12

Para ser fiel a la historia, no puedo callarme el hecho de que tuve que pedirle a Gergely que me leyera la postal de Istvány, porque si bien ya había cumplido los nueve años, aún no sabía leer ni escribir. A los seis años de edad, cuando salía henchido de orgullo con los otros niños en dirección a la escuela para matricularme, la vieja me agarró de la oreja y me llevó de vuelta a casa.

—¡Faltaría más, condenado golfo! —bramó indignada—. La sorra de tu madre lleva dos meses sin pagar un séntimo ¿y tú quieres ir a la escuela? ¿No se ti cae la cara de vergüensa? ¡Terminarás en la horca! No ti basta con comer de mi pan, que un mal rayo te parta el estómago ese tan hambriento que tienes, ¿también quieres ir a la escuela con mi dinero?

Yo estaba allí ante la vieja, que no paraba de berrear, como si me hubieran dado un golpe en la cabeza. La escuela había sido el mayor sueño de mi miserable infancia y ahora me enteraba de que era un golfo por querer matricularme. Las lágrimas me oprimían la garganta, pero mis ojos seguían secos. Era un bastardo, así que no dije nada. Pero ¿qué podría haber dicho? Si había enseñanza obligatoria, ni por asomo lo sabía, pero en cambio sí sabía que mi madre estaba otra vez sin trabajo; eso no me costaba entenderlo. Así, con esa sabiduría temprana, asumí que había sido en vano, que había fracasado en mi intento por robar educación. Me habían pillado con las manos en la masa.

Medio año antes quizá hubiera protestado, pero desde que mi madre le había saltado al cuello a la vieja no me atrevía a abrir la boca. Temía que me echaran y me resignaba a agazaparme como un perro apaleado. La vieja seguramente pensaba que me había conformado con mi destino, pero en realidad no daba mi brazo a torcer. Pensaba como los campesinos. Al ver que el enemigo era más fuerte que yo, evitaba estrellarme en vano. Me atrincheraba en el sólido refugio del silencio y aguardaba. ¿Qué aguardaba? No lo sé. Quizá que se produjera algún milagro.

Nunca hablé de ello con nadie. A los chicos, si sacaban el tema, les decía que a la escuela solo iban los mocosos y que yo no era ningún mocoso. Pero en mi interior me moría de envidia cuando en las mañanas de otoño los demás salían cargados de libros o cuando a la hora de la comida discutían los asuntos de la escuela en una jerga enigmática, casi desconocida para mí.

Mientras tanto, me convertí en criada. Zsuzsa, la sirviente anterior, se había casado el día de la Purísima y desde entonces la vieja me mandaba hacer su trabajo. Yo lo hacía bien, a ella no le costaba dinero, ¿por qué iba a consentir que perdiera el tiempo yendo a la escuela? Me hice todo un experto en las labores domésticas, pelaba las patatas y fregaba el suelo con gran destreza, y de los animales me ocupaba tan bien que muchos adultos sentían envidia. Montaba a caballo sin silla y conducía el carro con mano tan firme que para trayectos cortos me dejaban ir solo.

Esa era mi actividad favorita. En tales ocasiones nadie me daba órdenes, me echaba atrás en el pescante como un señor y el caballo tuerto tiraba melancólicamente del carro entre traqueteos; mis pensamientos vagaban entonces por el mundo de los cuentos, entre hadas y palacios encantados. En la cabeza me rondaban historias fabulosas protagonizadas siempre por mí. Yo, el gran Béla, justo y famoso, me vengaba de los que maltrataban a los pobres, daba de comer a los hambrientos y hacía que los últimos fueran los primeros. En mis sueños el jamelgo tuerto se convertía en un corcel y el carro traqueteante en la cuadriga de un general victorioso que entraba a galope en el pueblo en medio de los vítores de la multitud. A veces me pasaba varios meses tejiendo el tapiz multicolor de mis compañeros imaginarios, pronunciando encendidas arengas y diciendo pestes de mis enemigos.

¿Qué había sido del viejo Béla, el que tenía los pies en el suelo? Vivía envuelto en un mundo fabuloso y tomaba píldoras de fantasía para evadirme de la realidad. Tanto me acostumbré a ese juego peligroso que llegué a soñar con ser un príncipe salido de los cuentos que andaba descalzo y con la ropa raída para —tras examinar los males del mundo— administrar justicia como Dios manda. Me entretenía con grandes planes. Había previsto que de mayor reclutaría a los pobres en bandas, siguiendo el ejemplo de nuestra pandilla infantil, y, como Sándor Rózsa, robaría a los ricos para repartirlo entre los pobres.

—¡Ya veréis quién es Béla! —proclamaba empuñando con rostro siniestro el látigo, que en mis ensoñaciones hacía las veces de espada.

Creo que lo que esperaba era realmente un milagro. Lo malo es que no lo hubo. Los años iban avanzando como el carro de la vieja, los de primero pasaban a segundo, los de segundo a tercero, y yo seguía en el mismo sitio.

Tenía nueve años y medio pero aún no sabía leer ni escribir. Ya podría estar en cuarto, pensaba entonces, y me echaba a llorar desconsoladamente. Dios mío, ¿qué será de mí?

Cuando los chicos hacían los deberes, merodeaba a su alrededor como un perro, intentando sustraerles una pizca de sabiduría. Una vez le quité a Péter el cuaderno y pasé días examinándolo en la letrina. Pero ¿de qué servían un libro y la fuerza de voluntad si ni siquiera sabía distinguir la letra A de la B? «Si al menos supiera leer —pensaba—, entonces podría estudiar solo. Pero ¿así…?» En aquel instante veía muy claro que mis pretenciosos planes no eran más que fantasías infantiles; la realidad era bien distinta: no sabía nada en absoluto y con el tiempo sería como el caballo tuerto, que no hacía más que tirar del carro de la vieja hasta el día en que lo llevaran al matadero.

Por fin, en otoño de 1922, mi destino cambió de rumbo. Una mañana, mientras trabajaba en el campo de maíz, el porquero me dijo:

—Hijo, ¿y a la escuela cuándo vas?

—Cuando las ranas críen pelos —le contesté con la altivez habitual.

—¿Y aún no ha llegado la multa?

—¿A mí? ¿Por qué me iban a multar?

—A ti no, a la vieja.

—¿A la vieja? ¿Y eso?

—Pues por no mandarte a la escuela.

Eso me llamó la atención.

—¿Y por eso pueden poner una multa?

—Cómo no. Los niños tienen la obligación de ir a la escuela.

—¿También los niños pobres?

—Toma, claro. Niño pobre o niño rico, a la ley le da lo mismo.

Debo confesar que hasta entonces no había caído en la cuenta.

