo y se lo diré a la cara. ¿Sobre qué hora llega a casa?
—Depende —repuso mi madre de mala gana.
—¡No importa! —la animó la tabernera—. Puede contar conmigo. Si hace falta, me quedaré aquí hasta la madrugada.
—No se quede —la cortó con sequedad.
—¿Por qué no? —inquirió la otra.
Mi madre permaneció unos instantes callada, luego, con voz algo ronca, apuntó:
—Porque a usted eso no le incumbe en absoluto.
—¿Que no? —estalló la señora, como si le hubieran pisado un juanete, y oí que se ponía en pie.
Me alejé de la puerta a toda prisa, para que no se dieran cuenta de que había estado escuchándolas. Me senté y esperé, pero reanudaron la conversación. No oía lo que decían, pero no me atreví a acercarme más. Solo me llegaban palabras sueltas. En la taberna tocaban música cíngara, pues era sábado.
No sé cuánto tiempo estuve así, pero me pareció una eternidad. De súbito se oyeron gritos desde la habitación.
—¿Cómo se atreve a decirme eso? —chilló la tabernera—. Yo soy una señora decente que…
—¡… que se acuesta con el marido de otra! —mi madre concluyó la frase—. No me venga con el cura ni con la Virgen María. Lo que usted quiere no aparece en la Biblia. La verdad es que Miska se hartó de usted, por eso está tan desesperada, todo lo demás es puro cuento.
—¡Ja, ja, ja! —gritó la tabernera, sin reírse de veras—. ¡Ja, ja, ja! Me da risa. No se creerá que está con usted por amor, o por su cara bonita… ¡Ja, ja, ja! Es un chulo, un chulo cualquiera. Está con usted porque lo mantiene.
—¡Por eso estaría con usted, pero no conmigo! —reaccionó mi madre—. Porque de mí no ha sacado ni una perra. No le he dado nada, nada excepto una cama, lo que usted también le daría con gusto.
—¡Conque esas tenemos! —rugió la tabernera—. Entiendo. Ahora resulta que se han aliado contra mí.
—¿Cómo? ¿Que hemos hecho qué?
—Se han aliado. Usted consiente que se acueste con otras, y él le da parte de la pasta. No hay duda de que a mí también me han robado y…
Más allá de este «y» no llegó. La frase quedó interrumpida por un tremendo cachete. Luego se oyeron chillidos, gritos bestiales, y cuando abrí la puerta a toda prisa ya se estaban estrangulando.
Salté entre las dos. La tabernera, enfurecida, también quiso agredirme, pero le agarré las dos manos y la eché del piso.
Fuera la recibió una sonora carcajada. Todos los niños que podían tenerse en pie se habían congregado delante de nuestra puerta para disfrutar del espectáculo gratis. La enloquecida tabernera les sacó la lengua y se subió la falda por el trasero.
—¡Más arriba! —gritaron los niños—. ¡Más arriba!
Los adultos tampoco querían perderse la función; el pasillo estaba abarrotado. Los que ya se habían acostado saltaron de la cama y se asomaban semidesnudos por las puertas o las ventanas. Todos querían saber qué sucedía y hablaban al unísono; cualquiera que llegase en ese preciso momento habría pensado que estaba en un manicomio.
Áron el sabatario corría de un lado a otro, procurando hacer entrar en razón a aquella gente sedienta de escándalo. Hablaba en vano sobre el amor al prójimo y la dignidad humana, pues nadie le hacía caso.
En el patio bramaba el portero:
—¡Cállense o llamo al policía!
Por las escaleras chillaba la tabernera:
—¡Viven del dinero de otras mujeres! ¡Ladrones, asesinos!
Pero eso no resultó tan insoportable como el silencio que se hizo al final, cuando se oyó de nuevo la música cíngara.
Pululamos por casa sin decirnos nada. Mi madre se limitó a refunfuñar:
—Ahora al menos tienen material para cotillear.
