En el verano de 1919 —yo tenía entonces seis años— mi madre perdió el empleo. En vez de giros postales, la pobre le enviaba a la vieja una carta tras otra suplicando por el amor de Dios que esperara al menos hasta primeros del mes siguiente, cuando seguramente ya habría encontrado algo. Pero no encontró nada.
Un día, al sentarme sin sospechar nada entre los demás niños para comer, la vieja irrumpió desde la cocina y gritó que para mí no había almuerzo porque mi madre ya llevaba tres meses sin pagar un céntimo.
—¡Y no es que seas precisamente un encanto de niño al que mantendría por amor!
Primero no entendí nada de nada. Estaba allí con las piernas separadas, las manos en los bolsillos, la barbilla apretada contra el pecho, mirando sin rechistar a la vieja que, completamente fuera de sus casillas, agitaba la carta de mi madre que acababa de llegar.
—Si tu cochina madre no me dibiera tanto —gritó—, ya te habría echado hase tiempo, ¡maldito canalla!
Yo seguía en silencio. Los demás ya habían empezado a comer, la boca se me hacía agua de verlos. Me acuerdo de que había patatas a la páprika con chorizo; aún puedo olerlas. Tenía un hambre atroz. El llanto me atenazaba la garganta, pero por nada del mundo me hubiera echado a llorar. Vi cómo los otros, con rostro malicioso, estaban a la expectativa, inclinados sobre el plato y dándose patadas por debajo de la mesa. Así que me concentré con obstinación en cuidar mi «reputación».
—Ya mandará el dinero —traté de zanjar el asunto por las buenas—. Vamos, por favor, deme algo de comer que estoy muerto de hambre.
—Que no. —Y también negó con la cabeza—. ¡Escribe a la sorra de tu madre y dile que no haga niños si no es capas de mantenerlos!
Vi que los demás chiquillos apenas podían contener la risa. De la ira me temblaba el cuerpo.
—¡Zorra lo será usted! —le espeté a la cara, y salí pitando.
La vieja no era dada a las limosnas, pero en cuanto solté aquellas palabras me lanzó la cazuela de patatas con tal fuerza que se hizo añicos. Por fortuna solo me dio en el trasero y no sufrí males mayores. Seguí corriendo, y ya en la calle aún sentía cómo las sabrosas patatas en salsa de páprika se deslizaban calientes por mis pantalones.
Estaba ciego de una ira impotente. Primero pensé en rodear la casa y por la ventana de atrás saltarle los ojos a la vieja con el tirachinas. También la podría haber estrangulado sin parpadear, pero entonces ya había aprendido que de ira no se llena el estómago y empecé a urdir planes más prácticos. Di una vuelta por el pueblo para ver si podía robar algo. Imposible. La mala suerte no me abandonaba. No pude afanar ni una fruta. Los perros, nada más verme, empezaban a ladrar de alegría y a armar tal alboroto que las dueñas no tardaron en asomarse por la puerta de la cocina. Pasé varias horas así, al acecho, sin resultado alguno.
De pronto me encontré delante de la escuela. Era la hora de la merienda, y los niños correteaban por el patio. La mayoría de ellos llevaba una rebanada de pan bien grande en la mano, untada de manteca o mermelada, a la que no prestaban mucha atención de lo concentrados que estaban en el juego. Se perseguían como locos, y tan solo se detenían de vez en cuando para darle un mordisco a toda prisa. Yo, en cambio, tenía un hambre canina.
En una situación así, ¿qué haría Sándor Rózsa? Medité y de repente supe qué debía hacer. Lancé un sonoro escupitajo por la comisura de la boca, para que los niños vieran con quién se las tenían, y luego, con paso grave y firme, entré en el patio.
