11

Pasé varios días escondiéndome de la vieja. De madrugada, antes de que despertara la casa, salía a escondidas por la puerta de la calle y solo regresaba por la noche, a hurtadillas, cuando ya todos se habían retirado. Me acosaban el hambre y el miedo, y las noches estaban plagadas de espectros. Por la ventana, bañada por la luna, se asomaban unos espeluznantes ojos verdes y por el patio andaba un ahorcado envuelto en una larga sábana. Si por debajo de los árboles pasaba un murciélago o el viento mecía un arbusto, creía que era la vieja que venía a echarme en mitad de la noche. En la espera daba diente con diente, pero pasaron los días y la vieja no venía. Por dinero estaba dispuesta a vender hasta el alma de un inocente y mi madre le debía mucho. Así que no me puso de patitas en la calle. Me retuvo a modo de rehén.

Ya estaba a punto de desfallecer de hambre cuando una mañana los niños me comunicaron que la noche anterior la vieja había mandado a Ilona repartir la cena, porque otra vez «le había dado por rezar». Fui a su habitación y me arrodillé a su lado. A esas alturas ya recitaba la oración con la misma apatía que un pregonero anunciando las disposiciones sobre el vacuno tras golpear tres veces su tambor. La vieja volvió a perdonarme pero, como más tarde me enteré, no lo hizo simplemente por «caridad cristiana». Ilona me contó muy en secreto que había llegado un giro postal enviado por mi madre y la vieja le había escrito una carta diciendo que el niño «podía quedarse», siempre y cuando llegaran con puntualidad las sumas mensuales, pero que mi madre no podía volver a cruzar el umbral de la casa.

Mi madre, al parecer, acató el ultimátum, y lo que es más, se resignó a él, porque a partir de entonces y durante ocho años no vino a verme.

Sigo sin entenderla del todo. Está claro que no se desvivía por mí, pero no por eso dejaba yo de ser su hijo, sangre de su sangre, según las leyes de la naturaleza. Pero ¿es posible juzgar con las leyes de la naturaleza a una sociedad cuya estructura resulta —por decirlo con delicadeza— bastante antinatural?

No puedo juzgarla, pero tampoco defenderla. Era mi madre y era como era. No fue ella quien decidió venir a este mundo, ni tampoco eligió el mundo en que le tocó vivir. Quién sabe por lo que pasarían su pobre y humillada alma y su cuerpo de sierva durante aquellos ochos años, extremadamente largos, en medio de inflaciones y deflaciones, demencias políticas, miserias del corazón, trabajos inhumanos y las vicisitudes brutales del paro… Y más allá de todo eso: «¿Quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?».

Ocho años son mucho tiempo en la vida de un niño. Los años, que transcurrían de manera imperceptible, poco a poco borraron de mi mente la imagen de mi madre hasta el punto de que apenas me acordaba de ella.

La vieja seguramente se percató de lo mucho que temía que me echara, porque no dejaba escapar ni una ocasión de amenazarme con ello.

—¡Quietesito, canalla —me decía—, que si no ti echo y tendrás que irte a Budapest con la puta de tu madre!

De esta forma, en mi vida, mi madre hacía las veces de coco o de bruja malvada: me amenazaban con ella. En realidad ya no me ataba a ella ningún otro vínculo emocional, y con el paso del tiempo, igual que los niños empiezan a dudar de la existencia del coco o de las brujas, a mí también me surgió la vaga sospecha de que tal vez ya no tenía madre, que había muerto hacía tiempo, solo que no me lo habían dicho para poder seguir amenazándome con ella.

Nunca reconocí ante nadie, ni siquiera a mí mismo, que yo también necesitaba de ese algo que los adultos llaman amor materno y que a mí me seguía pareciendo una cosa extraña y rimbombante. Al cabo de una temporada noté en mí síntomas muy peculiares. Los domingos, cuando llegaban las madres de los demás niños, no soportaba quedarme en casa. Sentía el hormigueo de una irritación vaga y morbosa. Me marchaba en cuanto almorzaba y solo volvía para cenar, cuando las visitantes ya se habían despedido.