—¿Le da lo mismo? —pregunté, asombrado—. ¿Lo dice en serio, tío János?

El viejo asintió con la cabeza.

—Vaya, hijo, ¡qué sorprendido estás!

—¡Pues sí! —dije. El corazón me latía como queriendo escaparse de su cavidad—. Bueno, que Dios le bendiga, tío János.

Con eso di media vuelta y desaparecí en un abrir y cerrar de ojos. En mi interior bullía tal alegría que los que me vieron debieron de pensar que estaba borracho. Lo estaba. Las palabras del tío János me habían embriagado. Eché a correr exultante de alegría, trotando a través de pastos, praderas y tierras de labranza a toda velocidad. Resollando me tiré sobre la hierba y permanecí inmóvil. El vibrante silencio otoñal lo ocupaba todo, el sol abrasaba, en el aire flotaban rayos de la Virgen. Miraba al cielo y mis pensamientos se sucedían con fervor. Ya sabía lo que iba a hacer. Había concebido un gran plan: ¡iría a hablar con el maestro!

Pero no quería dar ningún paso en falso. Estuve tres o cuatro semanas preparándome para la crucial visita. Con la prudencia de un campesino sopesé todas las posibilidades: qué me preguntará, qué contestaré, qué hacer si… Pensé algunas frases largas y altisonantes y las repetí hasta aprenderlas al dedillo, como el padrenuestro.

Fijar la fecha de la visita también me causó quebraderos de cabeza. En día laborable podría decirme que tenía mucho que hacer y más bien poco tiempo; el domingo, en cambio, podría decir que estaba descansando, que no le molestase. A un niño pobre se le puede echar con cualquier excusa, pero por fin opté por el domingo. Sin embargo tampoco era tan fácil. Sí, el domingo, pero ¿cuándo? A primeras horas de la mañana seguro que lo encontraría en casa, pero si llegara a despertarlo se enfadaría y me echaría. Después de misa podría pillarlo delante de la iglesia, pero si había comulgado estaría con hambre y Dios me libre de tener que hablar con un señor hambriento. Por mucho que hubiera tomado el cuerpo y la sangre del Señor, se pondría a blasfemar nada más empezar a hablar con un pobre. Después del almuerzo, ya era otra cosa. Seguro que el domingo se llenaba la panza. Tras la comilona le entrará sueño y no querrá que le vengan con fastidios. Pero ¿comerá en casa? Es soltero. Quizá lo invitarían a un hogar con chicas casaderas, o a casa del cura o del médico. No, eso tampoco me gustó. Por fin me decidí por ir antes de la misa, pues eso era lo que prometía mejores resultados.

La víspera de aquel domingo no dormí mucho. Me desperté cada dos por tres y a las cinco de la madrugada ya estaba en pie. Caía una lluvia deprimente y fría, todo estaba tan oscuro como si fuera medianoche. Tiritando me retiré al establo, donde se estaba caliente, y volví a repasar mi rimbombante discurso. Cuando amaneció salí al pozo, y bajo la lluvia, que caía a chuzos, estuve media hora lavándome con agua fría. A Ilona le pedí prestadas unas tijeras y me corté las uñas de las manos y de los pies. Luego me puse ceremoniosamente la camisa limpia que ya tenía guardada para la ocasión desde hacía dos semanas, porque en casos normales solo me daban ropa limpia cada tres o cuatro semanas.

Hacía un tiempo de perros, desalmado, una mañana de octubre concebida para suicidas. Las lluvias otoñales se habían iniciado hacía unas dos semanas y los caminos estaban tan embarrados que a uno le daba la sensación de pisar una masa de levadura en fermentación. Caminaba descalzo bajo la lluvia, ya que no tenía zapatos, y cuando llegué a la casa del maestro mis piernas llenas de lodo hasta la rodilla parecían la obra en barro de un tosco escultor.

El maestro vivía con su hermana soltera, a quien los chicos llamaban la Espantapájaros. Toqué el timbre y me abrió ella.

—¿Qué quieres? —preguntó con su peculiar voz chillona.

—¡Alabado sea el Señor! —entoné el discurso que me había aprendido al dedillo, pensando en que nuestro Señor Jesucristo también era pobre, algo que convenía recordar a los ricos—. Estimada señora, con todos mis respetos, tengo que hablar con el ilustre señor maestro de un asunto de vital importancia.

No sé por qué, pero estaba firmemente convencido de que si se hablaba con señores había que empezar cada oración con «estimado señor» o «estimada señora».

—El señor maestro está durmiendo —dijo escuetamente.

—Con todos mis respetos, en ese caso esperaré.

—Pues esperarás en vano —contestó impaciente, y se dispuso a cerrar la puerta—. El señor maestro no recibe en domingo.

«Empieza bien la cosa», me dije. Pero ni se me ocurrió irme. Me senté sobre una piedra, ante la valla, como quien se instala para un buen rato. «A la iglesia irá seguro —pensé—, y si no puedo entrar, hablaré con él cuando salga.» Por si las moscas volví a repasar mi discurso de principio a fin y, como el maestro seguía sin salir, pasé la lección de nuevo. Me quedé acurrucado bajo la lluvia persistente y de repente a mis espaldas se abrió la ventana.

—¿Qué haces aquí, muchacho? —preguntó la Espantapájaros.

Me puse en pie de un salto y me cuadré como un soldado, tal como se lo había visto hacer a los leventes.[2]

—Estimada señora, con todos mis respetos, estoy esperando.

—Pero ¿no te he dicho que el señor maestro no recibe a nadie?

—Sí, me lo ha dicho, estimada señora.

—Entonces, ¿a qué esperas?

—Con todos mis respetos, al señor maestro.

—¡Vaya, qué bobo eres! —dijo la solterona meneando su cabecita de pájaro—. Vas a coger un resfriado con esta lluvia.

—Con todos mis respetos, estimada señora, es posible. Pero seguiré esperando.

La Espantapájaros sonrió. Que se vayan al diablo esas señoras tan finas, pensé, nunca se sabe por qué sonríen. ¿Qué tiene esto de gracioso?

—¿Tan importante es lo que tienes que decirle? —preguntó entonces en un tono más amistoso.

—Sí, estimada señora. Es tremendamente importante.

—Bueno, entonces entra, pero ahora mismo.

Volví a entrechocar los tobillos.

—Se lo agradezco con todos mis respetos, estimada señora.

Me acerqué a la puerta, pero antes de girar el picaporte miré alrededor, para comprobar que nadie me veía, y me santigüé. Era algo que no hacía otras veces, pero ahora quería tomar todas las precauciones posibles.