Por entonces aún no iba a la escuela. Los niños seguramente pensarían que buscaba a alguien y, en cierta forma, no iban desencaminados. Buscaba a una víctima. Debo reconocer que no me faltaba miedo, ya que aquellos chicos eran mucho mayores que yo, pero cuando se tiene hambre no hay que andarse con tonterías. Mi víctima estaba en la parte trasera del patio, un niño apoyado en una acacia solitaria que mordisqueaba el pan totalmente absorto. Tendría uno o dos años más que yo, pero era bajito y tenía una buena rebanada. Me dije: voy a probar suerte, y me fui hacia él. Me acerqué por la espalda, con una rapidez fulminante le arrebaté el pan, y pies para qué os quiero. La víctima desprevenida ni se dio cuenta de lo que había pasado. Cuando empezó a dar gritos yo ya había puesto tierra de por medio y por mí como si le daba por llorar a grito pelado.
Corrí al campo, y a la sombra de un espino empecé a comerme el pan. Me gustó la mermelada, pero lo que estaba para chuparse los dedos era el sabor de la aventura. «¡Esto es vida! —me dije—. ¡Esto sí es de bandoleros!» Me reía en alto, a todo pulmón. Estaba orgulloso de mí mismo.
Decidí no volver por casa. Temía que la vieja me tirara otra cazuela, y el trasero aún me dolía por la primera. Pero a medida que oscurecía también se me ensombrecía el ánimo. Por muy admirador que fuera de Sándor Rózsa, la oscuridad no me gustaba. Me encaminé hacia la casa.
En la casa ya dormían. Con el perro no hubo problemas: no tuve más que hacerle una señal y se agazapó enseguida, como un funcionario del más bajo escalafón. Era una noche sin luna, oscura como la boca del lobo, todo permanecía inmóvil. Trepé por la valla sin hacer ruido. La habitación de los niños estaba en un anexo que la vieja había mandado construir con posterioridad, y por suerte no había puerta entre las estancias, algo que la vieja había dispuesto, sin duda, para ahorrar. Se accedía por el patio. Giré el picaporte despacio, con cautela. La puerta se abrió sin hacer ruido y así pude entrar en el dormitorio.
Todos tenían un sueño profundo. En total éramos ocho los que vivíamos en aquel cuarto, que, como mucho, tenía cinco metros de largo por cuatro de ancho. Al entrar te topabas con un olor mareante y repulsivo, y cada noche tardaba varios minutos en acostumbrarme. Todavía hoy siento esa terrible pestilencia, una rara y variada mezcla de olor a cuerpos, a comida y a la humedad que exhalaban las paredes mohosas, junto a la peste que despedía la letrina en la pared posterior de la habitación.
No teníamos camas. Dormíamos sobre un poco de paja, que estaba esparcida por el suelo fangoso, unos pegados a los otros. Tampoco tenía zapatos, así que no debía ocuparme de quitármelos. Me acosté tal como llegué y me cubrí con la manta. Ahora que ya me sentía seguro volvió a azotarme el hambre que, según parece, el miedo y la excitación de la odisea nocturna habían aplacado hasta entonces. No pude conciliar el sueño.
De repente se movió la paja a mi lado.
—¡Béla!, ¿duermes?
Era Gergely, un chico de segundo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Nada —susurró—. Toma.
Me puso en la mano una rebanada de pan y un pedazo de chorizo. Mi estómago dio un salto de alegría, pero me ocupé de que Gergely no lo notara. Recibí el regalo como el cobrador de impuestos recauda un tributo. No le di ni las gracias. Me lo comí sin decir palabra, volví a acostarme sobre la paja y le pregunté con el tono frío de un mercader:
—¿A quién tengo que pegar?
Ni se me ocurrió pensar que con el hambre que tenía alguien me pudiera dar una rebanada de pan y un pedazo de chorizo por simple amor al prójimo.
Este Gergely tenía casi dos años más que yo, y no obstante me tocaba a mí pelearme con sus «enemigos» por él. Desempeñaba el papel de capitalista. Su madre le venía a ver cada domingo porque servía en el pueblo de al lado y siempre le daba unos krajcár. Así que Gergely estaba forrado y podía darse el lujo de pegar a sus enemigos por medio de otros. Era un chiquillo enclenque, muy rubio, con cara de niña y famoso por sus mentiras. Bajo los ojos tenía unas oscuras ojeras y yo sabía por qué.