—¡Huele a madre! —gruñía entonces, haciendo muecas y echando miradas agudas a los chicos que ese día habían recibido la visita de sus madres. A la hora de cenar, los chicos aguantaban mis comentarios porque sabían que de otra forma habría pelea, y no andaban equivocados. En aquellas ocasiones no convenía meterse conmigo.

No, no soportaba el «olor a madre». En verano me escapaba, pero en invierno no podía pasar mucho tiempo a la intemperie. Mi vestuario —para expresarme con elocuencia— dejaba bastante que desear. En invierno llevaba la misma ropa que en verano, tenía los zapatos rotos y el abrigo solo lo conocía de oídas. ¿Qué remedio me quedaba? Como un perro huraño atado a su caseta, me retiraba a un rincón y desde allí observaba mudo y de mala gana las sentimentales escenas familiares. De vez en cuando alguna que otra madre se compadecía de mí y me dirigía la palabra, pero yo solo les daba respuestas escuetas y mordaces y tras ello me iba. Las odiaba. Incluso llegaba a sentir malestar físico. Tenía náuseas, se me revolvía el estómago. El «olor a madre» me provocaba vómitos.

Aborrecía los larguísimos domingos de invierno en que la noche caía temprano. Me acuerdo de que en ocasiones, todavía por la tarde, elegía a un niño colmado de mimos y regalos y, cuando llegaba la noche, en cuanto se iba su madre, le pegaba sin motivo aparente.

—¡Vamos, llora, corazoncito mío! —lo consolaba entre dos bofetadas—. ¡La próxima vez mamá le traerá un chupete a su bebé!

Había entre nosotros un niño llamado István a quien aporreaba con especial dedicación las noches de domingo. Este István, mejor dicho Istvány, como lo llamábamos, era un chiquillo tranquilo y bonachón. Yo no estaba enfadado con él sino con su madre. No había madre más loca que aquella, y eso que por la casa pasaban madres de todas clases. Había entre ellas mujeres tan blandas de corazón que se deshacían nada más mirar a sus vástagos, pero todas se quedaban cortas al lado de la madre de Istvány. En mi vida he visto a mujer que estuviera tan loca por su hijo como aquella criada que era casi una niña. En secreto Istvány también adoraba a su madre, pero el pobre no se atrevía a demostrarlo. Cuando pensaba que yo no le veía, la besaba, la agasajaba como un amante a su amada. Se tildaban con los diminutivos más increíbles. «Hijito mío, corazoncito, palomita, clavelito de mi alma», piaba sin parar la criadita, y también el niño llamaba a su madre «queridísima mamaíta» cuando pensaba que yo no le oía. Francamente, me daban asco. A Istvány lo comprendía un poco, al fin y al cabo aún era un niño y su madre le hacía muchísimos regalos, pero a la «mamaíta» adulta la consideraba simplemente una loca, y no solo de forma abstracta, sino en el sentido original y médico de la palabra.

Tengo que aclarar que esa «mamaíta» parecía, como mucho, una chica de quince años medianamente desarrollada. Debía de ser muy joven. A veces retozaba con su hijo con tal desenfreno que daba la impresión de que a ella tampoco le vendría mal una madre. Ya no recuerdo su rostro, pero sé que la consideraba muy hermosa, lo que en ocasiones me causaba una extraña inquietud, pues —como la mayoría de los niños— yo también era partidario de la teoría del blanco o negro; o sea, que pensaba que solo la gente simpática era hermosa, fuerte y sana, mientras que los antipáticos eran feos, raquíticos y repulsivos, como la vieja.

La madre gozaba de gran prestigio en la casa. La vieja la apodaba «Piroska de mi alma», y se ponía de lo más melosa cada vez que Piroska se presentaba los domingos. Esta inmensa dulzura no se debía tanto a sus virtudes maternales como a la facilidad con que soltaba el dinero. «Piroska de mi alma» llevaba el corazón en el monedero y la vieja sabía muy bien cómo acceder a él.