Y yo repuse con un viejo refrán húngaro:
—El ladrido de los perros no se oye en el cielo.
No hablamos más.
Mi madre se metió en la cocina, se lavó, se cambió y luego volvió, se sentó en su sitio y esperó. Pero no se arremangó la falda ni tampoco cosió. Se limitó a esperar.
Al fin llegó mi padre.
—Buenas noches —saludó y, como siempre, lanzó el sombrero al perchero y acertó.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Se volvió a hacer un silencio. Mi madre fue a la cocina y yo hice ver que estudiaba.
—¿Inglés? —me preguntó mi padre.
—Sí.
—¿Cómo te va?
—Bastante bien.
Se acercó y miró mis apuntes.
—Es un idioma difícil —afirmó.
—Sí —contesté—. Bastante difícil.
Con eso encalló definitivamente nuestra conversación.
Mi madre entró con la cena y la colocó sobre la mesa. Había bastante comida en el plato, ya que últimamente completábamos la comida del hotel con los embutidos que yo compraba. Mi padre y yo no acostumbrábamos a comer con ella, porque veníamos cenados a casa, pero mi madre siempre nos colocaba un plato delante. Solíamos tomar un bocado para complacerla, pero aquella noche ninguno de los dos se atrevió a rechazar la oferta. Comimos en silencio, evitando cruzar miradas. El ágape fue insoportablemente largo. No nos decidíamos a dar la cena por finalizada.
De pronto mi padre dio un golpe en la mesa.
—¡Basta ya de esta comedia! —gritó, y apartó el plato.
—¿Qué comedia? —preguntó mi madre en voz baja, sin levantar la vista.
—Lo sabes de sobra —gruñó mi padre, rojo de ira—. El muchacho también lo sabe. Lo sabe todo el bloque. Conmigo no juegues al escondite. ¡Habla!
Mi madre se encogió de hombros.
—¿Qué quieres que diga?
—¿Qué más me da? Cualquier cosa. Mándame al cuerno. Dime que soy un canalla. Échame. Haz lo que quieras. Pero no te estés callada como Cristo en el crucifijo, porque no lo soporto. ¿Entendido? —bramó, y volvió a dar un manotazo a la madera—. ¡No lo soporto!
Entonces mi madre lo miró por primera vez aquella noche.
—¿Quieres dejarme? —preguntó secamente, con una contención admirable.
—¡Es tu casa! —exclamó mi padre—. De aquí solo me puedes echar tú. ¡Vamos, empieza de una vez y pasemos el mal trago!
Mi madre apartó su mirada de él. Recogió las migas de pan de encima de la mesa y permaneció en silencio un buen rato.
—No tienes nada que temer, Miska —dijo por fin—. No te voy a mandar al cuerno ni te gritaré que te vayas, pero tampoco te voy a suplicar que te quedes. Has venido por tu cuenta, y por tu cuenta puedes quedarte o irte. Puedes tener la conciencia tranquila. Nunca has sido malo conmigo, las cosas como son, te lo digo aquí delante de tu hijo. Siempre me has tratado bien, y en la vida pocas personas lo han hecho. Tampoco tengo tantos recuerdos agradables para olvidarlos. Me has tratado con cariño y no lo olvidaré nunca. Esto es todo. No puedo decirte nada más.
Al parecer mi padre no se esperaba eso. Se notaba que no sabía cómo reaccionar. No miraba a mi madre, pestañeaba nervioso, no hacía más que removerse en el asiento. Finalmente le dio una patada a la silla, se puso en pie, caminó de un lado a otro y encendió un cigarrillo con gesto precipitado. De repente se detuvo ante mi madre.
—¿Sabes cómo eres tú? —le gritó—. Eres como ese muñeco de feria al que la gente sacude para comprobar su fuerza. Carajo. Tú no devuelves los golpes, y los puños acaban doliéndole a uno. ¿Es que no ves que soy una mala persona?