Tardó un buen rato en responderme. Parece que la pregunta lo había pillado por sorpresa, sin duda esperaba unas negociaciones más complejas. Pero se acabó sincerando.
—A Ádám —gruñó—, ese cerdo pelirrojo ha vuelto a atacarme por la espalda.
—Pues poca falta le hace —dije, no tanto por desprecio como por estrategia en la negociación—. El pelirrojo es un chicarrón.
—Es grande pero no fuerte.
—¿Que no es fuerte? Entonces, ¿por qué le tienes miedo?
—Bueno… fuerte sí que es, pero no demasiado.
—Mucho o poco —zanjé el debate—, no le voy a pegar por un pedazo de chorizo.
—Mañana te daré más. Y el domingo tendré dinero.
No contesté. En el prado se me había ocurrido algo, era eso lo que tenía en mente.
—¿Sabes escribir? —le solté.
—¡Claro! ¿Qué tengo que escribir?
—Una carta.
—¿A quién?
—A mi madre.
—¿Por la vieja?
—Pues claro, demonios.
—Hum —murmuró Gergely—. No será nada fácil. Escribir una carta es difícil.
—¿Acaso es más fácil pegar a uno de segundo?
—Aún más difícil es escribir una carta. Tendrás que pegar a dos.
Estaba claro que pretendía chantajearme.
—A ver si vas a ser tú el segundo —le solté.
Eso le hizo recapacitar.
—Está bien —dijo al fin—. Escribiré la carta. Mañana por la tarde irá a la huerta.
—¿Quién, la vieja?
—No, hombre. Ádám. Siempre va por el camino de tierra.
—Tú y Ádám os pondréis a la cola —le dije—. Primero quiero la carta. Buenas noches.
Le di la espalda y, como quien lo deja todo bien atado, me dormí enseguida.
Al día siguiente la carta ya estaba escrita. Gergely apareció con uno de tercero muy pecoso; fue con él con quien redactó la carta, tras alguna que otra dificultad. Creo que yo sudé menos para pegar al «cerdo pelirrojo» que aquellos dos para escribir la carta. Años después la encontré entre las pertenencias de mi madre; debió de causarle una fuerte impresión a la pobre si la guardó con tanto esmero. La carta decía:
Estimada doña Anna:
Soy el Gergely, de segundo. Tal vez me conoce por la querida tía Rozika y le escribo porque el Béla me ha pedido que le diga que su hijo Béla tiene ambre. Porque la vieja dice que la estimada doña Anna no la manda dinero. Por eso, estimada doña Anna, aga usted el favor de mandar el dinero. Mándelo ya porque la pájara esa no le da de comer al Béla y qué va a acer el Béla si no le dan de comer, dígame usté. Termino la carta y su querido hijo también saluda a doña Anna.
Un saludo patriótico
GERGELY
alumno de segundo
Bueno, con la carta ya escrita solo hacía falta un sello, pero costaba veinte florines. Casi nada, veinte míseros florines devaluados por la inflación, aunque yo en aquel entonces aún no entendía las complejidades económicas de esa clase. En mi mundo veinte florines seguían siendo veinte florines, una suma inalcanzable. Antes también me habría resultado imposible conseguirlos, pero ahora que además tenía que procurarme la comida, mucho menos. La vieja no se andaba con chiquitas. Estaba convencido de que en cuanto me viera me tiraría a la cabeza lo primero que tuviera a mano, así que a la hora de comer tampoco aparecí por la casa.
El primer día aún me las arreglé. Los niños, después de amenazarlos uno por uno, me trajeron a escondidas algún bocado del almuerzo y la cena. Pero al día siguiente la vieja descubrió el ardid y se lió a tortas con todos los que se habían guardado comida en los bolsillos.
«¡Cochinos bastardos!», gritó a voz en cuello, como cada vez que se enfurecía con nosotros. Desde entonces no se movía de la mesa hasta que los muchachos terminaban de comer.
