Desde entonces era yo quien recibía cada año el libro el día de San Pedro y San Pablo. Cumplidos los catorce ya tenía cinco libros encuadernados en piel, pero ni un par de zapatos. Otros años para el invierno me procuraba algún calzado que otros habían desechado; ese año, sin embargo, por Adviento aún andaba descalzo. Si en los últimos años nuestro miserable pueblo se había empobrecido tanto que hasta los señores se contentaban con calzarse cualquier cosa, ¡qué iba a hacer yo con mi madre ingresada en el hospital de San Roque, en Budapest, desde el otoño! Por esos parajes ya no había botas viejas que estuvieran lo suficientemente rotas para que su dueño se deshiciera de ellas.
Aquel fue un invierno negro, aunque en octubre habíamos tenido nieve hasta las rodillas. Nevó tanto que la aldea estuvo varios meses aislada del mundo exterior. Durante un tiempo ni siquiera circuló el tren comarcal, pero eso no inquietó a nadie, pues ¿quién tenía dinero para viajar? Los hermosos días de la inflación habían pasado a la historia; ahora lo pasaban mal incluso los campesinos más acomodados. Habían quedado atrás los billetes de muchos ceros que se multiplicaban con rapidez, los muebles, los pianos y los gramófonos comprados con precipitación y sin tino. Se hablaba de aquellos tiempos como de una legendaria tierra de Canaán que se perdía en el pasado.
—¡Ay, los felices tiempos de la inflación! —decían suspirando con añoranza.
El campesino pobre nada tenía que añorar. A él la inflación solo le había supuesto problemas, como le habían supuesto problemas la guerra y el resto de las empresas señoriales. La diferencia era que durante los tiempos de la inflación aún podía llevar el uniforme de soldado con el que había vuelto del frente, pero entretanto este se había desgastado y compuesto, como otras tantas cosas en los últimos veinte años. Se acabó la guerra, se acabó el reino, se acabó la república, se acabó la dictadura del proletariado, se acabó el Terror Blanco.
—Así es —decía el campesino pobre con desdén—, no hay bien ni mal que cien años dure.
Y por principio se resignaba a todo, por principio no creía en nada. De él solo se ocupaban en tiempos de campaña electoral y entonces también eran los gendarmes los que más atención le prestaban. No es que los gendarmes tuvieran mucho que hacer en nuestro pueblo: la gente pobre no decía lo que opinaba, por un lado porque en boca cerrada no entran moscas, por otro porque sabía que todo era en vano. En secreto existían algunas sectas religiosas, pero las integraban en su mayoría personas que habían perdido la razón entre las muchas vicisitudes de la historia mundial. En general la gente no iba mucho a la iglesia y si se paraba a pensar en algo era en cómo llenarse el estómago. Los pueblos vecinos habían pasado a formar parte de países extranjeros, los cuñados, los compadres, los hijos y los sobrinos que no hablaban ni una maldita palabra de otro idioma, de un día a otro habían pasado a ser ciudadanos extranjeros y uno ya no podía ni escupir sin visado, porque un escupitajo lanzado con ímpetu caía más allá de la frontera. Pero de eso también se hablaba ya con indiferencia. En nuestra maldita aldea se acabó todo; los caminos y las almas quedaron cubiertos por la nieve, y con la primavera también eso llegaría a su fin.
Reinaban el orden y el silencio, es verdad; un orden y un silencio de cementerio. El campesino, como el oso, se refugiaba en casa con toda su parentela y, si no necesitaba salir, no salía. ¿Para qué iba a salir? Caminar despierta el apetito. En la mayoría de las casas la estufa y el horno habían dejado de usarse; poco faltaba para que los niños preguntaran: ¿para qué sirve eso, mamaíta? Y eso que a media hora de camino de la aldea el conde tenía unos bosques tan inmensos que con la mitad hubiera bastado para que las chimeneas de la aldea humearan durante un siglo. Claro que el bosque era del conde, cuyos antepasados lo habían conseguido traicionando al país y vendiéndose a los Habsburgo, mientras que los antepasados de los campesinos pobres se habían dejado la vida sin más, luchando incondicionalmente por la patria.
Cuando llegaron los primeros vientos de otoño, el campesino tapó las ventanas de su casa con trapos y papel de periódico, y no las volvió a destapar hasta Pascua. Porque es un prodigio que hoy en día se pueda caldear una casa con gas o electricidad, pero mayor prodigio era que también se pudiera caldear con hedor humano. Había más de una casa en la que seis u ocho personas dormían en la misma habitación y producían allí tal cantidad de ese prodigioso combustible que les había sobrado para dárselo al ministro de Bienestar Social. El campesino no tenía dinero ni para comprar cerillas. Al ver que la chimenea de una casa empezaba a humear, los vecinos iban enseguida a ella en peregrinación para pedir un poco de brasa. Simplemente, no se veían lámparas encendidas. A las cinco o seis de la tarde la aldea estaba tan oscura y abandonada como un inmenso camposanto. El campesino pasó el invierno durmiendo como la semilla bajo la nieve, pero, mientras la semilla germinaba en primavera, del sueño invernal del campesino solo se beneficiaban las hacedoras de ángeles.
A la vieja también empezó a abandonarle la suerte. Las madres de varios niños se quedaron sin trabajo y cada vez escaseaban más los giros postales de color rosa con las mensualidades. Las tierras apenas daban fruto. Bajó el precio de todo, solo subieron los impuestos. La vieja recortó las raciones, aunque su despensa nunca había estado tan llena como aquel año, porque en otoño había tenido pocos compradores.