—Últimamente el niño está muy flacucho y enclenque —meneaba la cabeza—, no quiría desírselo por carta, querida, pero estoy preocupada, muy preocupada.

Bastaba con eso para que los ojos de «Piroska de mi alma» se llenaran de lágrimas y, tras una larga y excitada conversación, sacara el monedero. Desde ese día Istvány comía cada mañana huevos pasados por agua.

Y eso que «Piroska de mi alma» no era hermana del obispo de Vác, sino que estaba de fregona en Kaposvár, en casa de un abogado judío. No obstante, Istvány vivía a cuerpo de rey. Recibía un trato exasperantemente bueno. Le daban los mejores manjares y era el único de entre nosotros que comía algo a media mañana y merendaba por la tarde. La mayoría de los niños se tapaba con una burda manta tanto en verano como en invierno, y en cambio Istvány tenía un edredón y tres almohadas, dos grandes y una pequeña, cuando yo no tenía ni una. Todo eso «Piroska de mi alma» lo pagaba aparte, agotando —al parecer— la totalidad de sus escasos recursos. Durante años vino a vernos con el mismo vestido de percal viejo y, si había barro, andaba dando saltitos de puntillas como un gorrión porque tenía los zapatos rotos… Me acuerdo de que perdió diez florines en la estación y no pudo subir al tren porque no llevaba ni un céntimo más de lo que costaba el billete.

Pero nunca venía sin un regalo. Siempre le traía algo a su amado Istvány, aunque fuera una chuchería sin valor que sin duda había pescado en la basura de los señores. Para el invierno tejía chaquetas, bufandas, medias, muñequeras; su Istvány tenía hasta guantes y un gorro con borla.

Lo que era capaz de hacer esa media ración de madre por su hijo solo lo comprendí más tarde. Una vez —si mal no recuerdo, fue antes de las vacaciones de Pascua— el maestro pidió a los niños que leyeran un libro de cuentos y escribieran de memoria un breve resumen de su contenido. Así que el domingo Istvány le dijo a su madre que necesitaba un libro para las vacaciones.

—¡Ay, Dios mío! —se lamentó «Piroska de mi alma», y se le saltaron las lágrimas—. No tengo dinero, palomita mía.

—No importa —la consoló su hijo—, ya me lo traerás el domingo.

—Pero cómo voy a traértelo, cielito de mi alma, si hasta dentro de dos semanas no me dan la paga.

—Entonces tráelo en dos semanas. Se lo diré al maestro.

Eso era lo que había respondido Istvány, porque era un buen hijo, aunque no tranquilizó a su madre, que hizo pucheros y tuvo que disimular el llanto.

—Vida de perros es la de los pobres…

No obstante, el domingo siguiente le llevó un libro a su hijo, un libro bastante luminoso en el que ponía con letras doradas: Código procesal civil. Parece que la pobrecita no pudo soportar la idea de que su amado hijo no tuviera lectura para las vacaciones cuando así lo había ordenado el maestro, de modo que le robó a su patrón el Código procesal civil pensando que en ese libro había mucho para leer y que, si le servía al sabio de su señor, el abogado judío, también le serviría a su hijo.

Así era esa «mamaíta». Hubiera robado hasta las estrellas del cielo si su hijo las hubiera necesitado.

Una vez, al entrar en la habitación, vi que hacía arrumacos a su Istvány como si fuera un niño de pecho. Debí de mirarlos con cara extraña, porque Istvány se sobresaltó mucho. Quiso librarse del abrazo de su madre, pero esta no lo permitió.

—¿Qué te pasa, angelito? —preguntó inocente.

—¡Déjame, mamaíta! —dijo el chiquillo haciendo aspavientos—. Se burlan de mí.

—¿Quién se burla de ti?

