Pero la mañana de mi partida el maestro aún cantaba con tanta vehemencia que se le oía desde la calle. Yo me había parado ante la escuela y no sabía qué hacer. Ya estaba todo listo, solo faltaba subir al tren. Sin embargo, el tren salía a las dos y veinte, y en ese momento me parecía totalmente improbable que alguna vez llegaran a ser las dos y veinte. Mi madre me escribió que llegaría a las once y media, y que la esperase en la estación, pues no estaba dispuesta a entrar en la casa de la vieja.
Miré el reloj de la iglesia. Las ocho y cuarto. «Faltan aún seis horas —pensé—, y entonces comenzaré a vivir.» Para matar el tiempo deambulé sin rumbo. En mis oídos resonaba una letrilla que habíamos aprendido en la escuela:
Me despido de la aldea donde nací,
Dios sabe si volveré por aquí.
«Ahora yo también me despido de mi aldea», pensé, y traté de emocionarme debidamente, siguiendo las pautas marcadas por el poeta que disfrutaba del visto bueno de las autoridades. Siendo como era un tipo poco poético, me dije que todo aquello eran tonterías porque, ¿cómo podía uno despedirse de su aldea? ¿Debería acaso despedirme de las casas, cuyo umbral nunca me habían dejado cruzar, porque los bastardos no podían entrar? ¿O acaso de las tiendas donde nunca había podido comprar porque nadie me había dado dinero para ello? ¿Debería acaso llamar a la puerta de desconocidos o de aquellos que jamás me habían considerado un ser humano? ¿Debería despedirme quizá del suboficial de la gendarmería?
De repente me acordé de Sárika. De alguna forma confusa y vaga la niña aún seguía rondando mi cabeza. No es que estuviera enamorado de ella; el tiempo ya se había llevado las últimas cenizas de ese amor infantil, pero las ascuas de mi odio seguían candentes, pues por lo que parece el odio es un lazo más fuerte que el amor. Quería volver a verla. Ni yo mismo sé por qué; a los catorce años aún no se sabe que solo importan las emociones y que es mejor tener emociones negativas que no tener ninguna.
Así pues, eché a andar por la calle principal y me asomé a la tienda. El anémico sol invernal entraba perpendicular por la puerta de cristal y cubría de una luz débil y enfermiza los panzudos sacos colocados en el suelo. Sárika estaba tras el mostrador y se arreglaba el pelo mirándose en un pequeño espejo. Había crecido mucho desde la última vez que la había visto. Era una adolescente espigada, larguirucha, y las pecas se apretaban en su rostro blanco formando manchas marrones. La miré y sentí de inmediato que ya no la odiaba. No la odiaba, pero tampoco la quería. «Nada tengo que ver con ella», me dije y se me encogió el corazón. No entendía por qué. ¿Cómo lo iba a entender? De repente me di cuenta de que en aquella maldita aldea no había ni una sola persona a cuya puerta pudiera llamar para decirle con el alma: «Me voy, amigo, que Dios te bendiga».
«¿A quién le importa que me vaya ahora, cuando durante catorce años nadie se ha ocupado de saber si estaba vivo o muerto? Si ahora me desplomo en la nieve, tal vez llamen al perrero, ya que nadie, salvo el maestro, me considera un ser humano. Pero yo no me desplomo con facilidad —me dije—. ¡Ya veréis quién soy! ¡Ya lo veréis!», me repetía, y de pronto mis ilusiones infantiles resurgieron de sus cenizas. Me vi entrar en el pueblo a lomos de un caballo engalanado, en medio de los vítores de los vecinos. El gran Béla, el justo y famoso, que se venga de los que maltratan a los niños pobres, da de comer a los hambrientos y hace que los últimos sean los primeros.
—¡Ya pasaremos cuentas! —gruñí, y con la barbilla pegada al pecho miré a los que venían enfrente como un toro que se dispone a embestir.
Al pasar por delante de la gendarmería, lancé un escupitajo sonoro por la comisura de los labios y con ello di por terminada la emocionada despedida de «mi aldea».