—¡No están los tiempos para comer mucho! —decía, y finalmente tuvo que echar a los puercos los mejores manjares, porque durante el largo invierno se enmohecieron en la húmeda despensa.
Los niños apenas se quejaban ya cuando sus madres iban a verlos los domingos. Sabían que todo era en vano. Callaban y, si podían, robaban algo de las provisiones.
A mí todo eso me resultaba familiar. Me había formado en la escuela de la miseria durante «los felices tiempos» y ahora, cuando los niños despotricaban de la vieja por su tacañería, yo sonreía como los ancianos a los que ya nada les sorprende.
Ese año no era yo el único niño que carecía de calzado, solo que los demás simplemente dejaron de ir a la escuela en invierno. El campesino decía que si al ministro no le gustaba que el niño faltara a clase, que le mandara un par de botas y asunto solucionado. Hubo días en los que solo éramos seis u ocho en el aula.
A mí la vieja también me prohibió que fuera a la escuela, pero yo iba aunque hiciera mucho frío. Dejando a un lado la resistencia de mi organismo, si no morí de pulmonía fue gracias a la prensa húngara. No es que la prensa se ocupara de los niños pobres como yo —era algo que no podía pedirle a la prensa húngara porque ya en el primer curso había aprendido que el periodista y el campesino eran cosas bien distintas—, sino que cada mañana me envolvía los pies con papel de periódico, un material que —independientemente de lo que lleve impreso— abriga la mar de bien. Bajo la planta de los pies me colocaba una tabla de madera tallada para este fin, lo ataba todo con un cordel y así iba a la escuela, por caminos con un metro de nieve.
Los días pasaban como si no pasaran. Daba la impresión de que el tiempo se había detenido, se había atascado en la nieve al igual que el tren comarcal.
Tan solo para navidades abandonó la aldea su estado de letargo. En el aire flotaba como una expectativa tímida, liviana, aunque es posible que solo lo sintiéramos nosotros, los niños. Cada mañana esperábamos emocionados al cartero para ver a quién traía paquetes de regalo de su madre. Si traía algo no sabíamos a quién, porque se lo entregaba a la vieja y era ella quien se lo daba al legítimo propietario. Pero de todas formas nosotros correteábamos alrededor del cartero cojo y malhumorado como gorriones impacientes y tratábamos de adivinar a gritos para quién sería el bulto y qué contenía. La emoción crecía día a día. Recuerdo que una vez un chiquillo de primero pegó un grito tan desgarrador mientras dormía que todos nos despertamos.
—¡No toques mi paquete! —gritó a voz en cuello—. ¡Me lo mandó mi mamaíta!
Yo no estaba muy seguro de que mi «mamaíta» me fuera a mandar un paquete para Navidad. Mi «mamaíta» no tenía tales costumbres muy arraigadas. Había sucedido alguna que otra vez, pero había sido hacía mucho tiempo, y yo pensaba del regalo de Navidad lo mismo que piensan los campesinos de la nieve de mayo: que puede venir, pero es muy improbable. Hacía ocho años que no había visto a mi madre, su imagen se me había borrado de la mente, como la de los que han muerto hace mucho, y ya pensaba en ella como si también hubiera muerto hacía tiempo; nada esperaba de ella.
Pero al alma humana la mueven unos resortes muy peculiares. Se resiste mientras puede y luego, cuando le aprietan los zapatos, empieza a creer en lo increíble, porque, según parece, el ser humano no puede evitar creer en algo. Sería por eso que dos o tres semanas antes de Navidad le escribí una carta a mi madre y le pedí que me mandara un par de botas. No fue fácil ponerme a escribir la carta, pero ya empezaba a tener poco aguante y no me quedaba otra alternativa. La ropa me quedaba pequeña y estaba tan gastada que el viento pasaba por ella como por un cedazo. La escasa alimentación también había hecho mella en mí. Tenía frío hasta en el interior de la casa, con la cabeza tan turbia que apenas podía aprenderme la lección. Sabía que si para navidades no me agenciaba un par de botas, yo también claudicaría ante las adversidades y dejaría de ir a clase. Me quedaría en casa perdiendo el tiempo como los demás niños campesinos descalzos y me embrutecería en aquel hogar que olía a animal salvaje.
Arranqué dos hojas de mi cuaderno de lengua; una la consideré papel de carta, con la otra hice un sobre pegándola con engrudo. La harina me la había dado la pequeña Ilona de ojos bobos, que —gracias a mi sabia previsión— estaba en deuda conmigo desde el verano. Por las noches, cuando estudiaba en secreto en la letrina, me percaté de que en cuanto la casa quedaba en silencio, por la valla trepaba un fantasma en forma de hombre que entraba en la habitación de Ilona, quien, por lo visto, no era tan tonta. Cuando le hice saber que estaba al tanto del asunto, me guiñó un ojo y dijo con énfasis que si callaba no me arrepentiría. Y callé como una tumba. Entretanto se acabó el romance, el mozo no había vuelto desde el otoño, pero el compromiso, como suele suceder, se mantuvo, y a la pequeña Ilona de mirada azul y simple mi silencio le costó un sello de veinte florines.