Istvány no se atrevió a decírselo.

—¿Es Béla? —preguntó «Piroska de mi alma», y al ver que Istvány no respondía me gritó—: ¡Béla, ven aquí!

Me acerqué refunfuñando.

—A ver, dime, ¿por qué te burlas de Istvány?

No contesté, pero tampoco bajé la mirada como suelen hacer los niños en tales casos. Me quedé allí sin decir nada, apretando la barbilla contra el pecho, mirando fijamente a los ojos de la muchacha para que viera que no les tenía miedo a las madres.

—Vamos, no seas tan arisco —dijo «Piroska de mi alma»—. ¿Es que a ti no te mima tu mamá?

—¡No! —repuse con rudeza, y la dejé cortada.

«Ya verás Istvány —musité—, esta noche toca venganza.»

Salí a la cocina soltando tacos y me acurruqué junto al hogar. La cocina estaba llena de visitantes, no podía librarme del «olor a madre». Las criadas de domingo no paraban de cuchichear y todas eran irritantemente remilgadas y ñoñas, como si hubieran dejado su forma de hablar natural en casa, en el armario, con la ropa de diario. Yo odiaba a los adultos melindrosos y también a los niños; en general aquellas asquerosas tardes de domingo odiaba a todo el mundo.

Saqué la navaja y empecé a tallar una ramita. Quería hacer un silbato, pues ya llevaba varios días tratando de hacer uno sin éxito. Deseaba ardientemente tener uno. Al principio me pareció un sueño inalcanzable, como todo lo que costaba dinero, pero no me había dado por vencido ya que me había enterado de que uno mismo podía hacerlo con un trozo de rama de sauce.

Estuve un largo rato trabajando en aquel cálido rincón. No conseguía que el silbato sonara. De pronto la navaja me resbaló, se me clavó en el pulgar izquierdo y empezó a sangrar a borbotones. Me asusté y apreté el dedo para parar el flujo de sangre, pero fue en vano. No sabía qué hacer. No tenía pañuelo para vendármelo y tampoco me atrevía a acudir a nadie; una vez me había sucedido algo similar y tras el primer susto fui corriendo a la vieja, quien a manera de consuelo me dio un soplamocos tan fuerte que nunca se me ha olvidado.

—¿Por qué no te has cortado el cuello? —chilló—. ¡Hubiera sido más efictivo, sinvergüensa!

Pero aquello había sucedido en la prehistoria, a los cuatro años de edad. Desde entonces había aprendido qué era la «reputación». Decidí presionarme el dedo sin decir nada a nadie. Tenía las manos y las piernas cubiertas de sangre, sentí náuseas y mareos. Caí desfallecido contra la pared.

De repente oí la voz de Piroska:

—¿Qué te pasa, Béla?

—Nada —rezongué.

—A ver, ¿qué te has hecho?

Piroska se agachó y, al verme todo ensangrentado en la penumbra del rincón, lanzó un grito:

—Dios mío, ¿qué le ha pasado a este niño?

Todos se agolparon a mi alrededor. Piroska corría de un lado a otro como si se hubiera prendido fuego en la casa. Trajo agua en una palangana, sacó un trapo limpio de alguna parte, me lavó y me vendó el dedo, luego me abrazó y me llevó a la habitación. Echó a las madres que estaban sentadas en el diván, me acostó, se sentó a mi lado y me mimó como hacía otras veces con Istvány.

—¿Estás mejor, Béluska? —trinó—. Vamos, ¡ríete un poco, Béluska…!

A mí nunca me habían llamado Béluska; es más, le hubiera partido la cara a quien me hubiese llamado así. Pero ese día no rechisté. Aguanté que me llamara Béluska y también soporté sus mimos, y me di cuenta avergonzado de que, olvidada mi reputación, sus zalamerías me sentaban la mar de bien. Aquella noche no le pegué a Istvány.

