A mí me odió desde que nací.
Ya sé que parece inverosímil. Puede pasar que un adulto no simpatice con el niño al que cuida, o que de repente se enfade con él, pero ¿odiarlo…? Suena improbable y, sin embargo, es verdad: me odiaba. Además no es que fueran repentinas chispas de odio que saltasen del roce fortuito de unos nervios desgastados para luego apagarse enseguida. Era un odio serio, consecuente, que casi podría calificar de masculino. Vivimos una lucha perpetua. Durante los catorce años que estuve en su casa no hubo ni un alto el fuego.
Este odio debía de tener unas raíces tremendamente profundas. Yo nací en el preciso momento en que ella se enteró de que no podría tener hijos. Tal vez me odiaba por eso. No lo sé. No es más que una suposición. «¿Quién entre los hombres conoce las cosas del hombre —escribe el apóstol san Pablo en la Epístola a los Corintios— salvo el espíritu del hombre que está en él?»
Yo no era un niño agradable, debo reconocerlo en aras de la verdad. Era muy hostil, hermético, desconfiado, inflexible, siempre a la defensiva. Ya a los siete años había perdido lo que se suele denominar encanto infantil.
Tengo una foto de aquella época, una foto del grupo de los ocho, que mandó sacar una de las madres. No he visto a muchos niños tan repulsivos como yo en aquella instantánea. Todo mi ser inspira repulsión. Unos hombros como si me los hubiera prestado un chico cinco años mayor, el rostro adusto, sombrío, malintencionado. En aquella fotografía estoy feo, aunque si la observo mejor veo unas facciones bastante aceptables. Unos ojos llamativamente grandes, de color gris oscuro, una nariz fuerte y recta, unos labios bien perfilados y hermosos, el pelo negro caído sobre la frente. Mis facciones apenas han cambiado, ya por entonces estaban muy formadas, y quizá era precisamente ese el problema. Tenía cara de hombre, y lo que en términos generales embellece el rostro de un hombre, afea al de un niño.
Cuentan que a los cinco o seis años ya estaba en pie de guerra con los adultos que me rodeaban. No abría la boca si no me dirigían la palabra, y si me hablaban daba respuestas escuetas y mordaces. Me paraba ante ellos con las piernas separadas y con las manos en los bolsillos, apretaba la barbilla contra el pecho y los miraba de abajo arriba, como un toro dispuesto a embestir.
«¿Qué muecas son esas? —me gritaba la tía Rozika al menos media docena de veces al día—. Pareces un asesino.»
Seguro que no era un niño encantador pero, Dios mío, ¿cómo iba a serlo? La vida no empieza cuando uno nace. Dicen que el feto sufre las consecuencias de cualquier emoción que afecte a la madre embarazada. ¿Suena exagerado si digo que a veces siento que el profundo odio que mi madre alimentaba contra mí mientras me llevaba en su seno me ha marcado para toda la vida? No lo sé. No es más que una suposición. Pero recuerdo nítidamente que a los siete años ya veía con claridad cuál era mi lugar en el mundo. Sabía que —incluida mi madre— no habría nadie que se ocupase de mí, que en este mundo solo hay cazadores y presas, y yo no estaba del lado de los cazadores.
Lo que ocurre es que a mí todo eso me parecía natural. Estaba plenamente convencido de que solo era bueno el que no tenía otra opción. Un bastardo debía ser bueno; una persona adinerada, no. Envidiaba a la tía Rozika por permitirse ser mala. Quien puede ser malo es porque ya ha conseguido algo.
Me sorprendía que alguien se portara bien conmigo. Me parecía sospechoso. ¿Por qué iba alguien a portarse bien con un bastardo? ¿Qué querría?, pensaba yo. Presentía lo peor y, si al final resultaba que no quería nada, me quedaba mirándolo como si tuviera dos narices o tres manos. Lo consideraba un trastorno. Algo antinatural. El cielo es azul, la hierba es verde, el hombre es abyecto. Todos los que tienen inteligencia para ello lo son. Tan solo Vilma la loca era buena, pero todo el pueblo se reía de ella.
