Así que me quedé en el pueblo con la tía Rozika. Esta mujer de nombre enternecedor era la vieja más repugnante del lugar. Al hacerse mayor y no poder seguir ejerciendo su profesión, le dio por criar niños de origen dudoso, como yo, si es que puede llamarse criar a lo que hacía con nosotros.
Decían que en el pasado había sido una mujer de reconocida belleza, una eslovaca de ojos azules, rubia como el lino. Llegó al pueblo a los quince años, la trajeron del norte para trabajar de criada en casa del terrateniente. Rozika pasó tres años a su servicio, luego trajo al mundo a un robusto varón. El padre de la criatura era casi un niño, el hijo de dieciséis años del hacendado. En cuanto vieron que la tripa de Rozika empezaba a abultar la echaron, pero no lograron deshacerse de ella. La bella eslovaca era muy astuta, sabía de sobras lo que hacía. No paró de hablar, de discutir, de chillar, de amenazar con ir a un abogado hasta que el dueño optó por echar mano de la cartera. Con el dinero se compró la casita en los confines del pueblo donde también me crie yo.
Medio año después de que el terrateniente pagara la compensación, el hijo de Rozika murió. Sucedió de repente; en el pueblo se sigue rumoreando que la de la guadaña se lo llevó por mediación de su propia madre. Claro que puede tratarse de una simple habladuría, pero conozco bien a la tía Rozika y no me resulta imposible imaginarlo.
Por aquel entonces la solía visitar un caballero, por llamarle de algún modo, que siempre llegaba en coche desde una aldea vecina. Era un hombre casado y solo podía ir los sábados, pero como la semana no solo tiene sábados, con el paso del tiempo Rozika se fue procurando convidados para el resto de los días. Acabó vendiendo amor como otros venden cebada.
Era muy ahorradora y con tesón iba amontonando el dinero ganado beso a beso. Pronto reformó la destartalada casa, y mandó poner una nueva valla alrededor del jardín, al que más tarde añadió un buen pedazo de tierra. Se enriqueció a ojos vistas, hasta tal punto, que al pueblo entero se le revolvían las tripas de envidia.
Un día le sucedió lo que suele ocurrir con las mujeres que solo ansían el dinero de los hombres. Se enamoró locamente de un mancebo que en realidad solo quería su dinero.
Era un hombre tosco y corpulento; nunca comprendí por qué se enamoró precisamente de aquel entre los muchos que había conocido. La última vez que estuve en casa se lo pregunté. No me supo dar una respuesta.
«Es cierto, mu guapo no era —me contó con su extraño acento eslovaco—, sin embargo, las chicas pirdían la cabesa por él.»
Así que el famoso mozo, por añadidura, ni siquiera era guapo, porque de sus pocas luces pude cerciorarme más adelante. Además, según me contó la tía Rozika, era pobre como un mendigo, no tenía ni un céntimo cuando llegó al pueblo. Era uno de esos jóvenes vagabundos a quienes en teoría se supone que las muchachas no prestan ninguna atención.
«Mi consumía la curiosidad —me confesó la tía Rozika—, ¿qué sicreto pudía tené un don nadie ansí?»
Lo malo es que los secretos «ansí» se mantienen eternamente secretos. Viene un vagabundo que no es ni guapo ni inteligente ni rico y las mujeres se derriten por él. Además, de ser verdad lo que me contó Rozika, apenas se ocupaba de las muchachas: eran ellas las que iban detrás de él.
Al mozo tan solo le apasionaba una cosa: pescar. Tenía una caña bellísima, hecha por él mismo, y se pasaba el día entero sentado a la orilla del río sin soltar palabra. Estaba convencido de que los peces reconocen el habla humana y si oyen el menor susurro se alejan del anzuelo. ¡Ay de aquel que se atreviera a hablar en voz alta cuando él aguardaba a que los peces picaran!
A Rozika le «consumía la curiosidad» y un día bajó a la orilla del río y se acercó al solitario pescador. Se paseó una o dos veces delante de él, pero:
«El tipo ni levantó la cabesa. No me hiso ningún caso».
De todos modos, Rozika no era de las que se rinden fácilmente; bajó una y otra vez al río hasta que un día el chico se compadeció de ella. No le habló —como ya he dicho, no hablaba mientras pescaba—, pero hizo un ademán con la cabeza indicándole que podía sentarse a su lado. Y Rozika se sentó. No se atrevió a decir ni una sola palabra, se limitó a mirar el agua y a callar. El mozo tampoco dijo nada, pero con la mano izquierda, con holgura y sin que la caña se le moviera de la derecha, le cogió un pecho y siguió en silencio. Así estuvieron sentados largo rato, callados. Rozika tenía, según sus propias palabras, «una calentura del demonio», cuando al fin el mozo, muy considerado, ató la caña a un junco y tumbó a la muchacha en la arena de la orilla.
