Si es verdad que no es sano pensar en las musarañas, mi pequeña vida no corría peligro alguno. Tenía los pies en la tierra, igual que un campesino viejo.
Solo perdí la cabeza en una ocasión, y fue —claro está— por culpa de una mujer. Fue un amor breve y precoz, pero tuve que pagar un precio tan alto por ello que durante los siguientes ocho años pocas ganas tuve de enamorarme.
Se llamaba Sárika. Ya no me acuerdo de su cara, tan solo de sus hermosos cabellos rubios rojizos, su piel blanca como la leche, sus incontables pecas y de que era una niña tan frágil que de ser un chico no lo hubiera tragado.
Tenía una enorme muñeca con la que jugaba todo el día, sola. No tenía amigas pero no por su culpa, ni mucho menos. Sárika era judía, y el antisemitismo que vino de la mano del Terror Blanco estaba en pleno auge. En el pueblo solo vivía una familia judía: los padres de Sárika y sus abuelos. El padre regentaba la tienda de abastos; su abuelo, la taberna. Eran gente de bien, y hasta que no estalló el renacimiento nacional eran queridos por el pueblo. Ahora solo iban a verlos los que querían pedir crédito. Los que no lo recibían, claro está, mandaban al diablo al socio judío; los que lo lograban asentían en silencio con la cabeza, porque ¿quién no desea que su acreedor se vaya al diablo?
Los niños aprendían el antisemitismo antes que el abecedario. No oían otro comentario, y no es de extrañar que simplificaran un poco las cosas. Los judíos tenían la culpa de todo, desde el granizo hasta el dolor de cabeza, y a Sárika, la única representante infantil de esa raza infernal, la odiaban como si fuera el mal en persona. Era un ser tan marginado en el pueblo que incluso a los gitanos les daba vergüenza jugar con ella.
No sé lo que pensaba yo a los seis años sobre la cuestión judía, pero tengo la ligera sospecha de que si me enfrenté a la opinión pública no fue por puro heroísmo. Debía de tener el alma bastante en desorden para olvidarme incluso de mi «reputación», que tan celosamente guardaba. No me importaba lo que fueran diciendo por ahí. Habría aceptado de buen grado la marginación si aquella detestada judía hubiese querido ser mi amiga. Pero la verdad es que ni siquiera llegamos a hablar.
Cada vez que iba a la tienda me juraba que ese día le dirigiría la palabra, pero terminaba por acobardarme. También es cierto que sus padres siempre estaban presentes y no la dejaban salir sola a la calle. Una noche, al abuelo de Sárika, un mesonero de setenta años, le dieron tal paliza que quedó medio muerto y, a partir de entonces, desde que se encendían las farolas no se atrevían a salir ni los adultos de la familia. De noche en la taberna servía un cristiano; en la tienda bajaban la persiana al atardecer y la familia se encerraba en casa. En el pueblo se decía que era entonces cuando, a la luz de las velas, se dedicaban a ofrecer sacrificios diabólicos al vengativo Yahvé.
Sárika era una niña discreta. Iba y venía sin hacer ruido, siempre con la mirada baja, y en cuanto entraba yo en la tienda empezaba a hablar con sus padres en alemán. Al parecer no quería que la entendiera, porque en las demás ocasiones siempre hablaba en húngaro.
Ni que decir tiene que yo gastaba el poco dinero que tenía en la tienda de Sárika. Escogía las cosas lenta y minuciosamente, hasta el punto de poner pegas a la calidad de los productos, en parte porque quería recalcar que era un cliente fijo y a tener en cuenta, pero sobre todo porque así pasaba más tiempo allí. Entretanto no paraba de mirar a Sárika, quien, sin embargo, no me hacía caso. Pasé varios meses suspirando por ella, pero solo logré que me sonriera una vez. Y fue por casualidad. Sucedió que un día, delante de la tienda, le hice la zancadilla a un crío. El chaval seguramente se dirigía a una fiesta de cumpleaños o algo similar, porque siendo día laborable llevaba sus mejores galas. Iba peripuesto de una forma irritante y con andares chulescos. No sé si lo hice porque le envidiaba las vestimentas o solo porque me repateaba su arrogancia; lo cierto es que le hice la zancadilla. La calle estaba embarrada y el muy presumido cayó de bruces en un enorme charco. Entonces oí a mis espaldas una risita apagada. Di la vuelta y me quedé sin aliento. Sárika estaba allí, en la puerta de la tienda, y sonreía. Me sonreía a mí.
Sabía que había llegado el momento. Debía decirle algo, rebusqué en mi interior y… no dije nada. Pasé días maldiciéndome por mi cobardía y durante semanas, o meses, hice todo lo posible por arrancarle otra sonrisa. Llegué a estar varias horas al acecho delante de la tienda y le hacía la zancadilla a todo niño que pasara por allí, sin reparar en sexo o edad. En vano. Sárika no volvió a sonreírme nunca más.
Estaba a punto de perder toda esperanza, cuando inesperadamente sucedió algo.