14

Una vez en la calle me invadió una alegría increíble. De no haber temido por mi «reputación» de hombre, hubiera pegado brincos como una cabra; aun así apenas pude contenerme hasta llegar a la carretera. Allí, bien calentito con mis botas, me metí en la nieve y empecé a corretear a lo loco.

Cantaba a grito pelado como un borracho:

De vuestra aldea pronto me iré,

a otra parte del mundo me mudaré.

Los pulmones me ardían del aire gélido que aspiraba con precipitación, mi corazón palpitaba con desenfreno. Jadeante, me apoyé contra un poste de telégrafo.

No entendía lo que me pasaba. Sin duda alguna me habían impresionado las botas abrigadas y más aún aquellas tiernas palabras, pero eso no explicaba la dulce locura que se había adueñado de mí. Media hora antes deseaba que todo el mundo se fuera al diablo, pero ahora todo era maravilloso, como si Dios hubiera creado el mundo de nuevo, con serpiente y todo, pero hecho de dulce de patata. No era por el par de botas; de hecho, no tenía ni idea de a qué se debía.

Estaba loco de alegría, si bien sabía que tenía mis razones para estar triste. Allí, apoyado en el poste, pasé lista a todas las desgracias que me habían sucedido ese día, pero una locura desenfrenada no hacía más que cantar y cantar en mi interior, haciendo caso omiso a cualquier razonamiento. En vano me decía que había robado, que me habían pillado con las manos en la masa, que me habían llevado al calabozo, que me habían expulsado del pueblo como si fuera un leproso y que ahora sucedería lo que siempre había temido: vendría mi madre y me llevaría a Budapest.

—¡Qué horror! —dije en voz alta, pero seguía loco de alegría.

No sabía por qué.

Deambulé sin rumbo fijo. Ya había caído la noche, el pueblo se había escondido bajo su grueso edredón blanco y dormía bajo un cielo de estrellas titilantes. Caían grandes copos de nieve, el camino estaba blanco e intacto, como si nadie hubiera pasado por allí antes que yo, como si Dios en verdad hubiera vuelto a crear el mundo y yo fuera el primer hombre en aquel paraíso.

De repente me encontré en la estación de ferrocarril. No había pasado por allí desde que había acompañado por última vez a mi madre. No sabría decir si la había evitado intencionadamente pero de hecho así había sido, como le sucede a todo el mundo que, a sabiendas o no, pasa media vida rehuyendo con tenacidad y obstinación algo de lo que, finalmente, no se puede librar.

El tren de la noche jadeaba listo para salir. Sentí el olor acre del humo de la locomotora y volvió a embriagarme ese antiguo temblor mágico que había sentido de niño al ver salir un tren. Pero ahora no me provocaba lágrimas, sino una felicidad indescriptible. El día 31 a mí también me llevaría el tren, pensé al ponerse en marcha la pequeña y tísica locomotora, y de pronto entendí por qué me sentía tan feliz.

—¡Me voy! —dije, pero ese «me voy» no solo significaba «me mudo», que cambiaría de domicilio y de destino: significaba mucho más, algo más misterioso, algo ardiente, nebuloso y simbólico que no podría haber expresado con palabras.

Sentía que algo terminaba y que empezaba una nueva vida.

¿Qué era?

—La vida —contesté ampulosamente, y a mi oído de catorce años eso sonaba como si hubiera dicho: la felicidad.

¡La gran aventura!

Era la sangre de mi padre, ahora lo sé. La sangre de mi padre, que se había fugado de casa a los quince años y se había pasado la vida errando por el mundo; cuando años más tarde le pregunté por qué, qué objetivo perseguía, qué deseos lo habían movido, me miró como si no entendiera la pregunta y me di cuenta de que nunca se había parado a pensarlo.

—Porque —dijo, sin ser capaz de explicarlo mejor— hay personas que se quedan sentadas en un sitio, hasta que les vienen a buscar con el ataúd, y hay otras que no pueden estarse quietas ni en el seno materno. A estos es absurdo encerrarlos, escapan volando aunque sea por el ojo de la cerradura.

¿Yo también era así?

Sí, así era. Ya no me importaba tener que irme con mi madre, con solo pensar «me voy», ya temblaba de felicidad. Sí, en realidad a mi madre solo la odiaba por costumbre. Aquel odio antiguo, feroz y antinatural que me abrasaba de niño ya hacía años que se había deshecho en el cementerio de mi mente, y ahora, al sacarlo a la luz, se resquebrajó como las momias cuando las extraen de las pirámides. A decir verdad, en ese momento me habría ido con ella, por mucho que la hubiera odiado en mi infancia; me habría ido con el mismísimo diablo, tantas ganas tenía de irme.

