10

De esta manera, César, ese perro influyente, logró con un tirón de correa lo que mi madre llevaba más de un año suplicándole al primer conserje. Al día siguiente estaba en la conserjería.

La señora de Doni no debía de sospechar siquiera que había desempeñado el papel de hada bondadosa en mi vida. Seguramente se limitó a decirle al director, o con quien hablara, que le gustaría que el botones llamado Béla fuera quien sacase a pasear al perro, y puesto que el ascensorista —como todos sabían— no podía salir a la calle, al botones Béla lo colocaron en conserjería.

Para mí, aquel puesto fue una auténtica mina de oro. Siempre que traía o llevaba algo, el cliente me ponía en la mano una moneda de diez o veinte florines, y a veces incluso más. Cada encargo que cumplía suponía una propina, y cada propina un poco más de pan, un poco menos de tos, la mitad o las tres cuartas partes del precio de un billete de tranvía, una fracción del alquiler y una ración bien grande de esperanza.

El primer día gané dos pengos. Cuando sumé el primer pengo decidí tomar el tranvía para irme a casa. Todo el día pensé con regocijo en el viaje de vuelta, pero por la tarde cambié de opinión. Volvería a pie y con los dos pengos recuperaría la cruz de oro que había empeñado mi madre. Me sentía muy orgulloso. Mi bisabuela se la había dado a mi abuela, y esta a mi madre. Y ahora sería yo quien se la devolviera.

Me hubiera gustado ver la cara de mi madre al ponérsela, pero la cocina ya estaba a oscuras cuando llegué a casa. Abrí la puerta haciendo más ruido que otras veces para despertarla, pero a alguien que pasa doce horas al día lavando no se la saca de la cama con facilidad. Me acerqué a tientas a la mesa de la cocina y, como siempre, dejé el paquetito de la comida y encima la cruz de oro.

Vi en los ojos de mi madre un extraño brillo cuando a la mañana siguiente entró en mi habitación.

—¿Qué ha pasado, hijo mío? —preguntó emocionada, y al enterarse de la gran noticia se echó a llorar.

Procuré mantenerme sereno, como corresponde a un hombre serio que gana su sustento, hasta traté de echar mano de un bostezo de adulto. Mi madre tenía la cruz en la mano y la miraba entre lágrimas.

—Fue de tu bisabuela, luego de tu abuela —sollozó—. ¿No te había dicho que rezarían por ti?

No contesté. Hacía como si tuviera sueño, porque temía ponerme sentimental. Mi madre me acarició.

—Quizá no debería haberte despertado tan temprano.

—¿Por qué? ¿Qué hora es?

—Las cuatro y media.

—Entonces es hora de irme.

—¿Es que no te queda dinero para el tranvía?

—Tenía dos pengos y los gasté en la cruz.

—¡Dios mío! —se lamentó mi madre—. Podrías haber esperado.

—No —afirmé con mucha hombría—. Prometí que la sacaría cuando tuviera dinero, y cuando se promete algo hay que cumplirlo.

—Tienes el corazón de oro, hijo mío, igual que la cruz —contestó. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y luego añadió fríamente—: Pero de ahora en adelante tienes que viajar en tranvía si te lo puedes permitir, porque has adelgazado mucho. No te lo había querido decir antes.

No me hice de rogar. Por la noche volví en tranvía, que, señoras y señores, es un gran invento. Solo saben lo grande que es quienes deben andar seis horas al día durante más de un año. Da gusto subir a un vehículo tan refinado e iluminado y entretenerse mirando por la ventanilla las calles por donde se ha pasado tantas veces a patita. Da gusto reclinarse en el cómodo asiento, descansar los pies sin tener en cuenta qué tiempo hace, mirar aquí y allá, pensar en Patsy y en América.