A ellos, creo, tampoco les vino tan mal. A un niño no le gusta compartir la comida con otros, sobre todo si no tiene mucha. Durante veinticuatro horas no probé bocado, y si uno tiene seis años escasos eso le desanima bastante.
Me volví más bruto aún. Robaba si podía, extorsionaba si se daba el caso, me peleaba si pagaban por ello. Sin embargo, no pude llenarme el buche porque solo había peleas muy de vez en cuando, y robar… ¿qué se puede robar en un pueblo? Con las aves de corral nada podía hacer. No quedaba más remedio que intentarlo con la fruta. Lo malo es que por esos lares los campesinos no dejaban que la fruta madurara en el árbol, así que la mayoría de las veces la cogía verde de las ramas o la encontraba medio podrida en el polvoriento camino. Siempre andaba con una gazuza tremenda y el dinero no dura nada en el bolsillo de un hombre hambriento. En cuanto me agenciaba unos florines corría enseguida a la tienda a comprarme pan. Una y otra vez me prometía que si conseguía dinero no lo gastaría, pero cada vez que reunía algo me lo gastaba en comida. Y la carta, que había metido en una caja y enterrado, seguía bajo tierra como un muerto, incapaz de emprender el camino de mi salvación.
El domingo era mi última esperanza. Tras largas negociaciones acordé con los chicos que me darían el dinero que les sacaran a sus madres y yo a cambio les prestaría mis servicios. Lo malo es que las desgracias nunca vienen solas, y el domingo llovió a cántaros en todo el país y las madres no vinieron. Tan solo apareció la de Gergely a última hora de la tarde, cuando ya escampaba un poco. Gergely le contó para qué necesitaba yo los veinte florines, pero solo llevaba diez.
—Te daría los veinte para que compres el maldito sello —explicó—, pero ¿qué voy a hacer si yo tampoco los tengo?
Lo dijo con tanta amabilidad y candor que tuve que creerla, pero cuando se fue cacheé por si las moscas a Gergely para comprobar que no le hubiera dado dinero en secreto. Lamentablemente, no había sido así.
Puse los diez florines en una caja de cerillas para no caer en la tentación y los enterré junto a la carta. Me faltaban otros diez.
Al día siguiente la suerte se me puso un poco de cara. La vieja se fue a la aldea vecina y Gergely enseguida me comunicó la buena nueva. Entré en casa a hurtadillas. Sabía que después del almuerzo el tío Rozika siempre se echaba una siesta. Era la clase de hombre que incluso durante la cosecha, cuando los demás campesinos trabajaban en el campo de sol a sol, él, al doblar las campanas a mediodía se iba a casa a paso lento, comía en abundancia y luego se acostaba un ratito.
De modo que me escondí tras el establo y esperé. Media hora después apareció Gergely.
—El viejo ya está roncando —me susurró.
Cómo no, el viejo tenía la buena costumbre de roncar. Era tal el estruendo que armaba en sueños que cualquiera que no estuviese sordo y pasara por allí lo podía oír.
Me acerqué en silencio a la ventana abierta y me asomé con sumo cuidado. Era un otoño cálido y el viejo aún no llevaba chaqueta, solo chaleco. Estaba colgado del respaldo de una silla, invitando al hurto. Entré por la ventana sin hacer ruido, como un gato, y con el pulso a cien inspeccioné el chaleco. Encontré seis florines, me los metí en el bolsillo y salí por la ventana a toda prisa.
—Bueno, ya solo me faltan cuatro —informé victorioso a Gergely—. Luego ya podré mandar la carta a Budapest.
Estaba muy confiado. Esos cuatro florines no son nada, pensé, y decidí enterrar los que tenía para evitar tentaciones. Tuve que esperar a que Gergely se fuera, porque no quería revelarle el lugar donde había escondido el dinero. Sin embargo a Gergely la aventura lo había excitado, y en su exaltación le dio por hablar tanto que tardé una hora o más en librarme de él.
Serían las dos de la tarde y no había comido nada en todo el día. De súbito me invadió un hambre tan atroz y salvaje que, haciendo caso omiso a la razón, salí corriendo hacia la tienda y me gasté los seis florines.