Por fin llegué ante el «ilustre maestro». El maestro estaba sentado a la mesa, en mangas de camisa, sin cuello, comiendo tocino con buen apetito. Era un hombre de buena planta, el típico húngaro de campo que nunca llegará a librarse del todo de su origen rural. Tenía el rostro huesudo, la piel bronceada y curtida, en las mejillas le habían florecido unas venas un poco azuladas, cuidadas con esmero y regadas con alcohol. Tendría unos cuarenta años. Era muy dado a la bebida, y también mujeriego; se contaban cosas de lo más curiosas acerca de él. Pero a los niños los trataba bien, siempre que no se le sacara de sus casillas, porque fácilmente se le escapaba una bofetada, y pegaba con mucha fuerza. Tenía un tórax de púgil, y viendo aquel cuello ancho, robusto y moreno no podía concebir que se le cerrara el cuello de la camisa. Este hombre de rasgos un tanto asiáticos parecía un bisonte, pero me miraba tan tiernamente, y sus bigotes grandes y negros se movían de un modo tan bonachón al masticar el tocino que no sentí ni pizca de miedo.

—Bueno, ¿qué hay, muchacho? —preguntó afable, y echó un trago de pálinka, nuestro aguardiente, para bajar el tocino.

—Con todos mis respetos, ilustre señor —empecé con la voz algo temblorosa—, he venido a pedirle un gran favor al señor maestro.

—Bueno, ¡lárgalo!

Mordió la punta de un puro, lo encendió y se reclinó cómodamente en la destartalada silla.

—Mi humilde petición es que —dije en posición de firmes— por favor el ilustre señor deje que me matricule en la escuela.

El ilustre señor maestro se sorprendió.

—¿Cuántos años tienes, hijo?

—He cumplido nueve.

—Carajo, entonces, ¿por qué no vas a la escuela?

—No me dejan.

—¿No te dejan? ¿Quién es tu padre?

Sentí que me ponía como un tomate. Para esa pregunta no me había preparado. Permanecí callado y cohibido unos segundos, pero encontré una salida. Le dije con evasivas:

—Mi madre trabaja de criada en Budapest.

El maestro seguramente entendió la respuesta porque solo me preguntó:

—¿Con quién vives?

—Pues… con la tía Rozika.

—Hum. Y la vieja, ¿por qué no te deja ir a la escuela?

—Porque dice que mi madre no paga como es debido y yo tengo que trabajar a cambio de la comida.

El maestro se inclinó hacia delante en su silla.

—¿Cómo? ¿Por qué trabajas?

—Por mi comida, ilustre señor.

El maestro meneó la cabeza y lanzó una mirada larga y expresiva a su hermana, que escuchaba la conversación apoyada en un viejo aparador. Pensé que la miraba así por estar enfadado con ella, ya que había dejado entrar en casa a un mendigo como yo. Ahora dirá lo que se suele decir en estas ocasiones, que, querido amigo, nada es gratis, ni siquiera la muerte, hasta al sacerdote hay que pagarle por el funeral. Pero yo había previsto esa posibilidad, no sin razón había invertido tanto tiempo en preparar la visita. Tenía la frase adecuada, tan solo faltaba pronunciarla. Empecé a decirla antes de que él pudiera tomar la palabra.

—Aunque soy pobre, ilustre señor maestro, yo no le pido que me enseñe gratis, no lo crea.

—¡Córcholis! —El maestro se sonrió—. ¿Así que también quieres pagar?

«Hay que ver —pensé—, enseguida sonríe cuando se habla de dinero.»

—Dinero no tengo, estimado señor maestro, pero soy un chico fuerte, toque mi brazo, trabajaría a cambio de unas clases como es debido.

El maestro volvió a mirar a su hermana, pero esta vez sonriendo.

—¿Que qué harías? —preguntó.

—Trabajaría por las clases. Trabajaré a cambio de educación.

Al oír eso, la Espantapájaros se echó a reír en voz alta. «Ojalá te ahogues», pensé, porque me disgustaba ver que se burlaba de mí. Claro, resulta muy fácil despreciar el trabajo de los niños cuando los señores también pagan una miseria a los adultos. Pero incluso para esa eventualidad tenía un argumento preparado:

—Si no necesita mi trabajo le podría escribir una carta a Miklós Horthy, ya la tengo en mente, tan solo haría falta escribirla. Es una carta, señor maestro, que conmoverá a Miklós Horthy y sin duda pagará mis estudios.

Al oír eso el maestro se echó a reír. «Pues ahógate tú también», pensé, pero solo alcancé a decir con mucha humildad:

—Se lo suplico, a Miklós Horthy tampoco se lo pido gratis.

—¿No? —Se reía el maestro a carcajadas—. Y al señor regente, ¿cómo le quieres pagar?

—Pues en cuanto sea posible —expliqué— me enrolaría en el ejército o le sería útil al país de alguna otra forma, y entonces Miklós Horthy lo podría restar de mi sueldo.

Ahora eran los dos los que soltaban carcajadas. «Ojalá os muráis», me dije, y de lo enfadado que estaba se me escapó una frase que no había preparado de antemano:

—Discúlpeme, señor maestro, pero ¡un buen cristiano no le escatima una pizca de educación a un niño pobre como yo!

Con todo, seguían riéndose como locos sin parar. Me eché a llorar.

—¡Vamos, ven aquí, muchachito! —dijo entonces el maestro, y me tomó entre las rodillas—. ¿Así que quieres ir a la escuela cueste lo que cueste?

—Sí, señor —sollocé moqueando—. ¡Compadézcase de un niño pobre!

—¡Bueno, ya está bien, no llores! —gruñó afablemente, y me dio unas palmaditas en el rostro—. Dile a la vieja que venga a verme a la escuela mañana por la mañana.

Se me cortó la respiración.

—No se lo puedo decir, señor.

—¿No se lo puedes decir?

—No, porque la vieja me muele a palos.

—¿Te muele a palos?

—Sí —moquiteaba y sentía el sabor del agua salada en la boca.

El maestro no paraba de chupar el puro, que no tiraba bien. Entonces se le ocurrió algo y se irguió por completo.

—Bueno, entonces iré yo a verla —dijo—. ¡Espera un segundo, hijo!

Entró en la habitación contigua, se puso el abrigo y el sombrero, y unos minutos más tarde ya íbamos por la calle principal hacia las afueras del pueblo.

Avanzaba con malestar y desconfianza al lado del maestro de piernas largas, que parecía un bisonte. «¿Qué tipo de hombre será este? —pensé—. ¿Por qué hará lo que está haciendo? ¿Qué pretenderá? Si me dijera que “bien, puedes ganarte las clases, pero tienes que trabajar como una mula porque nada es gratis” lo comprendería. Pero no pide nada. Tan solo se muestra amable, como si no fuera un señor, y en un día como hoy, de lluvia y barro, va hasta la otra punta del pueblo por un bastardo que ni le va ni le viene. ¿Por qué?» Le tenía miedo a este hombre tan enigmático. Decidí no bajar la guardia.

