Buda era blanca e irreal como un cuento de Navidad. Por las calles nevadas el aire permanecía quieto, con una inmovilidad extraña, hechizada, como si la ciudad hubiera retenido el aliento. Alrededor del halo dorado de las escuálidas farolas caían con lentitud soñolienta copos de nieve grandes y resplandecientes como diamantes, y mi imaginación desenfrenada intuía palacios encantados por entre la neblina y el fulgor. Tras la cortina de nieve que me deslumbraba, se deslizaban misteriosos vehículos: grandes y relucientes automóviles, pequeños y ruidosos taxis en busca de pasajeros, inmensos autobuses renqueando e incluso un trineo con sus plateadas campanillas, que parecía salido de un cuento de Andersen. De las cafeterías salía luz y música a borbotones, y ante un local iluminado con lámparas multicolores un hombre mayor, vestido con uniforme de general, abría las puertas de los vehículos haciendo reverencias.
—¡Feliz Año Nuevo! —repetía con voz estridente, si bien aún faltaban varias horas hasta la medianoche—. ¡Feliz Año Nuevo!
De los automóviles emergían damas con tez de porcelana, cogidas del brazo de caballeros engalanados y calzadas con zapatos de tacones como mondadientes. En sus cabellos brillaba la nieve, en sus orejas, las piedras preciosas, en sus rostros, la sonrisa. Eran bellas e irreales, al igual que toda la ciudad, y me recordaban los cuentos de hadas de Elek Benedek, porque en la vida de cada día nunca había visto nada que se le pareciera.
El Danubio estaba blanco e inerte como una carretera nevada. Tan solo al acercarnos vi que por el centro del río discurrían cascotes de hielo y que debajo bullía un agua negra como la pez. De repente, mi madre se detuvo bajo los arcos con farolas adornadas del puente de las Cadenas.
—¡Mira esto! —dijo, como si poseyera toda aquella ciudad y quisiera vendérmela y obtener pingües beneficios—. Dicen —relató con orgulloque hasta al príncipe de Gales se le cortó la respiración al verlo.
No sé qué le ocurrió al príncipe de Gales, pero a mí sí que se me cortó la respiración al ver las dos ciudades que se abrazaban gracias a los largos y brillantes puentes sobre el Danubio. Movía la cabeza de un lado a otro, no sabía adónde mirar. En las laderas de los montes, como una mujer tendida, se ofrecía Buda bajo su blanco manto nevado; en la otra orilla, llana y ufana, pestañeaba gallardo Pest con sus miríadas de ojos luminosos. Aquí y allá, en la niebla blanquecina destellaban rayos enigmáticos, inundando de luz estatuas o edificios fabulosos. En lo alto, como flotando entre las nubes, brillaban las ruinas del castillo sobre la ciudad, y más allá, en la cima de otro monte, un edificio de ensueño con numerosos bastiones. No tenía ni idea de qué podía ser.
—El bastión de los Pescadores —me explicó mi madre—. Y eso de allí es el palacio real.
Yo lo miraba todo con la boca abierta. Entre la niebla y las luces de los reflectores, el palacio real parecía tan inverosímil que no podía imaginarme a nadie viviendo en él. Su cúpula cubierta de nieve, que apuntaba al cielo desde la cima de la montaña, me recordaba los blancos adornos de una tarta nupcial. Con el corazón palpitando me apoyé en la barandilla del puente y unas lágrimas de felicidad me empañaron los ojos. «¡Qué bonito poder vivir aquí! —pensé—. ¡Qué bonito es vivir! Qué bonito…»
—¿Qué hacen aquí parados? —nos gritó una voz tosca y ronca.
Me volví sobresaltado. Ante nosotros había un hombre bigotudo, con casco plateado y uniforme negro. De un lado le colgaba una espada; del cinturón, una pistolera; del bigote, un carámbano. Llevaba guantes blancos como las jovencitas que toman la comunión, y con esa mano alba y delicada apartó rudamente a mi madre de la barandilla.
—¡Vamos, vamos! —gruñó—. Aquí no pueden detenerse.
Mi madre huyó, asustada, y yo la seguí a toda velocidad.
—¿Por qué nos ha echado ese soldado? —pregunté cuando estuvimos fuera de su alcance.
Mi madre sonrió.
—No es un soldado. Es un policía.
—Bueno, ¡pues un policía! —refunfuñé irritado, porque sentía que me habían herido en el orgullo—. ¿Por qué te ha apartado de allí el policía?
—Pensaría que me quería tirar al río.
—¿Por qué ibas a tirarte? —pregunté, y la miré perplejo.