Pensándolo bien, en realidad no comprendía qué entendían los adultos por bondad. Para mí era una expresión sin sustancia, inventada para engañar a los niños. Había muchas palabras así. «Religión», por ejemplo. Estaban la religión de domingo, que la gente practicaba en la iglesia, y la religión de entre semana, que se practicaba en la aldea, y yo no entendía qué tenía que ver la una con la otra. La tía Rozika también era creyente. Pasaba horas enteras arrodillada ante la imagen de la Virgen, y si le daba un ataque de bondad se llenaba la boca con la «caridad cristiana». Anda que no pude experimentar innumerables veces en qué consistía esa bondad cristiana. Y, aunque me rociaran con las más bellas y devotas palabras, era como si me amenazaran con el coco. Yo no creía ni en el coco ni en las palabras beatas. Yo solo creía en lo que veía.
Cuando los adultos se regalaban con palabras de ese tipo, en mi interior empezaba a dar saltos una especie de ardilla descarada que no paraba de hacer muecas. Eso sí, me guardaba de decir nada. La mofeta se defiende con la pestilencia; el campesino, con la indiferencia. En presencia de adultos ponía una cara tan boba como la de una vaca rumiando. Los consideraba tontos, mentirosos y ordinarios, y no me entretenía en discutir con ellos. Me limitaba a mirar su cara hipócrita, de abajo arriba, y a apretar la barbilla contra el pecho, con las piernas separadas y las manos metidas en los bolsillos. Impasible, me quedaba callado.
Honra a tu padre y a tu madre, me sermoneaban. Vale, me decía, hónralos tú. Entonces la ardillita pegaba un brinco, sacaba la lengua y se echaba a reír tontamente. A mi padre no lo había visto ni una vez en mi vida, de mi madre tan solo sabía que yo no le causaba muchos quebraderos de cabeza. Cuatro o cinco veces al año me visitaba una desconocida, pasaba una tarde conmigo y luego se iba. Decían que era mi madre.
En secreto les tenía pavor a esas visitas. Al ver a mi madre me invadía una angustia violenta y sofocante; me acuerdo de que sentía un sabor amargo, como si hubiera comido algo que me había sentado mal. No sabría explicar por qué. Ella se mostraba amable conmigo, nunca me pegaba, ni siquiera me reñía, incluso me traía cinco krajcár[1] de dulce de patata, por el que tenía una tremenda debilidad. Sus visitas también comportaban otros beneficios. Esos días me daban un buen almuerzo y podía comer todo lo que deseara, algo que no era usual. «Por pura casualidad» en aquellas ocasiones siempre comíamos estofado de col a la Székely y pasta con requesón y chicharrones. Sin embargo, con gusto habría renunciado al estofado de col y a la pasta con requesón y chicharrones con tal de que la desconocida hubiera cambiado de opinión y se hubiese quedado en su casa.
Siempre mandaba una postal indicando la fecha de su llegada, y la angustia ya me invadía varios días antes. Solía venir los domingos a primera hora de la tarde. Entonces yo desaparecía de la vista de los demás. Normalmente me escondía en la barraca de madera de la letrina, anexa a la pared posterior de la casa, y si no me molestaban permanecía allí varias horas en el asiento —que ese día relucía— mirando absorto las gordas moscas verdes que se daban un atracón entre zumbidos de deleite. Reinaba entonces un denso y pesado silencio. La tía y el tío Rozika dormían la siesta, las criadas tenían descanso, los niños se habían desbandado. El sol de verano ardía contra el techo de la letrina, el calor era asfixiante y hediondo; yo sudaba copiosamente, los párpados me pesaban. Allí pasaba el rato acurrucado, con la cabeza caída sobre el pecho, dormitando, hasta que en medio del silencio dominical oía tintinear la campanilla de la entrada.
—¡Béla! —oía la voz de mi madre gritar—. ¡Tía Rozika!
Me ponía en pie, escupía y luego, a paso lento y majestuoso, como un campesino anciano, me dirigía a mi madre.
Por allí no era común besar la mano. Mi madre me besaba en la mejilla; yo a ella, nunca. No sé si se daba cuenta, pero no lo mencionaba. Era una mujer dura, no soportaba las cursilerías. Las otras madres mimaban a sus retoños en voz alta, derritiéndose de afectación, pero ella permanecía a mi lado en silencio y se notaba que tenía mala opinión de ellas.
—¿Qué hay de nuevo, Béla? —se limitaba a preguntarme muy seria, como si hablara con un adulto.