Una vez superados los obstáculos técnicos de la iniciativa me dispuse a redactar la carta. Primero la escribí en sucio, tal como nos lo habían enseñado en la escuela, dividí mi mensaje en tres partes —introducción, desarrollo y conclusión—, y expuse lo desesperada que era mi situación con oraciones sumamente rebuscadas, ya que me dije que cualquier cabeza de chorlito podía escribir en un estilo simple. Con gran elocuencia y profusión de detalles expliqué que no era un hijo falto de humildad que pretendiera causarle gastos de una manera irresponsable, que tan solo le pedía con profundo respeto que me consiguiera calzado para poder ir a la escuela. No importaba que estuviera gastado o fuera excesivamente grande, lo primordial era que fueran un par de zapatos. Para dar mayor énfasis a mi petición le mentí un poco. Puse que por el frío intenso había contraído un terrible resfriado y que el médico me había prohibido ir descalzo a la escuela. Añadí asimismo que sería una pena desatender mis estudios, teniendo en cuenta mi certificado de notas —todos sobresalientes—, «que me permito adjuntar con sumo respeto para avalar mi petición». Al final, el texto se parecía más a una solicitud de exención de pago de matrícula que a la carta de un hijo a su madre.
A mí, sin embargo, me gustó muchísimo. Me parecía imposible que mi madre, después de leer una carta así, no atendiera mi petición. Aun estando enferma, aun sin tener dinero, me parecía imposible que en esa ciudad tan grande no pudiera conseguir un par de zapatos gastados sabiendo que su hijo andaba descalzo en pleno invierno. Tenía entendido que últimamente se ganaba la vida como lavandera, o sea, pensé, trata con señores, y los señores no llevan zapatos gastados, los zapatos gastados los regalan, ¿y por qué no regalarlos precisamente a la lavandera? Para qué extenderme: todos los argumentos apuntaban a que los conseguiría. Cuanto más se aproximaba la Nochebuena, más seguro estaba yo de que los iba a recibir. Así que también asediaba al cartero junto a los demás niños y esperaba la Navidad más que nunca.
El 24 de diciembre por la mañana no me envolví los pies en papel de periódico. Creo que deseaba sufrir con el terrible frío, sufrir más que otras veces, para luego disfrutar al máximo el exquisito placer de unas botas abrigadas. Después del almuerzo, cuando el tío y la tía Rozika se encerraron en la habitación para decorar el árbol de Navidad, yo salí descalzo al campo corriendo como un loco.
Hacía un frío glacial, tanto que ni siquiera nevaba, y apenas flotaban en el aire algunos copos helados; no sabía si caían del cielo o si los arrastraba el viento desde los árboles. La baja temperatura me corroía la piel como un ácido. Pero yo pensaba en el árbol de Navidad decorado y entre los regalos veía «mi par de botas» con tal claridad y nitidez que casi las podía tocar. «Por la noche ya no tendré frío en los pies», pensé emocionado, e hice lo que nunca había hecho: me postré de rodillas ante el crucifijo de hojalata que había en el camino, cubierto de nieve.
—Alabado sea el Señor —dije en voz alta—, que por Navidad trae botas a los niños pobres.
Volví cantando. Tras las ventanas de las casas, como si se hubiera producido un milagro, aquella noche se encendieron las luces y las chimeneas empezaron a echar humo, como si hubieran resucitado.
—«Ángel bajado del cielo», canté, y mis ojos se nublaron de felicidad.
Al entrar en casa, los demás niños ya se agolpaban ante la puerta cerrada de la habitación. Los que tenían ropa de domingo la llevaban puesta; los demás se habían adecentado como pudieron. La emoción, como suele decirse, estaba en su punto álgido. De la habitación se filtraban ruidos misteriosos: pies arrastrándose, palabras ininteligibles pronunciadas en voz baja, un mueble moviéndose, algo cayó al suelo. Luego se oyó un cencerro dentro del cuarto y la puerta se abrió.
De la emoción sentí un sabor amargo en la boca. En medio de la habitación, en la penumbra vacilante con olor a abeto, las velas del árbol de Navidad ardían chispeando, iluminando misteriosamente los regalos dispuestos con gran pompa. La diminuta estufa de hierro con patas curvadas estaba al rojo vivo en un rincón. Hacía un calor sofocante. Los dos viejos estaban junto al árbol de Navidad, muy ceremoniosos. Ese día don Rozika tampoco llevaba corbata, pero en cambio el cuello de la camisa era tieso y tremendamente alto además de muy estrecho, por lo que el rostro se le había hinchado y enrojecido mucho, como si le dolieran las muelas. La vieja iba de negro de pies a cabeza, como un engalanado caballo de pompas fúnebres. El vestido que llevaba estaba hecho de una seda pesada y rígida, y a cada paso que daba crujía como los arbustos en otoño cuando el viento sacude las hojas secas. Se notaba que disfrutaba al máximo de la situación. Con la majestuosidad de un obispo se paró ante nosotros y, con aire presuntuoso y los ojos entornados, entonó una piadosa canción de Navidad. Todos cantamos con ella, pero de refilón íbamos echando miradas a los regalos, que centelleaban enigmáticamente a la luz de las velas.
Enseguida me percaté de que entre los regalos había nada menos que dos pares de botas. Uno de ellos era del todo nuevo; evidentemente no podía ser mío. En cambio, el otro par tenía los tacones torcidos, una edad más que venerable y eran de una talla enorme. «Eso me lo ha mandado mi madre», pensé; y el corazón me dio un vuelco. «¡Vaya par de botas!», me dije, entusiasmado. Tenían la suela tan gruesa como mi pulgar. ¿No valen mucho más que esas otras diminutas botas de niño? ¡Ahora, por mí, ya puede helar hasta Semana Santa! Me sentí completamente feliz, mirando aquellas botas arrugadas y tristes como un romántico empedernido mira a su amor.