¡Y qué pronto se llega! Otras veces no había andado ni una cuarta parte del camino cuando ahora, en casita, me desperezaba en la silla, leía, estudiaba o me distraía, me estaba de brazos cruzados mirando las musarañas, dejaba que las ideas vagaran por los pastos del ocio y fueran pasando los dulces y perezosos minutos. Los párpados se me hacían más pesados, se cerraban como los de un gato acurrucado al calor de la estufa, pero ¿qué más daba?, ¿para qué esforzarme? Me quitaba los zapatos, me tumbaba cómodamente en el suelo, apoyaba la cabeza en la gorra y dormía hasta las seis y media, igual que los ricos. El botón de la gorra me dejaba una marca en la cara y sentía la huella del sueño en todo el cuerpo. No me torturaba la irritación que provoca dormir poco. Me sentaban bien el agua fría y la mañana, y en general me sentaba bien estar en este mundo. Sí, el tranvía es un gran invento, señoras y señores. Cantémosle odas, compongamos himnos al sueño largo y glorifiquemos el sol de las afueras de la ciudad, que de vez en cuando también vierte su luz sobre los pobres.

Cada día le daba a mi madre uno o dos pengos.

Anotaba escrupulosamente lo que ganaba en la agenda, en la sección del haber, porque en mi contabilidad no admitía la menor negligencia. Desde que llegué había apuntado cada florín que recibía de mi madre y ahora, con gran empeño, me puse a saldar cuentas. Daba gusto poder apuntar al fin en la sección del haber. Tres semanas después desempeñé la ropa de cama, pero eso no lo apunté, porque solo los ricos tienen tanto rigor llevando el saldo de sus posesiones; los pobres lo hacen con más generosidad, que por algo son pobres.

Un día le dije a mi madre:

—¿Sabes que en el hotel no me dan el desayuno?

—¿No? —preguntó, asombrada—. ¿Desde cuándo?

—Nunca me lo han dado.

—No me lo habías dicho.

—Pues te lo digo ahora. Y también te digo, para evitar malentendidos, que a mi panza este estado de cosas no le agrada en absoluto.

—Pues te daré dinero para el desayuno. No tengo la culpa de que no me lo hayas dicho.

—No me malinterpretes. Los caballos comen solos, pero yo soy un hombre. Lo que me gustaría, madre, es que de ahora en adelante hubiera pan y leche en casa y que desayunemos juntos como el resto de las familias.

—No malgastes el dinero —advirtió mi madre—. Desayuna solito, que bien te lo mereces.

—¿Acaso no lo mereces tú? Lo merece toda persona que trabaja, los que no lo merecen son los muchos holgazanes que hay por ahí.

—Vale, vale —me reprendió—. Tampoco es para sacar a colación las ideas camionistas.

Pero ahora no se enfadó por las «ideas camionistas». Me dio un golpe en el trasero en broma, luego fue a la cocina y oí cómo hablaba emocionada con mi padre.

Nunca olvidaré nuestro primer desayuno en familia. Al sentarnos los tres alrededor de la mesa estábamos bastante emocionados y evitamos mirarnos a los ojos. El olor del café y de la leche recién hervida inundaba el piso; por primera vez aquella mísera vivienda fue un hogar, y nosotros, una familia. Mi madre se santiguó antes de cortar el pan y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Alabado sea el Señor —dijo, y cortó unas rebanadas tan gruesas como libros de oraciones.

Luego las untó generosamente con manteca de cerdo y mientras lo hacía empezamos a comerlas con los ojos. El aroma a comida revoloteaba a nuestro alrededor, como la primera paloma tras el diluvio. La cocina aparentemente muerta volvió a llenarse de olor y vida.

Nos metimos en faena y no pronunciamos una palabra hasta que acabamos con todo. Entonces mi madre puso su mano sobre la mía.

—Nuestro hijo es un buen chico —declaró mirando a mi padre—. ¿Verdad que sí, Miska?

Mi padre lo tomó a broma.