—Puede que lo seas —dijo mi madre con frialdad—. Es posible. No lo sé. Pero aunque lo supiera, ¿de qué me serviría? ¿Tanto importa? Perteneces a alguien o no le perteneces. Nadie se corta la mano por mucho que le duela. Si se la cortan, eso ya es otra cosa, porque o se muere del dolor o se resigna. Pero mientras tenga mano, ¿qué puede hacer con ella? Si duele, hay que aguantarse. Desear que mejore, si es posible. Por eso te digo, Miska, que a mí no me tienes que temer. Puedes hacer lo que quieras.
Calló y siguió recogiendo migas de pan. Allí sentada, parecía un acusado que hubiera confesado y esperase el veredicto. Solo se oían los pasos de mi padre, que seguía caminando de un lado a otro. De pronto se paró.
—¿Tienes sobre y papel? —preguntó mirándome.
—Solo de esos del hotel —contesté.
—Ya me sirven —dijo, y sin mirar a mi madre se sentó a la mesa.
Le puse delante lo que me había pedido. Sacó un lápiz, lo mordisqueó un rato y empezó a escribir. Cuando terminó la carta, le dijo a mi madre:
—Léela, Anna.
La leyó y se la devolvió sin más. Hizo como si en la carta no hubiera nada interesante, pero vi que los labios le temblaban. Entonces mi padre le pellizcó el costado, travieso, y mi madre esbozó una sonrisa leve y cansada.
—Léelo tú también —me alargó la carta.
Iba dirigida a una tal Gizike, a quien informaba sin rodeos, aunque no sin cierta melancolía, de lo sucedido. Decía que todo había terminado, porque «un hombre con familia a ella se debe», pero no dejaba de confesarle que había sido bonito, muy bonito, que no la olvidaría nunca y le pedía a Gizike que no se enfadara con él, que lamentablemente la vida era así y las cosas siempre llegaban a su fin.
Mi padre se inclinó sobre mí, leía conmigo y parecía encantado con lo que había escrito.
—Tu padre también sabe escribir, ¿eh? —apuntó con picardía, y empezó a silbar alegremente—. ¿Quieres bajar a echarla? —preguntó—. Me gustaría que tu madre durmiese tranquila esta noche.
Lo hice y no supe si alegrarme o no por cómo se había desarrollado el asunto.
Al volver, reinaba en el piso un silencio sospechoso. Tosí antes de abrir la puerta, pero aun así entré demasiado pronto. Seguían fundidos en un abrazo. Se avergonzaron, y no tardaron en decir que era hora de acostarse.
Me fui a la cama, pero no podía dormirme. Aquella noche el camastro chirrió durante al menos dos horas. Los odié, pues me parecieron repulsivos. No los comprendía; la verdad es que no entendía nada, ni a mí mismo. Miraba la oscuridad y toda la vida me parecía negra.
«Patsy —me dije—, ¿verdad que en América no suceden cosas así?»
A partir de entonces mi padre pasó las tardes en casa. Lo que hacía de día seguía siendo un misterio. Por la mañana salía silbando y por la tarde regresaba silbando también. Nunca se le escapó una palabra sobre su manera de ocupar el tiempo. Entraba por la puerta como un invitado, como de visita a un lugar donde solo se habla de temas amenos y placenteros.
Sería difícil determinar quién estaba más satisfecho, si mi madre o él mismo. Era un farsante nato, se le notaba entusiasmado interpretando el difícil papel de padre de familia, que no cuadraba con su personalidad, y se le veía encantado con lo bien que le salía. Sin embargo, a veces me daba la impresión de que estaba harto, como un actor que llevase demasiado tiempo haciendo el mismo papel y anhelara uno nuevo. Entonces notaba cómo le invadía un extraño desasosiego, sobre todo en las tardes de sábado y domingo, cuando de la taberna salía música cíngara.