El villancico llegó a su fin. La vieja se acercó a la mesa y fue llamando a los niños uno por uno, por su nombre. Ese día no nos llamó por el nombre de pila, sino por el apellido, sin duda alguna para realzar el carácter festivo de la ocasión. Yo, como mi apellido empezaba por R, ocupaba la última posición en la lista alfabética de la casa, pero estaba convencido de que, de haber empezado mi apellido por la A, la vieja se las habría arreglado para colocarme igualmente en último lugar.
Las botas nuevas, tal como había supuesto, se las dieron a otro niño, que soltó salvajes gritos de regocijo y enseguida se sentó en el suelo para probárselas. «Bueno, ahora le toca a Demeter —pensé—, que ya es el penúltimo.» Me acerqué a la mesa. Sin embargo en ese instante se me cortó el aliento. La vieja le entregó las botas a Demeter. ¡Mis botas! Por poco me desmayo.
—A ti no te han mandado nada —dijo la vieja con una mezcla de ironía y de placer por mi desgracia.
Me quedé paralizado. Permanecí quieto ante la mesa, con las manos tan vacías como la mesa, solo. Esperaba que se produjera algún milagro, que de repente se aclarase que a Demeter le habían dado las botas por equivocación o al menos que alguien me dirigiera unas palabras cariñosas, que me dieran ánimos: «Venga, no siempre será igual». Pero no. Lo cierto es que no pasó nada, ningún milagro. Los demás ni se dieron la vuelta cuando salí cabizbajo.
Cerré la puerta sin hacer ruido y me quedé parado en el pasillo, que estaba a oscuras. Me invadió la misma languidez que una persona siente en sueños cuando va corriendo a toda velocidad hacia una meta lejana y al llegar no se acuerda de por qué ha ido.
En la otra habitación volvieron a entonar el villancico: «Ángel bajado del cielo…».
—¿Ángel? —gruñí—. ¡La madre que te parió!
Y me veía arrodillado ante el crucifijo, con los ojos llenos de lágrimas, dando las gracias por las botas que… que en realidad eran para Demeter.
—Parece que el Niño Jesús no nos trata a todos igual —protesté—. ¿Es que no sabe que Demeter suspendió en religión?
En mi garganta se abría paso una risa malsana y maliciosa. Refunfuñando salí a tientas al patio. Era una noche sin luna, soplaba el viento, hacía un frío de mil demonios. Crucé el patio descalzo y entré en el dormitorio, que estaba tan helado y olía tan mal como un pozo negro, helado por las bajas temperaturas. En la habitación ni siquiera había humero, como si hubieran querido evitar que un loco prendiera la lumbre en un arranque de demencia. Me eché con la ropa puesta sobre la paja y me acurruqué tiritando bajo la burda manta que había absorbido la humedad del suelo, de forma que cada vez que entraba en contacto con el cuerpo me daban escalofríos. La cabeza me ardía, los dientes me castañeteaban. En medio del profundo silencio se oía otro villancico: «Pastores, pastores…».
—¡Ojalá os muráis! —exclamé, y solté otros tacos más. Echaba pestes de mi madre. Años más tarde me enteré de que no había recibido la carta porque unos días antes de Navidad le habían dado el alta en el hospital. Blasfemaba contra la vieja, los niños, el mundo entero, hasta contra los santos que están en el cielo. Luego, igual que el pus que sale del absceso, se me saltaron las lágrimas.
Al día siguiente me desperté con dolor de cabeza, como si hubiera estado bebiendo toda la noche. Los demás niños dormían profundamente. Todos tenían a su lado el paquete que tanto habían deseado. Unos habían recibido muchos regalos; otros, pocos, pero todos habían cosechado algo. Sándor, el niño de primero que había soñado que le quitaban el suyo, dormía con el gorro de punto que le habían regalado, y de debajo de la manta de Demeter asomaban «mis botas». Volví a llorar.
Los niños respiraban plácidamente en la penumbra. Moqueando, me calcé el papel de periódico, até la tabla que hacía las veces de suela y salí arrastrando los pies. Hacía menos frío y nevaba en abundancia. Me recibió un silencio blanco y terrible. La casa seguía dormida, tan solo Ilona estaba despierta. Hervía leche, vestida con sus enaguas. Desayunamos juntos en la mesa de la cocina.
—Te he guardado la cena —me anunció en voz baja, y como de costumbre entornó sus ojos azulados—. No tienes por qué regalarle comida a esa vieja bruja, ¿verdad?
No le contesté. Estaba demasiado agotado para abrir boca. Había maldecido y llorado tanto que ya estaba vacío, solo quedaba en mí un enorme hueco sin fin ni objeto.
—¿Qué te pasa? —preguntó Ilona.
—Nada —repuse irritado, y envolví la cena en un trozo de periódico.
Sabía que los niños pronto despertarían e instintivamente quise huir de su felicidad navideña. Me metí el paquete con la cena en el bolsillo y salí en plena nevada sin propósito concreto.
El pueblo despertaba sin prisas, aún aletargado. La calle estaba desierta, caminaba sobre nieve virgen. No pensaba en nada, no sentía nada. Estaba tan vacío como un reloj al que hubieran extraído el mecanismo. ¿Por qué camino, por qué respiro, por qué me late el corazón? Caminaba como un lunático, sin saber adónde me dirigía ni con qué fin. Por la ventana de la parroquia se asomó el cura, pero no le saludé. Volví la cabeza con obstinación.