—Pues por lo mismo que los demás. Últimamente son tantos los que lo hacen que hay que poner guardias en los puentes. Los periódicos dicen que en ninguna otra parte hay tantos suicidios como aquí.
Ya en la orilla de Pest, pasamos ante grandes hoteles. Aquí la riqueza sacaba pecho, como los pavos en época de celo. Ante las entradas alfombradas en rojo se agolpaban enormes automóviles. Brillaban las pecheras blancas, resplandecían las joyas, crujían las sedas bajo los abrigos de piel, y los generales encargados de abrir las puertas se inclinaban ante los recién llegados.
—¡Buenas noches, su señoría!
—¡Su seguro servidor, ilustrísimo señor!
—¡Bienvenida, excelentísima señora!
—¡Que lo pase bien, señor consejero!
—¡A su servicio, señor presidente!
Nunca habría imaginado que pudieran existir tantos títulos en el mundo, tantos abrigos de piel, tantas alhajas. En el aire flotaban nubes de perfume y las damas de tez de porcelana se movían sobre sus pequeños pies como pájaros que pasan la mayor parte de su vida volando. ¿Por qué iban estos a tirarse al Danubio?
Mi madre aminoró la marcha porque seguramente se había quedado embelesada, pero yo pensé que habíamos llegado a casa.
—¿Es aquí donde vives?
Mi madre volvió a sonreír y me pregunté irritado qué error habría cometido.
—Nosotros vivimos en Újpest —dijo.
Me acuerdo de que ese comentario me llenó de alegría. «Újpest, o sea Nuevo Pest», me dije, y me invadió la curiosidad. Si el Pest antiguo es tan bello, ¿cómo será el nuevo?
Subimos al tranvía, lo que suena muy natural, pero no lo era para una persona que nunca había montado en uno. Tenía noticias de su existencia, pero una cosa es oír y otra diferente es ver, mucho más si se tienen catorce años. Imaginen un vagón de tren que sin más se desprende de la locomotora y se pone en marcha para ir por donde le plazca; a mí me pareció algo así.
Tardamos mucho en llegar a Újpest. Cuanto más avanzaba el tranvía, más oscura y desierta se volvía la ciudad. Las hermosas casas señoriales desaparecieron pronto, y en las calles mal iluminadas se sucedieron vulgares y destartaladas casas de vecindad, luego durante un tramo largo solo fábricas, almacenes, edificios informes como graneros, alguna que otra caseta, y finalmente nada más que nieve y oscuridad y, de vez en cuando, una farola con luz enfermiza.
—¿Esto es Újpest? —pregunté desilusionado al bajar del tranvía.
—Sí —confirmó mi madre.
Cruzamos la calle. Al otro lado, adosada a una de las esquinas de un depósito de chatarra, había una chabola medio caída en la nieve, como un enorme tacón de zapato torcido. Dentro, ante un quinqué humeante, se acurrucaba un hombre raquítico, despeinado y de mirada torva, y detrás de él colgaba de la pared un viejo reloj de hojalata. Mi madre miró el reloj y soltó una blasfemia.
—¡Vaya, se me ha pasado la hora! —gruñó—. Apresúrate, tenemos que llegar a casa antes de que cierren la puerta.
—¿Es que aquí cierran las casas? —pregunté, asombrado.
—Claro. A las diez.
—¿Y luego no te dejan entrar?
—Solo si pagas. Diez florines por persona. Veinte después de medianoche.
Pasamos por un terreno sembrado de hoyos, la nieve tenía una altura de un metro. Solo lo atravesaba una senda de pisadas tan estrecha que no cabíamos los dos. Fue entonces cuando me di cuenta del frío que tenía. Solo me faltaba pasar la noche a la intemperie. Sería el colmo.
—¿No tienes veinte florines? —me arriesgué a preguntar.
—Pues sí —contestó mi madre tras un leve suspiro—. Pero pensaba comprar leche para el desayuno.
—Entonces corramos —propuse.
Mi madre echó a correr y yo detrás de ella. Por fin apareció la casa. Era un edificio bastante extraño, tan estrecho y alto como un ladrillo gigante puesto de pie. Se erguía solitario en medio de solares desiertos, en un vacío blanco; solo en la lejanía se divisaba la silueta negra de las chimeneas de unas fábricas. En la planta baja había una taberna maltrecha de la que se filtraba música cíngara.
—Y si nos cruzamos con el portero —dijo mi madre resoplando mientras corría— tienes que ser muy humilde con él, por… —de repente interrumpió la frase y gritó excitada—: ¡La puerta aún está abierta!
