Es evidente que ya antes estaba al tanto de que algo no andaba bien en relación con mi ascendencia. Pero uno, con el paso del tiempo, se habitúa y sobrevive a todo, a todo menos a la propia muerte. Mi estómago de campesino había digerido comida de perro; mi alma de campesino, una vida de perros. Tengo que admitir que de vez en cuando me entristecía oír tras una valla aquella burla cantada a coro, pero era como un resbalón emocional; la herida no se infectaba y sanaba casi sin dejar huella.
Sin embargo, aquella pálida chiquilla judía dio de pleno en mi corazón. Ya no hizo falta que me lo gritaran desde una cerca; empecé a oír sin parar la terrible pregunta y nunca más he podido rehuir la respuesta. La cuestión me seguía como la sombra y no paraba de torturarme el oído: «Hijo de la tía Roziiika, ¿dónde está tu paaadre…?».
Nació en mí un odio horrendo y recalcitrante contra mi madre. La culpaba de todos los males. Aquella criada desconocida había echado a perder mi vida, por su culpa era el perro del pueblo con el que no se paraba a hablar ni siquiera una niña judía. ¡Ya verás lo que pasará si vuelves a aparecer por aquí con tu cara de mojigata! —la amenazaba para mis adentros—. ¡Vas a oír a tu querido hijo!
No tuve que esperar mucho. Dos o tres días después de la pelea llegó de Budapest la postal, en viernes, como de costumbre, y el domingo llegó ella. Siempre había detestado sus visitas, pero esta vez la esperé con impaciencia. El odio me consumía. ¡Ahora saldaremos cuentas!, me prometía, y me chirriaban los dientes.
Al quedarme a solas con ella le pregunté sin más:
—¿Por qué no me hablas nunca de mi padre?
Mi madre me miró petrificada. Primero enrojeció y luego palideció, por lo que su rostro oliváceo adquirió un peculiar tono verde amarillento.
—¿De tu padre? —repitió con voz hueca y, siguiendo su costumbre, miró alrededor para ver si alguien la oía.
—¡Sí, de mi padre! —contesté con obstinación.
Estábamos sentados bajo el viejo melocotonero, en el banco destartalado. Mi madre se mostraba inquieta.
—¿Qué quieres saber? —preguntó con aparente soltura, aunque su voz era insegura y entrecortada.
—¡Todo! Quién es, cómo le va… —contesté implacable.
Vi que no sabía qué decir y saboreé con perfidia su sufrimiento. Sus pequeños ojos negros parpadearon asustados, en la sien se le hincharon las venas, no sabía qué hacer. De manera automática abrió su gastado bolso, rebuscó en él, sacó un pañuelo, se lo pasó por la nariz seca, lo guardó y cerró el bolso con parsimonia. Por fin, como quien no tiene otra alternativa, suspiró profundamente como una anciana y afirmó:
—El pobre ha muerto.
—¿Ha muerto? —pregunté pasmado, porque esperaba cualquier respuesta menos aquella.
—Sí, que descanse en paz.
Siguió una pausa larga e incómoda. El patio vibraba del alboroto dominical de madres e hijos, y sin embargo a nuestro alrededor reinaba el silencio. Era un silencio tangible, como si se hubiera materializado, como si hubiese tomado asiento entre los dos. Yo no sabía cómo reaccionar. Desde el viernes hasta el domingo no había hecho más que pensar en esta conversación, me había preparado para todas las respuestas posibles e imposibles, menos para esta. Sin embargo, ni por un instante me creí lo que decía mi madre. Sabía que mentía.
—En el pueblo se oyen otras cosas —dije, y me di cuenta de que tenía la voz ronca.
—¿Qué se dice en el pueblo?
—¡Pues dicen otras cosas sobre mi padre!
La voz de mi madre tembló de rabia. Me lanzó una mirada airada, como si yo tuviera la culpa de que todo hubiera sucedido tal y como sucedió. Aquello me enfureció aún más.
—Vamos, ¡no hagas como si no supieras nada! —brotó de mí la furia contenida—. ¡Lo sabes muy bien!
—¿Qué? ¿Qué es lo que sé? —me chilló, y de repente dejó de importarle que la pudieran oír los demás—. ¿Cómo te atreves a hablarle así a tu madre?
No contesté. Miraba obstinadamente al suelo y disfrutaba de la irritación de mi madre. Con mi aparente tranquilidad aún echaba más leña al fuego.
—¡Perro desagradecido! —gritó bajando la voz, porque al parecer había vuelto a acordarse de que había otras personas en el patio—. Yo trabajo día y noche como una burra, me dejo la vida, envío todo ese dinero ¿y así es como me lo agradeces?