—Nada —decía yo pensando en el dulce de patata.
Entonces mi madre abría su deslucido bolso y sacaba el dulce.
Mientras, con singular teatralidad, se abría la puerta de la cocina y salía de la casa la tía Rozika, ataviada con un vestido de seda de color negro y una gran cruz, muy presumida, como la reina del pueblo.
—¿Cómo está, cómo está, querida? —decía atropelladamente ya desde lejos—. Hase siglos que no la vío. ¿Qué hay de su vida, querida?
—Gracias por su interés, tía Rozika —contestaba mi madre con mucha modestia—, voy tirando.
La vieja le daba a mi madre unas palmaditas en el hombro con una sonrisa empalagosa y una amabilidad magnánima, pero mientras tanto la examinaba de pies a cabeza con una mirada aguda y malintencionada.
—¡Qué vestidito más bonito tiene, querida! —constataba con un acento sin lugar a dudas malévolo, insinuando que le debía dinero, pero sin dejar de sonreír con dulzura.
—Tiene tres años, tía Rozika —contestaba mi madre, aturdida, y cambiaba de tema. La pobre; todos sus vestidos eran de hacía tres años.
Año tras año, visita tras visita, estos encuentros se desarrollaban como una pieza teatral escrupulosamente memorizada, casi con las mismas palabras. Luego llegaba el segundo acto: echar pestes de mí.
«Ese hijo suyo, querida —cacareaba la vieja—, ¡es el mayor sinvergüenza del mundo…!»
«Ese hijo suyo, querida, terminará en la horca, se lo digo yo, querida…»
«Ese hijo suyo…»
Y así durante media hora. Enumeraba con profusión de detalles todos los pecados que yo había cometido en los meses anteriores. Tenía una memoria portentosa. No se olvidaba de nada. Todo lo que decía era cierto, tan solo se le olvidaba mencionar por qué había hecho yo todo aquello. A fin de cuentas, todas mis gamberradas se debían a que no me daba bastante de comer.
Pero yo había aprendido muy pronto que en boca cerrada no entran moscas. No la acusaba y tampoco me defendía. Me limitaba a estar allí con las piernas separadas y las manos en los bolsillos, mirando en silencio la boca desdentada de la vieja por la que salía ese aluvión de basura.
Mi madre también callaba. Meneaba la cabeza, se sulfuraba y de vez en cuando me miraba con furia. Cuando la vieja terminaba, empezaba ella.
—¡No te da vergüenza! ¡Abusar así de la bondad de la tía Rozika!
Siempre decía lo mismo, al pie de la letra. Pues por mí, pensaba yo, puedes seguir dándole al pico. Deberías probar la bondad de la tía Rozika. ¡Zas!, la ardillita pegaba un brinco y sacaba la lengua. Y yo me quedaba inmóvil y callado.
—Ya me encargaré yo de castigar a ese sinvergüenza —amenazaba—. Ven…
Yo iba. Con pasos graves y firmes… Al fondo del jardín había un viejo melocotonero, y, debajo, un banco carcomido y sin respaldo. Nos sentábamos allí. Al quedar la vieja fuera del alcance, mi madre experimentaba una transformación radical. En vez de continuar riñéndome, miraba a su alrededor para cerciorarse de que no la oía nadie, y me preguntaba en voz baja:
—¿Te da suficiente comida?
—¡Diablos, claro que no! —le contestaba—. Tan solo cuando vienes tú.
Esta era otra escena que se repetía siempre. Mi madre fruncía la frente y permanecía un rato con la mirada clavada en el suelo. Luego decía:
—Ya hablaré con ella.
Con cinco años yo ya sabía que esa era una mentira como una catedral. La ardillita se reía en voz baja. Ya, ¡narices! ¡Será precisamente ella la que hable con la vieja! Ahora sé que la pobre siempre le debía dinero y vivía aterrorizada por temor a que la tía Rozika pudiera ponerme de patitas en la calle, o mandarme con ella a Budapest. Entonces aún no sabía nada de todo eso. Solo me percataba de que mi madre mentía. En lugar de exigirle responsabilidad a la vieja, le hablaba tan melindrosa que se me revolvía el estómago.