Aceleramos. Ante la puerta, mi madre me asió del brazo y entramos furtivamente, como si fuéramos ladrones. No se detuvo a recobrar el aliento hasta el primer piso. Vivíamos en el tercero, porque en Budapest —según me explicó mi madre— se paga menos alquiler cuanto más alto esté el piso y nosotros vivíamos en el tercero porque en aquella casa no había cuarto.
Al llegar, mi madre se detuvo en las escaleras.
—Voy al retrete —dijo—. Espérame, luego tú también puedes ir.
En toda la planta no había más que un retrete; luego me enteré de que lo utilizaban doce familias. En casa de la tía Rozika también había una sola letrina para todos, pero ¡qué diferencia! Allí cada sábado la vieja me hacía fregar las tablas hasta que quedaran relucientes, en cambio, aquí un osado investigador podría toparse hasta con estratos de la Edad de la Piedra bajo la ilustre obra de tantos y tantos descendientes. El cuartito daba al patio, el agua se había helado y el mal olor era tan insoportable que le pareció excesivo incluso a mi experimentado olfato.
Mientras, mi madre ya había entrado en casa. En el piso había doce viviendas y en la oscuridad yo no encontraba la nuestra. Finalmente llamé a mi madre y entonces se abrió una puerta.
—¡No grites, maldita sea! —me chilló—. ¡Vas a molestar al señor portero!
Había irritación en su voz, pero en el rostro se le dibujó una sonrisa y con los ojos me indicó que aquello era para complacer al portero. Luego con voz cohibida dijo:
—Entra, hijo. Bienvenido a casa.
Eso ocurrió el 31 de diciembre de 1927 a las diez de la noche, a la hora del cierre de la puerta, tres meses y medio antes de mi decimoquinto cumpleaños. Fue entonces cuando crucé por primera vez lo que pomposamente se podría denominar el umbral del hogar materno.
El «hogar materno» constaba de un cuarto y una cocina. La cocina era muy estrecha y larga, más bien parecida a un pasillo sin ventana, pero tenía un fogón y cacharros. Mi madre ya había encendido la lumbre, y sobre el fogón había una gran cazuela de hierro que inundaba el piso de un fuerte olor a col.
Entramos en la habitación. El tosco suelo de madera estaba aún húmedo, ya que lo habían fregado. Todo en general estaba inmaculado y a la vez era muy triste, aunque no sabría decir por qué. En realidad, para los parámetros que yo tenía, la habitación era bastante amplia y, pensándolo bien, también me gustaron los muebles. En el fondo de la estancia había una cama, lo que para mí era símbolo de opulencia; sobre ella, en un grueso marco dorado, una reproducción a color: la Virgen María con el Niño Jesús. Junto a la cama también había un aguamanil que sostenía una palangana blanca desconchada, aunque solo se apoyaba sobre dos de sus patas, porque la tercera no llegaba al suelo, que hacía pendiente.
En la otra punta de la habitación, un armario voluminoso y oscuro se apoyaba más mal que bien en la pared y miraba de hito en hito a una vieja cómoda de hombros torcidos, escondida junto a la puerta como un pariente venido a menos. Encima, atado con un lazo rosa desteñido, colgaba un corazón de pan dulce decorado con pequeños espejos; lo habrían comprado hacía tiempo en una verbena, y ya se le habían caído las partes azucaradas. En el centro de la habitación había una mesa cubierta con un hule y encima de ella ardía un quinqué de pantalla verde.
—Pero también hay electricidad —dijo mi madre con orgullo, y para que viera que decía la verdad, encendió por un instante la bombilla que pendía de un cable negro—. Es un gran invento —reconoció con objetividad— pero no para los pobres. Resulta muy caro, no la utilizamos.
No sabía por qué hablaba en plural.
—¿Vive alguien más en la casa? —pregunté.
—Ahora ya solo Manci —contestó—, pero antes tenía a otro inquilino. Imagínate, me pagaba cuatro pengos al mes, y eso que dormía en la cocina, en la cama plegable. Antal, así se llamaba, era muy generoso, pero ¿qué le vamos a hacer? —suspiró mi madre—; tuve que deshacerme de él por ti.
—¿Por mí? ¿Por qué?
—¿Dónde ibas a dormir? Manci alquila la cama, y Antal, ya te lo he dicho, dormía en la cocina.
—¿Y tú?
—Aquí, en el suelo. Ahora yo dormiré en la cocina y tú en la habitación.
—¿Con Manci?
Sentí que me sonrojaba, pero mi madre no se dio cuenta.