El adiós tampoco resultó mucho más enternecedor en casa. Los chiquillos sentían envidia y, si alguno de ellos albergaba un sentimiento más cálido, no lo reveló. Discutían sobre los detalles prácticos de mi viaje, dónde haría el transbordo del tren comarcal al «grande», por dónde pasaría el «gran tren», cuándo llegaría a Budapest… y lo señalaban emocionados en el mapa escolar. El tío Rozika no almorzaba en casa, así que no pude despedirme de él. De todas formas, me traía sin cuidado. Era una pieza viviente del mobiliario, estábamos acostumbrados a su presencia y no nos preocupábamos de él. No se portaba mal con nosotros, pero tampoco se portaba bien. No se portaba de ninguna forma. Lo único que le importaba eran los peces. La vieja hizo como si no supiera que me iba, y yo me esforcé en disimular la emoción infernal que sentía para irme tranquila y majestuosamente, como corresponde a un hombre hecho y derecho.
Sin embargo, después del almuerzo, cuando con el hatillo bajo el brazo me presenté ante la vieja, sentí en mi interior el temblor de una extraña emoción. Quizá ella también se emocionó un poco. Tenía algo raro en los ojos, una turbiedad poco habitual, y junto a los labios, en el profundo cauce de sus retorcidas arrugas, discurrió una ligera e inquietante sonrisa. Pero al fin dijo tan solo:
—A ver si empiezas a portarte bien.
Así fue como nos despedimos tras catorce años de convivencia.
A los chicos les hubiera gustado acompañarme a la estación, pero yo no quería que estuvieran allí cuando me encontrara con mi madre. De modo que emprendí el camino en solitario. Aún me quedaba mucho tiempo; iba sin prisas por la calle principal y pensaba en aquella noche de finales de junio cuando Istvány salió de viaje, con la única diferencia de que de una mano le llevaba su bigotudo papá, y de la otra, su media ración de mamá.
Estaba junto a las vías cuando llegó el tren de las once y media, pero no vi a mi madre. Me perdí entre los numerosos pasajeros, que armaban un bullicio impresionante; tenía la boca seca por los nervios. Hacía ya ocho años que no la había visto y, por mucho que me esforzaba en recordar su rostro, no lo conseguía. Tal vez ella tampoco me reconocería a mí. Traté de tranquilizarme y me senté en un banco con un nudo en la garganta. «Cuando se dispersen los pasajeros —pensé—, ya nos encontraremos.» Pero debido a las fiestas la estación estaba inusualmente llena. Había acudido toda la juventud, junto a las vías resplandecían rostros jóvenes encendidos por el frío, los mozos traían una alegría campechana y las chicas se reían como si les hiciesen cosquillas. Y yo me encontraba solo en medio de aquel jolgorio, espiando a la gente con el corazón palpitante.
¿Quién sería mi madre?
Si por casualidad se me quedaba mirando alguna mujer que pareciera de ciudad, enseguida pensaba que era ella y se me paraba el corazón. Pero luego la mujer seguía su camino y yo pensaba aterrado en qué pasaría si no encontraba a mi madre, en la vergüenza que sería tener que quedarme en el pueblo después de haberme despedido.
A eso de las dos estacionaron el tren en la vía. Tras otra aglomeración, los pasajeros asediaron los vagones y los demás se hacinaron bajo las ventanillas para cuchichear las necedades de siempre con los que marchaban. En medio del gentío, una mujer de abrigo verde y con pañuelo corría de un lado a otro toda nerviosa, y enseguida supe que era mi madre.
Me invadió una emoción terrible. Vi que se dirigía a mí, pero no me moví. Me quedé mirando al suelo con cara de aburrimiento, como si no la hubiera visto, aunque oía el ruido de sus pasos, que se acercaban como si cada uno fuera un martillazo. Ya estaba delante de mí, pero yo seguía sin alzar la vista. Solo oí su voz, como si me llegara desde otro mundo.
—¿Niño, eres tú Béla R.?
Me puse en pie de un salto y me cuadré con firmeza, tal como suele hacerse en presencia de los señores.
—A sus órdenes —contesté como un soldado.
La mujer se quedó inmóvil, mirándome.
—¿Es que no reconoces a tu madre? —preguntó con una leve sonrisa.
—Tú tampoco me has reconocido a mí —respondí bajando los ojos, y también traté de sonreír.