Afortunadamente, la vieja no se había ido a misa, pues hacía días que le torturaba el reuma y apenas podía mover las extremidades de lo hinchadas que estaban.

—Quiero hablarle a solas —dijo el maestro cuando llegamos a casa—. Espera aquí en el patio.

Me escondí tras el arbusto de aligustre y esperé. Había dejado de llover, solo caía alguna que otra gota desde las ramas de los árboles, como los párpados de los ancianos, que de tan desgastados apenas pueden verter lágrimas. En el patio reinaba un silencio abierto y dominical. La casa dormía, como el palacio encantado del cuento. Tal vez habían transcurrido cien años desde que entró el maestro, y quizá no volvería a verlo hasta el día del juicio final. Los minutos pasaban deprisa pero el tiempo se había detenido. Tiritaba.

De pronto se oyeron unos gritos terribles procedentes de la casa. Escuchaba conteniendo la respiración, pero no lograba entender lo que berreaba la vieja. El maestro soltaba injurias. De repente se abrió la puerta y aquel hombre hercúleo salió bruscamente al patio con el rostro sofocado.

—¿Me oyes? —me gritó—. ¡Si mañana a las ocho no estás en la escuela te parto los huesos! ¿Entendido?

Dios mío, ¿que si lo había entendido? Ni una palabra amable me había hecho tan feliz como aquella amenaza. Entrechoqué mis tobillos desnudos y embarrados y exclamé en tono militar:

—¡A la orden, señor maestro!

Se me empañaron los ojos, como les ocurre a las muchachas cuando se prometen en secreto con un estudiante; sin duda sentía que me había comprometido con la felicidad. Pero entonces me dieron tal colleja por detrás que me empezó a sangrar la nariz. Conocía muy bien la mano de la vieja, no necesitaba girarme, salí corriendo. Huí a la pradera y pegué brincos como un potrillo enloquecido.

—¡Iré a la escuela! —grité—. ¡Iré a la escuela!

Sí, aquella mañana me casé con la felicidad.

Cuánto placer sentía las mañanas de otoño al trotar hacia la escuela cargado de libros y al mediodía discutiendo con los niños en aquella jerga enigmática que había dejado de serme desconocida.

Qué placer despertarse por la mañana sabiendo que me esperaba la escuela, y acostarme por la noche pensando que el día no había transcurrido en vano.

Ya ni siquiera espiaba a las chicas que se desvestían junto al río. Mi precoz inquietud sexual desapareció como por arte de magia. No me interesaba nada más que los estudios.

Fui el mejor alumno, y eso que no podía enorgullecerme de tener facilidad para los estudios. La mía era una cabeza campesina poco ventilada a la que le costaba abrirse, pero una vez que me aprendía algo se me quedaba tan fuertemente grabado como los anillos en el tronco de los árboles.

En casa únicamente podía estudiar en secreto. Por las tardes tenía que trabajar, porque la vieja no me dispensó de ello, y por las noches nos mandaba directos a la cama. Ay del que estuviera despierto después de las ocho de la noche; a mí me perseguía con especial vehemencia. De modo que me hacía el dormido hasta que todos conciliaban el sueño. Entonces, cargado de libros y cuadernos, salía a escondidas a la letrina. Ahora el poco dinero que tenía lo gastaba en velas y a veces pasaba la mitad de la noche estudiando en silencio como un conspirador solitario.

Seguí recelando del maestro durante mucho tiempo. No entendía por qué era bueno conmigo. ¿Por qué iba uno a ser bueno con un bastardo? ¿Qué querría? Pero cuando me di cuenta de que no buscaba nada, me preocupé aún más. Lo consideraba un poco loco y al mismo tiempo estaba convencido de que era el hombre más sabio del mundo. Lo adoraba y a la vez desconfiaba de él. No entendía por qué hacía aquello, aunque también es verdad que otros tampoco lo entendían. En el pueblo unos lo tenían por chalado, y otros por un genio, y hasta hoy se siguen rumoreando historias curiosas sobre él.

Había llegado de la provincia de Zala, de un pueblo muy pequeño. Su padre era un campesino sin tierra y él nunca había cruzado las fronteras del país; no obstante hablaba cuatro idiomas, le llegaban revistas en inglés y francés, y en el pueblo tan apartado donde vivíamos aplicaba tales métodos didácticos que hubiera podido competir con la mejor escuela de una metrópoli. Araba, sembraba y cultivaba nuestros cerebros ignorantes con la paciencia ancestral y la perseverancia devota con que sus antepasados habían arado, sembrado y cultivado las tierras ajenas. El peor de sus alumnos era mejor que los mejores estudiantes de los pueblos vecinos, pero ni siquiera con eso se conformaba.

—Quiero educaros, tontorrones, no solo enseñaros —decía, y la suya no era pura palabrería. Sabía lo que hacía feliz e infeliz a cada uno de sus alumnos, las condiciones en que vivía y, si se olía que alguno de nosotros tenía problemas, lo llamaba aparte y le decía:

—Por la tarde ven a mi casa.

Allí, tomando café y pan dulce, conversaba con ellos. Astuto como un juez instructor, bondadoso como un sacerdote confesor, iba sonsacando nuestros íntimos secretos y con mano mansa y segura restablecía el equilibrio perdido de nuestras pequeñas vidas. No obstante, si se enojaba se olvidaba de sus principios educativos y afloraba en él el campesino tosco. Nos pegaba y maldecía. Después se arrepentía. Recuerdo que una vez abofeteó injustamente a uno de nuestros compañeros. Todos sabíamos que el chico era inocente, pero nadie se atrevió a decírselo. Medio año más tarde, cuando ya nos habíamos olvidado del asunto, el chico cometió una falta, pero el maestro no le pegó. Le preguntó ante toda la clase:

—¿Sabes por qué no te doy un bofetón?

—No lo sé, señor maestro —dijo el chico lloriqueando.

—Porque —repuso el maestro— la torta que ahora mereces ya te la di hace medio año. Ahora estamos en paz.

Una o dos veces por semana organizaba «tertulias vespertinas».

—Que solo venga quien tenga ganas —decía en tales ocasiones, pero era difícil que hubiera un niño que no tuviera ganas de acudir a las dichosas «tertulias vespertinas».