Esperaba impaciente a que llegara el día 31. Un factor de impaciencia más fue el tener que pasar por el trance de la paliza que tan siniestramente me había prometido el maestro. Pese a mi hombría, aquel castigo me daba mucho miedo y, para qué negarlo, me temblaron las rodillas al llamar a su puerta.

Me abrió la Espantapájaros.

—El señor maestro ha salido de viaje —dijo—, pero para el día treinta y uno estará de vuelta. Me mandó que te dijera que vinieras entonces.

—Sí, señora —repuse, y salí corriendo muy feliz.

Pero por la tarde, al pasar por delante de la escuela, me quedé consternado al ver al señor maestro asomarse a la ventana. Se me cortó la respiración. Miré fijamente por encima de su cabeza, como si no lo viera. «Si quiere —pensé—, me llamará». Pero el señor maestro no me llamó.

Mintió y ahora sé que en su lugar yo también hubiera mentido. A los señores les prometió que me castigaría, aunque sabía de sobra a quién había que castigar porque un niño descalzo robara un par de botas para poder ir a la escuela. Pero eso no se le podía decir a un alumno de catorce años, así que mintió para no tener que mentir. Entonces no lo entendí muy bien, pero ni que decir tiene que me resigné con facilidad. «De buena me he librado», pensé satisfecho; porque sabía que el día de mi marcha en tren no tendría que temer castigo alguno.

Hacer la maleta no me supuso mayor problema. Toda mi ropa me cabía en el bolsillo del pantalón. Consistía en dos camisas viejas que hacía tiempo que me venían pequeñas; tenían el cuello tan estrecho que llevaba años sin poder abrocharlo, y las mangas solo me llegaban hasta los codos. Poseía además, para dar parte del resto de mis bienes, cinco libros que me habían dado como premio en la escuela, unas seis docenas de canicas, una pelota de trapo hecha por mí mismo y un silbato de plomo celosamente guardado. El regalo de «Piroska de mi alma».

Las canicas se las «vendí» a un chico de segundo a cambio de hilo y aguja; la pelota, a uno de cuarto a cambio de trapos para hacer remiendos. Luego me pasé el día entero cosiendo y lavando el único traje y las dos camisas que tenía.

Los niños se sentaron a mi alrededor y me miraron con los ojos bien abiertos, como a una especie de prodigio menor. Desde que había pasado por la cárcel, mi reputación crecía de día en día. Todos trataban de echarme una mano. Trajinaban a mi alrededor: uno me cortó las uñas; otro, el pelo; un tercero robó jabón para lavar, y Sándor arrancó los botones de su nuevo traje para que se los pudiera coser al mío. Yo, a cambio, tenía que contar una y otra vez mis desventuras navideñas, desde el robo de las botas hasta la celda de la gendarmería. Me escuchaban con la boca abierta, el rostro les ardía de la emoción. Lo que más les gustaba era lo del tintero a la cara del suboficial. Les encantaba la simple idea de que un harapiento bastardo como yo pudiera vengarse así de alguien que ocupaba un cargo tan alto.

—¡Béla se ha vengado! —decían por la calle en voz bien alta, para que todo el mundo los oyera, y los ojos les brillaban de orgullo.

La vieja no mencionó el asunto en absoluto. Los niños me contaron que, antes de dejarme salir de la cárcel, el maestro estuvo un buen rato hablando con ella a puerta cerrada y eso explicaba su discreción. Solo cuando me veía de buen humor me lanzaba miradas asesinas, pero no decía nada. Gruñía algo tras su visible bigote y yo decía por lo bajo: «¡Muérete!». Así que estábamos a las mil maravillas.

La víspera del 31 me acosté desnudo porque había lavado ambas camisas y, junto al traje, las había tendido debajo de mí para «plancharlas». Esta forma de planchado algo extraña estaba muy en boga entre nosotros, aunque solo en verano, porque en invierno no podíamos dormir sin ropa en la habitación helada. Pero no pude dormir mucho aquella noche. Mis ideas galopaban como potros salvajes y, si después de dar muchas vueltas lograba conciliar el sueño, al cabo de pocos minutos me despertaba sobresaltado como si me hubieran dado una puñalada por la espalda: soñaba una y otra vez que perdía el tren.

Por la mañana temprano fui a la escuela para despedirme del maestro. Sin embargo, ese día el hombre había vuelto a celebrar una «regia noche húngara» y no estaba dispuesto a aceptar que ya era de día. La casa permanecía ciega, con las contraventanas cerradas bajo el sol que resplandecía sobre la nieve, y desde dentro se oían la música cíngara y el griterío. La puerta estaba abierta de par en par, así que podría haber vaciado la casa entera.

Esperé sin saber qué hacer en la antesala, entre abrigos mojados que despedían nubes de vapor. En vano llamé a la puerta: no me respondieron. Por fin, después de mucho titubear, giré el picaporte y entré en la sala de estar. No había nadie. La compañía se divertía en la habitación contigua; la puerta estaba entreabierta y el humo de tabaco salía como por una chimenea.