—Manci es una buena chica. No ha puesto pegas. Si no llega con el último tranvía, puedes meterte tranquilamente en la cama.
—¿En la cama?
El corazón me dio un vuelco. Nunca había dormido en una cama.
—Hoy es Nochevieja. Seguro que no vuelve a casa.
—¿Otras veces también pasa la noche fuera? —tanteé.
—Si tiene clientes hasta tarde. Ya sabes, es una mujer de esas, pero mientras pague, ¿qué más me da? Bueno, no vaya a quemarse la cena. ¿Sabes lo que te he preparado?
—¿Qué?
Me guiñó el ojo.
—Estofado de col a la Székely.
Se me hizo la boca agua. De no temer por mi «reputación» hubiera dado gritos de alegría. Pero con mucha hombría me limité a decir:
—No está mal.
Pero al salir mi madre de la habitación, no pude contenerme y me puse a dar brincos de alegría, de veras, no solo en sentido figurado. «Vaya, esto sí que está bien —me dije—, ni me lo podría haber imaginado. Dormir en una cama y cenar estofado de col. Si se lo dijera en una carta a los chicos, seguro que pensarían que eran trolas de las mías.»
De la taberna llegaba la música cíngara. Tocaban una canción sentimental, pero a mí me pareció tremendamente alegre. Por fin mi madre me llamó:
—Ven, Béla, la cena está lista.
El estofado de col ya humeaba sobre la mesa de la cocina, en la gran cazuela de hierro, y mi madre me sirvió una ración tan grande que hubiera satisfecho incluso al tío Rozika, y eso que seguramente no había nadie en el mundo que comiera más que él.
Tanto me harté que empecé a sudar. ¡Dios mío, qué estofado de col! Llevaba nata, sabrosa carne de cerdo que se me deshacía en la boca y col. ¡Dios mío, qué col! Se notaba que mi madre la había preparado por la mañana, o quizá el día anterior, porque solo la col recalentada sabía así de bien. Me enternecí. Porque a los ricos la comida les llega al estómago, pero a los pobres nos llega también al corazón. Miré a mi madre de reojo. «No puede ser mala persona», pensé. Allí está ese Antal tan generoso y lo echa de la noche a la mañana para poder dormir bajo el mismo techo con su hijo que acaba de salir de la cárcel. Y de cena prepara estofado de col, cuando la pobre solo tiene veinte florines. Me incliné sobre el plato para que mi madre no viera mi enternecimiento.
—Y ¿cuánto costó este estofado? —pregunté lo más fríamente que pude.
—¿Que cuánto? —Mi madre empezó a hacer cuentas—. Por la carne pagué ochenta florines, por la col, diez, por la nata, dieciséis, más un poco de manteca, comino y los demás condimentos. Pues no lo sé, quizá un pengo con diez en total.
—¡Eso es mucho dinero! —constaté.
Mi madre no contestó, pero me di cuenta de que le sentaba bien mi halago. Yo no lo había dicho por eso. Tenía una pequeña agenda, me la había dado la señorita Espantapájaros para apuntar el nombre de los que se portaban mal. La saqué, extraje de su lomo un lapicero fino y con mucha seriedad empecé a escribir. Aún la conservo; entre los gastos, en el recuadro del debe escribí: «31 de dic. de 1927. A mi madre por una ración de estofado de col: 55 florines».
—¿Qué apuntas?
—El precio de una cena.
—¿Por qué?
—Para poder hacer las cuentas. Porque te lo pagaré todo hasta el último florín. Ya verás, el generoso Antal se quedará corto a mi lado.
Y apunté en el cuaderno: «A mi madre por un mes de alquiler 5 pengos».
Mi madre me miró con tal expresión que al principio pensé que no había captado nada. Pero sí lo había entendido. De repente sus ojos se llenaron de lágrimas y volvió la cabeza.
—Es una bonita idea —dijo con la voz algo entrecortada—, pero ¿para qué tantos garabatos? No estás con desconocidos.
Entonces fui yo quien volvió la cabeza, porque esas pocas palabras «No estás con desconocidos» se me quedaron atragantadas como un hueso. Pensé en Istvány. Quizá algún día venga a Budapest y nos encontremos en la calle y entonces me pregunte: «¿Dónde vives, Béla?». «¿Que dónde? —preguntaré—. Pues en la casa de mi madre.» Lo diré como si nada, como si fuera lo más natural del mundo. «Es que ya no me gusta vivir con desconocidos, Istvány.»
