8

Llegados a este punto debo sincerarme. Yo no le era fiel a Sárika según los cánones de los adultos.

Solo según el concepto de los adultos, porque yo, por mi parte, no consideraba infidelidad, ni mucho menos, lo que hacía con una criada llamada Borcsa, pese al loco amor que sentía por Sárika. Yo también, como la mayoría de los niños, consideraba el amor carnal y el espiritual como dos cosas totalmente distintas. Con respecto a Sárika nunca sentí ningún deseo o curiosidad carnal, aunque en aquel entonces esos «deseos» ya me inquietaban bastante.

Vivía entre mujeres, con ellas trabajaba desde la mañana hasta la noche. Y estas mujeres eran, en su mayoría, campesinas jóvenes rebosantes de vida que, al desconocer las obras maestras de la cinematografía húngara de la época, ignoraban cómo tenía que ser una campesina reglamentaria, de acuerdo con lo decretado por las autoridades. Eran simplemente muchachas que no tenían pelos en la lengua, que decían lo que pensaban; y lo que pensaban, para qué negarlo, pocas veces aparecía en las susodichas obras maestras.

Conmigo se portaban como con un gatito recién nacido que aún no ha abierto los ojos. En mi presencia hablaban de todo y, en primer lugar, de cosas lo bastante propicias para inquietar a un adolescente.

En los calurosos días de verano, cuando sin que lo supiera la vieja bajábamos a bañarnos al río, la mayoría de las chicas se desnudaban ante mí. Mis ojos de niño podían pasear libremente por los valles y montes de aquellos cuerpos de mujeres maduras e inspeccionar con torpeza y asombro, con un hambre canina, las «diferencias» que había en el pecho y otras partes, donde crecían exuberantes unos matojos salvajes, oscuros y excitantes: secretos vedados a un niño.

Las veía coquetear con los mozos, oía sus risitas sofocadas, sus carcajadas cuando se hacían cosquillas, sus gritos de deleite, veía la turbación en los mozos. Me contagié: noté cómo me subían las primeras fiebres de un delirio colosal e insondable.

Con todo, seguía andando entre los adultos con la cara más inocente. A sabiendas contestaba a «ciertas preguntas» con ingenuidad y hacía como que no entendía las reacciones jocosas que causaba. Estarían convencidos de que ni siquiera sabía si era un chico o una chica, cuando en realidad el diablo había encendido una mecha en mi cuerpo, una llama que tarde o temprano brillaría como si de una revelación se tratara. Lo cual, en parte, se produjo poco después gracias a los procederes de Borcsa.

Sucedió durante la cosecha del trigo. Una tarde de calor sofocante, cuando todos los de la casa estaban trabajando en el campo, la vieja le ordenó a Borcsa que limpiara el desván conmigo. No había nadie más en la casa, cerramos la puerta de la calle con llave y subimos.

Arriba el calor era aún más insoportable. Nos pusimos manos a la obra sin garbo ni ganas, y lo poco que hicimos no sirvió de nada. Borcsa no se esforzó mucho, dejó la escoba en un rincón y tras soltar un par de tacos se tiró sobre el heno del año anterior. Yo tampoco estaba para muchas tareas y seguí su ejemplo sin demora.

Estábamos echados uno junto al otro, sin movernos. Reinaba tal silencio que parecía que el bochorno hubiera acabado con todo el pueblo. Tan solo se oía el zumbido de unas moscas gordas e insolentes que se posaban en nuestras caras sudorosas.

Borcsa estaba tumbada y, al doblar las rodillas, su falda corta se deslizó hacia abajo. Quizá ni se dio cuenta, porque tenía los ojos cerrados, pero yo sí. Me fijé tan bien que sigo sin olvidarlo. Aún puedo ver aquellos muslos blancos, embriagadoramente hermosos, que asomaban por debajo de su falda; su rostro, en cambio, se ha desvanecido de mi memoria.

Era una chica de bello cuerpo, cabellos negros como el azabache, tan inquieta como una pulga. No callaba en todo el santo día, cuchicheaba, contaba historias, se reía y, si estaba sola, canturreaba sin parar. No obstante, en cuanto olía a un hombre se volvía loca de verdad. Entonces ponía la casa patas arriba, como si le hubieran metido páprika en el culo.

—Yo, de jofhen, no es que fuera un ángel —decía la vieja—, pero tú, Borcsa, eres el demonio en persona.

Borcsa seguía con los ojos cerrados.

—Cierra la puerta —dijo con aire perezoso—. Durmamos un poco.

Cerré la puerta. El desván no tenía ventana, tan solo se filtraban unos haces de luz por las rendijas de la carcomida puerta, que se proyectaban en el suelo como trazados con regla. Yacíamos en la penumbra, sin hablar. De repente Borcsa se incorporó.

—¡Al diablo con este calor! —protestó, y se quitó la blusa.

Casi se me salieron los ojos. Su corpiño sudado se adhería a unos pequeños pechos, puntiagudos; de las axilas asomaba un vello negro que me hizo enloquecer. Con eso ya hubiera bastado para que yo perdiera el sentido, pero además se quitó la falda. Llevaba unas enaguas que no estaban ni almidonadas. Caían suavemente sobre su cuerpo esbelto y joven, prometiendo unas curvas que tumbaban de espaldas.