La escuchaba con el corazón frío y hostil. En aquel momento la odiaba con todas mis fuerzas. Me vinieron a la cabeza las palabras que había dicho la vieja ante los demás chiquillos: «¡Escribe a la sorra de tu madre y dile que no haga hijos si no es capas de mantenerlos!».
—¡Tú eres mi madre y es tu deber cuidar de mí! —solté con descaro.
—¿Conque esas tenemos? —Se puso en pie de un salto—. ¡Al carajo tú y tu padre!
Y me dio tal bofetón que me caí del banco. Mi madre tenía unas manos grandes y huesudas, la cara me dolía horrores, pero por nada del mundo me hubiera echado a llorar. No estaba arrepentido, ¡todo lo contrario! Necesitaba aquella disputa turbulenta y quizá también el guantazo. Mis nervios alterados absorbían con avidez enfermiza el aire cargado de electricidad que presagiaba tormenta. Había perdido toda sobriedad. Mi alma de niño humillado vibraba por la terrible embriaguez de la venganza. Deseaba que se produjera una especie de cataclismo, que todo explotara y que todo el mundo se pusiera patas arriba.
—¿Quién te ha metido en la cabeza estas cosas, majadero? —chilló mi madre.
—¡Lo dice incluso la vieja! —repliqué con malicia al levantarme del suelo—. ¡Y unas cuantas cosas más!
—¿Más cosas? ¿Como cuáles?
Casi me sentó bien espetarle:
—Que eres una puta de las peores.
—¿Qué? —gritó desgañitándose—. ¿Qué ha dicho esa vieja ramera?
—¡Pues eso! —contesté, y sentí una satisfacción repulsiva y bestial.
Entonces ya nos habían rodeado las madres y sus hijos, todos boquiabiertos; hasta Ilona, la criada de mirada boba, había salido corriendo de la cocina.
—¿Qué ha pasado, querida? —le preguntaban a mi madre—. Diga, ¿qué es lo que ocurre?
Mi madre no contestó. Repartiendo empujones a diestro y siniestro apartó a las mujeres que atraídas por la curiosidad se habían congregado a su alrededor, y echó a correr en dirección a la cocina con los ojos encendidos.
—¡Estrangularé a esa vieja puta! —gritó—. ¡Yo la mato!
Las madres echaron a correr tras ella. Se olvidaron de mí.
Entonces comprendí lo que había hecho. De repente yo también eché a correr, pero no en dirección a la casa sino en sentido contrario. A raíz del griterío se había agolpado gente en la puerta de la calle, y me di cuenta de que por allí no podría salir. Ante el establo había un carro cargado de heno, así que me subí a él con rapidez y desaparecí como la proverbial aguja en el pajar.
En el patio se armó un alboroto de mil demonios. Gritos, maldiciones y gente yendo y viniendo. Oí que me buscaban. Me asomé sin atreverme a respirar siquiera. A través del heno vi que mi madre, la vieja y todo el tropel de mujeres corrían hacia el establo.
—¿Dónde está ese canalla? —vociferó la vieja—. ¡Le voy a sacar los ojos!
—Grite todo lo que quiera —chilló mi madre—, pero esas cosas un niño no se las saca de la manga.
—¿Que no? —bramó la vieja, y se plantó ante mi madre con los brazos en jarras—. ¿Me está llamando mentirosa? Cierre esa bocasa, querida, que si no la sacarán de aquí con los pies por delante. Pagar, no paga, pero sí insulta. A ver. ¿Qué era lo que berreaba antes en el patio?
—Que esas cosas un niño no se las saca de la manga —repitió mi madre con obstinación.
—He preguntado qué era lo que gritaba antes en el patio. ¿Mi entiende?
Mi madre no respondió. Se le saltaban las lágrimas y tiritaba.
—Ahora no respondes, ¿verdad? Eres un gusano cobarde —gritó la vieja pasando al tuteo—. A ver, ¿quién es la puta de las dos?
—¡Yo no! —dijo mi madre con la voz quebrada—. A mí nunca me ha pagado ningún hombre. Yo trabajo día y noche por mi hijo.
—Vamos, vamos —gritó la vieja, apuntando con el índice al rostro de mi madre—. ¡No seas tan orgullosa, majadera! Te conozco muy bien, pajarraca. No te hagas la santa. Ni siquiera querías traer al mundo a ese renacuajo sarnoso. Ibas de un lado al otro como una loca, de curandera en curandera, para librarte de él. Solo querías al macho, pero no al hijo. Ahora tampoco pagas por él como las demás. Si por ti fuera tu bastardo podría morirse de hambre, mientras tú puteas por Budapest…
—¿Qué ha dicho? —preguntó mi madre con la voz áspera y a la vez amenazadoramente tranquila.