Delante del ayuntamiento había un grupo de hombres harapientos. Su pinta era tal que si los hubiera visto un forastero seguramente habría pensado que se había dado cita todo el gremio provincial de mendigos. Pero en realidad no había entre ellos ni un solo mendigo. Todos eran campesinos fuertes como bueyes, apenas había entre ellos hombres sin trabajo, ya que en verano casi todos habían trabajado de sol a sol en las tierras del conde. El hecho de que muchos de ellos estuvieran esperando descalzos ante el ayuntamiento se debía a la circunstancia bien conocida y ampliamente aceptada de que, mientras un par de botas costaba veinticinco pengos, el conde no pagaba ni un pengo por doce horas de trabajo.
En el grupo distinguí al tío János, el porquero, gracias al cual cinco años antes me había enterado de la existencia de la obligatoriedad de la enseñanza. Le saludé al instante y lo hice en voz bien alta.
—Bueno, hijo —empezó a hablarme el viejo, y me dio unas cariñosas palmaditas en el hombro—. A ver, ¿qué te ha traído el Niño Jesús? Porque ya veo que zapatos no te ha traído.
—Nada de nada —le contesté.
—Vamos, vamos —dijo el viejo sonriendo—. Muy triste te veo.
—¿Qué más da, tío János? Ya se ríe el conde en mi lugar, con sus botitas de charol.
—Pues que se ría si tiene ganas —dijo el tío János, y se atusó el imponente bigote encanecido mientras sus pequeños ojos porcinos brillaban con socarronería—. ¡La cuestión está, hijo mío, en quién ríe el último!
Charlamos. Me enteré de que la gente estaba esperando la limosna de Navidad; llevaban ya una semana o más esperando cada santa mañana delante del ayuntamiento, porque los paquetes no llegaban a causa de las nevadas. Los señores habían dicho que lo anunciarían en cuanto llegaran, pero la gente pobre, por si las moscas, prefería acudir cada mañana. El día anterior, por fin, habían informado de que los donativos habían llegado y se había fijado el reparto a las nueve de la mañana. Aún no eran ni las siete, pero ya se habían reunido al menos cincuenta personas y más de uno llevaba esperando desde las cinco de la mañana.
—Vamos, hijo, ponte en la cola —me aconsejó el viejo—. Quizá te toque algún calzado.
La invitación me animó. Volvió a germinar en mi alma una pizca de esperanza. Como no tenía nada mejor que hacer, me sumé a la fila. El buen trato me había consolado, entre los pordioseros me sentía como en casa. No tenía de qué avergonzarme. Ellos también estaban harapientos y tenían frío, y el Niño Jesús también se había olvidado de llevarles regalos de Navidad. Había llegado a pensar que no formaba parte de ningún colectivo, pero ahora de repente sentí la cálida sensación de pertenecer a aquel grupo.
Seguía nevando. El papel de periódico ya se había empapado. Como los demás también tenían frío, no dejábamos de bailar «el baile de los cocheros». De vez en cuando, a falta de otra cosa para calentar el espíritu, uno lanzaba alguna maldición; nos reíamos un poco, blasfemábamos, y así logramos matar el tiempo. A las nueve ya había tanta gente que apenas cabíamos en la plaza, pero el reparto no se inició hasta las once, con dos horas de retraso. Nadie protestó. Todos estaban acostumbrados a esperar, no hacían otra cosa desde hacía mil años. Aguardaban con paciencia hasta que les tocaba el turno, y el que recibía su limosna se alejaba raudo para que su familia también disfrutara un poco el día de Navidad.
Muchos, sin embargo, debido a alguna causa misteriosa, no recibieron nada. Esos no se movieron de la plaza. Se concentraron en grupo ante el ayuntamiento y empezaron a murmurar. No mucho, solo con moderación, en voz baja, porque a esas alturas ya había gendarmes ante la oficina, con la bayoneta calada en el fusil.
—Solo dan regalo a los que votaron por el partido del gobierno —gruñó a mi lado un viejo campesino y lanzó un voluminoso escupitajo.
En la aldea se venía diciendo hacía tiempo que el aguinaldo se repartía así. En otras partes también se habían producido abusos similares: los diputados de la oposición protestaron varias veces en el Parlamento. El ministro les prometió cortésmente que investigaría el asunto con todo rigor y la susodicha investigación, realizada con todo rigor, reveló que no se había producido injusticia alguna. Sus señorías dieron el visto bueno al informe del ministro, los periódicos comunicaron la noticia en tres renglones, el campesino hizo un ademán de desprecio y refunfuñó en voz baja. Así que todo seguía igual.
Ya doblaban las campanas del mediodía cuando llegó mi turno. Tras la mesa cargada de paquetes se alzaba la figura de un señorito de pelo rubio y engominado.
—¿Qué quieres? —bufó lacónico y malhumorado, a punto de bostezar.
—Le pido, señor, con mucha humildad —empecé a hablarle con la tremenda sumisión propia del campesino húngaro desde hacía mil años—, necesito algún tipo de calzado, porque descalzo no puedo seguir yendo a la escuela. No importa que esté roto…
—¿Nombre, dirección? —me interrumpió el señorito con impaciencia.
Se lo dije. Hojeó su libro, luego constató secamente:
—No estás en la lista. Puedes irte.
Detrás de mí venía un campesino musculoso de unos cuarenta años, si no recuerdo mal se llamaba Balog. El señorito engominado le dijo también a él lo de «no está en la lista» y «puede irse».
Pero entonces sucedió algo, algo que me afectó el resto de mi vida.