«Pero estate callada —le susurró al oído—. No se vayan a ir los peces.»
Todo esto suena como una anécdota inventada, pero ejerció tal efecto sobre Rozika que a partir de ese día no soltó al muchacho. Lo tuvo en su casa de las afueras de la aldea y todo lo que sacaba de los demás hombres lo invirtió en él.
El mozo siguió siendo el hombre tranquilo que siempre había sido. Nada podía sacarle de sus casillas, mucho menos la profesión de Rozika. Mientras pudiera pasarse el día pescando en el río y tomar uno o dos litros de vino para acompañar el guiso de pescado, por él la mujer podía hacer lo que le viniera en gana. Vivía del dinero que Rozika ganaba a costa de besos, como si de una mujer perezosa y mantenida se tratara. En el pueblo le llegaron a apodar el tío Rozika; hasta los niños lo llamábamos así entre nosotros.
Rozika entonces ya no era muy joven. Tendría unos treinta años, que para una muchacha del campo era una edad considerable. Los visitantes más distinguidos fueron desapareciendo poco a poco y ella se vio obligada a bajar los precios y suplir las pérdidas multiplicando la clientela.
Mientras tanto, el tío Rozika seguía entreteniéndose alegremente con las muchachas. No porque le hicieran una falta tremenda, más bien lo hacía por aburrimiento; mientras aguardaba a que picaran los peces, llamaba con señas a una u otra para que se sentara a su lado. Y ellas lo hacían.
Rozika estaba al tanto de todo pero hacía como quien no se da cuenta. No podía decir nada, así que se limitaba a aguantar y a «consumirse». A veces pasaba las noches sin pegar ojo junto a su hombre, que roncaba plácidamente; sentía pinchazos en el pecho y la cubría un sudor frío. A la furcia que vendía el amor desde los quince años y no tenía ni la menor idea de qué iba eso de la fidelidad, de repente la invadieron los celos como una enfermedad incurable.
Un día ya no aguantó más. Se le ocurrió una idea: mandó llamar al sastre y encargó un nuevo traje para su hombre.
—¿Para qué? —preguntó el tío Rozika, que no era nada presumido.
—¿Para qué? Con el que tienes no puedes ir a la boda.
—¿Boda? ¿Quién diablos se casa?
—¿Quién? Pues tú y yo.
El hombre se limitó a guardar silencio un rato, porque le costó un poco entender el asunto. Cuando por fin lo comprendió, sonrió en silencio.
—Se nota que eres eslovaca —dijo lacónicamente—. Mira que eres astuta.
Sin embargo, no puso objeciones. ¿Matrimonio? Pues que haya matrimonio. Si eso es lo que quiere la mujer, sea como ella quiera. Es ella quien gana el dinero. Por fortuna, el día de la boda hizo un tiempo desastroso, habría sido imposible ir a pescar.
Rozika, por su parte, se tomó el matrimonio con tremenda seriedad. La alianza, el acta y el sermón del cura produjeron un cambio radical en su vida. A partir de ese día echó a sus visitantes sin miramientos.
«Mi marido no me lo permite», afirmaba con dignidad, aunque sabía muy bien que su marido, de oírlo, se habría tronchado de risa.
Dos semanas después de la boda subió al tren y viajó a la capital de la provincia. Quería aprender el oficio de comadrona. En la aldea casi se mueren de risa. ¿Quién sería la infeliz que daría a luz con la ayuda de esa zorra?
Rozika, sin embargo, sabía muy bien lo que hacía. No quería traer niños al mundo. Todo lo contrario. Desde entonces se ganó el pan evitando su nacimiento.
Calculó bien. Las hacedoras de ángeles del pueblo eran unas viejas chapadas a la antigua, ignorantes y sucias; las mujeres preferían acudir a ella en caso de problemas. Y problemas surgían a menudo, sobre todo en invierno, cuando los hombres andaban más sobrados de tiempo.
Sin embargo, la tía Rozika tenía además una empresa de mayor envergadura. Aquellas muchachas a las que, como a mi madre, ya no se las podía ayudar, daban a luz en su casa, donde les daba de comer y de beber hasta que recobrasen las fuerzas y se fueran a la ciudad en calidad de nodrizas. El niño permanecía en casa de Rozika y la pobre madre —que así se libraba de golpe de sus problemas— le quedaba más que agradecida. Luego, claro está, debía mandar a la bondadosa tía Rozika la mayor parte de su miserable sueldo casi hasta el final de su vida.
Esta mujer indestructible era como los gatos: tenía siete vidas y siempre caía de pie. De los amoríos ajenos vivía tan bien, o mejor, como antes de los amores propios. La casa en las afueras de la aldea inauguró su segunda época de apogeo. Tenía cerdos, vacas, aves de corral, carro, caballo y servicio.