Mi madre examinaba su plato vacío y yo el grifo del que de vez en cuando caía una soñolienta gota a la pila. Desde la taberna seguía llegando la música cíngara. Tocaban una canción famosa, era agradable oírla. Mi madre ladeó la cabeza y canturreó, ensimismada:
Cabemos en un cuartucho,
cuando hay amor, poco es mucho.
Pero vivimos felices:
Dios la pobreza bendice.
El violín lloraba, el címbalo reía, la flauta susurraba y el contrabajo gruñía. En la cocina hacía calor y la buena comida me llevaba el cuerpo como una bendición, se me cerraban los párpados. Satisfecho, me eché hacia atrás.
«Porque ya no me gusta vivir con desconocidos, Istvány.»
De repente mi madre dijo:
—Tengo que hablar seriamente contigo, Béla.
La miré como si me hubieran echado un jarro de agua fría.
—Sí. Adelante.
Mi madre juntó las manos sobre el regazo, como hacen las mujeres pobres cuando tienen algo serio que decir.
—Te he conseguido un puesto en un hotel.
—¿En un hotel? —La miré extrañado—. ¿Para qué?
—Pues para trabajar —contestó—. Es un buen sitio. Tenemos mucha suerte. Hace tiempo que conozco al primer conserje, hace años que le hago la colada. Cuando llegó la carta del maestro, fui a verlo y le dije: «Léala, señor primer conserje. El maestro dice que mi hijo llegará lejos, aquí está, léalo. Se lo digo porque ahora el chico viene a Budapest, y quizá el señor primer conserje lo pueda colocar en el hotel. No se lo pido gratis, entendámonos: no le cobraré por hacer la colada mientras el chico esté allí». Y le gustó al muy tacaño. Lo disimuló, porque así es su carácter; más bien puso pegas, que si esto y lo otro, que no es tan sencillo, pero al fin dijo: «Está bien, Anna, traiga al chico para que lo vea». Así que mañana vamos al hotel y tú no te olvides de sacar a relucir tu sabiduría, para que yo no me avergüence.
—No te avergonzarás —afirmé con sequedad y mucha hombría, y traté de parecer indiferente, aunque la noticia me había emocionado sobremanera.
También me picaba la curiosidad por la carta del maestro. A mí solo me había mencionado un telegrama, pero no había dicho nada sobre una carta escrita a mi madre. ¿De verdad había escrito que llegaría lejos? Las palmas de las manos me empezaron a sudar del orgullo.
—¿Y de qué haré en ese hotel?
—De botones —contestó mi madre.
—¿Eso qué es?
—Pues… botones. Eso. Así les llaman. Llevan un uniforme rojo y los señores los mandan de un sitio a otro.
—¿Y cuánto gana un… uno de esos?
—No les dan sueldo —explicó—, porque tienen que estar cuatro años de aprendiz y el hotel no paga a los aprendices. Pero allí viven señores muy distinguidos, según dice el primer conserje, que suelen dar buenas propinas. Dice que a veces un chico de esos gana hasta dos o tres pengos al día, pero a lo mejor exagera un poco, por lo de la colada gratis.
Eché cuentas. Si el primer conserje decía que ganaban dos o tres pengos, entonces seguro que ganaban uno o dos, lo que serían cincuenta pengos al mes. Mucho dinero. Demasiado, pensé desconfiado. Debe de haber gato encerrado. Pregunté:
—¿Cuánto tiempo hay que trabajar en el hotel?
—Pues lo normal —contestó mi madre—. De la mañana a la noche.
«Vaya, vaya —me dije—. Hemos dado con el gato.»
—Imposible —afirmé.
—¿Imposible? —Mi madre me miró consternada—. ¿Y por qué?
—Porque tengo que ir a la escuela.
—¡Y un cuerno tienes que ir! Has cumplido los catorce, has hecho los seis años de primaria, la ley no exige más.
—La ley la hacen los ricos —dije muy bien informado—. El pobre, si no estudia, tendrá una vida de perros.
—Ya has estudiado bastante. El maestro me ha hablado muy bien de ti.
—Bah —dije, e hice un ademán con la mano—, eso no es nada. Por ejemplo, ahí tienes la historia mundial. ¿Qué estudiamos sobre eso? Solo nos han hecho empollar la historia húngara. Que también es interesante, no digo que no, pero lo interesante viene en la historia mundial; ahí es donde uno se entera de por qué ocurrieron las cosas en el mundo y todo eso, ya sabes. O las ciencias naturales. Tampoco las estudiamos. Puedes haber aprendido la estructura del mundo, pero sin lo otro te quedas como un idiota que va en tranvía sin entender por qué anda sin locomotora. ¡Y luego están los idiomas! Yo hablaré muchísimos idiomas, porque el señor maestro dice que con el húngaro solo se llega hasta la frontera de Hegyeshalom; más allá, por mucho que ladres no te entienden ni los perros.