Ese tal Balog, o como se llamara, no se movió al oír lo de «puede irse». Seguía parado ante el joven que olía a barbería y le preguntó con una tranquilidad que nada bueno auguraba por qué no estaba en la lista si tenía cinco hijos y su mujer estaba enferma de los pulmones, no tenía antecedentes penales y había pasado cuatro años en el frente. En un primer momento pensé que el hombre estaba bebido. Un campesino sobrio no suele preguntar a los señores que por qué; se limita a hablar «con mucha humildad» y, si le dicen que «puede irse», se va obedientemente. En todo caso suelta una maldición una vez esté fuera de tiro o, si es de naturaleza agresiva, en casa le propina una bofetada a la mujer. Nunca en la vida había visto algo similar a lo que estaba haciendo ese Balog, y parece que los demás tampoco.
Se produjo un tenso silencio en aquel recinto atestado y maloliente. Todos miraban a Balog. Lo observaban con la boca abierta, parpadeando, como si vieran un extraño fenómeno natural. El señorito rubio tampoco sabía qué contestar. Daba golpecitos nerviosos con su lápiz sobre la mesa y repetía en voz atiplada:
—¡El siguiente! ¡El siguiente!
Pero el hombre no se iba. Se quedó allí parado como un viejo árbol vencido por la tempestad, que puede talarse pero no desarraigarse. Había hecho una pregunta y esperaba una respuesta, y se notaba que nada podía disuadirlo.
Entonces el de pelo engominado se acordó de que los señores, en caso de no saber qué responder, gritan.
—¡Si sigue dándole a la lengua —gritó— ya le contestará el gendarme!
Tampoco eso dio resultado. El hombre seguía allí, sin moverse.
—¡Yo no soy ninguna vieja que le dé a la lengua! —dijo con la voz algo ronca, pero aún tranquilo—. Además, señorito, si no me asustaron los rusos, ¡tampoco me voy a cagar de miedo ante un gendarme!
En medio del profundo silencio alguien soltó una sonora carcajada. Siguieron risas irónicas por doquier y los comentarios envenenados volaban como moscardones. La cola se descompuso, todos se dirigieron a la mesa excitados. Tan solo Balog se mantenía prodigiosamente tranquilo.
—Porque uno no vote por el partido del gobierno —dijo con una voz neutra— eso no quiere decir que no sea un húngaro cabal y honrado.
Esta frase contundente y sencilla bastó para desatar las pasiones reprimidas.
—¡Así es! —gritaron por todos lados—. ¡Así es!
Los ojos brillaban, los brazos se agitaban, los pies retumbaban, se armó un griterío tremendo. La voz del señorito rubio se perdió en medio del alboroto; boqueaba como si gritara tras una ventana cerrada.
En medio del tumulto yo no veía lo que sucedía, porque todo el mundo me sacaba al menos una cabeza. Solo me acuerdo de que de repente la muchedumbre se abalanzó hacia delante, la gente empezó a forcejear, y la masa se hundió, como si los hubieran revuelto con una inmensa cuchara. Luego un chillido, otro y otro más; las bayonetas de los gendarmes zigzagueaban entre la muchedumbre: rostros retorcidos de dolor, cuerpos desplomados, un joven con el casco empenachado con plumas de gallo abalanzándose sobre Balog; Balog cayendo encima de mí, y yo que me refugio debajo de la mesa. Solo veo pies que dan patadas y pisotean encarnizados, como las extremidades de un terrible monstruo prehistórico.
No tengo tiempo ni para asustarme. A gatas, como un animal aterrado, reculo debajo de la mesa y de repente me percato de que me encuentro donde antes estaba el funcionario rubio. Desparramados a mi alrededor yacen en el suelo los donativos: ropa interior, trajes usados, sombreros ajados y… ¡botas!
Resulta difícil explicarlo a posteriori. Pensando con serenidad, cualquiera diría que en momentos de peligro solo se piensa en salvar el pellejo, ni siquiera se da cuenta de que…
¡Pues yo sí me di cuenta! Quién sabe, quizá el deseo de poseer unas botas ya se había convertido en una fijación o simplemente no percibía el peligro que corría. Pero ahí estoy yo, de repente, con un par de botas en la mano y dispuesto a escapar con ellas.
Entonces siento una mano. En medio de la masa informe solo lo reconozco por el olor: el señorito engominado. Con un movimiento desesperado me libro de sus manos y corro hacia la salida.
—¡Ladrón! —grita el del pelo engominado—. ¡Agárrenlo!
El resto es solo un sueño confuso. Un gendarme que me lleva por la calle principal. La gente congregada ante las casas.
—¿Qué ha pasado, señor sargento?
Meneos de cabeza. Miradas incisivas. Palabras que se me clavan en el alma como espinas.
—¿No lo conoces? Es uno de los hijos de Rozika.
—Solo podía ser así. Un…
Luego la oficina, ante un suboficial de los gendarmes con bigotes puntiagudos.
En este punto la memoria me traiciona. ¿Me ha preguntado algo el suboficial? ¿Le he contestado? No lo sé. Solo recuerdo que se pone en pie de un salto y me pega una bofetada descomunal.
Yo ya estoy fuera de mis casillas. Odio a este hombre, a ese gendarme de mano fácil con toda la amargura, toda la miseria y toda la humillación que he acumulado en el curso de mi vida, como si él hubiera sido el culpable de todo. No hay bebida que embriague tanto como la ira. Se remueve todo en mi interior, nada me importa. Agarro el enorme tintero que hay sobre la mesa y lo arrojo con todas mis fuerzas a la cara del suboficial. Le veo perder el equilibrio todo manchado de tinta y siento un terrible golpe por detrás. Alguien me golpea con la culata de un fusil y se me nubla la vista.