Siempre que podía la tía Rozika iba con su hombre a pescar al río. Pocas veces le dejaba solo, lo custodiaba con celo. Y eso que el tío Rozika tampoco estaba en la flor de la juventud: tendría la misma edad que su mujer, quien por entonces ya rozaba los cuarenta.
En aquella época en la casa se criaban ocho bastardos. Rozika podría haberse retirado. Para ella trabajaban ocho criadas en distintas ciudades de Hungría, desde primera hora de la madrugada hasta altas horas de la noche. Ella se limitaba a recaudar el dinero, y un buen día entró en la lista de los campesinos más pudientes de la mísera aldea. Ya no se hablaba de su pasado; se acabó lo que se daba, poderoso caballero es don dinero.
Rozika empezó a engordar. Los domingos llevaba un vestido de seda negra abotonado hasta la barbilla y un collar con una cruz tan grande como la de un obispo. Abandonó su forma de hablar bromista y vivaz, y pasó a meditar cada palabra antes de pronunciarla. A las muchachas con percances que acudían a ella les hablaba con una condescendencia mojigata, como quien, aun despreciándolas, las perdonaba en nombre del Dios eterno. Con la gente pobre hablaba escuetamente, no admitía muestras de confianza. A sus criadas las martirizaba día y noche; en cambio, se volvía melosa cuando un señor más rico la requería en el mercado. O sea, se comportaba como debe hacerlo una mujer virtuosa.
Le dio por la religión. Si hasta entonces nunca había pisado la iglesia, ahora se pasaba horas allí, arrodillada, como una monja. Sobre la vieja y deslustrada otomana donde antaño se revolcaba con sus visitantes colgó una enorme imagen de la Virgen María y debajo puso una vela en un vaso rojo de ribetes dorados.
Un día le preguntó al tío Rozika:
—¿Piensas alguna vez en la muerte?
—¿Qué diablos dices?
—No mientes al diablo. Lo digo en serio. No deberíamos dejar el dinero a los perros.
El tío Rozika se encogió de hombros. A él, el bienestar no lo había cambiado; todo le seguía dando igual, con tal de que lo dejasen en paz y tuviera la panza llena. No así a la tía Rozika. Ella aspiraba a la inmortalidad.
—Deberíamos hacer un hijo —dijo con severidad.
—¿Ahora mismo? —preguntó el tío Rozika, pues la conversación tenía lugar en la calle.
Pero a eso tampoco le puso reparos. ¿Un hijo? Pues que vengan. Si la mujer lo quiere, que así sea. Será ella quien lo geste y es ella quien gana el dinero. Bien se le puede hacer el favor. Además, de noche no se puede pescar.
—En navidades ya podría estar aquí —dijo la tía Rozika.
Pero no nació en navidades. Ni tampoco en Semana Santa. Vaya, no llegó a nacer. Esta mujer, que se había quedado embarazada Dios sabe cuántas veces sin quererlo, ahora que era su mayor deseo no lo lograba. Fue de médico en médico, se desplazó a la capital de la provincia e incluso viajó a Budapest. Tomó baños, ingirió medicamentos, recurrió a remedios caseros. De nada sirvió. Se le ocurrió que quizá el problema estuviera en su pareja. Le fue infiel. Tampoco resultó.
Por primera vez en la vida perdió la cabeza. Andaba de un lado a otro como si se hubiese vuelto loca. Ni pudo ni quiso resignarse, pues le obsesionaba la idea de que los perros heredarían sus bienes.
Un día arrancó de la pared la imagen de la Virgen y la tiró a un rincón con vela incluida. Ni un porquero desesperado habría soltado los tacos que ella profería. A veces las rabietas le duraban días y entonces pegaba a los niños. Luego, de repente, se volvía tan callada que daba miedo. Se quedaba en un rincón de la habitación y se pasaba horas sentada con las contraventanas cerradas. De vez en cuando murmuraba algo para sus adentros, sus labios se movían vacuos, casi sin voz, como un artilugio desvencijado y en desuso.
De pronto empezó a peinar canas. Adelgazó, se quedó enjuta, envejeció sin previo aviso. Se convirtió en una anciana quisquillosa y malintencionada.
Había sido una mala persona toda la vida, pero al menos hasta entonces su maldad había tenido algún objetivo. De ella había obtenido dinero, cadenas de oro, vestidos de seda, otro cerdo para la pocilga, otra vaca para el establo. Ahora su maldad era tan estéril como su cuerpo: no le podía sacar ningún provecho. Era mezquina por el mero gusto de serlo. Martirizar a los demás le producía un goce perverso e inhumano, pérfido y enfermizo. Pero también sucedía lo que antes no le pasaba ni por asomo: a veces era buena. De pronto hacía regalos a cualquiera, era amable con todo el mundo, besaba a los niños como una desquiciada. Era una bondad delirante y peligrosa, que la poseía como la rabia se apodera de los perros, y cuando se le pasaba el ataque de bondad se volvía cien veces más malvada.