—¿Y qué? —Mi madre sonrió—. Tú no quieres irte al extranjero.
—¡Claro que sí! —exclamé—. ¡Quiero ver el mundo entero! Dios no creó el mundo para que el hombre no lo viera. ¿Has estado alguna vez en el extranjero?
—¿Yo? —Mi madre se echó a reír—. ¿Para qué iba a ir?
—¿Es que no sientes curiosidad?
—¿Curiosidad de qué?
—Del mundo ¡El mundo es tan maravilloso! ¿Sabes cuántas cosas hay en el mundo? En la ciudad de Venecia, según cuentan, los palacios de mármol están construidos sobre pilotes.
—¿Sobre qué?
—Pilotes de madera. Porque lo creas o no, por las calles fluyen ríos y hay que ir en barca hasta la tienda de la esquina. Y en la ciudad de París hay una torre tan alta como el monte Gellért. Ya se me ha olvidado cómo se llama, pero es de acero y es tan grande que tiene hasta posadas dentro. ¡Y América! ¿Has oído hablar de los palacios de cien plantas que tienen allí, y de los fabulosos países de Oriente, donde tuvieron lugar los Cuentos de las mil y una noches?¿Y del África negra? ¿Y de las selvas donde se cazan tigres? Pues yo quiero verlo todo, absolutamente todo. Quiero conocer todos los pueblos del mundo, a los amarillos, a los negros y a los indios de piel roja. Y todos los mares. El mar Negro, donde desemboca nuestro Danubio, y el mar de China, donde hay potentes tifones. ¿Sabes qué es un tifón?
—Mira, Béla —dijo mi madre con un deje de impaciencia—, está bien que seas uno de esos… como se diga, que lo quieras saber todo y lo quieras ver todo. Pero tu madre es pobre y… ya me entiendes.
—No irás a creer que no quiero trabajar —protesté—. Con la vieja me deslomé. Ahora tampoco quiero otra cosa. Solo digo que quiero un trabajo que me permita ir a la escuela.
—No lo hay.
—¿Cómo que no lo hay? Ahí tienes e esos chicos que venden periódicos. He visto a muchos en la calle. ¿Por qué no trabajar de eso? Por la mañana iría a la escuela y luego, hasta la noche, podría vender prensa.
—Te morirías de hambre.
—Entonces haría otra cosa.
—¿Y qué narices harías?
No supe decírselo. Mi madre sonrió.
—Dices tonterías —soltó—; si tan listo eres, ¿por qué no piensas? Vas a estar en el mejor hotel del país y, si espabilas, en quince o veinte años llegarás a primer conserje.
—¡Pero yo no quiero ser primer conserje!
—Entonces, ¿qué quieres ser? ¿Primer ministro?
—De momento no lo sé —contesté titubeando, como quien aún está considerando cuál será su decisión definitiva—. Eso depende del gobierno que para entonces haya en Hungría. Porque con los de ahora no sería primer ministro aunque me pagaran diez pengos al día. Este es un mundo de ladrones, créeme, de ladrones ricos, eso dijo el señor maestro, y la gente pobre no lo soportará mucho tiempo.
Mi madre me miró horrorizada.
—Pero ¿qué dices? —preguntó moviendo la cabeza—. Dime, ¿ese maestro no será «camionista»?
Nosotros, los niños de la aldea, de los «camionistas» solo sabíamos que eran en su mayoría judíos y que se dedicaban a traicionar a la patria.
—¿Cómo puedes decir algo así? —estallé—. ¡El señor maestro no es judío!
—No es judío —gruñó mi madre—. Es peor que eso. Un cerdo borracho, eso es lo que siempre ha sido. Enreda a los niños ignorantes, ¡qué vergüenza! Es camionista, te lo digo yo, y tú también hablas como si ya lo fueras. Y en mi casa no se hablará de camionismo. Me gano el pan con trabajo honrado y tú también lo harás, porque si no te retuerzo el pescuezo. Mañana vamos a ese hotel y no quiero oírte más cháchara pagana.
Con ello, al parecer, dio por zanjado el asunto. Se puso en pie, quitó la mesa y empezó a fregar los platos.
Volví a odiarla igual que en mi infancia. El maestro significaba para mí todo lo bueno y hermoso de la vida, y ella, que lo denigraba, todo lo contrario.