Fijó la mirada en sus zapatos y calló. Se notaba que estaba muy emocionada, pero solo dijo:
—¡Cómo has crecido!
No teníamos nada más que decirnos. Estábamos uno frente al otro, sin chistar. De repente me pareció que la recordaba, sí, la recordaba claramente. «¡Cómo ha envejecido! —pensé—. Es una anciana.» (Ahora sé que entonces tenía treinta y un años.)
—Bueno, subamos —dijo finalmente, y se dirigió al tren.
Subimos. A nuestro alrededor la gente se despedía en voz alta; unos lloraban, otros reían, pero nosotros estábamos quietos, como una pareja entrada en años, y mirábamos por la ventanilla. Volvía a nevar.
—Este año tenemos un invierno duro —dijo mi madre.
—Sí —respondí—. Muy duro.
Esa fue toda nuestra conversación. Ella no me preguntaba y yo no hablaba. Nos limitábamos a mirar por la ventanilla.
El revisor sopló el silbato y el tren se puso en marcha. Me invadió tal emoción que casi me olvidé de mi madre. Apreté el rostro contra el cristal de la ventanilla y observé con las sienes palpitantes el paisaje que corría a nuestro lado. Aquellas pocas calles, aquellos centenares de casas junto a las cuales pasó el tren en escasos dos minutos habían sido para mí, durante catorce años, «el mundo». En vano había estudiado acerca de otras aldeas, de otras ciudades, de otros países; para mí eran como imágenes de Las mil y una noches. Eran puro cuento, el país de Nunca Jamás. Pese a mis estudios de geografía, para mí el fin del mundo estaba allí donde el cielo se juntaba con la tierra, en los confines del pueblo. Dentro de aquellos límites se había desarrollado todo lo que para mí fue real y tangible: el placer y el dolor, la bondad y la maldad, toda mi infancia. Y ahora, al mirar por la ventanilla del tren, vi de repente que la aldea que había significado el mundo entero era ridículamente pequeña.
El maestro tenía un cuento sobre «los huevos de Pascua que traen la felicidad». «Dios —decía el cuento— escondió la felicidad de los hombres en los lugares más dispersos del mundo, al igual que suele hacerse con los huevos en Pascua, y por eso ahora la gente va de una ciudad a otra, de un país a otro, en tren, en barco y en avión, para buscar irremediablemente la felicidad oculta.» Pensé en ese cuento y de repente me pareció incomprensible, imperdonable y vergonzoso haber perdido catorce años de mi vida en aquella maldita aldea, cuando en el mundo había tantas cosas por hacer. Me pareció ver el globo terráqueo de la escuela en el que ni siquiera aparecía el nombre de nuestro pueblo, donde Hungría tampoco era más que una minúscula mancha de color rosa en el mapa de Europa, y Europa igual de pequeñita en comparación con el mundo entero.
En aquel cuento el muchacho pobre se decía: «Solo tengo una vida, voy a buscarla». En ese momento me hice la misma promesa.
Sentía que Budapest no era más que una estación en el largo camino que había emprendido a bordo del tren comarcal a las dos y veinte de la tarde, y quizá ni siquiera era una estación mucho más importante que aquella otra en la que haría el transbordo al «gran tren».
De repente me llenó una impaciencia tan jocosa, una curiosidad tan dulce, que me hubiera gustado acelerar la marcha del tren con un látigo y gritar como un cochero borracho. Sentía que no tenía ni un minuto que perder, porque en alguna parte me esperaba la felicidad y tenía que darme prisa para compensar los catorce años que había perdido de forma imperdonable.
Fue mi madre la que me sacó de la ensoñación.
—Ven —dijo—, vamos a hacer el transbordo al gran tren.
En el «gran tren» sucedió algo. No fue gran cosa, entonces no le di ninguna importancia, pero ahora sé que en cierto sentido afectó a toda mi vida.
En cuanto el tren se puso en marcha, pasó por el hacinado vagón una señora regordeta, pechugona y pintarrajeada, acompañada de un muchacho de mi edad. Al verla, mi madre se puso en pie de un salto, se dirigió a ella corriendo, le agarró la mano y la besó con gran entusiasmo. La señora también esbozó una sonrisa dulzona, sin embargo a mí me dio la impresión de que le cansaba la efusión de mi madre. Más tarde me hicieron una seña para que me acercara y mi madre me presentó a la señora y a su emperifollado hijo.