—¿Por qué te quedas en casa? —le preguntaba mi madre en esas ocasiones, con falsa ingenuidad—. ¡Echa una canita al aire, ve y diviértete!
No obstante, mi padre no consideraba tal posibilidad. Trataba de zanjar el asunto con bromas.
—No puede ser, cariño —decía—. La Bolsa no va bien. Hasta los corredores de Bolsa duermen con la legítima.
Se reían y no volvían a sacar el tema. Pero la inquietud seguía flotando en el aire, como el olor a incienso después de la misa. A mi madre se le ponía una carita como la de esas señoras pobres y solitarias que van a la iglesia a rezarle a san Antonio cuando tienen un familiar enfermo.
Una tarde le preguntó a mi padre:
—¿Te gusta jugar al siete y medio?
Él se quedó desconcertado.
—¿Por qué? —preguntó con cara de sospecha.
—Por saberlo —contestó mi madre—. Dicen que es divertido.
—Pues… no está mal.
—¿Es difícil jugar?
—Qué va. Si tuvieras una baraja te enseñaría en diez minutos.
—Tengo una —afirmó inesperadamente mi madre.
—¿Cómo? —se asombró mi padre—. ¿De dónde la has sacado?
—De donde el rey su castillo —contestó mi madre, enigmática, y sacó del armario una baraja sin estrenar—. ¿Me enseñas?
Parece que no era esa la pregunta que él esperaba.
—¿Y por qué no? —contestó con visible alivio—. Oye, ¿qué mosca te ha picado?
—Me ha poseído el demonio —contestó mi madre, y se sentó a la mesa con buen humor—. Explícame cómo diantres se juega.
A lo que mi padre procedió, y a partir de entonces todas las noches jugábamos al siete y medio con tal entusiasmo que por una buena carta hubiéramos dado el alma. Quien más se excitaba era siempre mi padre, ya que era el más infantil de los tres. Era incapaz de dar con el término medio. Gritaba de euforia si le sonreía la fortuna y pasaba lista al santoral si tenía mala suerte.
Una tarde mi madre se levantó a media partida y, para mayor sorpresa, colocó sobre la mesa una botella de vino.
—¿De quién es el cumpleaños? —preguntó mi padre.
Mi madre le guiñó un ojo.
—Del as de picas —dijo, y llenó los vasos.
—Entonces, ¡que viva el as de picas! —gritó mi padre, y los tres bebimos a su salud.
Desde entonces el as de picas cumplió años cada día. Siempre había vino en casa, y más adelante mi madre también nos deleitó con otras «sorpresas». De pronto se ponía en pie, iba a la cocina y volvía con pasteles, queso, rosquillas o algo por el estilo; una vez incluso sacó un arenque. Sí, en aquella época vivimos a lo grande.
A mi padre le gustaban el vino, las cartas y las mujeres, y mi madre, al parecer, se había empeñado en demostrarle que todo eso lo podía tener en casa. Comíamos, bebíamos, nos divertíamos, jugábamos a las cartas y a veces —cuando se oía música en la taberna— cantábamos acompañando al gitano. Fueron noches hermosas y entrañables, las mejores de mi adolescencia.
Una vez la banda de cíngaros tocó:
En el bosque donde entré,
un pajarillo me encontré
y un nido construía
y mi amor por ti crecía…
—¿Te acuerdas? —preguntó mi madre en voz baja, y acto seguido escondió la cabeza porque notaba que le caían las lágrimas.
—¿Cómo iba a olvidarlo? —contestó él, y tomó la mano de mi madre—. ¡Qué noche más bella! ¡Qué noche más loca! —Y de repente también a mí me cogió de la mano—. Así conocí a tu madre —dijo, y con su sonora voz de barítono empezó a cantar al compás de la música:
y mi amor por ti crecía…
Durante aquellas semanas trató a mi madre con tanta ternura que ni me imaginaba que pudiera mirar a otra mujer. Pero pudo, vaya si pudo, y tuve ocasión de comprobarlo.