El domingo siguiente caía a primeros de mes. Eran días en los que Piroska siempre llegaba con un montón de paquetes. En esa ocasión también trajo cuatro o cinco; claro que todos eran pequeñitos y los podía haber envuelto juntos, pero Piroska era una madre astuta y conocía muy bien el alma de los niños. Había envuelto cada regalo por separado con tres o cuatro capas de papel, para lograr un mayor efecto, y atado cada uno con cordones de colores.

Istvány abrió con excitación los paquetitos y yo lo observé con envidia desde el rincón. Ese día no podía estar enfadado con él, lo que aún me hacía sufrir más. Se me instaló en el pecho una tristeza pesada y nebulosa, y tenía un nudo en la garganta. Miraba a Piroska, que no apartaba el rostro radiante de su sobreexcitado hijo, y de repente comprendí que aquella madre no estaba loca, lo cual me dolió tanto que casi pierdo la razón. Quise salir para no verlos, pero al moverme Piroska me llamó:

—¡Ven aquí, Béluska!

Y fui.

—Toma —me dijo sonriente, y me colocó en la mano un paquetito.

La miré consternado. No comprendía la situación. ¿Para qué iba alguien a dar un paquetito a un bastardo al que ni siquiera conocía?

—¡Vamos, ábrelo! —me animó—. Es para ti.

Las manos me temblaban tanto que apenas pude deshacer el nudo. En el paquete había una cajita; en la cajita algodón, y en el algodón un silbato de metal. Cuánto tiempo llevaba deseándolo… y ahora no podía alegrarme. No hacía más que mirarlo y mirarlo, y sentía el corazón tan pesado como si fuera de plomo.

—¿No te alegras, Béluska? —me preguntó Piroska—. ¿No querías tener uno?

—Sí, señora —tartamudeé—, me alegro.

—A ese no vale la pena darle nada —berreó la vieja, y me lanzó una mirada furiosa—. ¡Al menos le podrías dar las gracias a doña Piroska!

Tenía el alma tan llena de gratitud que habría colmado de besos la mano de doña Piroska; pero ahora, tras el latigazo de la vieja, ni siquiera pude darle las gracias. Me quedé parado, con el silbato tan largamente anhelado en la mano, mirando al suelo sin saber qué hacer. Luego, sin decir nada, giré sobre mis talones y salí corriendo al patio.

Nevaba, reinaba un gran silencio de domingo invernal y caía la noche. Me paré en medio del patio e hice silbar mi regalo. Este sí que sonaba, no como el de sauce. Produjo un sonido agudo, cortante y magnífico, los árboles nevados casi se estremecieron al oírlo. Luego volvió el silencio. Entonces me senté en un tocón y empecé a llorar desconsoladamente.

A partir de ese día, los domingos por la tarde no salía de casa. «Hay mucho barro —me dije el primer domingo—, y tengo los zapatos rotos.» Pero luego llegó el verano y trajo una sequía que hasta en la iglesia hubo que rezar para que lloviera, pero a mí no me apetecía salir. Hiciera buen o mal tiempo, yo me quedaba en casa los domingos, esperando como los demás niños. Y eso que nunca más me dieron paquetito alguno, aunque no era eso lo que yo esperaba, sino a la persona que los traía.

Por nada del mundo me acercaba a ella. Me sentaba en un rincón apartado del patio y esperaba que vertiera todo su cariño en Istvány y que por fin se acordara de mí.

—¿Por qué no vienes aquí, Béluska? —me preguntaba, y el corazón me daba un vuelco. Me hubiera gustado ir volando, pero en lugar de eso ponía cara de mucho sueño y me acercaba a paso lento, a regañadientes, como si no le diera mucha importancia. Me sentaba a su lado con un bostezo y callaba. Un día me preguntó por qué era «tan arisco», pero a diferencia de mi madre ella sabía cómo darle la vuelta al asunto. Me dio un sonoro cachete en el trasero y luego echó a correr como si la hubieran pillado robando.

