6

De repente tuve una gran idea. A escondidas me fui hasta casa, desenterré los quince florines y me dirigí a correos.

Me topé con una empleada rubia, de cara redonda como la luna, que estaba sola y aburrida en la estafeta, la cual olía a ratones. Me cuadré ante ella, pero estaba tan nervioso que no me salían las palabras. La señorita esbozó una sonrisa.

—Dime, hijo, ¿qué quieres? —preguntó.

—Con todo respeto le pido —logré balbucir por fin—, que me haga el favor de mandar esta carta.

La señorita miró el sobre, luego contó las monedas.

—Faltan cinco florines —dijo—. Cuesta veinte.

—Ya lo sé, ilustre señorita —contesté con mucha decisión—. Pero ¿qué puedo hacer si solo tengo quince?

—Los otros cinco te los has gastado en caramelos, ¿eh?

Lo dijo con la severidad de una maestra; al decir la palabra «caramelo», frunció la cejas. «Por el amor de Dios —pensé—, de tener cinco florines me habría comprado un chusco de pan.»

—Qué voy a tener yo ganas de comer caramelos, ilustre señorita —suspiré, y sentí cómo los ojos se me inundaban de lágrimas.

—No llores, anda —dijo la señorita, y volvió a sonreír—. ¿Has perdido el dinero?

Pensé que si aquello le gustaba tanto que la hacía sonreír, era mejor no contradecirla. Asentí con la cabeza.

—¿Te darán una azotaina?

Volví a asentir. Y ella seguía sonriendo. «¿Cómo diablos pueden sonreír tanto estas señoritas tan refinadas?», pensé. A mí la cosa no me parecía como para batir palmas.

—Tenga un poco de compasión, señorita —supliqué con la voz quebrada—. No sé qué será de mí si no envío la carta.

La señorita no hacía más que mirarme complacida y menear la cabeza. No entendía qué significaba el meneo, ni esa sonrisa de oreja a oreja. ¿Se reía de mí o qué? Observaba todos sus gestos, el corazón me latía en la garganta.

—Bueno, está bien —dijo por fin—. ¡Pero me traerás el dinero!

No quería dar crédito a lo que oía.

—Entonces, ¿me la manda?

—Sí.

Temía que en ese preciso instante se me partiera el alma de la alegría. Tomé la mano de la señorita y la colmé de besos.

—Que Dios le pague su bondad, ilustre señorita —dije agradecido—. Traeré el dinero en cuanto me ponga un poco mejor.

Entonces desapareció de su rostro aquella sonrisa perpetua e imborrable.

—¿Por qué, qué te pasa? —preguntó, asombrada.

—Ay, señorita. —Y se me escapó un lamento reprimido, pero no fui capaz de decir más. Se me cortó la voz, de mis ojos fluía agua salada, y por mucho que intentara hablar, tan solo logré decir «ay, ay, ay», y entretanto no podía dejar de pensar en que ahora esa refinada señorita se iba a reír de mí, y me sentí tremendamente avergonzado. Sin soltar prenda, giré sobre mis talones y puse pies en polvorosa.

Corrí por la calle y me deshice en llanto.

Nunca antes me había sucedido. No era un niño llorón y, si a veces me daba por llorar, por nada del mundo lo hacía en presencia de otras personas. Solo tenía que pensar en mi «reputación» y mis ojos permanecían secos. Sin embargo, últimamente no me podía dominar. Mis nervios habían perdido toda rienda y los ojos siempre se me inundaban, haciendo caso omiso de mi honra.

—¿Qué pasa, hijo? —oí decir a una señora a mis espaldas, pero mi reacción a su buena voluntad no fue sino un taco, y corrí hacia el campo para que no me viera nadie.

Al estar solo, la debilidad me invadió de tal manera que casi me desplomo. No entendía qué me estaba pasando. Sudaba y no obstante tenía frío. No podía ni arrastrarme, sentía como si las rodillas se me hubieran ablandado. Tenía que detenerme a descansar cada dos por tres, y tardé más de una hora en llegar a casa.

En el patio había un jaleo enorme. Los niños jugaban a policías y ladrones, de lo que concluí que la vieja estaba en casa. El mundo daba vueltas a mi alrededor, pero al entrar en el patio me quedé tieso, como si me hubiera tragado una estaca. Ni siquiera miré a los demás. Creía que ya sabían de mi «deshonra», aunque, según me enteré más tarde, no tenían ni idea. Fui directo a la habitación y caí redondo sobre la paja. Los dientes me castañeteaban, tenía escalofríos y me temblaba todo el cuerpo.