Fue en el ferry que lleva a la isla Margarita. Un huésped me envió allí a entregar un enorme ramo de flores. Era una cálida tarde de primavera, y yo andaba por el barco completamente despistado. Bajé por una de las escaleras y de súbito se me cortó la respiración. Estaba allí abajo, en aquel recinto ovalado que denominaban salón, donde no bajaba nadie cuando hacía buen tiempo. Estaba sentado en la penumbra con una chica muy joven y muy bella, y no hizo falta romperse la cabeza para averiguar por qué. Él también me vio, no me cabía la menor duda, aunque desaparecí en cuanto me miró. Huí de él como si hubiera sido yo el sorprendido y como si me esperara un tremendo castigo.
Me pasé el resto del día temiendo el reencuentro. Volví a tramar un plan para escapar, pero acabé por volver a casa, y el asunto se zanjó de forma distinta a la imaginada.
Mi padre se comportó como si nada hubiera sucedido. Me trató con amabilidad, no más que de costumbre, y entre dos partidas, mientras mi madre barajaba, me dijo riéndose:
—¡Nunca temas a las mujeres, Béla! Solo tienes que evitar a las que son como tu madre.
Me puse colorado, pero mi madre no se dio cuenta porque, como ya he dicho, estaba ocupada con las cartas. Además, el comentario de mi padre la halagó.
—¿Por qué? —preguntó con un tono casi coqueto.
—Pues verás —contestó mi padre—, mujeres hay muchas en el mundo. Unas son dulces como la miel, otras picantes como el estofado. Las hay para todos los gustos. Pero las mujeres como esta —dijo, y señaló a mi madre— son como el pan casero. Nunca te hartas de ellas. A veces, no lo niego, hace falta estofado para acompañar el pan, pero ¿qué importa eso? Nada —él mismo respondió a la pregunta y me miró—. Nada en absoluto. Acabas empachándote con cualquier plato, pero el pan siempre te hará falta. El estofado es eso, carne y poco más; pero el pan es también el cuerpo de Cristo y… ¿qué tiene que ver una cosa con la otra? Nada —repitió, y volvió a mirarme—. Nada en absoluto. Un día tú también lo comprenderás, hijo.
—Vaya cosas le enseñas —le reprendió mi madre con desenfado—. Mejor ocúpate de las cartas. Te toca a ti.
Y punto. Mi padre siguió comiéndose a besos a mi madre, y yo, me decía que era un farsante, un comediante mentiroso. Pero en el fondo del corazón estaba convencido de que besaba a mi madre con la misma sinceridad que a aquella chica en el barco, y era precisamente eso lo que más me desconcertaba. «La vida es terrible», pensé, y las tardes en familia dejaron de gustarme. Las «sorpresas» de mi madre me enfurecían. Me preguntaba irritado: «¿De dónde sacará el dinero para esto?».
—¿No hemos juntado ya suficiente para el libro de inglés? —inquirí un día de un modo un tanto grosero.
Mi madre se puso colorada, como si la hubiera pillado con las manos en la masa.
—¿Te lo han vuelto a recordar? —preguntó, asustada.
—Sí —mentí sin piedad.
—¡Dios mío! —balbuceó mirando al suelo y a continuación a los zapatos. Luego, con voz entrecortada dijo—: Tu padre encontrará trabajo pronto —tragó saliva—, entonces compraremos el libro.
—¡Habrá que darse prisa! —exclamé taciturno, y la dejé con la palabra en la boca.
—¡Béla! —me llamó.
—¿Sí?
—A tu padre no le hables del asunto.
—¿Por qué no? —disparé hostil.
—Porque… ya sabes —la mirada le volvió a los zapatos—, prefiero no preocuparle con esas cosas.