—¡Tú la llevas! —gritó, y yo, el Béla serio y celoso de su «reputación», sin darme cuenta, me vi jugando al tú la llevas a grito pelado.

Otro domingo trajo una baraja y me enseñó a jugar a Pedro el Negro. Los tres pasamos toda la tarde jugando a las cartas. Tanto Istvány como yo estábamos muy emocionados, como si del juego dependiera la salvación de nuestras almas, pero ninguno de los dos se emocionó tanto como la adulta, doña Piroska.

Se sabía todos los juegos de niños y se los tomaba muy en serio. Con ella aprendí el adivina adivinanza, el piedra, papel y tijera, el veo, veo y muchos más. Era la mejor corriendo, la mejor jugando a la pelota e incluso la que pegaba más fuerte al «adivina quién te dio», lo que hacía con mucho convencimiento.

También se inventó un juego: la consulta del dentista. Istvány hacía de dentista y yo de enfermero. Piroska echaba a todos de la habitación, salvo a Istvány y a mí, luego cerraba la puerta con llave y se escondía bajo el diván. István se colocaba las gafas de la vieja y esperaba a los pacientes blandiendo unas enormes tenazas. Yo abría la puerta y decía con la cara más seria que podía: «El siguiente».

El paciente entraba y nosotros, claro está, lo hacíamos sentar en el diván.

—¿Qué muela le duele? —inquiría Istvány con gran seriedad.

—Esta, esta de aquí —se quejaba el niño con preocupación fingida, ya que anteriormente le habíamos aclarado que no debía tener miedo, que todo iba en broma.

—Pues esta muela hay que sacarla —sentenciaba el médico—. No tiene miedo, ¿verdad?

—¡Qué voy a tener miedo! —contestaba el mozuelo, que no tenía ni idea de lo que le esperaba.

En ese momento, cuando Istvány abría y cerraba amenazantes sus tenazas y el hierro frío tocaba los labios del niño, desde debajo del diván Piroska pellizcaba al paciente, que en el primer momento del susto pensaba que le habían sacado de verdad una muela, por lo que soltaba un berrido espantoso.

En ocasiones, cuando no se le ocurría nada mejor, Piroska me cogía de la mano y empezaba a hacerme cosquillas como a un bebé. Lo más chocante era que yo no solo lo soportaba, sino que en secreto disfrutaba de este juego degradante, porque a las cosquillas Piroska solo jugaba conmigo; ni siquiera su hijo Istvány tomaba parte en él. Hasta allí había llegado. ¿Para qué seguir enumerando datos infamantes? Llegué tan bajo que con doña Piroska incluso jugaba a las palmas en público.

A veces me daba cuenta de que los chicos me observaban con semblante burlón, como diciendo: ¿Tú también, chaval? En esas ocasiones me sentía muy avergonzado. «Si las cosas siguen así —pensaba—, se vendrá abajo mi “reputación”.» Por desgracia no fue así.

Un domingo de finales de junio Piroska llegó acompañada de un hombre con un buen mostacho al que condujo con mucha seriedad ante Istvány.

—Este señor es tu padre, Istvány —anunció con el rostro enrojecido por la emoción—. Bésale la mano, angelito.

Istvány miró alarmado al bigotudo. Al principio el pobre ni siquiera se atrevió a moverse del susto, pero luego cumplió la orden y besó tímidamente la mano del señor. El hombretón de pelo canoso acarició torpemente la cabeza del chiquillo.

—Es un niño bien majo —dijo asintiendo con la cabeza, y sonrió a Piroska.

Piroska cogió precipitadamente la manaza rosa del caballero y la colocó ante los ojos de Istvány.

—¿Qué es esto? —preguntó con tono enigmático, y señaló uno de los dedos de hombre.

—Un anillo —masculló Istvány.

—¿Qué tipo de anillo?

—Una alianza.

—Y esto, ¿qué es? —preguntó a la vez que señalaba su propia mano.

—Otra alianza.