—No te quites años —dijo con voz burlona—. Ya no es un chico, qué va. —Y en un tono muy distinto añadió—: Un chico no piensa como él. Es todo un hombre, te lo digo yo, un hombre hecho y derecho. —Y me ofreció un cigarrillo—. Fúmate uno —dijo—, te sentará bien después de un desayuno tan suculento.

—Gracias —contesté sonrojado, y lo encendí con excitación.

Fue mi primer cigarrillo. A mis pulmones y a mi estómago no les sentó nada bien, pero a mi vanidad… Me despedí rápido para que en el edificio me vieran fumando y tomaran nota de que ya no era un chiquillo sino todo un hombre, un hombre hecho y derecho.

Desde entonces comí tres veces al día: una vez en casa y otras dos en el hotel. A mi madre no le guardaba nada, porque pensaba que, con lo que ganaba —y le entregaba hasta el último florín—, podía comprarse lo que necesitara. Pero pronto me di cuenta de que estaba equivocado. Alguien que ha pasado por apuros como yo reconoce al hambriento sin problemas. Se les nota en el rostro, en el habla, en el aliento, y lo más revelador es la forma en que comen si muy de vez en cuando tienen ocasión de hacerlo. Una mañana me quedé observándola mientras desayunaba y enseguida comprendí que volvía a pasar hambre.

—Me parece que no estás bien alimentada —dejé caer al quedarnos solos.

—Sí que lo estoy —contestó algo pasmada.

—Pues no se nota.

—¿Qué se le va a hacer? Por mucho que coma no engordo.

Estaba claro que con esa estrategia poco podría conseguir.

—Puedo volver a traer comida del hotel, siempre sobra —le dije.

—Pues… nos vendría bien —confesó—. Porque tu padre no tiene trabajo y… ya sabes. El mes pasado no nos llegó para el alquiler y tenemos problemas, para qué negarlo. El portero gana doce pengos con la colada gratis, pero él también tiene que pasar cuentas con el banco y esos dicen que si el día uno no he pagado, nos desalojan. Así estamos. —Y concluyó su confesión con la vista puesta en los zapatos, avergonzada.

A partir de ese día volví a llevar el almuerzo y la cena a casa. Pero era una artimaña piadosa: yo me compraba algo más. También es verdad que eran productos baratos: pan, tocino, chorizo, queso de cerdo… en buenas cantidades, eso sí. Hoy no podría comer ni la mitad que entonces, y eso que tampoco soy un hombre de comidas frugales. Tragaba la comida como otros la medicina que les va a salvar la vida, y añadía satisfecho: «Y lo bien que sabe».

Me sucedía lo mismo con lo que leía. Devoraba palabras inglesas como la manteca de cerdo. Cada una significaba un bocado de América, y apuntaba agradecido: «Y lo bien que saben».

—Madre —le dije un día—, quisiera ahorrar dinero para comprarme un libro de inglés.

—¿Un libro de inglés? —repitió con tono desconfiado—. ¿Otra vez estás en las nubes?

Vi con claridad que con la verdad no llegaría lejos, así que opté por mentir.

—Me lo han ordenado —argumenté—. Hay muchos huéspedes ingleses y no puedo hablar con ellos.

De pronto a mi madre le cambió la expresión.

—Eso ya es otra cosa —dijo con otro tono—. ¿Cuánto cuesta?

—Dos con veinte.

—Es mucho —suspiró—, pero lo juntaremos de alguna forma.

Sabía que no hablaba por hablar. Mi madre era una pobre muy bien educada: consideraba inapelable la orden de los señores, más aún tratándose de un puesto tan envidiable como el mío. Al día siguiente miré el libro de inglés como un novio a su prometida. «Unas semanas más —pensé—, y serás mío.» Al parecer, el buen comer también alimenta la esperanza. En aquella época tenía la sensación de que tarde o temprano conseguiría todo lo que me propusiera.