«Pues bien estamos», me dije con furia. «Prefiero no preocuparle con esas cosas.» Ridículo. Hablar así iba tanto con ella como a mí fumar en pipa. «No hay quien los entienda», pensé, pero no abrí la boca. Me fui al cuarto refunfuñando. Aquí habrá problemas, constaté una vez más, y desgraciadamente no me equivoqué.
Una noche, mientras jugábamos a las cartas, llamaron a casa. Mi madre se levantó, cerró tras de sí la puerta de la habitación, lo que normalmente no hacía, y se quedó un buen rato hablando con alguien en la cocina.
—¿Quién es? —preguntó mi padre al poco tiempo.
—No lo sé —contesté—. Creo que es el portero.
Entonces se puso en pie y fue a la cocina.
—¿Qué pasa, compadre? —le dijo al portero, porque en efecto era él—. ¿Es que tenéis secretos?
—Ya hemos terminado —dijo mi madre rápido. Se la veía nerviosa, y parecía que el portero tenía otra opinión.
—¡Todavía no! —Sonó a amenaza.
—Bueno, entonces entra a echar un trago —dijo mi padre, alegre—. Bebiendo se conversa mejor. ¿De qué se trata?
El portero se secó la boca con el dorso de la mano, pues antes ya se había tomado un vaso de vino. Miró a mi madre, se encogió de hombros como apenado y al fin declaró, tan siniestro como el destino:
—El banco no está dispuesto a esperar más.
—¿Quién le ha pedido que espere? —preguntó mi padre, en absoluto mosqueado.
El portero carraspeó.
—Lleváis dos meses sin pagar el alquiler —dijo todo serio—. Y luego está la deuda anterior. De modo que no quieren esperar más.
Mi madre, la pobre, hubiera preferido que la tragara la tierra, y yo tampoco me sentía nada bien. Pero ni tan solo eso acabó con el buen humor de mi padre.
—¿Cuánto se les debe? —preguntó sin sobresaltarse.
—Mucho —contestó el portero, que no quería entrar en detalles—, pero creo que con cincuenta pengos podría arreglarlo.
—Hablas como un judío polaco —soltó mi padre con desprecio—. No te he preguntado si lo puedes arreglar sino cuánto se debe.
Entonces el portero volvió a mirar a mi madre como diciendo: «¿Qué le voy a hacer?, ya ve que no depende de mí». Y a continuación:
—Ochenta y siete pengos.
Mi padre se echó a reír.
—Vaya —dijo—, estaba de más andarse con tantos rodeos. Mañana cobrarás.
Lo miramos como si nos hubieran dado un mazazo en la cabeza a cada uno. Los tres estábamos convencidos de que mentía, pero nadie osó decir esta boca es mía, ni siquiera el portero. Ya había aprendido que no convenía meterse con Miguelindo, así que se conformó con la promesa y se largó sin rechistar.
Al quedarnos solos, mi madre quiso decir algo, pero mi padre la interrumpió.
—Déjamelo a mí. —E hizo un gesto de desprecio, como si no le diera ninguna importancia al asunto, y seguimos jugando a las cartas.
La tarde siguiente mi madre no se atrevió a preguntarle sobre los ochenta y siete pengos y él tampoco lo mencionó. Reinaba un silencio inquietante. Echamos la partida sin pronunciar palabra.
El portero llamó a eso de las diez. Mi madre se levantó para abrir, pero mi padre la hizo sentarse.
—¡Pasa! —gritó, y siguió jugando tan tranquilo.
El portero entró.
—Siéntate —le dijo mi padre—, y quédate mirando, si quieres.
Estaba más que claro que no quería. El hombre siguió de pie, como si fuera a ejecutar a alguien.
—Tengo cosas que hacer —afirmó amenazador, pero no consiguió sacar a mi padre de sus casillas.
—Entonces ve a hacerlas —contestó despectivo, sin ni siquiera levantar los ojos de los naipes.
Pero el portero no se fue. Se quedó allí quieto, esperando. «Igual que el destino», pensé en clave poética, y vi que a mi madre le temblaban las manos.