Nunca había estado enfermo y me invadió un miedo mortal. Observaba aterrado el apagado golpeteo de mis dientes. «Me moriré», pensé, y lloré, lloré y lloré. De repente ya no me enteré de nada más. Me quedé dormido.

Desperté, alguien me agarraba el hombro. Era Péter, uno de los niños. Estaba allí delante y me miraba asustado.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—Nada —balbucí, aturdido—. Estaba durmiendo. ¿Qué miras?

—Gritabas en sueños.

—¿Qué dices?

—Que gritabas. Te hemos oído desde el patio.

Noté que me sonrojaba. Me sentí enormemente avergonzado por haber «gritado». ¿Qué había gritado? Me hubiera gustado preguntárselo, pero no me atreví.

—¡A ti qué te importa! —le dije resentido por haberme oído gritar—. ¡Vete al carajo! Quiero dormir.

Sin más, me volví hacia la pared y cerré los ojos. Pero él se quedó allí como si quisiera decirme algo. Decidí no averiguarlo. Al final no aguantó más y se acercó.

—Oye… Béla…

Bajó la voz, puso cara enigmática. Enseguida supe que a continuación vendría una gran noticia.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

Péter esperó unos instantes más para lograr mayor efecto. Y luego me dijo:

—A la vieja le ha dado por rezar.

Nada más oírlo salté como si me encontrara perfectamente. Si a la vieja le «daba por rezar» quería decir que podías obtener cualquier cosa. Todos lo sabían y aprovechaban al máximo sus ataques de bondad. Yo nunca. Mentía, robaba, me peleaba por dinero, pero nunca fui tan rastrero. Despreciaba a los que en esas ocasiones iban a mendigarle cosas, y ahora me despreciaba cien veces más por querer hacer lo mismo. «Pero ¿hay otro remedio? —me dije—. Ya me he puesto enfermo. Si no me da de comer, me moriré de hambre.»

—Anda, ve a hablar con ella —me animó Péter—. Está allí, arrodillada ante la Virgen.

—¿Voy? —le pregunté, aunque ya me había decidido.

—Sí, ve.

—Pero ¿qué hay que hacer?

—¿Nunca lo has hecho?

—Yo no.

—Pues eres idiota. ¿Prefieres pasar hambre? Tú entra como si nada, te hincas de rodillas al lado de la vieja bruja y rezas en voz alta un padrenuestro.

—¿Nada más?

—No. Entonces te perdonará muy piadosamente.

—¡Que se muera! —Me salió del alma—. No la trago, ¿sabes?

—Yo tampoco —repuso Péter—. Pero tú entra. ¿Sabes qué hay de cena?

—¿Qué?

—Fiambre de cerdo con cebolla. Te lo juro.

Se me hizo la boca agua. Santo Dios, ¡fiambre de cerdo con cebolla! Y ya iba a salir, pero aún tenía un resquemor.

—¿Es necesario rezar el padrenuestro?

—No, pero da mejor resultado.

—Es que prefiero no rezarlo.

—¿Acaso le temes a Dios?

Lo preguntó con una superioridad tan tajante que me dio vergüenza. Péter ya estaba en tercero, y como en lo físico no podía competir conmigo trataba de imponerse con el intelecto. No supe qué contestarle. Debo confesar que a los seis años de edad no me ocupaba mucho de cuestiones teológicas. Ellos quizá ya lo habían estudiado en tercero, y yo, siendo un chiquillo precavido, preferí no hablar. Péter disfrutaba a ojos vistas de su superioridad intelectual. Me miraba con la frente fruncida, como un maestro bondadoso pero estricto, y me colocó la mano sobre el hombro en un gesto significativo.

—Pues atiende —dijo—. Yo ya no le temo.

—¿No le tienes miedo a Dios?

—No. Además, de los niños pobres no se ocupa. Ah, amigo, todo eso es puro teatro. El Niño Jesús, ¿te ha dado de comer? ¿Verdad que no? Por él como si te mueres de hambre, ¿o no?

No supe qué contestar. Es verdad que el Niño Jesús no me había dado de comer, pero aquella afirmación me enfureció sin saber por qué. Tal vez era una religiosidad instintiva la que protestaba en mi interior, o quizá solo estuviera furioso porque aquel descarado estaba de nuevo orgulloso de lo que sabía.

—¡De todas formas está muy mal rezar el padrenuestro en broma! —aventuré.