Las «tertulias» no tenían nada que ver con la escuela; al menos eso nos parecía. Salíamos cantando a pasear por el campo, nos sentábamos alrededor del maestro y «conversábamos» con él. Siempre empezaba aquellas charlas con alguna anécdota. Nos contaba historias divertidas. Luego, lentamente, entre juegos, sin que nos diéramos cuenta, encauzaba la conversación hacia temas serios. Nos preguntaba qué pensábamos de tal o cual cosa y escuchaba nuestra opinión como si fuéramos de su misma edad. Todos podían decir lo que pensaban. Nunca mandó callar a nadie, y solo exponía su punto de vista cuando nosotros ya habíamos agotado el tema. Le gustaba que discutiéramos. Fomentaba y aparentemente disfrutaba de nuestros duelos dialécticos, y se ocupaba de que todos participaran en el debate. A los más tímidos los animaba, los enardecía, y escuchaba los razonamientos más necios con enorme respeto. A todos nos tomaba en serio y como consecuencia de ello discutíamos sin complejos. En la escuela era riguroso, pero en esas tardes aflojaba las riendas. Podíamos vociferar todo lo que quisiéramos. Esperaba con paciencia hasta el final de la polémica y luego nos daba su parecer con tranquilidad, con frases sencillas y claras.

Con el tiempo nos inculcó su filosofía, que era tan extraña y ambigua como él mismo. Le entusiasmaban los ideales nacionales más extremistas, pero a su vez se confesaba seguidor del líder campesino György Dózsa y profesaba unos principios casi revolucionarios. Odiaba el gran capital, los latifundios, a los magnates judíos de la banca y de la prensa, a la clase media cristiana y servil, a los gremios políticos, a todo el sistema nepótico de favoritismos a amigos y parientes; en fin, creo que odiaba a todos los que no eran pobres ni campesinos. La tierra es de quien la trabaja, el poder es de quien posee la tierra, y las tierras húngaras se extienden desde los Cárpatos hasta el Adriático: eso era lo que pensaba. Lo traducía al lenguaje de los niños y lo explicaba con tal sencillez que lo entendían hasta los de primer curso.

—Decidme, niños —preguntó en una ocasión—, ¿os habéis planteado alguna vez de quién es la nieve?

Risotadas.

—¡De nadie! —apuntó uno.

—¡De Dios! —gritó otro.

—Y si uno hace un muñeco de nieve, entonces, ¿de quién será el muñeco?

—Del que lo hizo.

—Hum —gruñó el maestro—. Y si alguien convierte en un trigal una tierra sin cultivar, lo ara y lo cuida, ¿de quién será el trigal?

—Del que lo aró y lo cuidó.

—¿Ah, sí? —asintió el maestro—. Pues dime, Péter Balogh, tu padre ara, siembra y cosecha, ¿verdad?

—Así es, señor maestro.

—¿Y cuántas tierras tiene?

—No tiene ninguna, señor maestro.

—Vaya —se asombró el señor maestro, como si hasta entonces no lo hubiera sabido—. Entonces, niños, aquí falla algo.

Sí, sí, algo fallaba y callamos. El señor maestro también hizo como que no entendía, miró al suelo pensativo, se rascó la barbilla.

—¿Qué pensáis, niños? —preguntó a continuación—. ¿Os parece bien?

—¡No está bien! —gritamos a coro, porque hasta el más tonto sabía que no estaba bien.

—Pues si no está bien, entonces, ¿no habría que cambiarlo?

—Sí, claro —concedimos.

—Pero ¿cómo? —preguntó el maestro—. ¿Cómo cambiar esto?

Eso no lo sabíamos. De modo que el maestro levantó la voz y anunció casi ceremoniosamente:

—Niños, esto solo cambiará si vosotros lo cambiáis cuando seáis mayores.

Nos enseñaba cosas así en los fustigantes tiempos del renacimiento nacional, en el país de Horthy controlado por los gendarmes con plumas de gallo. Los que mandaban en el pueblo lo rehuían como a un leproso, pero no se atrevían a meterse con él porque aquel hombre del tamaño de un bisonte tenía tal carácter que si se sulfuraba era capaz de arremeter incluso contra el ministro de Instrucción Pública.

Para los campesinos era como la Santísima Trinidad: no lo entendían pero lo adoraban. Una vez lo presentaron para candidato a diputado, y sobre eso aún hoy siguen circulando historias en el pueblo. El maestro, según cuentan, pronunció en uno de los pueblos vecinos un discurso tan feroz que al final los gendarmes lo echaron de la tribuna y se lo llevaron detenido. El otro candidato, el del partido del gobierno, un alemán que se jactaba de ser húngaro de pura cepa, lo tildó de rata roja, pero por fin al húngaro de pura cepa también lo hicieron bajar de la tribuna, aunque en su caso fue porque los campesinos pretendían lincharlo. A pesar de ello —y es que por estos parajes suelen ocurrir milagros de este tipo— salió elegido el candidato del partido del gobierno. En cuanto al maestro, lo quisieron soltar de inmediato, pero luego los señores de Budapest cambiaron de opinión porque temían que, al no tener nada que perder, desenmascarase el fraude electoral. Eso es lo que se cuenta en el pueblo, aunque no sé si es verdad. De hecho, unos años más tarde le quitaron el empleo y también la pensión.

Al día siguiente de las elecciones nos dijo:

—No importa, niños. Cuando seáis mayores, ¡todo será distinto en Hungría! Es verdad que entonces yo seré un viejo imbécil y quizá diputado del partido en el gobierno. Pero en tal caso, os lo digo ahora, me podréis escupir a la cara.

Así era el maestro, por un lado. Por otro, si le daba por ahí, echaba por tierra sus principios y se emborrachaba de tal forma que en ocasiones no era capaz de dar clase durante tres días. Había épocas en que, a las ocho de la mañana, cuando llegábamos a la escuela, de su casa aún salía música cíngara y jaleo. Entonces la pobre señorita Espantapájaros trataba de hacernos entrar en el aula con los ojos llorosos, y se notaba que sentía vergüenza incluso ante los niños de seis años. En una ocasión la oí llamar a la puerta para decirle a su hermano en tono suplicante:

—Sándor, cielo, ya es de mañana, te están esperando los niños.

—¡Hoy no hay mañana, querida, Horthy la ha prohibido! —gritó el maestro sin abrir la puerta—. Es de noche, una regia noche húngara. Que los niños se vayan a casa a dormir.

La pobre y larguirucha solterona se echó a llorar ante mis ojos. Pero dentro, los gitanos volvieron a tocar y resonó la potente y hermosa voz de barítono del maestro. Cantaba su canción favorita:

Tengo monedero, pero no tengo dinero,

bebamos, compañero.

Tengo fiel caballo, pero no tengo freno,

me siento y me sereno.

Un buen potranco no necesita espuelas,

muy bien trota ese ciensuelas.

El marido de mi amada está hecho una antigualla,

yo me llevo las medallas.