«Durante ocho años no me ha venido a ver —me dije—, y ni siquiera me mandó un par de zapatos rotos para que no me helara de frío, y ahora quiere que me vuelva tonto a cambio de los dos o tres pengos con que la engatusa el tacaño del primer conserje.»
—Pues no pienso ir al hotel —afirmé con insolente tranquilidad, porque no quería revelar lo nervioso que estaba.
Mi madre se volvió tan de repente que el plato mojado casi se le cae de la mano.
—Entonces, ¿qué quieres? ¿Robar?
—No soy ningún ladrón —refunfuñé.
—¿No? —preguntó, y en su rostro se dibujó una sonrisa socarrona—. ¿Fue a mí a quien encerraron por robar?
Solo faltaba eso. Me puse en pie de un salto.
—No me llames ladrón porque…
Mi madre puso el plato en la mesa y se me acercó con siniestra lentitud.
—¿Porque qué? —preguntó, y clavó en mí sus ojillos negros y profundos.
Me puse hecho una furia.
—¡No te servirá de nada llamar comunista al señor maestro! —grité—. Se portó conmigo mejor que mi propia madre. ¡Por ti ya me podría haber muerto!
—¡Ojalá! —rugió, y con sus grandes manos huesudas me agarró el brazo. Pensé que iba a pegarme, pero solo lo apartó con brusquedad—. ¡Vete a la habitación —chilló—, porque si no te rompo la crisma esta misma noche!
No esperé a que lo hiciera. Me fui al cuarto, pero di un portazo para que viera que yo era un hombre que, si bien se retira, no renuncia a la lucha.
—¡Camionista! —me gritó, luego gruñó alguna cosa más, pero ya no lo entendí.
Se hizo un silencio, un silencio hostil y sofocante. Estaba en medio de la habitación, en el «hogar materno», y de repente me di cuenta de que sentía deseos de estar con aquella vieja a la que odiaba y con los siete bastardos.
Empecé a soltar maldiciones a destajo. Eché pestes de mi madre, eché pestes contra todos los «ladrones ricos» que se habían aliado contra los niños pobres. Mi imaginación agitada tramaba planes a cuál más novelesco. Decidí escapar. No sabía adónde ni me importaba. Solo quería irme de allí, después ya me las arreglaría de un modo u otro.
—¿Por qué gastas tanto petróleo? —gritó mi madre—. ¡Apaga la luz y acuéstate de una vez!
Empecé a desvestirme. Eso suena muy natural, pero no lo es para una persona que en invierno suele dormir con lo puesto. Con la salvedad de la noche anterior a mi viaje, llevaba tres meses sin quitarme la ropa. Me desnudé, como solía hacer en el pueblo los días de bochorno, y me metí bajo el cálido edredón tal y como mi madre me había traído al mundo.
Fue la primera vez en mi vida que me acosté en una cama. Cuántas veces había soñado con ello en las noches frías de invierno, cuando me revolvía, con los dientes castañeteando, sobre la paja húmeda. Pero ahora tampoco me sentía feliz en ese lecho. En aquel mullido abrigadero comprendí enseguida que mis planes de fuga se esfumaban, porque… ¿adónde iba a ir en pleno invierno, cuando no tenía nada ni a nadie en el mundo, ni siquiera unos calzoncillos desgastados? No obstante toda mi hombría, un agua salada empezó a brotarme de los ojos y me dormí como un bebé que concilia el sueño entre sollozos.
Me despertaron unas tremendas blasfemias. Una chica fuera de sí gesticulaba en la puerta, y los tacos le salían de la boca a borbotones como aguas fecales de una tubería rota. Tenía el pelo color panocha, la cara pintarrajeada, y el carmín se había corrido de sus labios maldicientes. Mi madre estaba ante ella descalza, en camisón, tratando de calmarla.
—Manci, querida —repetía—, ¿cómo iba a saber yo que usted volvería en plena Nochevieja?
—¡Nochevieja o no —chilló la muchacha—, la cama es mía, y no le pago todo ese dineral para que meta en ella al cochino de su hijo!
De repente se tambaleó y empezó a hipar. Solo entonces me di cuenta de que estaba borracha.
—¿Le preparo un café? —preguntó mi madre con mucha humildad.
—¡Me cago en su café! —berreó la chica—. Hágase la idea de que me largo.
—Vamos, mire, Manci —insistió mi madre, pero Manci la empujó a la cocina y de un portazo cerró la puerta en sus narices.