Ahora tenía que empezar de nuevo.
«¿Qué será de mí? —pensé, desesperado—. Si siempre me zampo el dinero de los sellos, nunca podré mandar la carta, mi madre no mandará el dinero y yo no volveré a comer.»
—Oh, la… —empecé a soltar una ristra interminable de obscenidades y rompí a llorar.
Tenía tanta hambre que un día me atreví a dirigirle la palabra a un judío errante.
—Señooor, por favooor —le supliqué con una cantinela como la de los mendigos profesionales—, deme un poco de dineeero, tengo haaambre.
Eso era algo que no me hubiera arriesgado a hacer con nadie del pueblo, pero este no era más que un judío andrajoso y hasta un niño de seis años sabía que eso era harina de otro costal. El Terror Blanco estaba en la luna de miel y un judío vagabundo podía sentirse feliz si lograba pasar por un pueblo sin que le dieran una paliza. Casi se emocionó al oír que le pedía dinero en vez de gritarle lo acostumbrado: «Judío asqueroso». No se hizo de rogar y enseguida se llevó la mano al bolsillo, sacó un montón de monedas, se acercó la palma temblorosa a los ojos miopes —eran unos ojos perrunos, llorosos, hinchados por la vejez— y buscó cinco florines.
—Schlechte Zeit, malos tiempos —murmuró entre suspiros—. Schlechte Zeit.
Luego me acarició la cabeza y siguió su lento camino, la viva imagen de la tristeza.
Esos cinco florines sí los enterré. Por entonces el hambre me había debilitado tanto que sudaba hasta los días en que hacía más fresco, los párpados me pesaban y a la que me sentaba me quedaba dormido.
En mi desesperación se me ocurrió una idea execrable. Espié a la criada mientras le llevaba las sobras del almuerzo al perro, luego me acerqué a hurtadillas y le quité el plato. Era mi antiguo y fiel compañero, y no emitió sonido alguno al robarle la comida; tan solo se me quedó mirando con los ojos inyectados de sangre, como si todo aquello no fuera con él. El viejo komondor, el perro pastor, me daba lástima, pero más pena me daba yo. Fui a la letrina, corrí el pestillo y me comí todo lo que había de comestible en la escudilla.
A partir de entonces viví de la comida del perro. Tenía un estómago fuerte, pero tampoco era de hierro. Una noche me desperté con unos retortijones terribles. Tuve tal diarrea que durante tres días apenas me atreví a salir del excusado. Solo allí me sentía seguro, porque en el patio temía que me viera la vieja, y en la calle me daba miedo hacérmelo encima. Así que, mientras no me echasen, pasaba horas sentado en el retrete, con la cabeza caída sobre el pecho, dando cabezadas. No fueron mis mejores horas, por decirlo con delicadeza. Pero, como ocurre con todo en la vida, estar así también tenía sus ventajas; dudosas, pero no por eso dejaban de tener su lado positivo: ya no pasaba hambre.
Cuando se me curó la diarrea me propuse conseguir a toda costa los cinco florines que aún me faltaban. Tuve suerte, pues me encargaron una pelea y prometieron pagarme cinco florines. El tipo al que había que sacudir era un chaval flacucho, que tampoco pertenecía a ninguna pandilla, así que podía dar por seguros los ingresos.
—Por fin podré mandar la carta —le dije orgulloso a Gergely cuando salí dispuesto a dar un buen varapalo.
Pero ni lo rocé. Ocurrió algo terrible, increíble. Fue ese mozuelo enclenque quien me pegó a mí. Antes lo podría haber tumbado con una sola mano, pero ahora fue él quien repartió, y de qué manera. Evidentemente, los cinco florines se fueron volando.
Torturado por la diarrea, famélico como un perro… pero ¿qué era todo aquello en comparación con la afrenta sufrida? Había perdido mi «reputación», había perdido el sello, lo había perdido todo. Salí corriendo al campo, me eché en la hierba y lloré como si fuera el fin del mundo.
—¿Qué será de mí? —decía entre sollozos—. ¿Qué será de mí?