La canción tenía su historia, aunque no sé hasta qué punto era verdad. Cuentan que el maestro, que les tenía un odio visceral a los magnates y a los terratenientes, estaba enamorado en secreto de la esposa del conde, quien poseía treinta mil fanegas de tierra. La espiaba todos los días cuando salía a cabalgar, pasaba por su lado como por casualidad y la miraba como un estudiante que sueña despierto, aunque ni siquiera habían llegado a hablarse. Parece que un día se cansó de tan desesperada situación y decidió tomar la iniciativa. En el Círculo Social propuso organizar una «velada cultural benéfica» a favor de la campaña iniciada por la señora de Horthy para aliviar la miseria, y solicitó a la condesa que patrocinara el evento. A los señores les gustó la idea, así que bajo la dirección del maestro salió una comitiva hacia el palacio. La condesa aceptó auspiciar la velada y prometió asistir a ella. El maestro estuvo tres meses enteros preparándose para el crucial encuentro. Viajó a la capital de la provincia y le encargó un frac al mejor sastre. Mayor sacrificio que ese no podía haber hecho ni cayéndose muerto ante los pies de su amada, porque en el campo cuesta menos un entierro que un frac en la ciudad, y un maestro muerto no necesita romperse la cabeza pensando en cómo pagar los plazos.

Como se suele decir, no busques a la vez fortuna y mujer. Por desgracia fue esto lo que le ocurrió al maestro. En aquella época lo presentaron como candidato a diputado, y la fortuna y la mujer resultaron incompatibles. Unos días antes de la velada cultural, cuando el frac ya estaba en el armario del maestro, el Círculo Social le instó, en una carta sumamente cortés, a que renunciara al cargo de organizador, ya que «el hecho de que» la condesa amadrinara el evento no podía compaginarse con aquel otro hecho, «según el cual», el maestro, el impulsor de la gala, habría atacado al señor conde en su discurso electoral. Tuvo que renunciar, ¿qué otra alternativa le quedaba al desgraciado? Con todo, en la fecha señalada no dejó de ponerse el frac e irse… a la taberna.

Era invierno y nevaba, pero no se arredró. Mandó poner una mesa y sillas delante de la taberna y se sentó en la calle vestido de frac y con la cabeza descubierta. Después del primer litro de vino llamó a una banda de cíngaros y los mandó tocar en medio de la nevada.

Fue este un acontecimiento singular en un pueblo de vida monótona. Hubo quien saltó de la cama y corrió medio desnudo por la calle principal para no perderse aquel extravagante espectáculo. Nadie se atrevía a acercarse al maestro, porque incluso los que hasta entonces le consideraban un genio ya daban por hecho que se había vuelto loco. Ahora lo miraban desde lejos, desde los oscuros portales o paseándose con sigilo por el otro lado de la calle, como si fueran conspiradores que acudían a una reunión secreta. Todos intuían que el excéntrico profesor tramaba algo, pero nadie sabía qué.

La velada cultural terminó a medianoche, y el público se dirigió a casa por la calle principal. El maestro no se sobresaltó. Siguió sentado en la calle nevada con su flamante frac, sus zapatos de charol y sus guantes de cabritilla, y continuó pidiendo canciones.

Cuando la carroza de los condes apareció a toda velocidad, el maestro se plantó en medio de la calle y se abalanzó contra los purasangres. Los dos caballos frenaron relinchando y encabritándose, pero se detuvieron y se quedaron quietos, sin moverse en absoluto: con tanta fuerza los sujetaba el loco maestro. Luego se acercó tranquilamente a los condes, ya se habría bebido unos tres litros de vino, y con los modales más impecables les pidió que le honraran con su compañía.

El conde, según cuentan, recibió aquella novelesca invitación con tanto desconcierto que parecía que el borracho fuera él y no el maestro. Apabullado, masculló algo, que si eso y lo otro, que era tarde, que tenía sueño, pero terminó aceptando la oferta porque le tenía miedo al maestro y más aún a su enérgica esposa quien, por otra parte, no apartaba la vista de aquel hombre embravecido pero de buena planta, además de opinar que una copita sí que podían tomársela.

—Bien —concedió el conde—, ¡pero solo una copita!

—¡Solo una copita! —aseguró el maestro, que no obstante se ocupó de que aquella primera copita no quedara huérfana, de modo que a las dos de la madrugada la singular cuadrilla seguía bebiendo acompañada por los músicos cíngaros.

A las tres el conde ya estaba tan borracho que el maestro lo llevó en brazos al dormitorio del tabernero. Así se quedaron los dos solitos.

El primer violín contó más tarde que el maestro le dijo a la condesa que sería agradable dar un paseo bajo la preciosa nevada y la condesa contestó que por qué no, que nunca serían tan jóvenes como entonces. El maestro juró por Dios y su honor que suscribía al pie de la letra aquellas palabras y que nunca morirían, ¿verdad, condesa? La condesa le volvió a dar la razón, tomaron otra copa, como corresponde, y acto seguido los dos salieron a la noche. Había aún más de un curioso rondando alrededor de la taberna y, como agentes secretos, siguieron a escondidas a la pareja, que nada sospechaba.

Al día siguiente, todo el mundo sabía ya que la condesa se había encerrado con el señor maestro en la escuela, pero no en la casa del maestro, puesto que allí dormía la señorita Espantapájaros, sino —y esto es lo que más divirtió a los vecinos del pueblo— en el gimnasio. Los ejercicios que ejecutaron allí no los pudieron espiar ni los más curiosos, porque por mucho que fisgaran por la ventana, aquellos dos no encendieron la luz en el interior. Baste decir que desde entonces, cuando el maestro se emborrachaba, siempre cantaba:

Tengo monedero, pero no tengo dinero,

bebamos, compañero.

Tengo fiel caballo, pero no tengo freno,

me siento y me sereno.

Un buen potranco no necesita espuelas,

muy bien trota ese ciensuelas.

El marido de mi amada está hecho una antigualla,

yo me llevo las medallas.

Se dice que aquella aventura nocturna desembocó en un amor profundo y serio. Los más enterados cuentan que el profesor quiso casarse con la condesa, pero que curiosamente ella no estuvo dispuesta a renunciar a las treinta mil fanegas y a su corona de nueve puntas para convertirse en la esposa de un maestro rural. La condesa era partidaria de la división racional del trabajo: mantuvo al conde como marido y confió al otro un papel que, si las apariencias no engañan, cumplió impecablemente, porque desde entonces la vieron muchas veces en compañía del rebelde, al que, según parece, quiso convencer de lo generosa que podía ser la aristocracia.