—¡Así es! —dijo Piroska con mucho orgullo y en voz bien alta para que todos la oyeran—. ¡Es porque tu padre y yo nos hemos casado!

Istvány no replicó. Los demás domingos no paraba de hablar, pero aquella vez callaba junto a su pequeña madre y su enorme padre, como si se hubiera manchado los pantalones.

El bigotudo se sentó en el banquito y puso al chico entre sus piernas.

—Así que de ahora en adelante vivirás con nosotros, Istvány —dijo—. ¿Te alegras?

Istvány asintió. Entonces se quedó allí, sin decir nada, entre las fuertes rodillas de su padre; era imposible saber si estaba contento o no.

Al enterarse de la gran noticia, apareció la vieja y se puso a gimotear emocionada. Alababa entre sollozos el buen corazón de «Piroska de mi alma» y sus virtudes cristianas, aunque hasta el niño más bobo habría adivinado que solo lloraba por ver menguados sus ingresos. Abrazó a Istvány y le dijo con patetismo:

—¡Dale las gracias a nuestro Señor Jesucristo, que tiende una mano a los pobres niños!

—¡Amén! —suspiró Piroska, feliz, y se restregó los ojos húmedos.

Aquel domingo se olvidó de mí. Por muchas vueltas que diera a su alrededor para llamar la atención, ella permanecía concentrada exclusivamente en su propia y recién forjada felicidad, y ni siquiera se fijó en mí. Así que ese era el valor de nuestra gran amistad. Dios mío. Me volvía a sentir tan desesperadamente solo como antes. El corazón me dolía tanto que parecía que el bigotudo, en vez de sentarse en el banco, se hubiera sentado en mi pecho.

Ya oscurecía. Los visitantes empezaron a liar los bártulos e Ilona recogió las cuatro cosas que tenía Istvány. Entonces, en medio de las despedidas generales, Piroska por fin se acordó de mí.

—Béluska —dijo emocionada—, ¡nos llevamos a Istvány!

Asentí con la cabeza sin decir nada. No me atrevía a mirarla. Tenía los ojos clavados en el suelo, me mordía los labios porque temía echarme a llorar.

—¡Pórtate bien, Béluska! —añadió—. El Señor Todopoderoso también te echará una mano a ti.

Luego me abrazó y me besó. Dios mío, ¡cuántas cosas me hubiera gustado decirle en aquel momento nublado! Me hubiera gustado darle las gracias por lo buena que había sido conmigo, por vendarme el dedo, por regalarme el silbato, por jugar a las palmas los domingos por la tarde y por meterse bajo el diván en la «consulta del dentista». Y mucho más que le hubiera dicho de no tener el corazón tan encogido y a rebosar de lágrimas que temía moverme por si se derramaba aquella inmensa cantidad de agua salada.

—¡Gra… gracias! —fue todo lo que pude decirle.

—¿Por qué me das las gracias, Béluska? —preguntó, asombrada.

—¡Por el… silbato, doña Piroska! —balbucí con torpeza, y eché a correr porque ya no era capaz de contener más el llanto.

Avergonzado, me escondí entre unos arbustos de aligustre, pero, al verlos cruzar la puerta de la calle, los seguí con discreción. No se dieron la vuelta, no me vieron. En realidad no quería hablar con ellos, Dios sabe por qué había ido tras ellos. Observé cómo iban los tres por la calle principal, a la izquierda la media ración de mamaíta, a la derecha el corpulento papá y en medio el niño Istvány, al que los dos llevaban de la mano.

Así terminó mi humilde historia con «Piroska de mi alma». Nunca más los volví a ver, pero en otra ocasión volvieron a hacerme llorar amargamente. Una mañana, el cartero cojo me trajo una postal: «Un saludo afectuoso, István K.».

Tan solo ponía eso, pero a mí me bastaba. Sabía que hasta entonces se había llamado István C., y quizá fue en aquella tarjeta donde escribió por primera vez el apellido de su padre.

Había dejado de ser un bastardo.