Gané peso, estaba más fuerte y poco a poco también se me quitó la tos. Cargaba con las maletas más pesadas —que unos meses antes ni podría haber movido— y hasta los adultos se quedaban boquiabiertos. Ese portero tan acicalado que nos había tildado de pordioseros la primera vez que había entrado en el hotel con mi madre, me advirtió con cara de susto:

—Deja eso, por el amor de Dios, que vas a reventar.

—¿Yo? —Le guiñé el ojo con picardía y seguí mi camino con la maleta a cuestas.

—Vaya fuerza que tienes —dijo él, y me tocó los brazos—. Madre mía —se asombró—. ¿De dónde has sacado estos músculos?

—Me viene de familia. —Saqué pecho—. Mi padre puede levantar con un solo brazo al hombre más pesado.

—¿Tu padre? —El conserje me miró anonadado—. Creía que había muerto.

Me sonrojé, pero al instante di con una respuesta, porque al parecer el chorizo también aguza el ingenio.

—Qué va —contesté—. Creíamos que había muerto, porque durante mucho tiempo no tuvimos noticias de él.

—¿Dónde estaba?

—En América —mentí—. Es que mi padre es marino y ha visto mucho mundo.

—Y se nota que estás muy orgulloso de él.

A decir verdad, muy orgulloso no estaba, pero lo que sí me gustaba era jactarme de tener padre.

—Pues yo creo en eso de «honrarás a tu padre», si lo tienes, claro —afirmé, como si fuera un cura.

—Así es —asintió el conserje—. Ojalá mi hijo pensara así.

Mi fuerza pronto se hizo legendaria en el hotel y mi fama llegó hasta el señor comandante. En una ocasión presenció cómo me echaba a la espalda un enorme baúl y su corazón fascista se hinchó como una vejiga de cerdo.

—¡Levente! —exclamó con aires de superioridad a los subordinados, que miraban asombrados—. Aquí pueden ver lo que hace la formación militar. Del movimiento de los levente salen chicos así.

«Bueno —pensé—, si fuera por ellos me podría haber muerto de tos», pero cerré el pico, porque el pobre aprende pronto que en boca cerrada no entran moscas. Sin embargo, el halago me sentó la mar de bien, porque quien pocos halagos oye también se alegra aun cuando el cumplido venga de una persona a la que detesta.

Mi autoestima se asentó poco a poco. Volví a ocuparme de mi «reputación», no toleré que los demás botones se rieran de mí en la cara y, llegado el caso, no dudaba en maldecir a sus antepasados y sugerir lo que podían hacer con sus abuelas. Acabaron por claudicar porque se dieron cuenta de que las bofetadas se me escapaban con facilidad y que no tenía nada que envidiar a los chicos mayores. Nadie se atrevía a meterse conmigo y yo sabía muy bien por qué. Volví a ser Béla, el único gallo del corral.

A la excelentísima señora no la había vuelto a ver. Apareció como un hada, me enderezó la vida y luego desapareció en el intocable mundo de cuentos que era para mí la vida de los ricos.

Cuando por la mañana devolvía a César, ella aún dormía, y por la tarde, cuando iba a recoger el perro, ya no la encontraba en la habitación. En esos momentos tenía la suite para mí solo y no había mayor problema. Sin embargo, las mañanas resultaban peligrosas. Doni insistió en que sobre todo no despertara a la excelentísima señora; por los relatos de horror de los compañeros sabía muy bien lo que le esperaba al infortunado que cometiera tal error.

