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En una ocasión, cuando miraba cómo se alejaba el tren, me invadió una emoción preocupante y enfermiza, un hechizo escalofriante que me oprimía la garganta. Con el paso de los años volví a sentirlo siempre que percibía el olor del humo de la locomotora.

Me gustaría describirlo con precisión, como si fuese un diagnóstico médico. Entonces tendría unos siete años. Era una sofocante tarde de mediados de verano, yo estaba descalzo junto a las vías del tren, sin pensar en nada, tan solo mirando el farolillo rojo colgado del último vagón, que se iba perdiendo en la lejanía. De súbito y sin razón aparente, sentí en el pecho una presión aguda y desconocida, y se me hizo un nudo en la garganta que apenas me dejaba respirar. Duró un par de minutos, pero en esos breves instantes me sentí tan aterrado y desesperado que perdí la cabeza. El corazón me golpeaba contra las costillas y sentía cómo las lágrimas se deslizaban hasta mi boca. Me invadió un deseo casi diría que carnal, horrible, punzante, doloroso… Quería irme, alejarme de mi madre, de la tía Rozika, del pueblo. ¿Adónde? No lo sabía. ¿Por qué? No lo sabía. No tenía ningún objetivo, ningún deseo, ninguna idea que pudiera servir de explicación. Tan solo eso, irme, salir de allí.

Pero yo era un chiquillo contenido, y media hora después ya me estaba diciendo: «¡Qué idiotez!».

Sin embargo, cada vez que sentía el olor acre y excitante del humo de la locomotora, volvía a experimentar con tanta fuerza ese anhelo insano e incomprensible que me asustaba de mí mismo.

Quizá fuera así como en su día mi padre se fugó de casa, siendo aún un adolescente. Puede que fuera una tarde de mediados de verano igual de sofocante cuando le dio por irse, sin saber por qué ni hacia dónde iba. Simplemente partió como un lunático que sigue un deseo indomable.

En tales ocasiones evitaba ir por la calle principal, que los domingos por la tarde estaba abarrotada de gente. A los campesinos, salvo los habituales de la taberna, les cuesta entretenerse el domingo por la tarde. El día ha sido largo, han descansado y charlado lo suficiente y ya están hartos de no hacer nada. No es de extrañar verlos parados a las puertas de sus casas, como si esperasen que en el tren de la tarde llegara el lunes.

Me daba un paseo hasta casa cogiendo un largo desvío por las huertas. Mientras me mantenía en los lindes del pueblo, cuidaba celosamente mi «reputación». Caminaba con las manos metidas en los bolsillos, la barbilla apretada contra el pecho, con paso grave y firme como un viejo campesino. De vez en cuando lanzaba un sonoro escupitajo por la comisura de los labios, ya que estaba absolutamente convencido de que aquello aumentaba el prestigio de un hombre. Pero al dejar a mis espaldas la última casa echaba a correr como un loco. Atravesaba a toda velocidad pastos, prados y aradas. Luego, sin resuello, me echaba en la hierba boca abajo y me quedaba tumbado sin moverme. De repente todo cambiaba. Lo confuso del día se evaporaba de mi cabeza y la absurda tensión de los nervios se aflojaba. En la hierba, crecida bajo un cielo increíblemente amplio, me sentía como quien por fin llega a casa dejando atrás mundos extraños y peligrosos.

Oscurecía, pero era un ocaso lento, como cuando se mira el paisaje a través de la ventana y el más ligero aliento empaña el cristal. Los prados se desprendían de la luz absorbida durante el día, flotaba un cálido aroma a tierra, y el sol sangraba en el horizonte. El firmamento se llenaba de colores como un inmenso mantón de campesina, y en la lejanía resonaban sordos los cencerros de las reses que volvían a la aldea. Me sentía en casa.