Pero yo no soltaba prenda. Me limitaba a estar en el raquítico banco, bajo el viejo melocotonero, y callar. El sol caía sobre el árbol, a cuya sombra temblaban minúsculas manchas de luz. Yo las observaba. Mi madre se limitaba a mirar a la nada con sus ojos pequeños, singularmente hundidos, o hacía dibujos en la arena con la punta del zapato, sin objetivo alguno.
El patio retumbaba a nuestro alrededor. Las madres jóvenes cuchicheaban con sus hijos, besuqueaban a sus vástagos, o jugaban, correteaban y retozaban con ellos; el bullicio de aquella maternidad fogosa llegaba hasta la calle.
Mi madre, me daba cuenta, no sabía qué hacer conmigo. Ni sus manos, ni sus labios sabían mimarme, y en general no tenía ganas de crear complicidades. Estaba sentada a mi lado, como si yo fuera un adulto a quien poco tenía que decirle.
Yo también tenía la culpa de que no nos acercáramos más. A mi madre, a veces, la poseía una especie de ternura extraña y cohibida; en cambio yo —sin querer— pisoteaba esas emociones que brotaban con timidez. Recuerdo que una vez me preguntó por qué era «siempre tan arisco».
—¡Vamos, ríete un poco! —dijo con jovialidad, y me hizo cosquillas.
Yo, que siempre he sido muy sensible a las cosquillas, pegué un salto y ella salió corriendo detrás de mí. Al alcanzarme, me agarró, me apretó contra ella y me colmó de besos. No sé por qué, pero en aquel instante tuve una sensación inexplicablemente embarazosa, una especie de vergüenza indescriptible. Me aparté de ella casi con asco. Al parecer se dio cuenta y enseguida me soltó. No dijo nada, tan solo se arregló el pañuelo en la cabeza y entró en casa de la tía Rozika para «pasar cuentas».
Con estas cuentas siempre había problemas. La vieja seguramente le exigía el dinero que le debía, porque del interior de la habitación se oían gritos vehementes, y cuando mi madre salía tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
—Bueno, vamos —decía seca y brevemente—. Buenas noches.
A modo de despedida siempre decía «buenas noches», aunque el sol aún estuviese alto. El tren salía a las siete y pico, pero nosotros ya estábamos en la estación a las seis. El tiempo que transcurría hasta la salida del tren se hacía insoportablemente largo. La estación estaba abarrotada de gente, porque en nuestro pueblo ir los domingos a la estación era un pasatiempo habitual. Apenas viajaba nadie, pero la gente se paseaba por entre las vías vestida con sus mejores galas; formaban grupos, se saludaban y caminaban. Acudía toda la juventud sin excepción, con el traje de los domingos. Los mozos se mostraban alegres y campechanos; las chicas se reían por todo, como si les hicieran cosquillas. Nosotros dos mirábamos a la radiante juventud igual que si fuéramos una pareja de ancianos, y callábamos, como hacíamos debajo del melocotonero. Pero era otro tipo de silencio. Aunque no sabía por qué razón mi madre tenía los ojos enrojecidos y, pensándolo mejor, tampoco me interesaba demasiado, de repente me entraba lástima y desazón por ella.
¿Quién es capaz de orientarse en la selva que es el alma de un niño? Aunque me puedan considerar inhumano, debo confesar que nunca he sentido por mi madre lo que llaman amor filial. En cambio, casi siempre he sentido pena por ella. Me daba tanta pena que a veces el pecho me dolía de verdad. Pese a ser un niño pequeño y desalmado, siempre me consideré más fuerte, más listo y más hábil que mi madre; recuerdo que a los seis años me hubiera atrevido a jurar que era capaz de enderezar mi vida mejor que ella. Mi madre seguramente no sospechaba nada de eso. Me sentaba a su lado con educación y trataba de poner una cara tan boba como la de una vaca rumiando.
Por fin llegaba el tren. La tísica locomotora echaba grandes bocanadas de humo y la estación se llenaba de la emocionante fragancia de la despedida, la distancia y la aventura. Me aliviaba ver subir a mi madre al tren y, sin embargo, me sentía apesadumbrado.
—Que Dios te bendiga —decía ella.
—Que Dios te bendiga —contestaba yo.
Entonces el revisor soplaba el silbato y el tren se ponía en marcha. Mi madre no se despedía con la mano; nada más arrancar el tren, desaparecía tras la ventanilla.