Pero no era solo eso lo que me preocupaba durante la mañana. Había algo más. Algo que no podía poner en palabras, algo que durante mucho tiempo solo vivió en lo más profundo de mi mente. Siempre me daba un pálpito al abrir la puerta de la suite para dejar entrar a César en el recibidor. Eran unos instantes oscuros con sabor a aventura. Allí, más allá del recibidor, todo era puro misterio. Allí dormía una señora, una señora bella y temible, y a veces sentía vagamente que no solo temía despertarla. Sí, había algo más. Tras el paseo de la tarde la suite estaba vacía y a César lo tenía que encerrar en el cuarto de baño, al que se llegaba a través del dormitorio. Siempre que entraba en él me invadía una extraña emoción. Era como el resto de los dormitorios del hotel, y sin embargo era distinto por completo. Por alguna razón me recordaba a otro, el de la 508, donde una noche estrangularon a una anciana. Horas después subí al lugar del crimen para llevarles papel y pluma a los detectives. Ya habían retirado el cadáver, pero lo demás estaba intacto, tal y como lo había dejado el asesino. Y a pesar de ello —fue lo que más me impresionó—, en la habitación no se notaba rastro alguno del suceso. Por la ventana entraba el sol, pero la noche y el crimen seguían presentes en el lugar. Los muebles rodeaban a los detectives como silenciosos y obstinados cómplices que lo saben todo pero no están dispuestos a revelar nada en absoluto.

Todo en la suite de su excelencia me miraba de la misma forma. A esa hora la camarera aún no había pasado por ahí, de modo que las cosas estaban tal y como las habían dejado. En la penumbra destacaba blanca y misteriosa la cama deshecha y sobre ella, como el cadáver de una mujer hermosa, estaba su camisón. Nada más entrar, mis ojos cayeron sobre él y a partir de entonces fui incapaz de apartar la mirada. Durante mucho tiempo no me atreví a tocarlo. Lo observaba como si fuera una mujer dormida que en cualquier momento pudiese despertarse y llamar al director.

Sin embargo, un día no fui capaz de resistirme a la tentación. Cerré la puerta de la suite, dejé la llave metida por dentro, volví corriendo al dormitorio y levanté el camisón. Era de seda color salmón, con puntilla, y exhalaba una fragancia muy peculiar. El olor penetrante que ya conocía del ascensor se entremezclaba con otro que me enloqueció.

Pasé la mano por debajo. Podía verla a través del fino tejido como a través de un cristal encantado y maravilloso que tuviera un tacto tan suave y cálido como el cuerpo de una mujer. Cuando por la mañana entraba en la suite, a través de las puertas cerradas me parecía verla vestida con ese camisón y durante el día entero era incapaz de librarme de aquella imagen, que en ocasiones también me tentaba de noche.

Una noche soñé que András, el András que me precedió y al que nunca había visto, se metía en la suite antes de volver yo con César. Solo le vi la espalda desapareciendo en el recibidor oscuro y él no se percató de que le seguía. Atravesamos un número interminable de habitaciones, bajamos y subimos escaleras y, de súbito, nos encontramos en su dormitorio. No podía ver nada porque el cuarto estaba totalmente a oscuras, pero enseguida supe que se trataba de su alcoba. András, el otro András, se fue directo a la cama y los dos susurraron, jadearon y gimieron como mi padre y mi madre la primera noche. Me hubiera gustado acercarme, pero no podía moverme: se me había paralizado todo el cuerpo. Me limité a estar allí en la oscuridad y escuchar con atención, aguantando la respiración. Quería saber qué se decían, pero no pude comprender nada. Las palabras se les encendían en los labios y flotaban en el silencio negras e irreconocibles como cenizas. Luego se oyó una risita callada. Era ella quien reía, con un extraño arrullo, como si le hicieran cosquillas en los rincones más secretos del cuerpo. De repente desperté en el estado en que suelen hacerlo en tales ocasiones los chicos de dieciséis años.

En mis fantasías perseguía con creciente ahínco los «secretos» de aquella mujer bella y temible. Buscaba algo en la suite sin saber exactamente qué. Cada día era más osado. En una ocasión me acosté en su cama y, temblando, apoyé la cabeza allí donde se veía la marca de la suya sobre la almohada.