Recobré la conciencia en una pequeña celda que olía a ratones. ¿Sonaban las campanas o quizá solo me zumbaban los oídos…? «Ángel bajado del cielo…» Dos pares de botas bajo el árbol de Navidad… Olor a abeto y velas encendidas… Bueno, hijo, a ver, ¿qué te ha traído el Niño Jesús? El suboficial tambaleándose con el rostro manchado de tinta…
Me puse en pie, aún mareado. Sentía un dolor agudo que me atravesaba todo el cuerpo. En el estómago notaba un temblor desconocido. ¿Qué me habría pasado?
Miré a mi alrededor. Rejas en la ventana. Pero si estoy en la…
Entonces de repente me acordé de todo. Había robado y después me habían pillado con las manos en la masa. Me habían encerrado.
—¡Qué horror! —balbucí en voz alta, pero sin ninguna convicción—. ¡Qué horror! —repetí, pero de súbito la ardillita se echó a reír. Y ya no entendía nada.
Sabía que según el rasero de los adultos lo que había hecho era «vergonzoso» o más aún: «depravado». Pero no sentía ni pizca de remordimiento. Al contrario, sentí una satisfacción inmensa y placentera al acordarme del suboficial tambaleándose, humillado, con la cara manchada de tinta. La ardillita meneaba la cola triunfante.
—Bueno, ¡se lo merecía! —gruñí, y me eché a reír en voz baja.
«Es extraño —pensé—, me han encerrado y me estoy riendo.»
En cuanto a mí… me habían dado una buena paliza. Me palpé el cuerpo. Ningún problema, constaté satisfecho. Aunque en la cabeza tenía un voluminoso chichón y me dolía la espalda, ese dolor profundo e indefinido me resultaba familiar, no en vano era un púgil profesional. Los dolores eran los reglamentarios, lo que casi me tranquilizó después de tantas irregularidades experimentadas en un día.
—Ningún problema —me repetí en voz alta.
La espalda… sí, en la espalda también tenía una magulladura. Parece que siguieron pegándome estando inconsciente. ¿O me lo hice al caerme?
Al palparme de pronto noté que seguía en mi bolsillo el paquetito con la cena que había guardado por la mañana. Y entonces, sin transición, sentí un placer indescriptible y agradable; entre el hablar confuso y preocupante de mi turbada alma se abrió paso la voz simple y redentora del cuerpo: ¡tengo hambre! «Claro —pensé con objetividad—, no he comido nada desde la mañana»; y deshice, sin más, el paquete. Dentro había un buen trozo de carne, patatas, una gruesa rebanada de pan y pastel navideño de nuez y semillas de amapola; una sabrosa cena de Nochebuena que solo se come una vez al año. Se me hizo la boca agua. Mordí la carne con un hambre canina, pero un poco turbado y avergonzado, como quien sabe que está haciendo algo que no debería hacer y que —de alguna manera poco definida— va en contra de las reglas.
Pero mi estómago no tomaba en serio estas circunstancias. Era un chico sano y fuerte, y me encantaba comer. En el estómago se me formó un trajín alegre, los dientes desgarraban la carne con arrebato, las mandíbulas ejecutaban su labor con una diligencia apasionada, por el cuerpo se me arremolinaba una savia potente y alentadora; me invadió la confianza dulce y sólida de la existencia animal, una realidad de sangre y hueso.
«Es extraño —pensé—, estoy en el cuartelillo comiendo con placer.»
Me observaba como a un extraño: como si por arte de magia cuerpo y alma se hubieran escindido y estuviera allí sentado conversando conmigo mismo. Así que… así que era un ladrón. Un ladrón de verdad, como aquellos que aparecían en los periódicos o en los folletines. Y me llevarían esposado a la capital de la provincia, como habían hecho con Kelement el año pasado y me condenarían…
—¡Tal vez lleguen a ahorcarme! —balbucí, pero seguí engullendo el pastel con semillas de amapola y de repente me di cuenta de que estaba canturreando una cancioncilla tonta:
Si me muero, moriré
y al cielo subiré,
si la diño, diñaré
y al infierno bajaré.
Me asustó mi propia voz.
¿Es verdad que terminaría en la horca como decía la vieja?
¡Qué diablos! ¿Por qué iba a terminar en la horca?
¿Por robar? Vale, había robado. En cambio, Berci no había robado. Era un buen chico. Prefirió andar descalzo. Pues sí. Tosió hasta morir a principios de noviembre. Y yo no quiero morir de tos. ¡No quiero morirme! ¡Yo quiero vivir!
Y si esto es pecado, ¡pues que sea pecado! Y si un niño pobre tiene que morir de todas formas, lo mismo da morir de pulmonía que ahorcado.
Yo por lo menos le había dado un buen golpe al de los bigotes puntiagudos, ¡que se vaya al diablo con todos los de su ralea!
Si me muero, moriré
y al cielo subiré,
si la diño, diñaré
y al infierno bajaré.
De repente oí ruido de pasos. Rápidamente me guardé en el bolsillo lo que me quedaba de la cena y me quedé escuchando con el corazón en vilo. Alguien se detuvo ante la puerta.
No, eran dos. Los oía hablar, pero no entendía lo que decían. Se me cortó la respiración.
Chirrió la llave en la cerradura. Primero vi la cresta de gallo de un gendarme y luego, detrás, en el umbral de la puerta, como un espectro, apareció el maestro.