Siempre me invadía una extraña ansiedad cuando, por la mañana, al llegar a la escuela, aún se filtraba la música cíngara desde la casa del maestro. Sentía vergüenza, no sé bien por qué. Hasta entonces siempre había pensado en términos simples. Fulano es bueno, Mengano es malo. A cada sujeto le correspondía un solo predicado, y a cada sentimiento, un calificativo. Amaba u odiaba, apreciaba o despreciaba a alguien. Ahora estos sentimientos se habían enturbiado, desdibujado y entremezclado de una forma alarmante. Empecé a sospechar con inquietud que una buena persona también podía ser mala y que la mala asimismo podía ser buena, y que el ser humano quizá no era del todo bueno ni del todo malo, sino como el río que fluía en los confines del pueblo, unas veces sucio y turbulento, otras plácido y tan cristalino que incluso se veía el fondo. «Dios mío —pensé—, los hombres como este tienen mil caras y mil almas, ¿cómo voy a saber cuál es la verdadera cuando, tomadas una por una, ninguna lo parece?

Estos pensamientos me acosaron durante mucho tiempo, pero no me atreví a revelárselos a nadie. Me olía que había un secreto oscuro y turbio que todos conocían menos yo, y me avergonzaba de mi ignorancia.

No entendía al maestro, ni mucho menos a mí mismo. Yo era un joven campesino de mentalidad simple que se escandalizaba cuando su maestro cantaba borracho a las ocho de la mañana, sabiendo que sus alumnos lo oían desde el patio, pero a pesar de todo —y esto era lo que más me molestaba— lo admiraba y adoraba, y en vez de sentir rencor por el maestro lo sentía por los alumnos.

Odiaba a esos tipos renacuajos que no se atrevían ni a pestañear cuando el maestro estaba sobrio y en cambio se desbocaban enseguida cuando se les soltaba de la correa. Sabían muy bien que el pueblo entero la tenía tomada con el maestro, al que todos los alumnos querían, y sin embargo aquellas mañanas armaban tal alboroto que toda la gente acababa congregándose ante la escuela. Me hubiera gustado agarrarlos del cuello o exigirles que se estuvieran quietos, pero permanecía en un rincón sin decirles nada porque temía que me consideraran un adulador que estaba de parte de los «señores».

Sin embargo, en una ocasión no pude contener la ira. Aquella mañana los gitanos cantaban una canción obscena en casa del maestro y los niños lo tuvieron a huevo. Empezaron a repetir las cochinas rimas a voz en cuello, sin prestar atención alguna a los vecinos que se amontonaban ante la valla entre gestos de reprobación.

La pobre señorita Espantapájaros trataba en vano de hacerlos entrar en clase; la horda de chiquillos desbocados no le hacía el menor caso.

—¡Qué vergüenza! —gruñó alguien ante la verja—. ¡Vaya escuela que tenemos! ¡Vaya maestro!

La señorita Espantapájaros se echó a llorar de impotencia y, reclinada contra la pared, sacudía sus delgados hombros.

En ese momento me invadió una furia terrible que nunca había experimentado. Me puse en pie de un salto y grité con tanta fuerza que incluso yo me asusté:

—¡Todos adentro!

Como si se hubiera producido un milagro, un minuto más tarde el patio estaba vacío. Los niños entraron en la clase en avalancha y en un santiamén ya estaban todos sentados en sus sitios, callados como muertos. Yo estaba delante de ellos y me estremecí. ¿Qué había sido eso? ¿Qué les había pasado? ¿Qué me había pasado a mí? Yo no había querido gritar, pero lo había hecho. Me dio la extraña sensación de que otro había gritado a través de mi garganta y que los niños le habían obedecido a él y no a mí. O quizá es que solo entraron corriendo en clase porque pensaban que yo había visto llegar al maestro y temían que pudiera entrar en cualquier instante.

Estaba confuso. No sabía qué hacer y los niños lo notaron enseguida. La magia se había desvanecido. Empezaron a moverse, a cuchichear. Y como seguía sin ocurrir nada, un chico grandote se puso en pie en la última fila y me gritó fanfarroneando:

—Vamos, ¿qué pasa? ¿Por qué estás allí parado como un gendarme?

Todos empezaron a reírse. Sentí que las rodillas me temblaban. Por un instante permanecí indeciso, pero solo duró unos segundos. Luego volvió a apoderarse de mí esa furia terrible que nunca había experimentado y me puse rojo de ira. Me acerqué al chico y le solté un tortazo que lo dejó tendido. Volvía a no pensar, tal vez ni sabía lo que me hacía, no obstante me invadió una maravillosa sensación de seguridad, esa fuerza enigmática que da equilibrio a los sonámbulos cuando andan por los tejados. Subí a la tarima y con el puño pegué un golpe en la mesa.

—¡Le rompo la cabeza al que se mueva! —grité—. ¡Sacad el libro! ¡A leer la lección! ¡Empieza tú, Alföldy!

Y volvió a producirse el milagro: Alföldy se puso en pie y recitó obediente la lección, y los demás tampoco se atrevieron a rechistar.

No, no lo entendía. Hasta entonces medía la fuerza de una forma muy sencilla: este chico es más fuerte que yo, y yo soy más fuerte que aquel. Pero esta clase, a la que miraba de hito en hito, era cien veces más fuerte que yo, y, sin embargo, Dios sabe por qué, yo tenía más fuerza que todos ellos. Por primera vez en mi vida sentí de una forma turbia y emocionada que en el mundo existen fuerzas secretas, poderes que no se pueden medir ni comprender.

Fue un momento maravilloso. Me sentía investido de una potestad ritual, casi religiosa. «Dios mío, qué enigmático es tu mundo», pensé; y me estremecí de escalofrío.

Desde ese día, cuando el maestro estaba borracho, la señorita Espantapájaros me hacía una señal y me decía en voz baja:

—¡Mantén el orden, Béla!

Y yo me encargaba de mantenerlo, porque el ladrón es el mejor gendarme. Si un niño empezaba a armar bulla, le daba un sopapo que no olvidaría mientras fuera a la escuela. Nadie se atrevía a «denunciarme» al maestro, porque temía que él le diera otro. Así, poco a poco, se resignaron al nuevo orden de cosas y no volvió a haber curiosos ante la escuela.

El verano ya había cargado los árboles de hojas, se acercaba el día de San Pedro y San Pablo, el día en el que se entregaban las notas. Otros años, ese día me escapaba para no oír jactarse a los niños. El que estaba en primero sacaba pecho porque ya se consideraba estudiante de segundo, el de segundo porque ya se veía en tercero y yo me quedaba apenado pensando que era un don nadie. Pero ese año todo era bien distinto. Ese año no había transcurrido en vano. Había aprendido a leer y escribir, y sabía que iba a sacar sobresaliente en todo.