También inspeccioné el resto de dependencias. Lo más excitante era el cuarto de baño. Al entrar me daba en el rostro un calor húmedo. Las toallas mojadas desprendían esa fragancia embriagadora. Hacía poco había estado en aquella bañera y ni siquiera la había cubierto el tenue camisón. En el borde brillaban unas gotas de agua y el vaho se había depositado en las paredes como si fuera rocío. Eso es lo que veía, pero no me atrevo a contar lo que añadía mi imaginación.

También estaba el enigmático bidé. Durante mucho tiempo no supe para qué servía, solo lo intuía vagamente. Me hubiera gustado preguntárselo a los compañeros, pero temía que se rieran de mí. Al final me fue revelado el enigma gracias a mis conocimientos de inglés. Un día oí a Mister Empalagoso decirle a otro trabajador que en América no se conocía el bidé y que —imagínense— los americanos no tenían ni idea de para qué se utilizaba. Una vez, relató, una dama americana le había preguntado:

Is that to wash the baby in?

No, Ma’m —respondió al parecer Mister Empalagoso—, it is to wash the baby out.

Sin duda alguna se aprende rápido en un hotel así. Al fin me enteraba de para qué servía, y desde entonces empecé a pasar más tiempo ante el bidé. Era como el resto de los bidés del hotel y, sin embargo, era totalmente distinto. También me miraba como un callado y obstinado cómplice que lo sabe todo pero no está dispuesto a revelar nada en absoluto.

Temía a esa mujer «enigmática». Indagaba su «secreto», pero en el fondo me alegraba de no encontrarme con ella. Al miedo instintivo e inexplicable que había sentido al verla por primera vez en el ascensor se sumaba ahora otra clase de temor, muy racional y nada injustificado. Temía acabar como el András que me precedió.

Los chicos, que envidiaban mi privilegiada situación, no paraban de hacer comentarios. En una ocasión Antal dijo abiertamente:

—Bueno será tener cuidado, Mister Fuego Lento. El otro András también creía que los árboles podían crecer hasta tocar el cielo.

—Lo que pasa es que tienes envidia —le dije altivo, aunque de poco me sirvió.

Vivía sumido en un temor permanente, que se convirtió en pánico cuando a principios de febrero me encontré con ella; y no solo una vez, sino nada menos que en tres ocasiones en dos semanas. No es que pasase algo: no sucedió nada en absoluto. Dos veces iba acompañada, y entonces apenas me sonrió al irse, tampoco podría asegurar que me hubiera reconocido. Pero el día que iba sola se detuvo un instante.

—¿Cómo estás? —preguntó esbozando una leve y misteriosa sonrisa, y con la yema del dedo me tocó, juguetona, la punta de la nariz.

Eso fue todo. No la volví a ver en semanas.

A decir verdad, el miedo solo pasó a mayores cuando pusieron a Gyula en el turno de noche y su lugar fue ocupado por Elemér. La primera mañana me llamó al lavabo.

—Me han dicho que ahora tú haces de András —dijo.

—Sí —respondí, y traté de esquivar su mirada.

Elemér miró alrededor para cerciorarse de que nadie lo oía y luego musitó:

—Ándate con cuidado con esa mujer.

Sentí que me sonrojaba, pero Elemér no lo pudo ver porque me había agachado a atarme los cordones de los zapatos.

—¿Por qué? —pregunté como si no supiera a qué se refería.

Permaneció callado un rato.

—¿Sabes lo que le pasó al otro András?

—No —mentí—. ¿Qué le pasó?

Ahora era Elemér quien se ruborizaba.

—Da igual —dijo, azorado—. ¿Cómo te trata?

—¿Quién? —Aunque sabía de sobras a quién se refería.

—La mujer.

—De ninguna forma —respondí—. No la veo nunca.

Elemér me miró de pies a cabeza.

—¿Y cómo es eso?