Me puse en posición de firmes. El corazón me latía en la garganta.
Nunca había visto así al maestro. Su hermosa cara tártara estaba fría y rígida, como si se le hubieran congelado todos los sentimientos. No dijo ni una palabra; estaba allí, con su enorme cuerpo en medio de la diminuta puerta, con los ojos clavados en mí. Luego, tras un silencio que pareció infinito, se dirigió al gendarme y dijo en tono grave:
—Buena paliza le han dado.
El gendarme no respondió. Seguía inalterado, como si no le hubieran hablado a él.
El maestro me miró enfadado.
—¡Ven! —dijo lacónicamente, y salió sin ni siquiera despedirse del gendarme.
Yo le seguí. «¿Qué pasará ahora? —pensaba; y empecé a sudar—. ¿Adónde me llevará?».
El maestro no dijo nada; andaba furioso delante de mí por el pasillo desierto y en penumbras. Se detuvo en la puerta y le enseñó un papel al gendarme de guardia, luego se volvió y me dijo que le siguiera.
No entendía qué pasaba. ¿Estaba libre?
Sí, estaba libre, estaba en la calle, sentía el olor a nieve en el aire y… seguía sin entender. Parecía tan increíble, tan imposible. Tanto el haberme encerrado, como que me hubieran soltado. Me sentía como si acabara de despertarme y aún no supiera si lo que había soñado había sucedido de veras.
Caminaba detrás del maestro, aturdido y lleno de miedo, avanzando a pasos largos por el camino cubierto de nieve con esas piernas tan largas que tenía.
Llegamos a la escuela. El maestro abrió la puerta sin emitir una sola palabra y yo entré tras él.
El corazón me palpitaba como una campana anunciando peligro. Sabía que el señor maestro tenía unas manazas impresionantes, pero ahora no eran sus manos lo que temía, sino sus palabras. Era la única persona a quien amaba.
Nunca le había visto así. Otras veces, si se enfurecía, repartía bofetadas y daba gritos, pero ahora no hacía más que andar de un lado al otro con pasos pesados y sin mirarme siquiera. En mi imaginación los minutos se convirtieron en horas. Ojalá al menos gritara.
Pero no gritó. Se paró tranquilamente ante mí y me dijo con aspereza:
—He arreglado el asunto con los señores. Sin embargo, tendrás que irte del pueblo para siempre. ¿Entendido?
Todo mi cuerpo temblaba, pero aun así estaba tan tieso como un soldado ante su superior.
—Sí, señor maestro.
—Le he mandado un telegrama a tu madre y ya ha llegado la respuesta. El día treinta y uno viene por ti y te llevará a Budapest.
—Sí, señor maestro.
No dije nada más aunque sentía como si el mundo se hubiera venido abajo. Acababa de pasar lo que había temido durante toda mi infancia. El llanto me atenazaba la garganta.
El maestro se acercó a la ventana y estuvo un rato mirando a la calle sin hablar. Luego, como si hubiera adivinado mis pensamientos, dijo:
—Es mejor que ir al reformatorio.
Ni siquiera se volvió, tenía la voz seca y descolorida, y sin embargo sentía que emanaba de ella una ternura cálida y consoladora.
—Gracias por su bondad, señor maestro.
En cuanto lo dije, el maestro se volvió con el rostro rojo como la grana y me miró como si hubiera dicho una insolencia imperdonable.
—¡No creas que con eso te has librado! —vociferó—. Supongo que sabrás que otros han terminado en la horca por gamberradas de menor calibre. A los señores les prometí que te daría una buena paliza. Mañana por la mañana te presentas aquí, y entonces te moleré a palos, ¿entendido? Por lo que veo, por hoy ya has tenido suficiente.
Pues sí, eso era más que verdad. Me dolía todo el cuerpo y, sin embargo, sentía que el golpe que me había propinado el gendarme me había causado menos daño que las palabras del maestro.
—¡Si vuelvo a enterarme de que has cometido alguna fechoría —rugió—, te juro que te rompo los huesos! ¿Entendido?
—Sí, señor maestro.
—Pues no lo olvides.
Entonces abrió de un fuerte tirón la puerta del armario —la desvencijada estructura casi se vino abajo—, sacó un par de botas y las tiró a mis pies con furia.
—¡Póntelas!
Lo miré como si se hubiera vuelto loco. ¿Qué le ha pasado? ¿Primero me llama delincuente y luego me regala unas botas?
—¿No has entendido? —gritó—. ¡Póntelas!
Luego añadió algo más tranquilo:
—Dentro están los peales.
Las manos me temblaban tanto que apenas conseguí calzarme. Eran unos armatostes de enormes dimensiones, me hubieran cabido dos pies en una, pero nunca unas botas le habían causado tanta alegría a un ser humano. Eran cálidas como la más tierna palabra y me acariciaban como la mano de un amigo. Rompí a llorar.
—¡Vamos, muchacho! —me gruñó—. ¿No te pondrás a llorar como una vieja? Lo pasado, pasado está. Eso no te impedirá llegar a ser emperador de China.
Entonces me dio un buen azote en las nalgas. Ese golpe nunca lo voy a olvidar. Le agarré la mano, grandota y velluda, con la que me había pegado, y la cubrí de besos.
Me empujó con rabia.
—¡Vete de aquí —rugió—, porque te voy a dar tal patada en el culo que hasta tus nietos tendrán que ponerte compresas!
Después me agarró por el cuello y me puso de patitas en la calle. Pero antes de cerrar la puerta me dijo en voz baja:
—Que las disfrutes.