Caminaba hacia el pueblo tarareando. Al pasar junto a la vaca más sucia, el rocín más flaco o el perro más sarnoso, no podía evitar pararme y darles unas palmadas cariñosas. Me traicionaba mi apego por los animales. No existía persona alguna por la que sintiera la mitad de ternura que, por ejemplo, por nuestro perro. No amaba a nadie, ni a mi propia madre, pero está visto que el amor es algo humano y no era mi culpa tener que amar a los animales. Sentía por ellos una íntima amistad. En el pueblo no había perro, por mordedor que fuera, que no simpatizara conmigo, hasta los altivos lebreles del terrateniente brincaban alegres a mi alrededor, aunque no tuviera comida con que ganarme su afecto.

Pocos perros llevaban una vida tan desgraciada como la mía. Casi siempre me levantaba de la mesa con hambre. La vieja no era partidaria de la equidad: cada niño recibía una manutención acorde a lo que pagara su madre. No obstante, tampoco había grandes diferencias, ya que —excepto en mi caso— las madres visitaban a sus hijos con frecuencia y estos les relataban los ultrajes sufridos. Péter se lamentaba de que las raciones de Pál eran más abundantes, Pál se quejaba de que Istvány comía más y mejor que él. Las pobres criadas acababan por compadecerse y de alguna parte sacaban el dinero necesario para que a la semana Péter pudiera comer lo que Pál y este lo mismo que Istvány. Pero ¿quién se ocupaba de mí?

Mi madre venía a verme como mucho cuatro o cinco veces al año, unas ocasiones en las que además tenía que pasar un mal rato por los pagos atrasados. ¿Cómo iba la pobre a sacar a colación la calidad de mi alimentación? Día tras día tuve que constatar que los niños de mi edad comían más y mejor que yo. No tiene nada de extraño que llegara a ser como soy.

Hubo momentos en mi niñez en que hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa por un buen plato de comida.

Debo confesar que incluso llegué a robar. Robaba como la urraca. En vano encerraba la vieja las cosas a cal y canto: la necesidad y la práctica perfeccionaron mis dotes de ladrón. Claro, me castigaba cuando se daba cuenta, pero me acuerdo con precisión de que nunca sentí arrepentimiento. Hay situaciones en la vida en las que no robar resulta abiertamente antinatural; sigo pensando igual. ¿Tendría que haberme quedado flaco, canijo o tísico solo para no sisar la fortuna que aquella vieja y asquerosa ramera había logrado amasar? Ni se me pasó por la cabeza.

Con el tiempo llegué a ser tan astuto y sagaz como un zorro en libertad. Por ejemplo, me percaté de que podía sacar provecho de la sed de venganza. Como es bien sabido, entre los niños rige la regla de la fuerza y siempre tiene razón el que más tiene y, claro está, todos quieren ser el que lleva razón. Yo no era así, tenía hambre y la justicia platónica me importaba un comino. Para el hambriento no existe más que una justicia: el pan. No me peleaba como los demás niños por simple amor al arte. Para mí las tundas eran una ocupación seria para ganarme el pan. Si dos chicos se peleaban, me acercaba al más débil y le preguntaba en un tono frío y objetivo: «¿Qué me das si le pego al grandullón?».

Pedía diez florines, pero por dos ya me habría andado a golpes con cualquiera, si bien la empresa no carecía de cierto riesgo. Los niños casi siempre se agrupaban en pandillas y a veces debía enfrentarme a ellas. En más de una ocasión abandoné el campo de batalla con la cabeza ensangrentada, pero ¡qué más daba! Con las monedas ganadas tintineando en el bolsillo, el sonido más consolador del mundo, podía ir a la tienda a comprarme un bollo.

Mi ídolo era el legendario bandolero Sándor Rózsa. Los demás chicos soñaban con ser curas o generales, pero yo deseaba ser un bandolero que le quitase el dinero a los ricos para redistribuirlo entre los pobres. Nunca llegué a repartir mi dinero, pero también es verdad que nunca di con nadie que fuera más pobre que yo.