Lo malo es que el último día de clase recibí un revés. El señor maestro dijo que el día de San Pedro y San Pablo nos pusiéramos ropa de domingo, y esos fueron los primeros deberes con los que no pude cumplir. ¿Cómo iba a ponerme el traje de los domingos si nunca en la vida lo había tenido?

Entré sigilosamente en el gimnasio decorado para la fiesta, como un mendigo al que le ladran los perros. Alrededor de la tribuna del orador estaban sentados señoras y señores emperifollados y los niños con sus mejores galas. Cuando me miraba alguien me sonrojaba porque pensaba que se estaba fijando en mi ropa andrajosa, y cuando en el armonio empezaron a sonar los compases del himno nacional casi rompí a llorar. ¿De qué servía sacar las mejores notas, si la ropa más bonita la llevaba el hijo del notario, al que habían aprobado por ser su padre quien era?

La música cesó y empezaron a hablar los oradores. Hubo discursos seguidos de poemas y poemas seguidos de discursos. Las palabras caían como gotas de lluvia otoñal. No prestaba atención, tenía ganas de llorar.

Sobre la mesa del orador había un paquete atado con un lazo con los colores de la bandera: el tradicional premio de fin de curso. En nuestra miserable escuela solo se regalaba un libro al año, que compraba el propio maestro con su miserable sueldo. Siempre se lo daban al alumno del último curso que hubiera sacado las mejores notas durante los seis años de primaria. Los niños ya llevaban semanas discutiendo emocionados sobre quién recibiría el libro aquel año, y ahora trataba de consolarme pensando en que dentro de cinco años seguramente me lo darían a mí. Era una idea alentadora, pero poco valía como consuelo, porque si se tienen tiene diez años, cinco años parecen cincuenta, y a los bastardos les cunde el doble.

Por fin se acabó el chubasco de poemas y el profesor tomó en la mano el libro atado con el lazo de colores nacionales.

—Desde que soy el maestro de esta escuela —dijo con inusual solemnidad—, el premio siempre se lo he dado a un alumno de sexto. Este año me aparto de esta costumbre y se lo voy a dar a un alumno de primero, porque desde que empecé a enseñar nunca he tenido un alumno de primero igual. A este chico pobre le hacen trabajar en casa como a un jornalero y, no obstante, supera a todos sus compañeros en la escuela. Con esta distinción excepcional no solo le quiero probar a él, sino también a todos vosotros, que nada es imposible: estudiando y trabajando con diligencia los últimos pueden llegar a ser los primeros.

Entonces levantó el libro.

—A Béla R. —dijo en voz alta en medio de un imponente silencio—. El orgullo de nuestra escuela.

Creí que se me paraba el corazón. Sentí que todos me miraban, pero era incapaz de moverme. Seguía sentado con los ojos clavados en el suelo, petrificado, como fulminado por un rayo. Por fin mi vecino me dio un codazo. Me puse en pie de un salto, pero las piernas me temblaban tanto que apenas pude subir a la tarima.

—Sigue estudiando con el mismo entusiasmo —dijo el maestro al entregarme el libro, creo que un tanto emocionado.

—Gracias… muchísimas… gracias, señor maestro —tartamudeé, y sentí en la boca el sabor de las lágrimas.

El señor maestro me tomó por el hombro y me condujo ante los invitados. Todos me sonrieron, todos me dieron la mano, incluso el notario, que era tan grande como un toro.

Yo era el héroe del día.

Sin embargo, la felicidad llega a grados que casi se asemejan a los del sufrimiento. Parece que el alma humana solo puede calentarse hasta un determinado punto, y más allá de ese punto da igual si te abrasan los fuegos del cielo o del infierno: te quemas, perece. No en vano existe la expresión «morir de felicidad».

A mí me sucedió eso mismo. Andaba febril como un enfermo. Nunca me hubiera imaginado que, con la poca comida que me daban, pudiera dejar una sola migaja, pero ese día apenas toqué el plato. La vieja, que sabía lo que había pasado, me observó de reojo con una mirada burlona cuando un niño le dio la gran noticia «oficialmente». Tan solo dijo con desprecio:

—¡Más les hubiera valido darle unos calzoncillos para que no le asome el culo por los pantalones!

Pero ese día no me enfadé con ella. Cada loco con su tema, pensé con indulgencia, y sonreí. La felicidad me embriagaba, y, como los borrachos, quería abrazar a todo el mundo.

Después del almuerzo me escapé, y con el libro bajo el brazo fui al campo. Allí también era día de fiesta. No había nadie, tan solo en el bosquecito se veía alguna que otra chica y algún mozo que desaparecían abrazados entre la fronda, como buscando refugio ante un enemigo invisible. No se movía nada. La tierra yacía soñolienta bajo el aire inmóvil, el paisaje se había calado una pamela florida y dormitaba bajo su capa multicolor. Reinaba el silencio, el silencio del verano ya maduro, susurrante y tibio, que casi flotaba en el aire como las babas del diablo.

Me eché sobre la hierba y empecé a leer. Estaba tumbado en el lugar de siempre, donde antes tanto había llorado solo. La hierba estaba baja, como aplastada por el peso de las horas del pasado, y quizá mis penas anteriores también reptaban por allí en forma de culebras invisibles. No era un niño muy creyente, pero entonces sentía que Dios me miraba desde el cielo y me sonreía.

Leí en voz alta, sílaba a sílaba, como solíamos hacerlo en la escuela. El volumen se titulaba Cuento de hadas, de Elek Benedek. Era un libro maravilloso, tan maravilloso como solo puede ser el primer libro de cuentos que te regalan. Más tarde lo volví a leer tantas veces que acabé aprendiéndomelo de memoria, y aún hoy puedo recitar palabra por palabra fragmentos enteros. Me acuerdo de que mi cuento favorito empezaba así:

«Érase una vez un pequeño y pobre criado que vivía más allá de las siete colinas, a poca distancia del mar de la Opulencia, donde a las moscas les ponían herraduras de cobre para que no resbalasen por las arrugas de la gente. Después de servir durante tres años, fue a casa de su padre y dijo:

»—Querido padre, no serviré más, ya he comido bastante pan ajeno. Tengo cien florines y con ellos me voy a buscar fortuna…».

Sí, pensé, algún día yo también tendré cien florines e iré a buscar fortuna, y quizá también a mí me espere el hada Ilona.

Dios mío, ¡qué maravillosa es la vida!

Dios mío, ¡qué cosas me aguardan aún!

Dios mío, ¡con voluntad los últimos serán los primeros y el pobre criado ganará la mano del hada Ilona!

¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!

Sentía que si no hacía algo en ese preciso momento me volvería loco de felicidad. Y entonces, como quien encuentra la clave de un secreto, me arrodillé en aquel inmenso prado y grité:

—¡Alabado sea el Señor, por los siglos de los siglos, amén!