—¿Ves? —preguntó con la voz aflautada—. Al nacer tú, fui nodriza de este señorito tan apuesto.
Miré al apuesto señorito, pero juro por Dios que no lo encontré nada apuesto. Era un tipo enclenque, un canijo, yo abultaba el doble. Así que este era el que me había robado la leche de mi madre.
La señora paseó la vista por el vagón con ademán afectado.
—Querida, vengan a segunda clase —dijo—. Aquí en tercera huele tan mal que no se puede soportar.
En segunda, sin duda alguna, soplaban mejores aires. Al entrar en el compartimiento me quedé con la boca abierta. Nunca había visto nada parecido. Los asientos estaban tapizados en terciopelo rojo, como el sillón del maestro, y las paredes decoradas con cuadros preciosos.
—Bueno, ¡siéntese, querida, y cuénteme! —dijo muy generosa la señora, y se echó con tanto ímpetu sobre el suave sofá que sus grandes y repugnantes senos se asomaron peligrosamente por el escote del vestido de seda.
Mi madre también se sentó, pero ella lo hizo con mucha modestia, en el canto del asiento, como temiendo que la delicada estructura se sintiera herida por el contacto de sus plebeyas posaderas.
Nosotros dos, los niños, nos quedamos fuera, en el pasillo. El señorito «apuesto» iba vestido como si fuese a una boda. Llevaba un abrigo de piel como el de un cazador con un penacho de pelo de jabalí. Sin embargo, lo que más me impresionó fue su calzado. A mí me habían encerrado por querer agenciarme un par de botas desgastadas para poder ir a la escuela; en cambio, ese papanatas llevaba nada menos que dos pares de zapatos, uno encima del otro. El de dentro era amarillo; el de fuera, brillante y negro. Más tarde me enteré de que a eso lo llamaban chanclos.
Yo estaba parado ante el muchacho peripuesto y me di cuenta de que no era más que un mendigo harapiento. Él también pensaría lo mismo, porque me miraba de tal forma que me sentí molesto. Si alguien me hubiera mirado así en el pueblo, le hubiera dado una buena torta en el acto, pero allí me limité a sonreír como un idiota. Sonreía y sentía una furia terrible, porque lo de la «reputación» me lo tomaba muy en serio. Estaba harto del señorito «apuesto» y, como no podía abofetearlo, traté de vencerle por otros medios. Me puse a hablar de asuntos escolares, pensando que ahí tenía yo las de ganar. Empecé a preguntarle con una astucia campesina disfrazada de ignorancia, y al final acabé casi examinando al muchacho, porque quería saber si por dentro iba tan bien vestido como por fuera.
El resultado fue sorprendente. Ya cursaba cuarto de bachiller, pero yo, que estaba en sexto de primaria, lo sabía todo mejor que él, con la salvedad del latín y de otras asignaturas de bachillerato. De geografía no sabía nada, de historia no tenía ni idea; no hacía más que jactarse de que las cosas se enseñaban de manera diferente en bachillerato. Vamos, maldita sea, en bachillerato dos por dos también son cuatro y no cinco, y es que el señorito cometía errores de esta índole.
Hasta entonces no es que me desviviera por los señores, pero me imaginaba que de alguna manera valían más que nosotros, los pobres, igual que el tejido caro es de mejor calidad que el barato. Pero ese día pude cerciorarme de mi error.
Así que estos son los que nos lo quitan todo, pensé, hasta la leche materna.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Con qué derecho?
Soy más listo, sé más, y no hablemos de lo que vale mi puño… Casi me eché a reír. Si llego a agarrar al señorito, sin duda alguna su madre pechugona y pintarrajeada tendría que habérselo llevado hecho pedacitos en una bolsa.
Con estos puedo competir. Maldita sea su toda su ralea.
El poco miedo que había tenido se evaporó, voló como la arena que se lleva el viento.
¿Qué puedo perder?
Nada.
Delante de mí, el mundo entero.
Tras de mí, el diluvio.