Cuando terminó la partida, mi padre se reclinó en la silla y distraídamente, como si acabara de acordarse, le dijo al portero:
—Ah, sí. A ver el recibo.
—¿Qué suma pongo?
—¿Cómo que qué suma? —le gritó mi padre—. Te dije que te pagaría ochenta y siete pengos y si digo algo, dicho está. ¿Entendido?
El portero no pareció entender, eso saltaba a la vista, pero de todas formas hizo un recibo y se lo entregó a mi padre. Se metió la mano en el bolsillo del chaleco y con gesto displicente extrajo ochenta y siete pengos, que arrojó al portero. Lo hizo como el jugador que tira un cigarrillo cuando alguien se lo pide durante la partida, y sin más se puso a barajar las cartas.
El portero puso los ojos como platos. Contó el dinero tres veces; era evidente que no entendía nada.
—¿Debemos algo más? —preguntó mi padre, sarcástico.
—No —repuso el portero, desconcertado.
Entonces mi padre dejó las cartas sobre la mesa.
—¿Colada gratis tampoco? —preguntó enarcando una ceja.
El portero se sonrojó. Debo decir que ver a un hombre con el rostro cubierto de granos ponerse colorado es un espectáculo único; destacaban unas manchas blancas y ovaladas, como si se las hubiera pintado.
—Yo nunca le exigí eso —afirmó con precipitación—. Fue ella quien se ofreció. Un favor entre amigos.
El buen hombre seguramente temía que mi padre le exigiera los doce pengos al mes y se dio un buen susto. Puso cara de perro asustado y con gusto hubiera ladrado y mordido. Pero era un perro cobarde, y prefirió callarse la boca.
Mi padre lo estuvo observando un rato, no sin disfrutar del espectáculo. Luego se echó a reír.
—Eres un payaso —soltó, y le dio un golpe en el hombro con desenfado—. No creerás que estoy cabreado… ¿Por qué iba a estarlo? Es una tontería, tú no tienes la culpa, ni mucho menos, de que Anna te lo ofreciera. Quien no toma las perras que le ofrecen es un idiota. No se trata de eso, compadre. Pero pasa que ahora esta mujer es de Miguelindo y eso debe saberlo todo el mundo. Atiende, amigo. Lo pasado, pasado está, pero si olvidas lo que ahora te he dicho te parto la cabeza. Y ya está. Ahora echemos un trago. ¿Eres mi compadre o no?
—Soy tu compadre —sonrió el portero con el rostro dulzón, pero no dejaba de observar a mi padre con recelo porque temía que hubiera gato encerrado.
Pero no lo había. Así era como Miguelindo arreglaba siempre sus asuntos. Era un hombre altanero e intrépido, temible cuando se enfurecía; si alguien lo sacaba de sus casillas, le daba una paliza en el acto, pero nunca guardaba rencor. Estoy seguro de que en aquel momento ya se le había pasado el enfado con el portero, al igual que también estoy convencido de que le hubiera partido la cabeza si llega a meterse con mi madre.
Nunca supe de dónde había sacado aquellos ochenta y siete pengos. Mi madre, en lugar de preguntárselo, le agarró la mano en cuanto se fue el portero y allí, delante de mí, se la besó. Él la cogió por la cintura y le dijo que era tarde, que era hora de acostarse, y yo tuve que oír un buen rato el maldito chirriar de la cama.