—Ah, amigo —dijo con cierto desdén—, no hay que tener miedo. Todo eso es puro teatro. Haz como yo.

—¿Cómo?

—Pues entro en la habitación, me arrodillo junto a la vieja bruja, entorno los ojos con beatitud y digo la oración con gran devoción, como muy arrepentido de mis pecados. Pero para mis adentros voy repitiendo:

Padre nuestro,

tu padre es un perro,

tu madre una vaca,

y tú la gran cabra.

Eché a reír a carcajadas.

—Dilo otra vez —le pedí, con la respiración entrecortada—. ¿Cómo es?

Entonces a Péter también se le contagió la risa. Nos reíamos como poseídos y repetíamos el verso a pleno pulmón, brincando, dándonos palmadas:

Padre nuestro,

tu padre es un perro,

tu madre una vaca,

y tú la gran cabra.

Estuvimos varios minutos así, con la risa floja y tambaleándonos como borrachos. Luego Péter volvió a ponerme la mano en el hombro, y con la superioridad de un maestro de escuela me preguntó:

—Bueno, hijo mío, ¿aún tienes miedo?

—¿Miedo yo? —contesté airoso—. Y como me vuelvas a llamar hijo te doy una patada en el culo.

Con eso di media vuelta y salí al patio. Tenía sensaciones encontradas. El temor a Dios, el hambre que me estaba matando y la vieja allá, arrodillada… Lancé un sonoro escupitajo por la comisura de la boca y con la barbilla apretada contra el pecho me dirigí hacia el cuarto de la vieja con paso firme y furioso, como un toro que entra a matar.

Ya atardecía. En el patio reinaba un silencio sepulcral. No se veía a nadie. En la cocina la criada cantaba en un falsete desafinado, lo que acrecentaba la sensación de silencio. Sentía frío. Seguramente tenía mucha fiebre.

La criada dejó de cantar al entrar yo en la cocina y fijó en mí sus ojos vacunos.

—¿A ti qué te pasa?

No contesté. Decidido a todo, como quien sube al patíbulo, abrí la puerta de la habitación. La vieja estaba arrodillada ante la imagen de la Virgen y pasaba el rosario con la cabeza inclinada. Estábamos a oscuras, tan solo temblaba la llama de la vela en el vaso rojo, bajo la imagen. Por la ventana entraba corriente, la llama de la lamparilla titilaba y chisporroteaba, proyectando en la pared largas sombras oblicuas. La vieja me miró, pero hizo como si no me hubiera visto. Tenía la mirada perdida como los ciegos. Me arrodillé a su lado sin decir palabra y, siguiendo los consejos de Péter, musité mecánicamente para mis adentros:

Padre nuestro,

tu padre es un perro,

tu madre una vaca,

y tú la gran cabra.

—Padre nuestro que estás en los cielos…

Me estremecí. Mi voz me sonaba extraña, como si la oyera por primera vez. Me castañeteaban los dientes, apenas pude continuar la oración.

—El pan nuestro de cada día, dánosle hoy —oí suplicar a la extraña voz, y me puse a llorar desconsoladamente.

—Y perdónanos nuestras deudas —continuó la vieja— así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…

Abrió los brazos como enloquecida y la voz le salió tan afectada como la de Gergely cuando la imitaba. De repente recobré la serenidad. Como si de pronto se hubiera asomado al ojo de la cerradura aquel Béla antiguo y sano, me vi a mí mismo llorando y retorciéndome en el suelo junto a la vieja bruja medio loca, y la ardillita hizo una mueca y empezó a gruñir:

Padre nuestro,

tu padre es un perro,

tu madre una vaca,

y tú la gran cabra.

—Amén —farfulló la vieja con voz de ultratumba. Había terminado de rezar y se dirigió a mí irritada, como un criado que cumple las órdenes de su amo a regañadientes. Me bramó: «Desde hoy te daré de comer. Puedes irte».

Pero yo me quedé petrificado, como si la despiadada absolución me hubiera paralizado. No sé qué esperaba. Quizá un prodigio o el tener valor suficiente para echarle en cara aquella infame limosna. La odiaba más que nunca y la idea de no tener derecho a odiarla aún más me parecía insoportable.

—Deme trabajo —le rogué—. Trabajaré a cambio de la comida.

—¡Cierra el pico! —me ladró—. Ya te he dicho que puedes irte.

Se santiguó y siguió rezando.

Aquella noche cené con los demás niños. Me sentía como un perro, no creo que me apeteciera comer, pero no solo se come con el estómago. La simple idea de poder comer por fin, y para colmo embutido de cerdo con cebolla, me había robado el sentido.