De no ir desnudo, habría saltado de la cama hacía rato, pero tal como estaba no sabía qué hacer. Cerré los ojos y me quedé quieto como si aún estuviera durmiendo. De repente sentí un agrio olor a bebida y la chica me agarró de los hombros.
—¡Lárgate de mi cama —gritó—, o te abro la cabeza!
—Estoy desnudo —dije con torpeza.
—¿Y qué? —refunfuñó—. Les he visto los bajos a muchos hombres.
No había más remedio: salté de la cama. De lo asustado que estaba no encontraba la ropa y correteaba de un lado a otro como un loco.
De repente sentí la mirada de la joven borracha sobre mi cuerpo. No me miraba como se mira a los niños sino… no sé cómo. Me invadió una extraña congoja. Rápidamente me subí los pantalones, me puse la camisa, la chaqueta y, de espaldas a la chica, me paré ante la ventana. Fuera todo estaba oscuro, en el cristal se reflejaba la habitación y vi que la chica empezaba a desvestirse. Yo era un chiquillo que se excitaba con facilidad, y perdía la cabeza en cuanto el viento levantaba la falda de una chica. Pero ahora, al ver desnudarse a esa Manci, solo sentí una fría repulsión.
Me di la vuelta. Oí cómo se acostaba y más tarde vi que echaba un buen trago de una botella de pálinka. Luego desplegó el periódico, pero solo ella sabría por qué, ya que no leía. Cruzó los brazos bajo la cabeza y se quedó mirando el techo sin decir nada. Desde abajo se seguía oyendo la música cíngara.
—Tocan bien —dijo pensativa.
No abrí la boca. Durante un rato ella tampoco habló.
—Pobres gitanos —dijo a continuación—, también les va mal. Recuerdo los tiempos en los que les pegaban billetes en la frente, y ahora duermen en el parque, sobre los bancos. La zorra de la tabernera se les acerca y les dice: «¿No quieren tocar en mi taberna?». «Cómo no, contesta el pobre gitano. ¿Cuánto paga?» «¿Cómo iba a pagarles?», dice la muy puta lloriqueando. «Tengo un negocio miserable, no gano nada. Pero me daba pena verlos dormir aquí en el banco, y pensé que quizá podrían dormir en la taberna y les daría algo de comer.» Es así como esa zorra consigue a los músicos. Y luego, si entre ellos hay alguno apuesto, enseguida se le echa encima como un gavilán y se lo lleva a la cama. Bueno, ¿qué haces ahí parado como un idiota? —me gritó de repente—. ¿Es que te has quedado mudo?
—¡Maleducado! —gritó mi madre desde la cocina—. ¿Por qué no le contestas a la señorita Manci?
Y es que la señorita Manci estaba ahora más conciliadora.
—No le regañe —dijo—. Budapest confunde a un chico así. Recuerdo que yo también estaba así de asustada cuando vine del campo. ¡Ay! —suspiró—. Vamos, Anna, entre, que aún queda algo en la botella.
Mi madre no se hizo de rogar. Tanta prisa tenía en llegar que las enaguas se las puso por el camino, sobre el camisón. Manci le extendió la botella de pálinka.
—¡A su salud!
Mi madre levantó la botella.
—Pues ¡feliz Año Nuevo, Manci!
Manci miró su reloj.
—Aún no es Año Nuevo —dijo—. Y quizá nunca lleguen felices años nuevos. Este es un mundo de perros, se lo digo yo, un mundo de perros.
—¿Qué pasa? —preguntó mi madre—. ¿Cómo es que ha vuelto tan pronto en Nochevieja?
—¿Que qué pasa? —Manci hizo un gesto de resignación—. Pasa que a partir de noviembre no se puede hacer caja, porque los hombres con dinero se lo gastan en regalos. Me pongo a esperar la Nochevieja como una loca. Y entonces sucede esto.
Estalló en una carcajada histérica.
—Venga, ¿me dice por fin lo que le pasa?
—¿Que qué me pasa? —La risa de Manci se ahogó en llantos. Hundió la cabeza en la almohada y sollozó desesperada—. ¡Tengo la visita de cada mes!
Mi madre permaneció a su lado callada, como quien sabe que no hay consuelo posible para desastres de esta clase.
—A los pobres todo se nos tuerce —añadió en voz baja; luego ella también se echó a llorar.
En ese momento doblaron las campanas y abajo en la taberna el gitano empezó a tocar. Se oyó un gran griterío, chillidos locos de mujeres y risas roncas de borrachos.
—¡Feliz Año Nuevo! —vociferaban—. ¡Feliz Año Nuevo!
«Bueno —pensé—, otro año que empieza bien, ¡al diablo con todo!»