¡Parecía que a todas horas y en todas partes se hablaba de «eso», como si no existiera otra cosa en el mundo! De «eso» charlaban en el vestuario los botones con el rostro lleno de granos, de «eso» susurraban en las habitaciones del hotel las parejas desnudas a las que espiábamos por el ojo de la cerradura y de «eso» cuchicheaban ahora mis padres en la cama chirriante, a pocos metros de mí, al otro lado de la destartalada puerta. «Eso» era lo que veía en casa y en el hotel. Lo veía de noche en los bancos de los parques, tras los arbustos, tras las maderas apiladas en los solares abandonados de la periferia de la ciudad, bajo los arcos oscuros del bastión de los Pescadores, entre las ruinas del monasterio de la isla Margarita, a orilla del Danubio, en las barcas que flotaban a la deriva, en los montes de Buda, en las praderas llenas de escondites, tras las ventanas de casuchas de aspecto inquietante, en el interior de los automóviles aparcados, en la penumbra de los soportales, en la oscuridad de los callejones e incluso en los cementerios tras la puesta de sol.
—¡Parece que la primavera haya vuelto loco a todo el mundo!
Lo decía con desprecio, con una risa nerviosa, y no me daba cuenta, no quería darme cuenta de que yo también me había vuelto loco.
En ocasiones casi maullaba de deseo, como los gatos en los tejados bañados por la luz de la luna; buscaba y olisqueaba con el pelo erizado, y sin embargo no me acercaba a la gata de al lado. Era virgen. Aún no sabía nada y ya lo había visto todo. Por el ojo de la cerradura presencié misas negras, vi los ejercicios acrobáticos de otros, pero yo seguía siendo virgen. Afrontaba el hecho como un doloroso tumor que causa fiebre y escalofríos, pero no lo hubiera confesado por nada del mundo. Me avergonzaba de ello como si fuera una enfermedad abyecta, y cada día salía de casa con la idea de que por fin iba a hacerlo, pero siempre terminaba asustándome.
Era un chico de alma pura y al mismo tiempo corrupta. Cuando nadie me veía me acostaba en la cama de la excelentísima señora y le hacía el amor a su camisón, pero cuando sucedía lo que era de esperar me invadía una repugnancia feroz, una resaca mortal, y habría sido capaz de escupirme a la cara. Juraba que «nunca más» lo haría y volvía a pensar en Patsy… hasta el próximo ataque de locura.
Tenía la cabeza como una placa fotográfica sobre la que un lunático hubiera tomado infinidad de instantáneas. Quizá una por una habrían sido aceptables, pero juntas carecían de sentido. Antes, mucho antes, meses antes, el mundo me había parecido sencillo cuando Elemér me habló de «solidaridad proletaria». Entonces sentí que pertenecía a algún lugar y sabía a cuál. Ahora estaba sumido en un caos sofocante y no me reconocía en nada. Le daba la razón a Elemér al oír sus argumentos, pero también se la concedía a la excelentísima señora al presenciar su vida frívola y refinada, al verla elevarse con las alas de la riqueza por encima de todo aquello que en mi existencia parecía imposible de esquivar. Y no solo tenía que vérmelas con esas dos caras de la moneda. También estaba ese sinfín de periódicos, diarios, semanarios y revistas literarias que había en el hotel y que leía sin ton ni son. Vendían asimismo «verdades» tentadoras como las joyas falsas de los bazares y durante un par de días o de semanas llegaba a entusiasmarme con una cosa u otra. Era como una mujer embarazada: se me antojaba todo pero al final nada me gustaba. Quería ser proletario y burgués al mismo tiempo; un Sándor Rózsa, robando en nombre de los pobres, y un gran señor rodeado por criados serviciales; un rebelde György Dózsa que salva al campesinado, y un poeta remilgado que vive confinado en su torre de marfil.
Mis versos también se volvieron turbios, como los torrentes en época de lluvia. No paraba de escribir sobre el Amor, así con mayúscula, pero los poemas quedaban inconclusos, igual que mis amores. Tenía la agenda llena de estrofas inacabadas y el corazón rebosante de sentimientos a medio cocer. Todo lo que sentía quedaba a medias, todo resultaba borroso y nunca lograba pasarlo a limpio. Soñaba con una chica y no podía dormir por culpa de una mujer. La chica vivía en otro continente, la mujer en otra galaxia y yo pendía en la nada, entre el cielo y la tierra.
¿Sería la primavera?