—Quítate esos harapos —dijo, y enseguida me desembaracé de mi pegajosa camisa. Eso aún no significaba nada, porque otras veces también correteaba con el torso desnudo. Pero entonces Borcsa me preguntó:

—Y los pantalones, ¿por qué no te los quitas?

—Porque no llevo calzoncillos.

—Yo tampoco. —Se rio.

—Bueno, bragas —opuse, bien informado.

—Tampoco.

—¿No?

—Nada.

—¿Nada?

—No, nada.

Y se rio como si le estuvieran haciendo cosquillas.

—No me tomes el pelo. —Me reí también y el corazón me empezó a latir a cien por hora, como si me estuviera persiguiendo el mismísimo Belcebú.

—No te miento —dijo burlona.

—Pues entonces, déjame ver…

Y extendí la mano hacia las enaguas. Borcsa me dio un manotazo.

—¡Ni se te ocurra, desvergonzado!

—¿Ves? —exclamé con un fingido tono infantil—. Llevas bragas, mientes.

—¡Y una leche miento yo!

—Pues demuéstralo.

—¡Un cuerno!

—Anda… Borcsa… solo un poquito.

Y de súbito metí la mano debajo de las enaguas. Ella me empujó con brusquedad.

—¡Vaya, hay que ver! —me gritó, escandalizada—. ¿No te da vergüenza? Se lo diré a la vieja.

Estaba tan enfadada que creí que me iba a echar del desván y a llevarme ante la vieja arrastrándome por la oreja. Pero no lo hizo, siguió acostada a mi lado en la penumbra. Solo lo puedo explicar a retazos, porque no recuerdo con exactitud qué pasó.

No sé cómo sucedió, pero de repente estaba recostado en su cálido y desnudo regazo y el mundo parecía tan maravilloso como nunca habría imaginado. No fue un acoplamiento normal, ni tan siquiera anormal, ya que yo no era más que un chiquillo curioso e inmaduro. Hizo conmigo lo que hacen —mucho más de lo que se piensa— las chicas de esa índole con los mocitos curiosos como yo.

Me sentía como cuando en sueños uno cae lentamente y tarda una eternidad en alcanzar el suelo. Mis manos se aferraban obstinadas a las carnes de la muchacha y mis uñas parecían arder. Sentí un placer inmenso, demencial, nunca antes vivido, que me dejó medio inconsciente. Los ojos me pesaban, me sumí en un duermevela extraño y mareante, pero al mismo tiempo estaba milagrosamente despierto. En aquel calor oscuro y viciado era como si nuestros cuerpos, y con ellos el mundo entero, hubieran empezado a derretirse; todo se fundió, se desvaneció, se convirtió en sueño, desapareció.

De repente volví en mí. Ella gemía en voz alta. Por la garganta le burbujeaban palabras inconexas e incomprensibles, y el corazón le latía tan fuerte que con cada palpitación sentía un empujón contra mi pecho. Miré asustado su cara desencajada. Tenía los labios entreabiertos, los párpados ennegrecidos, la respiración entrecortada como quien está a punto de ahogarse. Me pegué un susto tremendo. Creí que se estaba muriendo entre mis brazos. Quise zarandearla para preguntarle qué le pasaba pero al fin, por puro instinto, no lo hice.

Unos minutos más tarde se tranquilizó, fue casi un prodigio. Sus brazos cayeron lánguidos sobre el heno y por unos instantes no se movió. Yacía exangüe como un enfermo de muerte. Yo aún tenía un poco de miedo. Pero de repente abrió los ojos y me sonrió:

—¡Gusanito! —susurró con voz extraña y aterciopelada, y propinándome un cachete por el que ningún hombre, ni un chiquillo como yo, podría enfadarse.

—¡Bueno, manos a la obra! —dijo luego en un tono muy distinto—. ¡Ya es hora de ponerse a trabajar!

Se puso en pie de un salto y, como si nada hubiera sucedido, empezó a barrer tarareando alegremente.

A partir de ese día fuimos con frecuencia al desván, hasta que un día la vieja pilló a Borcsa con el tío Rozika y la echó de casa.

Todo esto ocurría estando yo locamente enamorado de Sárika. De Borcsa no estaba enamorado ni mucho menos, ni siquiera le tenía cariño. La deseaba como el hambriento desea la comida, y su alma me interesaba tanto como la del cerdo asado que engullera con apetito. Me pasaba el día pensando en Sárika. En secreto la llamaba «el amor de mi vida», y mantenía con ella conversaciones imaginarias. Ella fue la primera persona en la vida que despertó en mí la dulce e increíble sospecha de que más allá del egoísmo, de la avaricia y las pasiones animales podía haber algo en el alma humana, la intuición de que los adultos, quién sabe, a lo mejor no mentían al hablar del cariño y el amor.

Después de que Borcsa se fuera de casa lo intenté con otras criadas, pero por desgracia sin éxito. Con el paso del tiempo empecé a echar de menos a Borcsa y pensé en ella más que nunca. A veces subía a hurtadillas al desván y en el mismo heno donde solíamos echarnos revivía aquellos excitantes encuentros con los ojos cerrados, recreando hasta el más lúbrico detalle. Oía sus gemidos de deleite, veía sus muslos blancos que me volvían loco, y hacía lo mismo que Gergely, de modo que poco después también me salieron aquellas oscuras ojeras.