—Pues tal como lo oyes. Por la mañana aún duerme cuando subo con el perro y por la tarde nunca está.

—Está bien —gruñó Elemér, y añadió con énfasis—: Mientras no la veas, mejor para ti.

Solo me faltaba eso. A partir de entonces le cogí tal pavor a aquella mujer, que literalmente la rehuía. Pensaba en el hambre y las caminatas de seis horas, y me repetía las palabras de Elemér: «Mientras no la veas, mejor para ti».

Durante algún tiempo logré no toparme con ella. Pero ocurrió algo, y a partir de entonces todo cambió.

Una noche Doni partió de viaje y a la mañana siguiente nadie bajó a César. A mediodía, me llamó el primer conserje.

—Sube a la doscientos cinco —ordenó—. Te reclama la excelentísima señora.

—¿La excelentísima señora? —repetí como un bobo, y del susto me quedé petrificado ante el primer conserje, que se parecía a Papá Noel, como esperando otra explicación o que se produjera un milagro para no tener que subir a esa habitación.

—Vamos, ¿a qué esperas? —preguntó con impaciencia—. Apúrate.

—Sí, señor.

Al llamar a la puerta sentí que tenía un nudo en la garganta. Primero fueron unos toques delicados, luego más enérgicos, pero nadie contestó. Saqué la llave que tenía, como se solía hacer en tales casos, y abrí. El recibidor estaba a oscuras y en la suite no parecía haber nadie. A tientas —porque no me atreví a encender la luz— llegué a la puerta del salón y volví a llamar. Tampoco respondieron. Di dos o tres golpes más y luego abrí. No había nadie, pero el dormitorio estaba abierto y se oían voces. Sentí un alivio indescriptible: así que no estaba sola. Tras el alivio vino la decepción.

Hablaba con una mujer. Sería una conversación confidencial, una de esas charlas secretas entre mujeres. Reían con complicidad, eran risas ambiguas. Al parecer no habían notado mi presencia. No sabía qué hacer. No podía llamar a la puerta porque ya estaba abierta, pero tampoco me atrevía a entrar. Al fin, carraspeé.

—András —dijo ella entonces—. ¿Eres tú?

—Sí, su excelencia.

—Entra.

Pasé, me cuadré como un soldado y, aunque ya habían dado las doce hacía rato, les deseé buenos días, como era debido.

Estaba con Brochón, las dos en la cama, desayunando. La colcha las cubría hasta la cintura y al barrer con la mirada me pareció verles los pechos a través del tenue camisón de seda. Aún no sabía que las señoras húngaras ignoraban al servicio masculino hasta el extremo de pasearse ante nosotros semidesnudas. Creí que la imaginación me jugaba una mala pasada, pero no me atreví a fijarme más.

En cuanto pisé el dormitorio César se me acercó.

—Sácalo a pasear —ordenó la señora—. El pobre no ha bajado desde ayer.

—Sí, su excelencia —contesté, y me incliné para ajustarle la correa al perro.

Al erguirme, mi mirada se posó sin querer en ella. Estaba inclinada sobre el plato, quitando la cáscara del huevo, el camisón le caía hacia delante y dejé de engañarme pensando que la fantasía me hacía una jugarreta. Aquello era real, un enloquecedor arrebato de realidad. Por el escote del camisón asomaban los pechos, esos pechos legendariamente hermosos de los que tanto hablaban los chicos y con los que tanto soñaba en secreto.

Se me iluminó el rostro. Tomé a César por la correa y salí huyendo del dormitorio, pero la mujer me llamó.

—¡András! —dijo con su voz aguda y cantarina, y en sus labios se dibujó una sonrisa traviesa.

Cuando me volví supe que se había dado cuenta de todo. Mi rostro debía de estar rojo como un tomate y ella, con toda certeza, se había percatado de aún más. Pero no subió la colcha. Simplemente me miró sonriendo, y aquellos ojos volvieron a recordarme a los de Manci.