No me atreví a entrar. A la luz amarilla y enfermiza de un quinqué había siete u ocho hombres borrachos, tambaleándose. Con los ojos acostumbrados a la luz del día, me parecieron espectrales en medio de aquella noche artificial, gritando con los ojos inyectados en sangre tras nubes de humo, como fanáticos de una secta semisalvaje. Los cíngaros, sudorosos y agotados, tocaban la canción del maestro.

Un buen potranco no necesita espuelas,

muy bien trota ese ciensuelas.

El marido de mi amada está hecho una antigualla,

yo me llevo las medallas.

¡—Czarda! —gritó el maestro, y con una copa de vino en la mano subió de un salto a la mesa, bailoteando como un demente.

—¡Nunca moriremos! —gritó—. ¡Nunca moriremos!

Se bebió el vino de un trago y arrojó la copa contra el espejo con tal fuerza que lo hizo añicos.

Nadie se dio cuenta de que yo estaba allí. Sentí una tristeza profunda en el corazón. Era consciente de que no iba a despedirme del maestro, ni yo mismo sabía por qué permanecía aún allí. Me quedé un rato, luego salí de la casa en silencio.

Aquella fue la última vez que lo vi. Medio año más tarde murió su hermana y a partir de entonces, según cuentan, se volvió aún más salvaje. Un día le quitaron el empleo, también su miserable pensión. La última vez que estuve en casa, en la aldea apenas se acordaban de él. Todavía circulaban algunos rumores dudosos, como ese sobre la condesa, pero de su excepcional formación y talento pedagógico ya no se acordaban ni sus propios discípulos. Se convirtió en un cuento para viejas; desapareció como la nieve del año anterior.

El nuevo maestro dio excelente resultado. Sus superiores lo tenían en gran estima y gozaba de enorme popularidad en las casas señoriales. Los campesinos no se desvivían por él, pero le saludaban con deferencia y también decían que era una persona honrada. Cumplía sus obligaciones de una forma ejemplar, no jugaba a las cartas, no bebía y si, muy de vez en cuando, se fijaba en alguna muchacha, las madres que querían colocar a sus hijas se alegraban. «Buen partido», decían, y tenían toda la razón. Era un señorito humilde, de buenos modales, trabajador, todos conocían a su familia. Estaba lejanamente emparentado con un edil budapestino que, siendo un húngaro feroz y protector de la raza magiar, era, al igual que él, de ascendencia alemana. A él le debía el puesto de maestro en la aldea, donde tan solo permaneció tres años, porque entretanto el edil se puso al timón de los asuntos escolares y entonces al maestro —naturalmente— lo trasladaron a Budapest.

El buen joven dio un gran impulso al prestigio de la escuela. Sus alumnos se sabían la cartilla al pie de la letra y no tenían tiempo para pensar de quién era la nieve. Era un hombre justo, no favorecía a nadie. Si no acudían a la escuela, castigaba por igual a los hijos de señores con botas de invierno como a los niños campesinos descalzos. Su carácter y su formalidad eran incuestionables. Su ideología era reflejo fiel de la ideología de los ministros de Asuntos Religiosos e Instrucción Pública del Reino de Hungría. Enseñaba con la precisión, disciplina y entrega que caracteriza a los alemanes. Impartía con plena dedicación las materias establecidas, respetando el espíritu de las leyes, decretos e instrucciones en vigor, y silenciaba con la misma dedicación todo lo que quedaba fuera de ello. Baste decir que era una persona de la que seguramente escribirán, cuando algún día muera a avanzada edad, que «era un maestro ejemplar y un hombre de conducta impecable». Añadamos con plena convicción que, gracias a estos maestros ejemplares, nuestra sociedad se ha mantenido en pie hasta hoy, y además lo hace de una forma modélica, pese a haber tantos millones de niños descalzos.

En un principio, en el pueblo creyeron que a mi maestro el despido no le había afectado mucho. Tenía que ceder la vivienda al nuevo profesor el 1 de septiembre de 1930, y el 31 de agosto celebró una fiesta con música cíngara por todo lo alto. Al día siguiente apareció el nuevo maestro para instalarse en la casa; fue inútil que tocara el timbre, nadie le abrió la puerta. Al final tuvo que dirigirse a la gendarmería y llamar a un cerrajero para que le abriera la casa. Al anterior maestro lo encontraron tendido sobre el diván, entre copas rotas, botellas y charcos de vino, la sangre manándole del pecho. El médico, que se había divertido con él hasta las cinco de la madrugada, ya nada pudo hacer por salvarle la vida. El maestro era conocido por su puntería: había acertado el tiro en pleno corazón.