—Lo que he dicho, dicho está —repuso la vieja y miró desafiante a los ojos de mi madre.
Durante un instante reinó un silencio mortal. Luego mi madre emitió un chillido bestial y asió por el cuello a la vieja.
—¿Tú me dices eso, tú? —gritó a todo pulmón, y cayó al suelo sin soltar a la vieja—. ¡Vieja puta! ¡La zorra del pueblo!
—¡Asesina! —gimió la vieja—. Asesi…
Se le cortó la voz, solo le salían unos sonidos roncos.
Cerré los ojos instintivamente. Me hubiera gustado taparme los oídos, pero no me atreví a moverme, quizá tampoco tenía fuerzas suficientes para ello. Todo mi cuerpo temblaba.
Al abrir los ojos vi que la vieja estaba tendida en el suelo, inconsciente; a mi madre no la vi por ninguna parte. Todas corrían asustadas de un lado al otro en medio de un caos sobrecogedor. A la vieja trataban de reanimarla tres personas a la vez. Le hacían friegas con vinagre, le ponían compresas de agua fría, le daban a oler algo. Una de las mujeres fue corriendo a la taberna para llamar al tío Rozika, otra quería llamar a los gendarmes pero la disuadieron. Parecía que, en medio del alboroto, mi madre había puesto pies en polvorosa.
Por fin la vieja volvió en sí. Las pobres y desgraciadas muchachas —que la odiaban tanto como mi madre— no dudaron en aprovechar la ocasión para ganarse sus favores.
—¡Querida tía Rozika…! ¡Amada tía Rozika…! ¿Dónde le duele, tía Rozika…?
La mimaban, la agasajaban, la colmaban de atenciones. Cinco de ellas la levantaron del suelo, le sacudieron el polvo, la acariciaron, compadeciéndose. Fueron hacia la casa con la vieja renqueante, como si llevaran al Santísimo.
De repente todo quedó en calma. Después del griterío desmesurado, el repentino silencio era pavoroso. A los cinco años de edad, había visto a un viejo jornalero morir ante mis ojos en pleno campo. Fue la primera vez que vi a una persona luchar contra la muerte, pero ni los ojos vidriosos, ni los temblores de las extremidades ni los angustiosos suspiros que soltó me asustaron tanto como el indescriptible instante en que los labios del moribundo quedaron abiertos y, de súbito, sin transición alguna, se hizo un silencio. En aquel momento recordé ese silencio y permanecí en el heno como acostado en un ataúd.
Había pasado muchos sobresaltos en la niñez, pero nunca había sentido tanto miedo. Hasta entonces tan solo tenía que temer las palizas y el hambre, pero ahora también temía que la vieja me echara de la casa y que tuviera que irme con mi madre a Budapest. No me podía imaginar nada peor, si bien sería difícil explicar por qué. Peor vida que aquella no me podía esperar en Budapest. Aunque mi madre me hubiera prometido el paraíso terrenal, donde vestido con un traje bordado en oro se pudiera patinar sobre tocino ahumado, yo habría preferido arrodillarme ante ella y suplicarle que me dejara en el infierno comiendo pan duro.
—¡Prefiero morir! —dije entre dientes, si bien desde que había visto morir al viejo jornalero me aterraba la muerte.
No me atrevía a salir. Los minutos caían sobre mí como gotas de lluvia desde un canalón agujereado, con lentitud letal.
El patio estaba vacío. Nadie me buscaba.
Pronto oscureció. Oí a las huéspedes despedirse en voz alta, el triste mugir de las vacas que volvían del campo, el abrirse y cerrarse de la puerta de la calle, el tintineo apagado de los cubiertos colocados para la cena y el cuchicheo lejano de los niños que se retiraban a dormir. Luego quedé a solas con el silencio.
Ya nada se movía y, no obstante, yo seguía oyendo ruidos, rumores misteriosos, crujidos que me ponían los pelos de punta, que quizá procedían de otro mundo; unos murmullos insondables e indescriptibles que solo oyen los niños por la noche, cuando brilla la luna, se balancean las sombras y el miedo cabalga sobre los tejados montado en una escoba. En aquel momento me senté y agucé la atención con respiración contenida. El hechizo se rompió sin más, y reinó un silencio ordinario, cotidiano.
El mundo estaba muerto, muerto, muerto. La fría y malvada luna llena hacía muecas en el cielo. El jardín se me apareció negro y plateado como un ataúd.
El miedo me hizo vomitar. Sentí escalofríos, entre castañeteos recé el padrenuestro. Luego me pareció que yo también moría.
Me quedé dormido.