Cenamos fuera, en el patio, en la larga mesa bajo el nogal. Yo miraba fijamente y en silencio el quinqué humeante, a los niños ni siquiera les hice caso. Era una bella y tibia noche de otoño, las estrellas fugaces caían sin cesar una tras otra, y los chiquillos repetían a gritos sus deseos irrealizables. Yo solo deseaba comer caliente y que el diablo se llevara a la vieja bruja y consigo este maldito mundo.

La comida la repartía Ilona, la criada de mirada simplona. Era una chica brutota, de eso ya me había dado cuenta a los seis años, pero de buen corazón. Me puso dos veces más comida en el plato que a los otros. Lo devoré todo, pero justo al acabar me dio por eructar. Eso aún no me preocupaba. En mi tierra el regüeldo está considerado algo normal y saludable, a nadie se le ocurriría calificarlo de mala educación. Los campesinos están plenamente convencidos de que el que no eructa después de comer no se ha saciado, y se considera una descortesía no soltar un eructo si se es un invitado. «Estoy lleno», pensé con satisfacción, y traté de no darme cuenta de que todo daba vueltas.

No aguanté mucho. Se me revolvió el estómago de tal forma que por poco lo echo todo allí mismo. Me levanté de un salto y salí corriendo a toda prisa, pero ni siquiera llegué hasta la letrina. En la esquina de la casa devolví en medio minuto la cena que había anhelado durante tanto tiempo y tan amargamente.

El viejo komondor recibió mi desgracia como un regalo de cumpleaños. Pegaba saltos a mi alrededor meneando la cola y se lo zampó todo antes de que se enfriara. Solo mucho más tarde me enteré de que a los perros el vómito humano les parece un manjar exquisito y que no hay criatura en el mundo a la que no le venga bien de alguna forma la desgracia de otra. Pero a los seis años de edad aún lo desconocía, por lo que con el resentimiento de los que sufren reconocí que Péter tenía razón al afirmar sin rodeos que Dios no se ocupa de los niños pobres.

Estuve enfermo una buena temporada. Había días en que tenía mucha fiebre, pero no me perdía ni una comida. Simplemente no se me pasaba por la cabeza la posibilidad de no comer si me lo ofrecían, de lo que volvió a beneficiarse el perro.

A mi madre le llegó la carta, pero no el empleo que esperaba. En vez de dinero seguía enviando cartas llenas de súplicas. La vieja —sin duda con la esperanza de cobrar lo que le debían— no me echó a la calle, pero una mañana me llamó a su habitación.

«Si quieres trabajo, lo tendrás —vociferó—. Pero tendrás que trabajar con algo más que tu asquerosa boca. ¿Entindido?»

Sí, lo había entendido. Estaba claro. No hacía falta ser una lumbrera para captarlo. Desde ese momento fui despreciablemente feliz por poder odiarla con la conciencia tranquila. Y, con el tiempo, mi equilibrio espiritual se restableció.

Me mataba a trabajar. No porque me lo ordenara la vieja; qué más me daba lo que dijera; yo trabajaba por orgullo, por hombría. Quise probarle a la arpía que no me hacía falta su caridad, que yo comía «de mi trabajo».

Con pausas más o menos largas, trabajaba siete u ocho horas al día. Iba a por agua al pozo, daba de comer a los animales, barría y limpiaba la casa. Tampoco dejé de hacerlo cuando llegó un poco de dinero que mi madre envió. Había perdido la fe en aquella fuente de recursos. Pasé a considerar el amor de madre una expresión sin sustancia que los adultos habían inventado para engañar a los niños. Con cosas así no se llena la panza, me decía pensando en los terribles días de hambre. Quería procurarme el sustento con mis propios medios.

Era un chiquillo tan hábil y fuerte que en ocasiones incluso campesinos de otros pueblos se quedaban boquiabiertos viéndome trabajar.

«¡Vaya por Dios! —decían al tocarme los músculos—. ¿Durante cuántos años te han dado de mamar?»

Pero yo hacía caso omiso de sus bromas. Hasta los halagos escuchaba con recelo. ¿Por qué iba alguien a adular a un bastardo? Tal vez solo sea para burlarse, pensaba. Apretaba la barbilla contra el pecho como un torito dispuesto a embestir y miraba de arriba abajo al parlanchín de turno. No, no era «un encanto de niño». Era un perro ilegítimo en un mundo creado por perros legítimos.