—A ver —dijo con el aire distraído que la caracterizaba—, acércame el bolso. Está sobre la cómoda.

Se lo di. No me atreví a alzar la vista, pero sentía que tenía la suya clavada en mí. Sacó un pengo del bolso y me lo puso en la mano. No sé si le di las gracias, tan desconcertado estaba. Solo me acuerdo de que al final volvió a sonreír y, como de costumbre, con la yema del dedo me tocó, juguetona, la punta de la nariz.

Después de dar media vuelta para salir, oí la voz de Brochón. Hablaba en inglés, en voz muy baja.

What a handsome boy! —dijo.

Isn’t he? —repuso la señora, y luego añadió algo que no entendí y se echaron a reír, ambiguas y cómplices.

Salí de la suite como si allí dentro me hubiera emborrachado. Me paré ante el primer espejo y me miré. What a handsome boy! Resonaba en mi interior. Y luego otra voz, algo cantarina. Isn’t he?

Estaba ebrio por completo. En la plaza del Parlamento de repente pensé que quizá Brochón ya se habría ido y que su excelencia estaría acostada en la cama, sola, con el camisón traslúcido. Todo dejó de importarme, absolutamente todo. Tiré de la correa de César y volví al hotel a toda prisa.

No estaba. Seguramente acababa de salir, porque un pitillo aún humeaba sobre la mesilla de noche. El cuarto de baño todavía estaba cálido, con vaho, y frente a la bañera, en la alfombra rosada, se veían las huellas de sus pies. En el dormitorio reinaba una penumbra amarillenta, las persianas estaban bajadas y en la cama sin hacer yacía su camisón, impúdicamente al descubierto. Me lancé sobre la prenda y, como si hubiera perdido la razón, la abracé y la besé, y volvió a sucederme lo que me pasaba en sueños.

Al día siguiente libré. Mientras deambulaba extasiado por las calles, me pareció verla por todas partes con el camisón color salmón, y sus blancos senos asomándose al inclinarse sobre el plato. Ella percibía mi mirada, me la devolvía igual que Manci, y no se tapaba. Solo soñaba con la mañana siguiente, pero me esperaba una desagradable sorpresa. La noche anterior había vuelto Doni y fue él quien bajó a César.

A ella no volví a verla en semanas. Antes, cuando la rehuía, siempre me cruzaba con ella, y ahora que la buscaba y la esperaba todo el santo día, no me la encontraba nunca.

Cada vez estaba más inquieto. Temía lo que deseaba y deseaba lo que temía. Con el tiempo llegué incluso a atreverme a dar portazos, aunque sabía muy bien qué me pasaría si la despertaba. No me importaba. De hecho, no me importaba en absoluto. Lo que quería era que me llamara, poder entrar a verla; había perdido la razón, estaba borracho de pasión.

Por fin conseguí lo que tanto había anhelado. Una mañana, cuando entré a César en la suite, desde el dormitorio se oyó una voz aguda y cantarina:

—András… ¿eres tú?

No sé qué me sucedió en ese instante, pero en lugar de contestar, en lugar de sentirme feliz, di media vuelta como un loco y bajé las escaleras corriendo.

—¿Qué te pasa? —me preguntó el conserje cuando me vio llegar al vestíbulo—. Estás más blanco que la cal.

—No sé —bisbisé, secándome el sudor.

—Vete a dar una vuelta —propuso—. El aire te sentará bien.

Salí y me fui andando hasta la sala de fiestas Vigadó. Allí de repente me paré. Se me ocurrió que la señora habría pensado que no la había oído y que quizá en ese preciso momento me estaba llamando por teléfono. En cuanto lo pensé, giré sobre mis talones y volví a toda prisa al hotel para recuperar aquello de lo que hacía un rato había huido, y como quien sucumbe a su destino, aguardar a que llamara. Tuve que esperar mucho.

Casi cuatro meses.